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Don Alfonso Reyes, un gastróforo

He dicho cosas crueles acerca de Reyes, y espero seguir haciéndolo.

Gerardo Deniz

–¿Qué palabra del español te gusta mucho?

–Gordo.

*

De una u otra manera me las he arreglado para fugarme de la caseta los sábados, de las 4 a las 7 de la tarde. El propósito, según mis ínfulas de trabajador, es desconectarme un rato, vagar, hacerme pendejo o, dicen los idealistas y salvamundos caguengues: gozar de libertad. Ni lelo me trago ese cuento, pero lo menciono para no olvidar lo fácil que es engañarse a sí mismo. En fin, de la caseta me vengo al café. Llego, como de costumbre, con una cara de liendre fumigada. Tomo asiento y pido lo mismo de siempre: un americano y un cenicero. Hurgo en mi mochila, saco un libro y me olvido de casi todo lo que está a mi derredor.

*

Según yo me siento en el café para no ser interrumpido en la lectura, como me sucede en la caseta, donde llegan uno y otro cliente a solicitar algo que necesitan, o que les dicta su capricho; ya berrea un niño chiqueado porque quiere una paleta de chile (que no será lamida más de dos veces), ya llega tal anciana a quejarse de la alza de precios en las verduras, ya llega don No-sé-cómo-se-llama para bufar y maldecir a no sé qué presidente que gobierna no sé qué país de mierda o, esa es obligatoria, llega alguien a jorobar sobre de la cantidad de muertos que contabiliza el diario de nota roja. Más temprano que tarde en el café se repiten las interrupciones, por unos no-clientes que sólo saben estirar la mano para pedir ayuda y poner, como dicta la moda, una cara de víctimas aporreadas por alguna deidad iracunda o marginadas por una sociedad psicótica, qué sé yo. Hago de piedra mi corazón y sigo leyendo, a veces incluso zangoloteo la pluma en el cuaderno. No cabe duda que mi madre tiene razón cuando sutilmente me hace saber que me falta algo en la tatema (“allá tú, pero ¿no te parece algo curioso salir de un lugar para ir a otro a encerrarte, quizá más incómodo y ruidoso que la caseta?, insisto, allá tú”).

*

Este último sábado, después de años, pude hacerme de un par de ejemplares: los tomos X [Constancia poética] y XXV [Culto a Mallarmé, El Polifemo sin lágrimas, Memorias de cocina y bodega, Resumen de la literatura mexicana (siglos xvi-xix), Los nuevos caminos de la Lingüística, Nuestra lengua y Dante y la ciencia de su época], de las obras completas de don Alfonso Reyes. De ambos tomos me interesaba leer los apartados que le dedicó a la gastronomía. Así, del tomo X, sólo quería leer los poemas que llevan por título: Minuta: (19171931), conjunto de 39 poemas, más epígrafes al inicio y al final y una nota sobre San Pascual Bailón, que figuran a la cabeza del bloque IV (Tres poemas). Y del tomo XXV me urgía leer, por mera compulsión y no por alguna necesidad particular, el apartado III, que lleva por título: Memorias de cocina y bodega, compuesto por diecisiete “Descansos”, el respectivo “Proemio” y unas “Notas sueltas”. Con todo y las interrupciones ya referidas, más las distracciones de las que soy fácil presa, pude ajumarme las 120 páginas de uno y otro tomo en la coja e incómoda mesa del café.

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Quien me conoce sabe que yo disfruto bastante los ensayos de Alfonso Reyes, los cuales, al parecer, hoy no están de moda y tampoco son moneda que corra por el pestífero mundillo de las letras. Las razones y motivos de ese distanciamiento, descuido o, quizá, ignorancia, las desconozco de cabo a rabo. Rara vez yo le he encontrado un “pero mayor”, es decir, una excusa que me impida leer fragmentos de la obra de este ilustre personaje, el gordo más erudito de la literatura mexicana del siglo xx. Estoy seguro que alguna vez leí algo relativo a la gordura física y literaria de ciertos autores (Tomás de Aquino, Chesterton, Lezama Lima, etc.), pero no puedo acordarme de ningún detalle, salvo el de que no figuraba Alfonso Reyes, grave falta, porque el autor regiomontano no era un gordo bofo, mucho menos su obra, de una obesidad tan mórbida que asusta. ¿Será que a eso se deba la aversión, hoy sufrida, de los escritos de don Alfonso?

Pero, para ya no desviarme más de lo que quiero comentar, diré que no fue lo que yo esperaba de esos escritos gastronómicos. Quizá me ganó la excitación, mis fantasías farragosas, el descuido en los detalles, la burronería. No quiere decir esto que juzgue de flojas estas obras de don Alfonso. Pero, suerte la mía, he leído a otros autores que no sólo invitan y tientan, como sólo sabe hacerlo Satán, a ser un erudito libresco y goloso en materia gastronómica, y conste, Reyes lo logra. Pero, el gran pero que le pongo ahora, es que no azuzaron a la perra hambre y gula que suelo cargarme. De hecho, a varías de las autoridades glotonas que menciona Reyes las he leído; algunas, debido a su amenidad, las releo cada vez que puedo o que me viene la gana. Y siempre termino con un hambre más feroz que quienes se dedican a defender equipos de futbol, credos religiosos, ateísmos mañosos o a jefes políticos. Encontré más sabroso, de José Fuentes Mares, su Nueva guía de descarriados, que desató en mí, durante casi un año, una gula de romano que no se ha vuelto a repetir… (es obvio que miento, pero no quiero referir otras obras, es el cuento de nunca acabar cuando se habla de literatura y cocina).

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Conste entonces que no compongo ni redacto una decepción, un exabrupto quejoso a don Alfonso. Las escasas personas con las que he platicado de Reyes y su obra han sido los ordinarios académicos de rostro brilloso, dentadura asimétrica y manos gelatinosas. Y todos ellos no conciben que se le cuestione ni una sola coma o acento al ídolo del mismísimo Borges, al que, no hace mucho tiempo, George Steiner le reconoció lo vasto de sus intereses: “Reyes lo deja a uno con un sentimiento de enorme humildad”. Mucho menos aceptarían, los académicos avinagrados, un chacoteo o una sospecha de las obras de Reyes. Yo, para qué hacerme el desconocido, a veces he caído en esas actitudes, no así un Juan Almela, alias Gerardo Deniz, autor que también lo deja a uno sintiéndose muy-muy-muy humilde.

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Cabe la duda de que no me haya deslumbrado, para esta ocasión, don Alfonso por un pequeño detalle. Lo leí a las prisas por andar con los ojos clavados en otro autor: Gerardo Deniz, al cual lo he tenido que repasar para programar un seminario atómico sobre algunos detalles de sus poemas. La idea es que ese cursillo se imparta y comparta en Santiago (Chile), después de mayo. Aún no hay nada definitivo, sólo el hecho de que estoy disfrutando releer a Deniz. Por método y por gusguería, le pedí a mi amiga Jazz que me prestará el grueso volumen: De marras. Prosa reunida del atípico Deniz. Por cierto, qué marros y tacaños se portaron los fce al imprimir en un papel tan corriente esta compilación, libro bingo respecto a no dejar mono letrado sin cabeza. Sea suerte o destino, abrí el De marras para ojearlo y tantear, también tontear, por dónde empezar este libro (jamás leo este tipo de obras en el orden que sugiere el índice, salvo el de mi mano derecha), y, ¡grata sorpresa!, chocan mis ojos con un par de escritos, en la página 667, que se titulan: “El griego de Reyes” y “En torno a la correspondencia Reyes-Torri”. Ambos y los que le siguen (menos “La analogía y su eficacia”) hasta la página 681 (“Septante Doomsdays de don Alfonso”, “Del peligro de soltar frases”, “El tomo XXIV y los acentos” y “Dos botánicas y un bicho”) son, para no andarnos con eufemismos, unos cocotazos bien puestos a don Alfonso Reyes y a algunos de sus especialistas.

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Leí con agrado, es decir con pocas carcajadas sordas y muchas atronadoras, la prosa de Deniz donde taja y destaza a Reyes, el intocable. No voy a entrar en los detalles donde Deniz repara contra Reyes. Hay que leer, además de los escritos ya mencionados, “De vliegende Hollander” (p. 229), “Modestias falsamente universales” (p. 587), “En busca de dimensiones perdidas” (p. 647), “Antesala: un poco de gimnasia” (p. 657) y otros que, por ahora, se me escapan del De marras, para caer en cuenta que no exagero en lo de los cocotazos.

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Lo que llamó mi atención, de lo ya arriba aludido, es algo muy sencillo, don Reyes no es esa figura infalible que pintan cada que pueden sus epígonos y admiradores (yo me cuento entre ellos), en los cansados y soporíferos homenajes que se le rinden (merecidos, por cierto, los homenajes, no los discursos, aclaro), ni tampoco es ese don Perfecto que soban en cursilientas tesis doctorales y monografías de su venturosa vida como intelectual. Y eso, a mi juicio, lo vuelve aún más atractivo porque lo desmitifica. No me pasa lo mismo con otros autores que el mismo Deniz despacha en épicas madrizas, José Emilio Pacheco, por decir sólo un nombre. Al cual, francamente, he leído poco y evito. ¿Le tenía envidia Deniz a Reyes? No lo sé. ¿Pleito casado? No podría afirmarlo del todo. El mismo Deniz, en la “Coda” escrita para la “Antología poética de Alfonso Reyes” (De marras, p. 735) escribe: “Mi trato con la obra de Alfonso Reyes es conflictivo, lo he descrito repetidamente y espero seguir haciéndolo”. Pero también, en ese mismo escrito, no se le niega el valor indiscutible a la poesía de Reyes.

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Quizá, de no haber leído esas prosas de Deniz en torno a Reyes jamás me habría animado, debido a mi naturaleza acomplejada, a mencionar la gordura de don Alfonso, mucho menos un “pero” a sus escritos. Con eso de que figuras como la de él son “intocables” por la intelectualidad de este país, que tacha de bufonada hasta la evidencia más cerril. Ya será tarea de los infaltables ponentes masacrar opiniones como estas que suscribo. Más de alguna institución ya amenaza con re-homenajear a Reyes, invitando a gente menos “rustica” para tales misas.

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Basta de vaguedades, que me disculpe por estos comentarios el gastróforo de don Alfonso, que a diferencia de Jean Anthelme Brillat Savarin, no terminó por convencerse de los beneficios de la esbeltez: “La dietética es manía general: todos dan avisos y recetas, recomiendan fórmulas, ejercicios respiratorios y, sobre todo, abstinencia y ascetismo”.

Los colores del diablo

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