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Introducción


A lo largo y ancho del territorio colombiano es posible encontrar una impresionante cantidad y variedad de sitios con arte rupestre. Por tal razón, no es gratuito que desde la época de la invasión española hasta el presente, clérigos, conquistadores, viajeros, políticos, lingüistas, ingenieros, filósofos, artistas, historiadores y, por supuesto, antropólogos y arqueólogos han advertido la presencia de rocas con pinturas y petroglifos, admirado su belleza y, en ocasiones, sugerido interpretaciones sobre su significado. Aunque el origen de las interpretaciones es diverso y, por ende, se cuenta con cierta variedad en las “lecturas” que los investigadores han hecho de un sitio o conjunto de sitios con arte rupestre, es posible encontrar un elemento común a casi todas ellas y es la apelación a los relatos europeos del siglo XVI como fuente de inspiración (Cabrera, 1969; Guisletti, 1954; Restrepo, 1895; Silva, 1963; Triana, 1972, 1984; Uricoechea, 1971). Por supuesto que esta práctica no es exclusiva de la investigación del arte rupestre. La arqueología colombiana sufrió hasta hace poco, para algunos sigue aún sufriendo, del uso excesivo, indiscriminado y acrítico de las crónicas de la conquista (Langebaek, 1996). Al fin y al cabo, es una forma de razonamiento que poco aporta a la comprensión de las sociedades que habitaron el territorio colombiano en época prehispánica y no permite que los objetos arqueológicos puedan ser utilizados como fuente legítima de conocimiento sobre el pasado.

El desarrollo de diferentes técnicas de datación durante la primera parte del siglo XX fue sin duda uno de los aspectos que facilitó el progresivo abandono de las explicaciones basadas en las crónicas. Para finales de los setenta del pasado siglo ya era evidente que ellas no podían aportar mucha información sobre sociedades que habitaron el territorio miles de años antes de aquellas descritas por los españoles y cuyos modos de vida fueron muy diferentes. No obstante, la posibilidad de datación solo aplicó a los contextos arqueológicos enterrados, lo cual significó un punto de inflexión que separó definitivamente la investigación del arte rupestre de aquella centrada en sitios bajo el suelo. La imposibilidad de datación científica del arte rupestre derivó en que este no fuera considerado un objeto arqueológico en toda su dimensión y como consecuencia ya no hizo parte de los objetos a partir de los cuales se construyeron correlatos arqueológicos. Las pinturas y petroglifos dejaron de ser materia de indagación por parte de los arqueólogos y se convirtieron, en el mejor de los casos, en convidados de piedra de los reportes arqueológicos. Como lo muestran Jaramillo y Oyuela-Caycedo (1995, Tabla 3), la creciente producción arqueológica entre 1800 y 1962 contrasta con la disminución en la cantidad de estudios sobre arte rupestre. Ya para 1965 era patente la imposibilidad de datación del arte rupestre (Duque, 1965) y para finales del siglo XX los pocos arqueólogos que aún consideraban el tema relevante debían limitarse al registro y descripción de sitios, justamente por la dificultad de asociar dichos objetos a otros restos materiales prehispánicos (Becerra, 1990; Botiva, 2000; Lleras, 1989; Pradilla y Villate, 2010).

Aquellos investigadores que continuaron llevando a cabo investigaciones en arte rupestre, casi ninguno de ellos arqueólogo, continuaron orbitando alrededor de las crónicas españolas o de las interpretaciones basadas en ellas. De suerte que aún para finales del siglo XX y comienzos del XXI era lugar común encontrar designaciones típicas de la tradición histórico-cultural y que asignaban el arte rupestre al grupo humano descrito por los españoles para el territorio donde se enclavan las rocas (O’Neil, 1973).

Arqueología del arte rupestre

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