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MUNDO SONORO
La musique retrouvée
Territorio demoniaco
Damas y caballeros:
Muchos han sido los intentos de definir la esencia de la música. Unas veces se la ha definido como tiempo estructurado, otras como síntesis de orden calculado y arbitrariedad insondable, y otras más como región donde se observa en sus más altas manifestaciones el encuentro de la forma rigurosa con los gestos de la libre autoexpresión o, más sencillamente, la colisión entre el mundo de los números y la pasión. Ninguna de estas caracterizaciones coincide con el célebre dictum de Thomas Mann en su novela Doktor Faustus, donde, inspirado por Kierkegaard, llegó a la conclusión de que «la música es territorio demoniaco».
Esta sentencia, devenida mantra de los musicólogos, es notable en varios respectos; además, siempre requerirá nuevos comentarios. Cuando, en 1947, Mann publicó su obra, no sólo quería iluminar los tenebrosos secretos de la cultura alemana, donde se ha dicho que musicalidad y bestialidad se habían entrelazado de una manera confusa. Se piensa que, al mismo tiempo, quiso evidenciar cómo en el terreno de la modernidad pudo lo bello artístico transformarse en el mal artístico y cómo la astucia del diablo fue capaz de transformar las mejores fuerzas de una civilización elevada en sus contrarias. Desde la perspectiva actual, el aserto de Mann cobra especial relevancia por la circunstancia de que en él se sustituye una definición por un aviso, como si el autor hubiese querido manifestar la opinión de que hay ciertos objetos de los que no cabe hacer teoría, puesto que tales objetos, mientras se teoriza sobre ellos, no permanecen quietos. Cual monstruos que dormitan, levantan la cabeza cuando se habla de ellos. Según el autor de Doktor Faustus, los musicólogos estarían bien aconsejados si tuviesen en cuenta la idea de los demonólogos cristianos, según la cual el demonio no admite la neutralidad. No es un objeto-modelo que se deje estudiar a una distancia segura, sino un poder que responde a la llamada. Quien llama al espíritu oscuro, ya lo ha invocado, y quien lo ha invocado, debe saber que puede encontrarse ante una instancia que es más poderosa que él. Por eso, los viejos libros populares sobre el doctor Fausto dicen: Si algo sabes, quédate callado.
Detengámonos un momento en la pregunta por la clase de demonios que intervienen cuando se entra en el territorio de la música –suponiendo que sea un «territorio» que pueda pisarse como un suelo o un terreno–. La respuesta hemos de buscarla en la antropología acústica, que en el curso de los últimos decenios ha puesto en nuestro conocimiento multitud de nuevos y estimulantes hallazgos sobre la génesis del oído humano. A estos hallazgos hay que agradecer que en la especie Homo sapiens, como en los demás mamíferos, esto es, animales vivíparos, pero también en muchas aves, el oído sea una competencia adquirida en un momento tan temprano como el medio prenatal. El oído es sin duda el órgano que dirige el contacto humano con el mundo, y lo es ya en un momento del desarrollo orgánico en que el individuo como tal no está «ahí» –si con el adverbio «ahí» indicamos la posibilidad de que un sujeto se halle a una distancia suficiente de las cosas como para poder un referirse a un objeto o una circunstancia–. Incluso en adultos, la audición en general no es meramente un efecto que un sujeto experimenta en relación con una fuente de sonido, sino que en ella acontece una inmersión del órgano sensible y de su portador en un campo acústico. Esto es mucho más pronunciado en la audición del aún no nacido. Si la primera audición es un preludio fetal al uso maduro del sentido auditivo, lo es principalmente porque el estado de flotación en un medio totalitario es más puro. Ya la primera audición posee de suyo la característica de una escuela primaria de la apertura al mundo, y, sin embargo, asistimos a esa escuela, efectiva école maternelle, en un estadio de la vida en que carecemos de mundo por hallarnos en un pre-mundo. El devenir individual permanece hasta nuevo aviso en su reserva íntima, encerrado en una vaga noche claustral, pero escucha lo que suena tras la puerta que se le abrirá a la existencia. Sería erróneo caracterizar al feto oyente como un espía pegado a la pared. Es característico de la forma primigenia de ser del oyente el que, desde el principio, se halle sumido en un continuum sonoro interno dominado por dos emanaciones del medio materno: por una parte, los latidos del corazón, que le dan el repetitivo ritmo existencial, y, por otra, la voz de la madre, cuyas libres producciones prosódicas impregnan el oído fetal de un dialecto melódico. Estos dos factores universales de la formación intrauterina del oído, el bajo continuo cardiaco y la voz de soprano materna, circunscriben el continente utópico de la protomúsica o endomúsica, y solamente fuera de estas inextinguibles y más o menos continuas presencias se abre el horizonte en el que procesos acústicos menos familiares, más intensos y más distantes despliegan un relampagueo acústico proveniente del mundo.
En estas relaciones habremos de pensar en adelante cuando repitamos la frase de la música como territorio demoniaco. La naturaleza del fenómeno demoniaco-musical se entiende algo mejor en cuanto concedemos que, cuando la relación acústica con el mundo se hace musical, siempre podremos activar el registro de las regresiones más profundas. De esto se sigue que, aun en el sujeto adulto marcado por la dureza de lo real, la música es capaz de evocar su prehistoria íntima. Ella recuerda una fase de su desarrollo en que aún no estaba habituado a la libertad de distanciarse de las cosas y las circunstancias, sino en un modo de enclaustramiento libre de conflictos que lo aislaba del medio acústico de la vida exterior. Al mismo tiempo, cuando la música activa el registro de la impetuosidad, es capaz de traducir a figuras sonoras la dinámica de antiguas luchas. Por eso es ella el espacio donde siempre se articula de nuevo la transición de la confrontación a la inmersión. El oído musical constituye el órgano que participa en la realidad de los aconteceres sonoros y tonales exclusivamente en el modo de la inmersión. La inmersión en general es el tema de una instrucción más atrevida. Si sabes algo, no dudes en hablar. Esto es lo que supuestamente tenía Nietzsche en mente cuando amplió el vocabulario de la musicología con el peligroso nombre de Dioniso.
Todavía debemos aclarar de qué manera el oído es musical. La musicalidad, en el sentido estricto de la palabra, presupone que el oído adulto puede ocasionalmente tomarse unas vacaciones y evadirse de la audición trivial de la ruidosa cotidianidad eligiendo determinados sonidos. El mundo tal como habitualmente lo experimentamos es espacio completamente alejado de la música. Lo que en él domina son los aconteceres ruidosos de nuestros entornos; ante todo, el inevitable parloteo de nuestros semejantes, que hoy los medios amplifican al máximo, y luego la diversidad de ruidos cotidianos con la impronta acústica de nuestro entorno doméstico, nuestro lugar de trabajo y nuestro tráfico callejero. El oído humano es así un órgano esclavo, secretarial y servil, pues en principio no puede hacer otra cosa que plegarse a la autoridad de cualquier presencia ruidosa. La amusicalidad es la voz del amo, y amusical es el tono con que la realidad de las cosas nos ordena entenderlas. En cambio, la música tiene la virtud de apartarnos de ellas. Ella nos invita a pasar a otra obediencia, y esta implica, por indirecto que sea, el retorno al reino de los latidos cardiacos y la arcaica voz de soprano. Apenas podemos imaginar las implicaciones de estas observaciones antropológicas con todas sus consecuencias: la prosa de la existencia ordinaria se basa en el hecho de que los niños hacen, desde el momento del nacimiento, un descubrimiento tan trivial como inconcebible: el mundo es un lugar hueco y silencioso donde el latido cardiaco y la voz de soprano primordial han enmudecido catastróficamente. La existencia en el mundo iluminado lleva aparejado un expolio que nunca podremos asimilar: desde el primer minuto, el humano ser-en-el-mundo cargará con la exigencia de renunciar al continuum sonoro de la primera intimidad. El silencio es ahora la señal de alarma del ser. Sólo la voz materna, ahora escuchada desde fuera, levanta un precario puente entre el antes y el ahora. Como esta renuncia es casi imposible de aceptar, el recién traído al mundo deberá superar la barrera prosaica que lo aparta de la esfera de los encantamientos acústicos. Hay música porque los humanos son seres que insisten en que quieren volver a tener lo mejor. Toda música, especialmente la elemental o primitiva, comienza enteramente gobernada por el reencuentro, y también obsesionada por la repetición, y, hasta en las más altas creaciones, la fascinación específica del arte musical, junto con sus momentos de evidencia, cuando nos conmueve y nos llena de feliz asombro, está ligada al efecto de retorno de una presencia sonora que se cree olvidada. Cuando más esencial es la música, nos aparece como musique retrouvée.
Tras el éxodo del oído al mundo exterior, todo gira en torno al arte de restablecer el vínculo roto con la dependencia original. Pero lo que en esta era una relación íntima sin comparación y del todo singularizada, más tarde sólo puede recuperarse en la esfera pública del grupo cultural que escucha unido. En este viraje a lo público y cultural se impone la regla de que aquello que comenzó como encantamiento, debe regresar en libertad. Lo que llamamos naciones, y más tarde sociedades, son también constructos sonoros –los describo en otro lugar como el fonotopo–, cada uno de los cuales cumple a su particular manera la misión de integrar los oídos de sus miembros en un mundo de ruido y sonido común. Por medio de la audición pública ofrecen a sus miembros sustitutos del paraíso perdido de la percepción auditiva íntima. Así puede interpretarse el efecto «de tierra natal», pues esta expresión evoca ante todo una disposición acústica que activa la liaison obsesiva entre oído, comunidad y paisaje. Con razón han interpretado algunos teóricos de la música de la última generación el oír rutinario del oído localizado y socializado como reducción a un paisaje sonoro propio, a un soundscape. Sin razón se quiso hacer de estos entornos sonoros una interpretación directamente musical; sin razón, porque los milieus sonoros cotidianos muestran en todo caso cualidades semimusicales, ya que la auténtica música sólo comienza cuando el mero oír sonidos cesa. Algo que se nos confirma cuando observamos cómo la moderna industria de la música, que es pura industria del sonido, propaga su plaga con el pretexto de la música popular, y con el pretexto de la música pop provoca epidemias que sólo podemos considerar contrafiguras acústicas de la gripe española, contra las cuales no se ha encontrado hasta hoy un medicamento eficaz.
Si aceptamos estas conclusiones, inmediatamente comprenderemos por qué el camino a la música es inseparable de la restitución de la individualidad e intimidad del oír. Esta restitución sólo puede producirse, como he indicado, mediante un rodeo por los eventos sonoros públicos y en el nivel que establecen los medios técnicos. En este sentido se puede decir que la participación en la civilización significa progresar hacia la música individuada. Esta aseveración da una idea de la magnitud de la aventura en que los compositores y músicos de la modernidad europea se embarcaron cuando se lanzaron a descubrir nuevas tierras con nuevas estructuras audibles.
En la curvatura del mundo
Retengamos la definición recién ofrecida: la civilización, entendida en un sentido más exigente de su concepto, es el proceso en el cual se liberan las oportunidades de individualización, entre ellas las que promueven en los miembros adultos de una nación cultural la intimidad en el acto de escuchar. Aquí no tarda en revelarse la tensión entre las exigencias de la existencia adulta individualizada y sus tendencias a la intimidad. Esta tensión es lo que permite calificar de demoniaco el territorio de la música. Individualización entraña musicalización. En ello radica la creciente capacidad de los individuos de conectar con sus estados fluidos, receptivos y mediales, independientemente de que los entiendan como estados presubjetivos o preobjetivos, con lo que el hombre plenamente musicalizado, producto extremo de la cultura implantada en la modernidad europea, sería a la vez aquel que, además de una capacidad desarrollada de trabajo y de conflicto, disfrutaría de la máxima libertad para la regresión. Cualquiera que sea nuestro concepto de estas idealizaciones psicagógicas, sólo dentro del contexto tensional en que la disposición de instrumentos y procedimientos se fusiona con el abandono a las corrientes que arrastran la subjetividad, se puede razonablemente hablar de una evolución de la música; más aún: de una historia de la música orientada por tendencias y, finalmente, de una participación de las producciones musicales en las invenciones, los descubrimientos e investigaciones de la época moderna.
No se puede mencionar el concepto de modernidad sin recordar la resonante formulación de Jacob Burckhardt, según la cual la cultura del Renacimiento consistió en «el descubrimiento del mundo y del hombre». El enfoque clásico tiene la ventaja de entender el proceso de la modernidad generalmente como un volverse hacia fuera. El espíritu investigador serio siempre quiere ir «a las cosas». Sólo existen nuevos territorios cuando los habitantes de viejos cantones ensimismados despiertan y abrazan a la extraversión. Desde esta perspectiva, la nueva música articulada desde los siglos XVI y XVII era solidaria con el expansionismo de las culturas europeas basadas en la capacidad y la competencia. Del mismo modo que las cartas de los navegantes que después de Colón surcaron regularmente los océanos hicieron navegables, gracias a sus claras notaciones, mares antes incalculables, los nuevos mapas de los músicos, las partituras escritas, fijaron los itinerarios de las voces en el espacio del acontecer tonal para futuros movimientos vocales e instrumentales. En ambos casos, aquellas empresas, náuticas o musicales, debían ser repetibles, y lo que en el primer caso conseguían las inversiones de los navieros y sus planes de navegación, lo creaban en el segundo las necesidades de representación y las prácticas de escenificación cortesanas, clericales y burguesas. Lo nuevo de la auténtica modernidad consistía en asegurar, a la vez que ampliar, el radio de disponibilidad: si la civilización promovía la música, la música promovía el virtuosismo. En este respecto es una con la técnica en movimiento. Su tradición a través de generaciones de músicos dotados respalda la disposición crónica a avanzar desde lo ya alcanzado hasta lo aún-no-alcanzado. Si lo existente en el presente no incorporara y afirmara los logros anteriores, no podría haber ninguna anticipación, ni un saber previo, ni propósito alguno de conformar los siguientes avances. Si, a la inversa, no se hubiera formado la conciencia de vivir en un continente que, con razón, ahora llamamos el Viejo Mundo, no habría habido ninguna costa desde la que se hubiera intentado partir de un modo planificado hacia el Nuevo Mundo.
Ahora bien, una de las experiencias constitutivas de la era moderna fue el que no se pudiera descubrir el mundo sin a la vez experimentar la «curvatura del mundo». Me serviré aquí de un giro especulativo de Thomas Mann con el que podríamos caracterizar la interacción y el entrelazamiento paradójicos –o dialécticos, si se quiere– de constructivismo y primitivismo en la música de principios del siglo XX –un giro en el que se detectan sugestiones del psicoanálisis de Freud y Ranke, y de la doctrina einsteiniana de la curvatura del espacio universal–. No hay así salida alguna a lo desconocido que más pronto o más tarde no tenga consecuencias para la autoconciencia de los viajeros. Esto vale tanto para las maniobras elementales como para la primera circunnavegación de la Tierra por Magallanes y las incursiones más sutiles del tipo de las que hoy efectúan los físicos, los operadores de sistemas y los biólogos para conocer las últimas partículas de la materia y las estructuras complejas del cerebro, el genoma, el sistema inmunitario y los biotopos. En todos estos casos, este volverse hacia fuera repercute en la identidad de los descubridores.
Aún tenemos razones para retener en la memoria la siguiente imagen como una escena primigenia de la modernidad: el 22 de septiembre del año 1522 regresó al puerto andaluz de Sanlúcar de Barrameda el Victoria, el último de los cinco barcos que tres años antes habían zarpado bajo el mando de Magallanes para una navegación por la ruta occidental hacia las legendarias Islas de las Especias. A bordo había dieciocho hombres famélicos a los que inmediatamente vistieron de penitentes y condujeron a la catedral de Sevilla. Allí se entonó un tedéum por el inaudito regreso –algo más que justificado a nuestro entender, pues después de aquel periplo oceánico nada podía ser como antes en relación con la imagen del mundo–. Los descubridores de la perfecta redondez de la Tierra habían pagado un alto precio por sus experiencias. De doscientos ochenta hombres sólo regresaron a puerto los citados dieciocho como primeros testigos oculares de la globalización, cada uno con el rostro marcado por los terrores de la apertura del mundo, para siempre impregnado por el recuerdo de tormentos épicos y múltiples rescates milagrosos. Todavía podemos leer hoy en la relación de viaje de Pigafetta el lacónico comentario sobre la noticia. Cada uno de los regresados debió de haber sentido a su particular manera la ironía de su regreso. Quien, después de recorrer el mundo, retorna al punto de partida, verá para siempre el lugar con nuevos ojos. En adelante, su ciudad ya no será el antiguo hogar centrado en sí mismo, con el resto del mundo relegado a una periferia que se desdibuja con la distancia; ya no será el ombligo del universo que reposaba en el confort de la ignorancia. Se convierte en un punto de una inquieta red y un nudo en una trama compuesta de incontables vías, rutas comerciales y flujos de noticias. Con la perfecta representación de la redondez de la Tierra en los nuevos globos terráqueos, esos eficaces medios de la modernidad, se inicia la crisis de la tierra natal, desencadenada por las transformaciones que sufrió la autoconciencia de los que se quedaron, que para siempre se verá oscilando entre la fascinación y la aversión que las noticias de la nueva Tierra provocaban.
No es difícil darse cuenta de que, con la demostración náutica de la forma esférica de la Tierra, sólo se había dado un primer paso. La aventura de la extraversión delata sus verdaderas dimensiones en el momento en que el volverse hacia fuera se traduce también, en las demás dimensiones del objeto terrestre, en un volverse hacia dentro. Aquí se hace patente una curvatura del ser que nos conduce a una ironía más profunda de la investigación. A quien se atiene estrictamente a lo objetivo y se dedica sin descanso a la búsqueda de estructuras ocultas de lo real, más pronto o más tarde le ocurre que está actuando sobre sí mismo sin advertirlo. El «descubrimiento del mundo y del hombre», iniciado bajo un sol apolíneo, se revela en todos sus avances como una empresa en la que el mundo deja de parecer a sus habitantes su seguro hogar. El prejuicio del ser en los griegos y los antiguos, según el cual el universo interpela él solo a los mortales en un ámbito de domesticidad, va perdiendo su soporte en las cosas. Donde la investigación se torna radical, la totalidad del ser se ensombrece y aliena. El hombre se siente cada vez más inseguro consigo mismo. Esta ausencia de seguridad significa que ya no puede ignorar la presencia de lo extraño inconcebible, tenebroso e indominable en su particular mundo.
Desde Heidegger sabemos que la curvatura del ser debe entenderse como curvatura del tiempo. Lo que llamamos existencia humana no es una línea recta entre el comienzo y el fin. La línea existencial se halla más bien curvada por una extraña tensión: los «extremos de la parábola» que constituye una vida individual, constituyen secciones en el círculo del ser. Así lo expresa al menos la doctrina de los pensadores metafísicos más resolutos de Occidente entre Parménides y el Maestro de Meßkirch[1], que no en vano se inclinaron siempre sobre las figuras del círculo y de la esfera. Cuando así se piensa, origen y futuro tienen que desembocar uno en otro describiendo inmensas curvas o brotar de fuentes separadas. A esta atrevida especulación dio Serenus Zeitblom un nuevo tono cuando, en su comentario apologético a Apocalipsis, la supuestamente bárbara e intelectualista obra principal del compositor Adrian Leverkühn, sostuvo que en esa construcción artística horriblemente moderna se había logrado la «unificación de lo más antiguo y lo más nuevo». Pero que, «de ninguna manera» esta aproximación representaba «un acto de arbitrariedad», sino que estaba «en la naturaleza de las cosas», porque «descansa en la curvatura del mundo, que hace que en lo más tardío retorne lo más temprano».
Embarque hacia la Isla del Tesoro: el legado de Calibán
Tras lo aquí expuesto, estamos preparados para ver que la historia de la música se halla, a su manera, entretejida con la partida de los hombres modernos, emprendedores, inventores, hacia las nuevas orillas. A menudo se invoca la música para representar, a su particular modo, la curvatura del mundo, pero raras veces se hace de forma inteligente. Ella lo logra articulando, de conformidad con su naturaleza demoniaca, la temporalidad curvada de la existencia humana.
Dicho esto, ya no cuesta mucho explicar de un modo plausible por qué la música tuvo que ser la verdadera religión de los modernos, más allá de toda división en confesiones y segregación de sectas. Si la religión ha ofrecido desde siempre interpretaciones más o menos profundas del inevitable retorno del mortal al aún no nacido, con la música de la era moderna surgió una poderosa alternativa para dotar a esta dinámica de un marco seguro. La música de la era moderna es en verdad más religiosa que la religión, pues gracias a su privilegiada alianza con las facultades latentes del oído es capaz de penetrar en estratos interiores en los que difícilmente encontraremos la simple religiosidad. La gran ventaja de la moderna música sobre la religión radica en la circunstancia de que ella adquiere (sobre todo desde su cambio de la polifonía a la expresión basada en el acorde y desde la transición de la composición obediente a formas y géneros hasta la libre composición de figuras sonoras sujetas al programa del compositor) una fuerza de proclamación que, hasta hoy, la religiosidad convencional apenas comprende.
Desde los siglos XVII y XVIII, la dinámica esencial de la música elevada ha hecho que esta adquiera un carácter irresistiblemente evangélico, porque desde entonces desarrollaría una elocuencia superior en el aspecto paradisiaco o, más generalmente, en cuestiones de tensión y relajación. Esto lo compartió, como mucho, con la lírica moderna, que, desde la época de Goethe y Eichendorf, y de Lermontow y Lamartine, no hizo ningún secreto de su ambición de rivalizar con el oído del sujeto musicalizado. Así inició la música en sus formas más desarrolladas, desde los días del primer clasicismo vienés, un interminable diálogo tonal sobre la diferencia entre paraíso y mundo. Su superioridad radicaba en el hecho de que ella se dirige exclusivamente al oído – al oído que, como hoy se sabe, determina desde su propia constitución reminiscente las condiciones de la distinción entre mundo y pre-mundo. La grandeza de la música moderna y su solidaridad con el proyecto del mundo moderno puede medirse si se reconoce en ella el medio donde se establece una enérgica relación con el mundo que, sin embargo, no niega la llamada de la profundidad. En este medio late el corazón aventurero de la modernidad. Si la religión en sus formas establecidas tuvo que promover regularmente el alejamiento de las preocupaciones mundanas obsesivas, y aun la huida del mundo, para rescatar a las almas del medio secular y sus calamidades, la música de la modernidad tuvo el mérito de crear un medio transicional en el que los derechos irrenunciables de regresión y recuerdo de la indemnidad pre-mundana se equilibrasen con el sentido del desarrollo personal y la afirmación del mundo.
Sobre el «proyecto del mundo moderno» y la solidaridad de la música no estaría de más explicar brevemente, para concluir, estos críticos virajes. Pues, ¿con qué derecho podríamos hablar de una edad que se llama moderna, si no dijéramos que los hombres de Occidente comenzaron entonces a cambiar su repertorio de deseos y aspiraciones? Para que el Renacimiento llegara a ser realmente una época de descubrimientos, hubo de definirse como la era de un gran viraje deseado. Para decirlo sumariamente, a los hombres de la Edad Moderna, cualquiera que fuese lo que dijeran de sus fines últimos, lo que verdaderamente les interesaba era desviar las flechas de sus deseos del más allá al más acá, a objetivos que podían alcanzar y disfrutar en esta vida. El símbolo geográfico de este viraje se llamó América; el novelesco, la Isla del Tesoro, y el mitológico, Fortuna. Es cierto que desde siempre existió en los hombres del contexto cultural occidental la aspiración a transitar de un mal «aquí» a un bien «allí», un bien salvador y racional, aunque este último residiera por lo pronto en el cielo de la Trinidad. Pero sólo los siglos que siguieron a los viajes de Colón hicieron a los europeos buscadores de tesoros, y no de forma pasajera u ocasional, sino primordial y constitutiva. Desde el descubrimiento de los continentes allende el océano, la búsqueda de tesoros constituye la verdadera actividad metafísica de la psique europea.
La imagen del tesoro nos sugiere la idea del objeto magnético que tiene con lo demoniaco la nota común de que no está tranquilo mientras teorizamos sobre él. No podemos imaginar el tesoro sin estar ya buscándolo, y no podríamos buscarlo si no estuviéramos ya cautivos de su atracción. Basta con describir el mundo como lugar donde pueden encontrarse tesoros para al instante transformarse en buscador, y ya no en el sentido del buscador trascendente y masoquista de Dios al estilo medieval, sino en el sentido de la moderna empresa estético-mágico-económica. Ser empresario significa cambiar las recompensas en el más allá por las expectativas de ganancias en el más acá. La conjetura del tesoro provee la justificación del coraje híbrido con que los hombres de la Edad Moderna se han comprometido con la vastedad del mundo y de la Tierra. En el futuro, el significado del nuevo territorio sólo podrá ser el de un lugar que ofrece la posibilidad de desenterrar tesoros. Cuando de pronto alabamos lo nuevo, es porque lleva aparejado el derecho humano del encontrar algo. Encontrar el tesoro supone ofrecer la prueba de que nadie es afortunado injustamente. La idea de la fortuna implica el creer que la coincidencia de justicia y favor es posible, y no sólo posible, sino legítima. Nuevo territorio: en esta expresión muestra sus colores el espíritu de la utopía; es a la vez el espíritu del riesgo. Esto suena como un evangelio con características geográficas. Creer en él es estar convencido de que, en costas lejanas, en islas antes inaccesibles, en talleres nocturnos de la naturaleza, en matraces hirvientes, en grutas rutilantes, existen tesoros que esperan a quienes los encuentren. Están así dispuestos gracias a una acumulación original de objetos de la suerte, pues de su origen, producción y distribución siempre se sabe demasiado poco; ellos esperan porque no hay suerte que no tenga ya sus ojos puestos en el afortunado al que quiere favorecer. Donde Fortuna aparece, allí está Fortunato –el hombre que se ha especializado en aceptar regalos de manos caprichosas–. Por eso es Fortunato el primer nombre de artista de la Edad Moderna. Los tesoros de Fortuna son a priori aureolas que distinguen la cabeza de su portador en cuanto se identifica como su descubridor.
Dicho esto, y admitido con la aconsejable cautela, cabe dar un último giro a la idea y sugerir de qué manera los músicos de la Edad Moderna pudieron volverse activos buscadores de tesoros. Se entiende por qué no subieron a bordo de las naves para arribar a la Isla del Tesoro. Emplearon otras cartas que las de los navegantes y dibujaron otras costas para representar su América. La verdadera América interior atrajo a los compositores cuando, buscando y encontrando de otra manera, salieron al descubrimiento de melodiosas cuevas con tesoros. Pero lo que los artistas allí encontraban, debían antes producirlo ellos mismos. Lo que reencontraban nunca existió antes de su hallazgo.
Me permito aquí conjeturar, para concluir, que Shakespeare fue el primero que tocó, en su obra La tempestad, estas peligrosas liaisons entre el Nuevo Mundo sonoro y el Nuevo Mundo iluminado por el brillo de los tesoros. El principal testigo de este descubrimiento no es otro que el habitante nativo de la exquisita isla que, gracias a la magia (hoy diríamos la técnica), se había convertido en el Imperio de Próspero: un aborigen llamado Calibán a quien uno de los visitantes llama con arrogancia «botarate», «pescado apestoso» y «most ignorant monster», un Papageno caribeño, un hombre primitivo, el proletario original, pero un hombre que goza de un privilegio del que los estirados nuevos señores del mundo sólo tienen alguna vaga ideas. Él goza del privilegio de vivir, en medio de una primigenia naturaleza sonora, y observar desde ella las fabricaciones de la cultura superior con una mezcla de escepticismo, asombro, sumisión y rebelión. Shakespeare pone en boca de este monstruo anfibio, nacido-no nacido, que es enteramente humano y enteramente artista, unos versos que nosotros debemos estudiar como manifiesto permanente de la nueva música:
Be not afeard; the isle is full of noises,
Sounds and sweet airs, that give delight, and hurt not.
Sometimes a thousand twangling instruments
Will hum about mine ears; and sometime voices,
That, if I then had wak’d after long sleep,
Will make me sleep again: and than, in dreaming,
The clouds me thought would open, and show riches
Ready to drop upon me; that, when I wak’d,
I cried to dream again[2].
No temas; la isla está llena de rumores,
de sonidos y dulces aires que deleitan y no dañan.
Unas veces percibe mi oído el vibrar de mil instrumentos,
y otras son voces que, si he despertado de un largo sueño,
de nuevo me hacen dormir. Y entonces, al soñar,
las nubes parecen abrirse mostrando riquezas
a punto de lloverme; así que, cuando despierto,
lloro por seguir soñando.
Esta descripción crea un malentendido en el mundo cuyas huellas aún pueden percibirse en la música actual. Estéfano, el pretendiente al poder sobre la isla, extrae de lo que ha oído una conclusión fatal: cree sin más que la descripción que hace Calibán de la sonora isla del tesoro es la imagen de un territorio, de un dominio, de un confortable palacio donde unos sirvientes musicales cumplen una función. De ahí la conclusión de todo punto solemne, feudal y burguesa:
This will prove a brave kingdom to me, where I shall have my music for nothing.
Para mí esto va a ser un gran reino donde tendré música gratuita.
Damas y caballeros: han transcurrido siglos desde este diálogo profético. Todavía vienen de vez en cuando los Calibanes y los Estéfanos juntos para discutir sobre el singular reino insular. Se ha impuesto la convención de que estos encuentros, celebrados casi siempre en verano, se llamen festivales, pero sería más apropiado considerarlos asambleas constituyentes. En ellas se sigue tratando de la constitución musical del mundo. Observadores atentos manifiestan sus dudas de que en un tiempo previsible se llegue a una declaración final. Todavía persisten los abogados de los Calibanes en su opinión de que la música es territorio demoniaco; con la misma obstinación mantienen los Estefános su opinión de que, si la música no puede ser del todo gratuita, habría que reducir sus costes. Apenas se entiende todavía cómo la curvatura del mundo afecta también al reino de los valores. Bajo el paraguas del evento musical, todavía se da voz a la idea de que nada debe ser tan caro como aquello que, desde el momento del nacimiento, queremos volver a tener gratis.
Recuerdo de la bella política
Damas y caballeros:
Permítanme comenzar este breve preludio retórico a la interpretación de la Novena sinfonía de Beethoven por la Orquesta Filarmónica de Hamburgo en este 3 de octubre del año 2000 con el comentario de que nadie ha podido percibir tanto como este orador la rareza de la aquí ensayada combinación de discurso y música; me parece que no faltará quien presuma aquí una violación de las buenas costumbres de la actividad concertística, o incluso un atentado contra el derecho fundamental de la música a hablar por sí sola con sus propios recursos. ¿Desde cuándo una orquesta importante ha necesitado que su programa lo moderase un comentario verbal? ¿Desde cuándo las composiciones musicales han tenido que presentarse con complementos alejados de la música? La única justificación que puede tener una empresa de esta clase puede inferirse de su ocasión, del hecho de que sea el 3 de octubre, el Día de la Unidad Alemana, un día en que se conmemora la firma del tratado que consuma la unión política entre los dos Estados alemanes que resultaron de los dramas de mitad del siglo. Una festividad que instituye una memoria política, pero un día en el que hoy, diez años después de la ratificación del documento, la mayoría de los ciudadanos alemanes encuentra bien poco que celebrar, como demuestran los discursos de la clase política obligada en nuestro país a conmemorar el acontecimiento. Un día en el que acaso no se pudiera hacer cosa mejor que interpretar a Beethoven –como se hace aquí y seguramente en otros lugares a esta hora: el Beethoven de la Novena sinfonía, se entiende, una pieza obligada porque desde hace tiempo pudo verse como un concentrado de política cultural conmemorativa–. Por eso no es la combinación aquí elegida de discurso y música simplemente algo externo ni mero capricho de los organizadores. La Novena sinfonía, y especialmente su mundialmente célebre coro final, constituye por sí sola un caso de retórica musical, y hasta un acontecimiento de política musical, por lo que no supone agravio alguno para la situación, ni para el género, que a la interpretación de la pieza precedan aquí algunas palabras de comentario y reflexión, palabras que no conciernen a la partitura musical sino, por decirlo así, a la partitura ideológica de la obra. Basta con que recordemos que esta sinfonía ha sido, desde su triunfal estreno en Viena en el año 1824, la composición musical más conocida e influyente de la era moderna: la razón de su éxito verdaderamente numinoso –y, por sus excesos, también precario– hay que buscarla principalmente en el hecho de que posea de suyo en los pasajes intencionales, o al menos en los vocales, un carácter atrayente que busca la aprobación de ideas extramusicales, el consenso entusiasta, el sentimiento arrollador mediante un programa. Se puede afirmar que esta ola de consenso político-musical es, en el presente, más poderosa de lo que el siglo XIX pudo imaginar. No es casual que, después de que en los comienzos de la década de 1970 se eligiera el finale coral de la Novena sinfonía como himno de Europa, las Naciones Unidas también escogieran esta pieza como su distintivo musical. Aunque se reconozca que no se puede hablar con la gran música como tal, en estos excesos temáticos de las «cantata política» de Beethoven se destacan claramente aspectos adicionales que parecen hablarnos.
Quisiera tomarme en lo que sigue la libertad de recordar las premisas históricas que dieron origen al complejo semántico-musical de la Novena sinfonía y su «Oda a la alegría». La palabra recuerdo es aquí particularmente adecuada, porque a este fin es preciso hablar de relaciones en gran parte olvidadas. Si queremos ponernos en el lugar del polo generador del proceso artístico beethoveniano, es preciso evocar, para decirlo con Hegel, un «estado del mundo» en el que el consenso aún se llamaba entusiasmo. En aquella época no era tan decisivo entre los ciudadanos tener una única opinión como un único sentimiento. El recuerdo es necesario para transportarnos con la imaginación a aquel estado de cosas en el que casi todo lo que las voces progresistas de la sociedad tenían que decir, todavía lo decían en el modo de la anticipación –a menos que esgrimieran razones, que muy pronto las tuvieron, para mirar a algún pasado idealizado–. Tenemos que regresar a un periodo en el que el pensamiento de gran alcance había impregnado el lenguaje corriente de una elite en ascenso. Tenemos que rememorar una fase de la historia en la que los individuos hacían de su capacidad privada y particular para soñar un medio al servicio de lo que para ellos eran los sueños de la humanidad.
La cultura burguesa hablaba, antes de su victoria, un dialecto entusiástico, igual que los consultores de la globalización emplean hoy con sus clientes el dialecto de las visiones y las misiones. Aunque no podemos exponer aquí con más precisión lo que filosófica, psicológica y sistémicamente significa entusiasmo, podemos dejar sentado que esta noción perfilada del platonismo político desempeñó un papel clave en la automotivación de las sociedades burguesas deseosas de avances. En él obraba, apenas oculto, un imperativo categórico de confianza. Con su ayuda adquirió forma una capa social media interesada en el poder que se hacía pasar sin rodeos por la humanidad. El entusiasmo burgués siempre fue un delirio de inclusividad. Iba de la mano con la prerrogativa de no haber tenido aún experiencia alguna consigo mismo – no consigo, no con el espíritu de las instituciones, y aún menos con las reglas de juego de las relaciones económicas gobernadas por el dinero. Reflejaba el estado de gracia que flota sobre los que aún no tienen poder – la gracia de la buena conciencia en la ausencia casi completa de complejidad. Esta beatífica, robusta inexperiencia era el tono del joven Schiller; en él compuso hacia 1775, con apenas 26 años, el documento primario de la futura política del entusiasmo, una oda A la alegría en cuya curva del éxito también nosotros tratamos hoy día de ocupar un pequeño segmento.
Pero el testimonio más claro –y más inquietantemente bello– de este planear de la divagación prepolítica sobre una totalidad vagamente abarcada que podemos encontrar en la tradición alemana se halla en Hölderlin. Su novela epistolar Hiperión, escrita entre 1792 y 1799, narra, con la guerra ruso-turca de 1770 como fondo, el compromiso fatal del joven griego cuyo nombre da título a la novela con la incipiente lucha por la libertad de los griegos contra el Imperio otomano. Ya entonces, la cuestión del espíritu de Europa estaba ligada a lo que más tarde se llamaría la cuestión oriental. Sin un límite oriental no podía existir una comunidad de valores occidental. La explicación que da Hiperión a su prometida Diotima de la razón por la que no puede por menos de unirse voluntariamente a sus amigos en esa guerra necesaria, la recogen unas palabras propias de la política entusiasta de la primera burguesía expresadas con una claridad insuperable. El alegato de Hiperión culmina en esta tesis:
La nueva alianza de espíritus no puede vivir en el aire, la teocracia sagrada de lo bello debe habitar en un Estado libre que quiera un sitio en la Tierra, y ese sitio lo conquistaremos[3].
Estas palabras, raras veces citadas, caracterizan toda una época. Nos dan la clave de aquella bella política sin cuyo conocimiento difícilmente se entenderán los dramas de los últimos dos siglos, y de cuya existencia y aplicación las generaciones posteriores nada saben. Esta política puede llamarse bella en la medida en que, para decirlo con Kant, más allá de su valor moral «es reconocida como objeto de un goce necesario»; y su belleza puede llamarse política porque la sustenta un hambre de realización o, para decirlo con Marx, de praxis. El esquema de teoría y praxis, posteriormente tan influyente, aparece aquí prefigurado en la relación de guion y escenificación, o bien plan de guerra y campaña militar. En él se prevé que lo bello despierte del embeleso y tome el mando en lo real. Las generaciones posteriores no pueden tener conocimiento de esta formación en la medida en que, para ellas, la separación entre las esferas del poder, el arte y la religión es ya algo sobreentendido, y difícilmente encontrarán motivos para contrariarla. Nada parece tan vergonzoso y perjudicial en una sociedad definida por la diferenciación entre sus sistemas parciales como una interpenetración y confluencia de dimensiones u ordenamientos de los que hace tiempo estamos convencidos de que entre ellos sólo puede haber vecindad, pero que jamás podrán ni deberán fusionarse. No obstante, ¿qué era el entusiasmo en su época heroica e ingenua sino la matriz universal de las situaciones vergonzosas creadas por la política antipolítica, por el abrazo exaltado al universo entero, por la obstinada ecuación de burguesía y humanidad?
Sin embargo, si tenemos en cuenta el argumento de Hiperión, pensaremos que Immanuel Kant ya había perdido de vista lo esencial de la estética de su época cuando, en su Crítica del juicio, se propuso confinar la belleza dentro de los límites de las artes: «No hay», dice Kant, «una ciencia de lo bello sino sólo crítica, ni una ciencia bella sino sólo arte bello»[4]. Con la pretensión de asignar a lo bello –y a su productor, el genio– un campo acotado, una región especial de objetos artísticos, Kant pasó por alto el modus operandi de la época del entusiasmo, buena parte de la cual coincidió con sus años de existencia. Estuvo ciego para un fenómeno tan notorio como el de que, en su tiempo más que antes, y aun posteriormente, no sólo había arte bello sino también bella física, bella medicina, bella política y hasta bella religión, por cuestionables e insostenibles que estas formas híbridas fueran. Toda esta belleza desregulada era una efusión de la política del alma bella en la corriente universal venidera, embriagada por su capacidad de propagación, su afición a erigir postulados y su inclusividad universal, que aún espera su confirmación histórica. El entusiasmo se presenta como una metacompetencia en la captación de lo real; quiere ser el medio que es el mensaje, y ello con razón, pues quien está entusiasmado, lo está casi siempre con estar entusiasmado. El entusiasmo es presentado como la capacidad de contaminar la realidad de belleza –me permito apuntar que fueron necesarios ciento cincuenta años de paulatina desilusión antes de que la parte operativa de este programa pudiese estar nuevamente a la orden del día, esta vez con el título de diseño–.
La aquí sólo fugazmente indicada existencia de una política bella implica, pues, –repito mi tesis– el recuerdo de una época que nos queda lejana, de un tiempo en el que el idealismo alemán, como más tarde se denominaría, no era más que el comienzo de una andadura, una pretensión o, como ya los escépticos de entonces solían decir, un desbordamiento, un arrebato desafiante y, por ende, peligroso de traducirse en realidad. En el aspecto filosófico fue el idealismo una ambición lógica y ética que no retrocedía ante ninguna dificultad; en otras palabras: la empresa paradójica de hacer de la libertad el motivo central de una rigurosa construcción sistemática. No olvidemos lo que el idealismo debía ser en su dimensión moralmente plausible y socialmente vana: el intento burgués de alcanzar aquella distinción de la que antes se quería obstinadamente creer que era una cualificación imprescindible para toda legítima aspiración al ejercicio del poder. El idealismo quería hacerse imprescindible como un procedimiento que probaba que también la burguesía era apta para ejercer el poder y digna de ejercerlo si lograse participar de un tipo históricamente nuevo de nobleza. La nobleza no podía ser ya un estamento, sino una instancia propulsora. Se trataba de la nobleza del entusiasmo dispuesta a alcanzar metas nobles, es decir, universales y emancipatorias, relevantes para la humanidad. El idealismo era así el intento de dar preeminencia a la totalidad del mundo, una preeminencia que ostentaba un nombre ontológicamente ambicioso: el «sujeto», lo que subyace, o, en términos modernos, lo que básicamente actúa, lo que en el fondo ejecuta algo en cualquier situación. Cuando se piensa así, lo más alto es lo más ancho. Lo superior deberá ser en adelante lo que a todos conviene. Lo que antes era la más alta distinción, será en adelante característica universal y forma de trato cotidiana. El secreto de la política del entusiasmo es así la elevación de toda la sociedad al estado de nobleza –o, como Schiller dice en la primera versión de la «Oda»: los mendigos serán hermanos de príncipes–. Pero, si nobleza obliga, más lo hace ser sujeto. Nada es tan agotador como ser uno mismo principio. Una vez es el sujeto, el género cotidiano, presentado como productividad que define el mundo, otra como libre voluntad sin límites y finalmente como la capacidad para la hermandad universal. En el último concepto se alude a la buena voluntad con todo lo que tiene figura humana para formar una sola red de familias, comunicaciones y vidas, y hablar con una sola voz, una voz genérica, o más bien cantar; un sueño de inclusión tan noble como intransigente, cuyas pistas pueden seguirse por dos siglos hasta el exprimido idealismo alemán tardío de la reciente teoría crítica.
Al idealismo como entusiasmo por el género humano le es inherente un impulso que podríamos llamar la política de los coros. Pues ¿qué son, según esta concepción, las sociedades burguesas sino asociaciones políticas musicales en las que cada miembro tiene una voz, una voz cuya verdadera definición se encuentra en la consonancia, en el acuerdo de la existencia en una totalidad, en el género humano y sus secciones fruto de la voluntad divina, las naciones? Sólo en el contexto de tales totalidades sonoras tendría sentido lo que Schiller se propuso expresar en su oda A la alegría. Sólo cuando las naciones son prácticamente coros que esperan las notas de su música –y acaso el idealismo político no sea otra cosa que la decisión de no dudar de que lo sean– hay esperanza de que el entusiasmo, la alegría en la terminología de Schiller, triunfe sobre las fuerzas disgregadoras ahora llamadas –de manera un tanto superficial– modas, de las que sabemos que, por el contrario, designan principios, en sí estimables, del éxito en la sociedad moderna. De hecho, no basta con menos que un encantamiento para unir lo que la economía financiera ha separado. Un encantamiento tuvo que ser lo que quiso impedir que los sistemas parciales de la sociedad prosiguieran su camino hacia la diferenciación. Y, además, ¿cómo sin encantamiento se habría podido conseguir que millones de personas conservaran la calma cuando los poetas las invitaban a abrazarse? ¿Cómo aceptar sin encantamiento que el mundo sea algo alcanzable con un beso? Pero, repito: ¿qué es el idealismo sino esta última complacencia en una relación pretécnológica con lo universal? ¡Este beso al mundo entero! Esto tendría todavía algún significado si antes la tecnología de las comunicaciones hubiese ido tan lejos que fuese capaz de conectar todos los hogares y permitir los besos a distancia. ¡Pero qué esperar de un autor que quiere convencer a sus «hermanos», cabe suponer que lectores ilustrados, de que sobre el cielo estrellado habita un padre amoroso! ¿De dónde, uno se preguntaría, saca el joven idealista ese cielo estrellado, nuestro viejo firmamento, que ya en su época era, desde hacía más de doscientos años, una idea cosmológicamente obsoleta? ¿De dónde saca al padre amoroso, cuando ni su propio padre ni el soberano –el padre del pueblo– pueden servirle de modelos? ¿No acababa de huir de este último, trasladándose de Mannheim a Dresde, a casa de su amigo Körner? Sólo la alegría hacía esto posible; ella era la agente de la máxima cohesión y productora de espesos vapores; ella lograba algo que nunca más se creería posible; la Casa Alegría de venta por correspondencia era conocida por sus rapidísimas entregas.
Damas y caballeros: estos recuerdos no tienen intención de hacer retrospectivamente a la bella política objeto de burla. Antes bien, me propongo poner de relieve lo asombrosa que fue, su fuerza de arrastre y su capacidad, poco menos que incomprensible, de seducción. Sólo desde la gran distancia histórica ganada es posible estimar cuánta rutina autohipnótica fue ya entonces necesaria para cantar a la alegría tal como lo hizo el joven Schiller cual medio de total unificación. Podemos imaginar el grado de intencionalidad con que trató de ilusionar; alegría es la reflexión del concepto de entusiasmo que ha ido en busca de un público que aún no desea plenamente ser como debiera. Asombrados, y puede que también envidiosos, advertimos hasta qué punto los burgueses de aquella época eran capaces de cobijarse en su capacidad para pasar de lo real a lo hímnico. Qué cortos eran entonces los caminos directos del dúo con piano a la humanidad, y con qué rapidez se ascendía de la bebida al género humano. Pero, ¿quién podría hoy ignorar candorosamente los hechos como un alemán culto de 1800? ¿Quién poseería hoy la capacidad de destacar sólo lo bello y bueno con la esperanza de que lo real siga su ejemplo? Conocemos demasiado bien el fin de la historia de la cultura de la burguesía: se hundió, su orgullo la hizo imposible, y fue en el siglo XX asaltada y destruida por la realidad, pero no se puede negar que su parte más resistente fue esa música de cámara de la ilusión que en los mejores hogares se interpretaba delante de sus partituras –en caso necesario, también cuando el ilustre senador tenía cosas que hacer en su despacho, con la ayuda de asesores suyos al piano, que poco a poco dejaban atrás su inicial timidez junto a la dama de la casa que tocaba el violín–.
Damas y caballeros: permítanme decir unas palabras sobre la catástrofe de la bella política. Aquí puedo ser breve, porque en estas cosas podemos recurrir a un fondo de intuiciones común y de libre acceso. Los siglos XIX y XX fueron un test de utopías que, tras someterse a él, dejó patente para todo el que quisiera reconocerlo por qué los modernos «Estado libres», o, como ahora decimos, los sistemas democráticos no pudieron ofrecer un suelo fértil a la teocracia de la belleza de Hölderlin, fruto de la grecomanía. El único Estado bello que superó casi íntegramente el examen de la Historia es el reino de Sarastro, en el que no se conoce la venganza, al menos mientras se escucha el aria «In diesen heil’gen Hallen». Sólo en el escenario operístico es verdad que los príncipes abrazan a sus oponentes, e incluso estrechan a los que atentan contra ellos, hasta que el puñal cae de sus manos. Aunque, en todo caso, pronto darían que pensar estos versos amenazantes: «A quien estas enseñanzas no le agraden / no merece ser un hombre». Incluso en el escenario se vislumbra por un instante la relación entre la inclusividad entusiasmante y la exclusividad exterminadora, pero ¿quién atiende al texto en un mundo transfigurado en el que el bajo siempre lleva razón? Después de todo, ¿no había ya en el espléndido himno militante de los franceses un amenazante estribillo de extinción de inquietantes tintes racistas que quería que la sangre impura de los no galos regara los sagrados campos de la patria? ¿Quién habría puesto entonces, en aquel amanecer de la humanidad, algún reparo a esto? ¿Quién habría querido perturbar la música triunfal de las filosofías de la unidad y la reconciliación? Sólo mucho más tarde se abriría paso la idea de que todos los intentos de escenificar el Estado real con libretos de bella política tuvieron que terminar en atrocidades de una magnitud sin parangón. De hecho, la bella política, la praxis del abrazo universal y la absoluta inclusión, demostró ser, tan pronto como adquirió rasgos militantes, un sueño demasiado costoso. Los que despertaban se veían obligados a considerar sus relaciones de un modo objetivo y reconocer que, en el mundo real, toda inclusión totalizadora se paga con exclusiones reales. Y, conforme esta evidencia iba penetrando en las situaciones cotidianas de la sociedad, también la música de Beethoven, y especialmente la pieza donde la instrumentación y la vocalización del entusiasmo por el género humano llegaban al paroxismo, fue incorporándose a un movimiento histórico que dejaba de lado su significado fundamental o, mejor dicho, las fuentes de su élan.
Para entender mejor esto, es útil recordar que, desde el principio, la esfera estética parecía tener al menos dos dimensiones, pues no sólo lo bello era de su competencia sino también lo sublime, y lo sublime representó durante mucho tiempo la transición a lo real –o a la apariencia de lo real–. Como la impaciente e impura teoría constantemente quería trascender a la praxis, lo bello, ambicioso como era, necesitó urgentemente la transición a lo sublime –aunque se desvelara como terrible–. Por eso se empeñó desde sus comienzos la bella política en ser también política sublime. De hecho, lo bello no es más que el comienzo de lo terrible, pero no podemos estar seguros de que lo terrible desdeñe lo bello para destruirnos. Cuando el Estado entraba ceremonialmente en escena y necesitaba acceder a los corazones de los ciudadanos, lo hacía en su cualidad de Estado sublime, es decir, como administrador en situaciones serias. Puede llamarse sublime a lo que recuerda a los sujetos humanos la posibilidad de su aniquilación, sea la idea de lo infinitamente grande que nos habla, como lo sublime matemático, sea la percepción de las fuerzas elementales de la naturaleza ante las que nos sentimos ilimitadamente sobrepasados cuando lo sublime dinámico en ellas nos arrastra con su violencia irresistible. Pero antes de que el encuentro con estos factores tuviera una representación estética, era el Estado de la modernidad incipiente el que se presentaba teatralmente a sus súbditos y enemigos como un poder potencialmente mortal. Competía con la naturaleza como fuente de sublimes destrucciones. A menudo no dudaba en matar lo suficiente para dejar bien claro que era la más seria de las instancias. Por eso tuvo lo sublime que aparecer, en cuanto devino burgués, filosóficamente como reflejo estético de la libertad humana. Reflejaba nuestra capacidad para afrontar nuestra posible ruina y su amenaza –suponiendo que uno mantuviera su posición de espectador y se sintiera seguro ante las amenazas reales–. En esta posición puede el alma oscilar ente el abandono y la resistencia. Desde el siglo XVIII, el alma burguesa ha representado en sus medios artísticos al hombre que sucumbe a la naturaleza omnipotente. Fantasea sin cesar sobre lo que sería despeñarse en los Alpes, o zozobrar en el Atlántico, o ser invadido por el horror del inframundo en una finca rural del páramo escocés. En sus momentos más tremendos describe la muerte, representa al héroe en el momento de sucumbir a fuerzas poderosas y hundirse en lo espantoso, pero como ni los Alpes, ni el océano, ni los castillos encantados ingleses pueden cubrir su necesidad de causas de aniquilación, una y otra vez debe recurrir a la fuente original de lo sublime: el Estado sublime, en cuyas situaciones críticas, las guerras consecuentes a su política exterior, la noble aniquilación parece poco menos que garantizada, virtual y realmente. Y con esto tocamos un punto sensible en el que comienza nuestra perplejidad moderna y posmoderna ante la herencia de la cultura del entusiasmo. Hoy vemos con algo más de claridad que lo sublime funcionaba cual puente entre la resistencia del sujeto y su autoextinción voluntaria. La cultura burguesa hubo de afrontar en su época fundacional la enorme tarea de transferir lo sublime del Estado absolutista al Estado democrático. Una burguesía que reclamaba la nobleza, no podía sustraerse a este imperativo. ¿Cómo habría podido deshacerse de su condición sin ayuda de la ideología estética, que ponía en sus manos los medios para un contacto de lo bello con lo sublime?
Sabemos por recientes publicaciones que Beethoven era un experto en esta operación[5]. En el texto de su Fantasía coral, opus 80, se enuncia de la forma más clara la tarea de su tiempo y la recompensa por su ejecución: «Cuando se unen el amor y la fuerza / el favor de los dioses al hombre recompensa». El amor debe obrar como capacidad para cerrar con almas bellas el mejor contrato social; la fuerza es necesaria para afirmarse en el frente sublime y tener valor para presenciar un hundimiento. Sólo con esta idea podremos tener un concepto preciso del entusiasmo: para que brote la alegría en el mejor sentido burgués, lo bello debe ser sublime y lo sublime bello – y, en el punto donde ambos elementos equilibran la balanza, la política se disuelve en la emoción, y hasta la sociedad parece destinada a emanar su estatismo, incluidos sus medios de violencia, como una proyección espontánea de sí misma. En el Estado sublime, los voluntarios de su reclutamiento se adelantan: las lágrimas superan a las leyes; el corazón sobrepuja a los mayores impuestos. Quizá no haya en la historia de las artes ninguna obra que muestre en un plano tan elevado el equilibrio entre lo bello y lo sublime como la Novena sinfonía de Beethoven, especialmente en su finale coral, donde la celebración de la amistad y el hundimiento voluntario en el sublime todo se combinan de modo ejemplar. Esta música nos recluta para la bella totalidad. Si alguna vez una pequeña política de la amistad pudo encontrar un denominador común con el culto al Estado sublime de la era burguesa, aquí se puede experimentar el resultado.
Se ha llamado a la Novena sinfonía la Marsellesa de la humanidad, y se la ha empleado cual eterna ilustración; pero también ha sido identificada como emanación del alma alemana y, al menos en el sentido de un imaginario derecho de autor, se la ha repatriado como préstamo duradero de los alemanes a la humanidad. Reconocemos que ambas pretensiones tienen su fundamento, pues ambas expresan modos de la política del entusiasmo, y ambas se adhieren al ideal estético del siglo XIX, aquel populismo idealista que quería que lo sublime fuese tan popular como lo bello, que, por definición, podía estar universalmente seguro de su necesaria aceptación. La ideología estética puso el ascenso a lo sublime al alcance de todos del mismo modo que el servicio militar obligatorio democratizó la ocasión de perecer por el sublime Estado burgués, al que se llamaría patria. Refiriéndose a La Marsellesa, Hegel dilucidó en claros términos el poder político de la música sublime-popular:
Pero el auténtico entusiasmo tiene su suelo en la idea determinada, en el verdadero interés del espíritu del que la nación está llena y que sólo a través de la música puede elevarse a un sentimiento momentáneamente más intenso, al ser las notas, el ritmo y la melodía capaces de embargar al sujeto.
A continuación, el filósofo lamenta que entretanto se hayan creado situaciones en las que la música sola ya no es capaz de «producir esta valerosa disposición del ánimo y su desprecio de la muerte»[6]. De forma análoga, el moderno servicio militar ha generalizado, y al mismo tiempo degradado al pragmatismo, todo coraje:
Sólo el fin y el contenido da sentido a este coraje; […] el principio del mundo moderno, el pensamiento y lo universal, ha dado a la valentía una forma más genérica […] por lo que el coraje personal no aparece como cualidad personal.
Por eso inventó el mundo moderno las armas de fuego, que no sólo transforman el valor personal en algo más abstracto, sino que además integran el sacrificio del individuo a la totalidad en un acontecimiento impersonal de masas[7].
Que la síntesis de lo elevado y lo bajo fuese a la larga insostenible, lo demostró la ulterior evolución de la sociedad y su sistema artístico. El acontecimiento del siglo XX que fue capital en la historia de la cultura consistió –dicho sea con el ánimo de llevar al extremo nuestra fórmula– en que la síntesis idealista de lo bello y lo sublime fue dinamitada. Esto es sólo una manera de decir que la revolución cultural del siglo XX produjo tanto la ruptura de las vanguardias con el consenso estético como la de-sublimación del público de masas. La doble revolución puso fin al coqueteo de las naciones y las masas con lo sublime, separando de este lo bello –aunque no debemos subestimar la función transicional del kitsch, del socialista y del nacional, cuyo papel como forma decadente de lo sublime popular ha cundido hasta la náusea–. El resultado político de todo esto es que el Estado sublime se ha evidenciado como Estado kitsch y se verá obligado en el futuro a presentarse como Estado objetivista o discreto. El resultado estético exhibe rasgos más complejos; sin embargo, una mirada al siglo acabado nos permite ahora reconocer un claro dominio estructural: la cultura de masas ha convertido los caminos de lo bello en autopistas. Kant se quedaría de nuevo perplejo con sus definiciones, porque ahora todo es bello excepto el arte, y todo es crítico excepto la crítica de arte. La alta cultura se ha retirado a una sublimidad malhumorada y costosa. Ella vive del hecho de que nadie puede ya decirle que es inteligible para todos; el secreto de su éxito es que hoy son muchos los que siguen el principio básico que permite a lo sublime modernizado prosperar: lo que nadie encuentra bello o inteligible, debe coleccionarse o exhibirse. De esta manera afirma todavía el Estado sublime su competencia: como fundador de museos.
Damas y caballeros: les diré para concluir que la deriva histórica del sistema del arte moderno ha conducido a situaciones en las que los peligros característicos de la bella política y el Estado sublime parecen haber sido por de pronto conjurados. Las fatales explosiones de la política del entusiasmo han quedado relegadas al pasado; lo que de ellas queda, continúa alimentando mayorías en la forma relativamente inofensiva de las técnicas de consenso y del arte respetable. Sería ingrato decir que con ello no se puede vivir. Y, al contrario, sería una exageración afirmar que tal estado de cosas produce satisfacción. La cultura de masas dominante no sólo ha liberado el inocente kitsch; este no sólo ha democratizado la emoción y desplazado la belleza de las galerías de arte a los cuartos de baño y a las playas; también ha desublimado lo sublime, banalizado la muerte e instaurado un expresionismo de la violencia y la falta de gusto cuyo único parangón histórico lo encontramos en los bestiales entretenimientos del circo romano. Del deseo de nobleza para todos no ha quedado más que la libertad inviolable para bajar aún más de nivel. Dadas estas circunstancias, es lógico pensar que, precisamente en la cultura democrática de masas, convendría ensayar una nueva relación, discretamente oscilante, entre lo bello y lo sublime. De la tercera dimensión de lo estético, la ironía, como de la cuarta, la conceptualización, ni siquiera se habla.
En la clarificación de estas ideas debe siempre desempeñar el arte clásico el papel que le corresponde. Sólo en él se puede adquirir la experiencia de, por un lado, lo que ya no es válido y, por otro, lo que es imprescindible. También el oído moderno, que entiende elaboradas experiencias de disonancia, se sumerge de vez en cuando felizmente en el mundo tonal de la agilidad entusiástica, que aún muestra lo mejor que la cultura burguesa pudo comunicar de sus estados internos antes de su victoria y decadencia. De grado nos abandonamos por una hora al entusiasmo de un «estado del mundo» fenecido. Luego decimos, con nostalgia iluminada, estar tentados de hacernos miembros de un coro –me permito comentar aquí que, en Alemania, el número de miembros de coros sigue siendo mayor que el de miembros de partidos. (La Oficina Federal de Estadística saluda a la unidad alemana.)
Damas y caballeros: quisiera dar la última palabra a un autor al que hace unas semanas el público alemán recordó con ocasión del centenario de su muerte. Friedrich Nietzsche fue probablemente el primero en referirse a las posteriores dificultades de escuchar música clásica de una manera que habla directamente a la conciencia contemporánea. En el aforismo 153, «El arte apesadumbra el corazón del hombre», señala el autor de Humano, demasiado humano:
Cuán intensa es la necesidad metafísica y cuán difícil se le hace a la naturaleza separarse finalmente de ella puede desprenderse del hecho de que aun en el librepensador, cuando se ha emancipado de todo lo metafísico, los efectos máximos del arte producen fácilmente una resonancia de la cuerda metafísica ha mucho enmudecida, incluso rota, como por ejemplo en un pasaje de la Novena sinfonía de Beethoven en el que se siente flotar sobre la tierra en una cúpula sideral, con el sueño de la inmortalidad en el corazón: todas las estrellas parecen titilar en torno a él y la tierra hundirse cada vez más. Si toma conciencia de este estado, de seguro siente en el corazón una profunda punzada y suspira por el hombre que le devuelva a la amada perdida, llámese religión o metafísica. En tales momentos se pone a prueba su carácter intelectual[8].
¿Dónde estamos cuando escuchamos música?
En el camino de ida y en el camino de vuelta
La filosofía conoce una locura, de la que la psiquiatría nada sabe. Piensen en Hannah Arendt, intelectual juiciosa donde las haya, que escribió un serio tratado sobre la pregunta «¿Dónde estamos cuando pensamos?», o en Valentín y Basílides, los teólogos gnósticos de la Antigüedad tardía, que emplearon buena parte de sus energías en hallar una respuesta a la pregunta «¿Dónde estamos cuando nos encontramos en el mundo?». Los pensamientos extraños excluyen las ideas nobles tan poco como la locura el método. Pero que también haya beneficios racionales de la locura que son más que distorsiones del lenguaje, es una de las lecciones que cabe extraer de las reflexiones musicales profundas.
En los últimos años, el oído ha venido a hablar filosóficamente, como si este hijastro de la teoría del conocimiento de repente hubiera interesado a multitud de atentos padres adoptivos. De hecho, la filosofía occidental de la luz y la visión tuvo en sus días de esplendor, entre Platón y Hegel, una relación desdeñosa con las realidades del oído. Un rasgo fundamental de la metafísica occidental era su ontología ocular, fruto de la sistematización de una visión exterior e interior. El sujeto del pensamiento se presentó como vidente no sólo de cosas y arquetipos, sino finalmente también de sí mismo como alma que ve –una manifestación local de la visión absoluta–. Podríamos llamar a los miembros del gremio visionarios argumentativos. Quizás haya también que ver en esto –desde que los Jóvenes Hegelianos hablaron del «fin de la metafísica»– un síntoma de que la inflación mediática de imágenes se acercó a un máximo fuera del cual la absolutización de la visión ya no podía sostenerse[9]. El prejuicio occidental en favor de los ojos a costa de los oídos ya no aturdía a todos los participantes en la discusión sobre lo que los griegos llamaban las grandes cosas. Ante este avance, se podía vivir con la sospecha de que el popular pietismo auditivo era parte de una renovada revolución conservadora con que un tipo humano como el viejo europeo, que reclamaba los restos de interioridad, intentaba retrasar en unas generaciones su hundimiento en la desinteriorizada civilización de los medios.
La diferencia entre una relación con el mundo primariamente visual o auditiva tiene un significado inmediato respecto a la inusitada pregunta de dónde estamos cuando escuchamos. Para ver algo, el vidente debe situarse a cierta distancia de lo visible. Esta separación espacial y esta posición frontal invita a suponer que existe una brecha entre sujetos y objetos que es no sólo espacial sino también ontológicamente importante. Como última consecuencia, los sujetos se conciben como observadores carentes de mundo que mantienen una como relación exterior con un cosmos siempre apartado de ellos; la subjetividad sería entonces, en analogía con una divinidad predominantemente teórica, primariamente contemplativa y secundariamente activa. Si el mundo de los ojos es un mundo de distancias, la subjetividad ocular lleva aparejada la inclinación a interpretarse como un testigo del mundo en última instancia no implicado en él. El sujeto que ve, se halla «al margen» del mundo como un ojo sin mundo ni cuerpo ante un panorama –contemplación olímpica y teología óptica son dos caras de la misma moneda–. Para los pensadores que, por el contrario, querían interpretar la existencia desde el hecho de la audición, era inconcebible el alejamiento del sujeto observador hasta el imaginario límite exterior del mundo, porque la naturaleza de la audición excluye todo lo que no sea estar en el modo del ser-en-el-sonido. Ningún oyente puede imaginarse estar al margen de lo audible. El oído no sabe de ningún enfrente, no desarrolla una «vista» de objetos distantes, porque tiene «mundo» u «objetos» sólo en la medida en que está en medio del acontecer acústico –también se podría decir: mientras flote o se sumerja en el espacio auditivo–. Una filosofía de la audición sólo sería posible como teoría del ser-en, como interpretación de esa «intimidad», que, en el estado humano de vigilia, es sensible al mundo. El que la liaison entre oído e intimidad no pueda ser exclusiva, nos recuerda el hecho de que los seres humanos reaccionen generalmente a lo audible del mismo modo que a la visión de cosas distantes: objetivador y distraído, no íntimo y sin contacto físico, característico de la autoprotección y el distanciamiento. No es posible, por lo tanto, derivar solamente de la audición la aparición de la intimidad despierta, como tampoco lo es convertir a nadie en un místico diciéndole que es un ser-en-el-mundo.
¿Dónde estamos cuando escuchamos música? La pregunta es lo suficientemente extraña como para evocar la transición de imaginar objetos a vivir en un/os medio/s. Pero el comportamiento propio de vivir en un medio no lo revelan con frecuencia los signos de participación de los sujetos en todo lo que los rodea, sino la inmersión de estos en sí mismos. Recuerdo las «ausencias» socráticas, que todavía marcan con invisibles signos de interrogación el comienzo de la filosofía europea. Tanto Jenofonte como Platón cuentan que Sócrates tenía la costumbre de volver repentinamente «su espíritu hacia sí mismo» y quedarse «sordo a las palabras que más insistentemente le dirigían»; cuando esto sucedía, continuaba imperturbable con sus ocupaciones del momento. En una ocasión, durante una acampada militar, permaneció veinticuatro horas en el más completo ensimismamiento, inaccesible a toda señal del mundo exterior. Nadie considerará tales episodios como una prueba de musicalidad, pero la pregunta de dónde estaba el pensador durante sus ausencias es difícil de responder sin mención de un mundo de voces y sonidos interiores cuya presencia puede ser más poderosa que cualquier ruido exterior. Si el filósofo se había transportado a una esfera que para los mortales corrientes no parece ser de este mundo, su inmersión en un estado de sordera para los ruidos exteriores es relevante en un sentido acústico profundo. Tal estado está tan esencialmente conectado con lo que llamamos inspiración o ensimismamiento, que no podríamos especificar lo que es el alma sin decir también que es audición autorreferencial. Si Sócrates hubiese hablado de sus raptos, habría dicho que eran estados en los que el mundo queda transitoriamente en suspenso sin que se interrumpa el continuo de la presencia anímica de sí mismo. Oigo voces, luego Dios me hace pensar; algo me susurra algo, así que no puedo no pensar en las grandes cosas. Tal vez Sócrates habría dicho que era un experto en suspensiones discrecionales del mundo. Los trances enstáticos del protofilósofo europeo eran un sueño de razón que no producían monstruos, sino voces interiores, ideas y teoremas. Estar lejos de todo lo que acaece, creó la condición para un despertar que nos hace asombrarnos de que exista algo.
No es necesario ser un filósofo para suspender ocasionalmente el mundo. Todo mortal tiene práctica suficiente en tal suspensión del mundo –y no sólo porque en ocasiones le invadan sentimientos apocalípticos–. Los humanos son seres que no pueden evitar dejar caer por unas horas del día el telón del teatro del mundo, aunque se definan a la luz del día como seres racionales y la razón pretenda ser la facultad de mantenerse en un estado duradero de vigilia respecto a un mundo siempre presente. ¿No eran los filósofos ex officio los mártires de la ilusión de ser capaces de permanecer continuamente despiertos?
Puede verse un remate del pensamiento posmetafísico en el hecho de que los sujetos de hoy, tras milenios de experimentos con los fantasmas de la vigilia permanente, se conviertan con resignación activa a una teoría positiva del no-siempre-poder-estar-despierto-en-el-mundo. Un nuevo tipo de antropología filosófica está emergiendo de la proposición de que los humanos son seres que están sujetos a los ritmos de emersión y sumersión del mundo: existentes, inexistentes, presentes, ausentes. De la idea de la antropología como ontorrítmica se deriva un programa doble: por el lado positivo, una metafísica de la trivialidad y, por el negativo, una ontología de naderías discretas o grises[10]. Bajo el aspecto rítmico sale a la luz un secreto parentesco entre diversos ámbitos de la vida humana que generalmente nunca se consideran juntos: el sueño y la estupefacción, los más antiguos retiros del ser apartado del mundo, provienen de las culturas de la droga, la meditación, la especulación – y la música, el dulce arte que, se dice, nos saca de las horas grises y nos transporta a un mundo mejor. Ellos se turnan como elementos de un sistema inmunitario como protección contra un mundo infeccioso y agobiante.
Un pasaje del libro de Erhart Kästner El tambor de las horas del sagrado Monte Athos nos enseña cómo el acosmismo de la noche se combina con el distanciamiento del mundo que induce el silencio monástico y el éxtasis del oído en un patrón común:
El tambor de las horas, una tabla de madera, se golpea con el comienzo de cada oficio; así se hace con el servicio de medianoche, con el orthros, que viene inmediatamente después, y con el proti. El macillo ejecuta sobre la madera de ciprés una serie de notas rápidas, agudas o bajas según se golpee en medio o más al borde de la tabla. El monje lo lleva delante de él, y mientras camina y lo golpea, suena aquí y allá en la noche, se aproxima, se detiene y se lo traga el oscuro portón. Así es la llamada a la oración en el monte Athos; evoca el Oriente, el desierto. Es un sonido seco, de huesos, tomado del herbario de diez mil noches, todas iguales. Y qué fuerza tiene este repiqueteo… El tamborileo se entreteje con el sueño y el duermevela […] las estrofas de madera se clavan con fuerza, igual que un encaje de marfil, en la negra capa de la noche…[11].
Esto no se aleja mucho del camino que toma la curiosa teoría de la música de Emile Cioran:
Poseemos en nosotros mismos toda la música: yace en las capas profundas del recuerdo. Todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia. En la época en que no teníamos nombre tuvimos que haberlo oído todo[12].
Para aclarar este aforismo gnóstico de Cioran, digamos que resume en una frase el núcleo de una musicología profunda que sería igualmente aplicable al arte musical del pasado como al contemporáneo. Me conformo con dividir el comentario de Cioran en dos afirmaciones parciales para así amplificarlo. En primer lugar, ocurre que oímos ya antes de la individuación; es decir, el oído fetal anticipa el mundo como una totalidad de ruidos y sonidos que constantemente se suceden; escucha extáticamente desde la oscuridad ese ambiente sonoro, casi siempre orientado al mundo, en una tendencia inquebrantable al futuro. En segundo lugar, después de la formación del ego escuchamos hacia atrás; el oído quiere hacer desaparecer el mundo como totalidad de ruidos, pues anhela volver a la eufonía arcaica del interior premundano, activa la memoria de un enstasis eufórico que nos acompaña como una luminiscencia residual del paraíso. Se podría decir que el oído individuado o desdichado tiende de un modo irresistible a alejarse del mundo real hacia un espacio más íntimo de reminiscencias acósmicas.
La música sería la conexión de dos esfuerzos de los que se derivan dos gestos que parecen estar en mutua oposición dialéctica. Uno conduce de una nada positiva, de un seno que es un interior sin mundo, hacia la manifestación del mundo, la escena abierta, la arena del mundo, y el otro, de la abundancia, la disonancia, la sobrecarga, de nuevo al seno sin mundo, liberado de él, interiorizado. La música del venir al mundo es una voluntad de poder en forma de sonido que se crea en la línea de un continuo que parte de dentro y que quiere constituirse en un incesante gesto vital; la música de la retirada, en cambio, se esfuerza por retornar, tras la ruptura del continuum, al acósmico estado de indecisión, en el que la vida herida se recoge y sana como noluntad de poder. De ahí que en los gestos primarios de toda música haya un dualismo de salida y regreso. Al primer polo corresponde un motivo adventicio que semeja enteramente un éxodo en el que se afirma una voluntad de sonar y subir una rampa, mientras que al segundo le caracteriza un rasgo nirvánico que aspira al retorno y la conclusión, la extinción, el reposo. Sin duda, el fantástico desarrollo de la moderna música europea en su extraordinario poder de materialización fue capaz de renovar el compromiso entre las aspiraciones básicas en cada estadio de la técnica compositiva. La gran música occidental ha instrumentado con grandes orquestas ese emerger de los sujetos en el mundo, y al mismo tiempo representó en altos niveles de individuación melódica esos retornos a lo más interior y alejado –a las islas de los bienaventurados y los jardines de los dos seres en intimidad–. Cuando la música europea como arte de la materialización en lo incorpóreo daba lo mejor de sí misma, equilibraba felizmente el anhelo de disolución de los sujetos y la labor de construcción del yo en un cuerpo sonoro. Y cuando amenazaba con sonar demasiado alta, opuso al positivismo orquestal y el machismo de los compositores el retiro, la fusión sonora y el secreto.
La energía sintética de la gran música europea parece haberse perdido en la música contemporánea –por motivos de los que aquí no voy a hablar–. No tendría ningún sentido querer invocar en la situación actual los buenos viejos tiempos de una música integral en la que todo lo que ahora se halla desintegrado y diversificado aún se mantenía unido. Cabría decir que los impulsos parciales de la música se han hecho autónomos; cada subcultura escucha lo suyo. Por otra parte, el oído ha descubierto su naturaleza polimorfamente perversa, y difícilmente conseguirá un impulso aislado darle satisfacción.
A continuación, distinguiré cuatro tipos de música existentes en la actualidad, a cada una de las cuales corresponde una actitud auditiva diferente.
1. La auténtica música moderna existe sobre todo como una práctica de expertos en la que apenas se trata de cantar y tocar en el sentido de la musicalidad ingenua tradicional, sino de la exploración de recursos sonoros y de los métodos de composición. Es la práctica que más acentúa el lugar de la composición o de la primera ejecución. La libido musical reside en las aventuras de la partitura o en el atractivo de las nuevas técnicas de producción; su irradiación al lugar de la ejecución y la audición es por lo general débil. Esto lo confirma también el hecho de que, para la nueva música moderna, el criterio del placer inmediato queda casi completamente anulado. Este es reemplazado por el reconocimiento técnico y la apreciación del oficio: vagos sentimientos del nivel alcanzado y aplauso indirecto. Esto ha hecho que la nueva música se haya desconectado en gran medida del público fiel y busque el aislamiento y el perfeccionismo. Mientras que, desde hace una o dos generaciones, ya no es aplicable a los pintores, escultores y escritores la parábola de Kafka del artista del hambre, su significado todavía se mantiene entre los compositores de la modernidad.
2. La música de performance intenta por todos los medios llegar al público. También ella se adhiere a la primacía de la producción, anteponiendo de un modo agresivo las características del sonido y de la escenificación a las expectativas de los oyentes; sin embargo, su énfasis en la representación le supone tener que luchar por ganarse el interés del público. Como música con cualidades escénicas, valora muy especialmente los explosivos gestos sonoros de unos músicos colocados en primer plano. Como música de riesgo en acción, ofrece lo mejor y lo peor que los oídos contemporáneos pueden oír, desde el vulgar vitalismo pop à la Prince hasta el aristocrático free jazz. No es de extrañar que los compositores de la nueva música, cuando se escapan de la reserva del festival, muy probablemente se pasen al campo performativo.
3. La llamada música ligera, que en realidad es música de distracción o música sedativa, puede estar segura de tener un público de masas, porque asume la tarea de proteger a los oyentes del riesgo de oír algo nuevo. Quién ofrece música sedante, lo hace para sintonizar con mundos sonoros exentos de sorpresas, cualquiera sea su nivel. Con sus sones repetidos, la música ligera transmite el feliz mensaje de que lo conocido ha eliminado lo desconocido. En este sentido, las diferencias entre los conciertos de música clásica y la música ligera son inquietantemente mínimas. Ambas escenifican la música como un medio para el conservadurismo más vetusto, que siempre promete armonía y repetición en síntesis cada vez más predecibles.
4. La música funcional elabora efectos parciales de estructuras musicales y crea sonidos útiles para fines específicos. Las piezas tradicionales para desfilar, para mover cabrestantes o para arrullar a los niños anticiparon la tendencia funcional de la música. La modernidad somete esta clase de efectos a un cálculo explícito de psicotecnia musical. Esto es patente en la utilización de determinadas piezas en grandes almacenes, quirófanos y lobbies, así como en procedimientos de hipnosis y meditación, en servicios telefónicos y cosas similares. En todos estos casos se establecen fórmulas musicales unificadoras entre sujetos oyentes y ambientes sonoros para adelantar el consenso. En estas prácticas de captación armoniosa, los pacíficos oasis de relajación profunda con fondo musical se hallan muy cerca de las fórmulas musicales del totalitarismo sonriente.
No es difícil demostrar que la conformidad de los dos primeros tipos de música se funde grosso modo con la tendencia de la música progresiva del éxodo, mientras que la música sedante y la funcional se adecuan al polo de la reminiscencia y la audición retrospectiva. Donde dominan el gesto performativo y el sentido experimental de la nueva música moderna, es clara en sus gestos –progresivamente acósmicos– la tendencia del venir-al-mundo; aquí, la música avanza sin temor de lo informe a lo formal, de lo vacío a lo complejo, de lo latente a lo manifiesto. Se abre al mundo, a horizontes nunca definidos, imitando el nacimiento. Los caminos del ser son extraños: desde el seno materno hasta Donaueschingen[13], ¿cómo es esto posible?; pero ¿por qué somos capaces de maravillarnos de que la realidad sea como es? El acosmismo progresivo en su forma musical puede tolerar el llamado mundo exterior en la medida en que sigue siendo capaz de llenar el espacio cósmico presente con sus propios sonidos. Escucharse a sí mismo es suficiente; el resto será el resultado. Consecuentemente, esta música permanece centrada en el lugar de la composición o de la producción. Muchos compositores de la nueva música no ocultan que les resulta indiferente que existan o no oyentes de sus experimentos. Que el lugar de la audición esté vacío no es motivo para la renuncia. Se cuenta que el compositor Edgar Varèse tenía simpatía por los jóvenes motociclistas porque le mostraban cómo producir toda clase de sonidos sin miramientos.
Las músicas sedativa y funcional, en cambio, están adscritas desde el principio al lugar de su audición; en ellas, todo es para el oyente, incluso si este no la escucha. Las piezas musicales de esta clase poco saben de la soledad de la composición ante el público. En el lugar de la audición, donde la música ligera y armoniosa va dirigida, siempre predomina ya el acosmismo regresivo o nostálgico. En él sólo se escucha lo que ayuda a no oír el mundo y otras sonoridades. Frente al querer oír y buscar nuevos mundos sonoros, la música propone al oído infeliz el gran regreso: se sirve del impulso a dejar de escuchar, a reducir la escucha, a seleccionar lo que se quiere oír, a huir de la disonancia. En este sentido, la historia de la música es también un indicador de los avatares de la conciencia desdichada[14]. Desde el antiguo culto de Orfeo hasta la alabanza por Schubert del «holde Kunst», se ha atribuido a la música el poder de disolver el hechizo de la realidad y transportar a sus oyentes a lo que –precipitadamente o no– llaman un mundo mejor. Pero en una época en que la conciencia desdichada obraba como una fuerza productiva que mejoraría el mundo, la música consoladora y conciliadora estuvo bajo sospecha de ser opio para el pueblo. De hecho, los productores de sedantes tonales son a menudo proveedores de cínicas ficciones, cual periodistas del diario Bild, acompañadas de acordes. Pues ¿qué quiere el pueblo? Simplemente formas de distanciarse musicalmente del mundo: edulcoradas, repetitivas, simplificadas. Populismo tonal como una máquina del consenso.
Entonces, ¿dónde estamos cuando escuchamos música? La ubicación sigue siendo vaga; la única certeza es que, mientras escuchamos música, nunca podemos estar del todo en el mundo. Porque, en el orden de la música, escuchar supone siempre, o bien encaminarse al mundo, o bien huir de él. De ahí que, al ensayar una ontología del oído, reaparezcan las cuestiones de la vieja gnosis, que en la era moderna sólo pueden expresarse de manera anónima. Según la concepción gnóstica, podemos representarnos el humano ser-en-el-mundo como un camino de ida o un camino de vuelta, nunca como un insistir y residir en un lugar, aunque Heidegger, en un tardío giro criptocatólico, intentó caracterizar nuevamente al hombre como un ser arraigado e inquieto. Con razón se ha representado a los ángeles como músicos; ellos sólo tocan su instrumento, no escuchan. Si escuchasen, se parecerían a nosotros. Pero nosotros estamos condenados a la música como lo estamos al anhelo y a la libertad. Como arte de los condenados, la música seguirá siendo para todo futuro, en palabras de Thomas Mann, territorio demoniaco.
En la percusión
1. El cogito sonoro y la mancha sorda, o el intento cartesiano de pensar sin sonido
Hablar de un espacio musical sólo tiene sentido si existen límites de lo musical. Si llamamos música a todo lo que es audible en cualquier sentido, suprimimos la frontera entre lo que es música y lo que no lo es. Todo lo que sea hablar de música –incluido lo que aquí decimos– perdería su objeto, sería ello mismo música, transpuesta a la partitura fonológica del lenguaje normal. ¿Oye usted? En un espacio musical sin frontera alguna, tendría que contentarse con que aquí se estrena una pieza de filosofía vocal para cogito solo, sin subtítulo para quienes sufren hipoacusia.
LimaNeli Haschmu WaNschbok.
Tama Haschmu: Portolabi Paehu
Mui Pianeti
Tamiba Temibo
Temibanu Karuzu
HaifatuNeti
Haifatusolum RofuNo.
Hoy Kirwimme. Katosta Healobe Kepipi
Schamfuso…
No se puede decir más claramente.
Con razón nos hicimos las anteriores preguntas: qué es el espacio musical, cómo entramos en él, cómo nos aseguramos la permanencia en él y cómo lo abandonamos cuando salimos al medio no musical. Sólo sería posible una respuesta si lo musical en todo su alcance pudiera reducirse a una experiencia fundamental inequívoca que nos revelase, como un axioma o un cogito sonoro, el fundamento inconmovible de la certeza musical. Pero nada se sabe de tal fundamento, tan poco de las intenciones musicales de Descartes. Aun así, encuentro útil repetir el experimento imaginario cartesiano para interrogarme por un aspecto psicoacústico que hasta ahora ha sido ignorado. Sigamos al autor Descartes en el delirio de su duda y observemos cómo intenta acceder a una autopresencia en la que se encuentre con un ego sin mundo, absolutamente cierto de sí mismo, sin sensaciones corporales, sin órganos y sin mundo exterior como fundamento inconmovible de la verdad.
Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños […] Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. […]
Pienso que carezco de sentido; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré entonces tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo […]
¿Qué se sigue de esto? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: «yo soy, yo existo», es necesariamente verdadera cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu. […]
Pero ¿cuánto tiempo soy yo? Todo el tiempo que estoy pensando. […] Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa[15].
El texto ha de leerse como un ejemplo del ejercicio en el que la filosofía idealista –si no la filosofía como tal[16]–se basa: el ejercicio de abstraer[17]. Lo que en este caso particular debe abstraerse es nada menos que el mundo en su totalidad, el mundo que está presente en representaciones espaciales y sensibles. El yo del ejercicio se concibe como resto irreductible, lo que queda cuando todo lo abstraíble ha sido abstraído. El dictum cartesiano cogito, ergo sum puede reformularse así: hago abstracción del mundo, y lo que me queda soy yo mismo. O bien: sustraigo todo contenido de mis representaciones, y lo que me queda como última certeza soy «yo», es decir, el principio activo de la vida que se representa las cosas.
Es fácil evidenciar que el ejercicio cartesiano de abstracción se centra en un punto ciego –mejor: un punto sordo–. El pensador cree que él indudablemente existe mientras está pensando. Pero no advierte –o, cuando lo hace, no le da ningún valor– que su volverse hacia sí mismo depende de su oírse a sí mismo. No tiene presente que sólo puede estar cierto de sí mismo y su pensar porque un oírse a sí mismo precede a su «pensarse a sí mismo». El cogito cartesiano presupone un no-oír que se tiene por un pensar puro, y hasta se podría decir: por un estar consigo mismo sin ninguna –quién sabe si engañosa– mediación sensible. El no-oír lo es de la voz del pensamiento que vaga por el sujeto pensante. Es como si el filósofo hubiera encontrado un método para reducir a un común denominador la audición clara y la audición dificultosa. Él mira fijamente el contenido del pensamiento sin prestar atención al sonido de la voz en su cerebro pensante. Sólo así consigue no percibir que su pienso-luego-existo es en verdad un oigo-algo-en-mí-que-habla-de-mí-y-de otros. Cuando esto se advierte, el significado del cogito cambia radicalmente. El mínimo sonido interno de la voz del pensamiento es, cuando es oída y se hace así interior, la primera y única certeza que puedo alcanzar con mi experimento imaginario. Se la podría llamar un cogito sonoro. Oigo algo dentro de mí, luego soy –al menos tengo razón suficiente para afirmar que estoy seguro de poder «deducir» mi existencia del oír algo dentro de mí–. Este oigo-hablar-en-mí sólo se evidencia si no tengo ningún propósito en relación conmigo o mi pensamiento. Si quiero explicar, probar o alcanzar algo, este propósito distorsiona la conexión auditiva con los pensamientos que en ese momento me rondan. Entonces «yo pienso» ya en algo distinto del tono susurrante del pensamiento presente. Entonces estaría –como Descartes– tan subordinado a mi búsqueda de razones, que no notaría las voces interiores ciertamente presentes que en ese momento suenan en mí. La ambición nos hace sordos –también en la teoría del conocimiento–. La ambición constructiva y la atención meditativa parecen excluirse radicalmente. Quien construye, no escucha; quien oye resonar o hablarle algo dentro de sí, no puede al mismo tiempo construir.
Esto nos convence de que la «certeza» de Descartes se funda en el convencimiento de que esta puede ella misma construirse. Construir es aquí una acción sorda –autoconstrucción y autofundamentación conjuntas–. El cogito es encontrarse uno mismo en la autoproducción, y la autoproduccion el encontrarse uno en sí mismo. Esto es lo que se denomina fundamentum inconcussum veritatis. En el momento en que el construir se separa del oír, comienza la ciencia específicamente moderna como programa de acción de una razón sorda. Para adquirir seguridad en lo absoluto, este pensamiento sacrifica lo único dado de forma realmente segura, lo inmediatamente dado –el cogito sonoro como audición interior–, que sin duda ofrece una clase de certeza con la que absolutamente nada se puede hacer, ni nada se debe intentar hacer, mientras se mantenga la intimidad musical del oírse. El cogito sonoro es exactamente lo opuesto a lo que Descartes le demandaba al cogito lógico; no es ni un fundamento –porque no sustenta nada–, ni algo inconmovible –porque no puede ser fijado–. Lo más cierto es en verdad lo más inútil. La atención a las voces y sonidos interiores significa pura conmovilidad, disponibilidad para recibir presencias acústicas; ellas no me proporcionan un fundamento, sino que me someten a su sonido. Quien escucha las voces del pensamiento se halla inmerso en una esfera que en todo momento un otro hace vibrar. El pensamiento está en el sujeto como el sonido en el violín –en virtud de sus diferentes vibraciones–. Los seres humanos son, cuando piensan, como instrumentos musicales para ejecuciones que significan el mundo. Cuando el «instrumento» pone atención en sí mismo, ve con claridad que no es un fundamentum inconcussum sino un medium percussum.
Porque estas reflexiones acústicas profundas tratan de una atención interna que preexiste a la distinción entre oír música y oír voces, podemos demostrar también la fecundidad de las observaciones sobre el cogito sonoro en relación con los fenómenos musicales. La música sólo está en el oírse a sí mismo del «instrumento», es decir, del sujeto cuando sabe que él es un medio sensible al sonido. La música sólo está en el sujeto oyente. Por supuesto que esta afirmación sólo es cierta junto con su inversa: el sujeto oyente sólo está en la música. El sujeto sólo puede estar consigo mismo si se le ha dado algo que puede escuchar en él –sin sonido no hay oído, sin un otro no hay un yo–. Él es consciente de sí mismo como ser pensante y viviente sólo por ser un medio vibratorio de sonidos, voces, sentimientos y pensamientos. Obviamente, esta no es ninguna idea nueva. Desde hace más de cien años, la filosofía, en su camino hacia una modernidad radical, se esfuerza por desvanecer el espejismo idealista del cartesianismo y ahuyentar las quimeras de la subjetividad absoluta en beneficio de una inteligencia encarnada. Existencialidad en vez de sustancialidad; resonancia en vez de autonomía; percusión en vez de fundamentación.
¿Puede activarse el pensamiento oyente con métodos lógicos? ¿Es el oír como tal algo que podamos excitar u ocasionar a voluntad? ¿Podemos ir más allá de pedirle al oído que escuche? Juzguen ustedes mismos:
I éja
Alo
Myu
Ssírio
Ssa
Schuá
Ará
Niíja
Stuáz
Brorr
Schjatt
Ui ai laéla – oía ssísialu
To trésa trésa trésa mischnumi
Ia lon schtazúmato
Ango laína la
Lu liálo lu léiula
Lu léja léja hioleíolu
A túalo mýo
Myo túalo
My ángo Ina
Ango gádse la
Schia séngu ína
Séngu ína la
My ángo séngu
Séngu ángola
Mengádse
Séngu
Iná
Leíola
Kbaó
Sagór
Kadó
¿Kadó? ¿Cadeau? Tal vez convenga aprender mejor el arte de aceptar regalos o puras dávidas. El texto citado es el último «movimiento» de Ango Laïna, una especie de cantata fonética para dos voces que escribió en 1921 Rudolf Blümner, quien la llamó «poema absoluto». El Ango Laïna demostraba lo que la poesía puede ser después de emanciparse del léxico, la gramática, la retórica y la fonética de la lengua alemana. De las reflexiones poetológicas del poeta se desprende que su ataque antisemántico tiene por modelo la nueva música. Quería liberar definitivamente al lenguaje poético de la maldición de significar. La espontánea combinación de vocales y consonantes debía recrear una fuerza original de la formación de las palabras. Liberado de la esclavitud semántica, el sonido sale de las sombras y se da a oír con una frescura y una desnudez inauditas. Como no recuerda a nada que posea un significado, el poema puede apelar al oído en que penetra como por primera vez. Pero, al hacerlo, crea un nuevo un significado: sólo estoy para ser escuchado; soy un texto que trae al mundo la buena nueva del no-significar. De ese modo el poema exhibe coqueto, quizá también un poco modesto, su audibilidad y se ofrece al público como un regalo gracioso. Mas, precisamente por eso, queda en la mayoría de los posibles oyentes fuera del alcance de su oído, pues para ellos sólo caben inicialmente dos reacciones básicas: o bien se hacen los sordos ante la figura acústica porque no tardan en «descubrir» que es un texto sin sentido, o bien no advierten la presencia de las frescas sílabas porque, divertidos o no, «entienden» el texto –que aquí significa formarse la idea correcta de que el texto carece de significado–. ¿Qué se sigue de esto? Simplemente que también un poema como este, con su apuesta por la audibilidad pura, no puede forzar a nadie a oír en ninguna circunstancia. El ser sonido de los sonidos debe esperar al ser oído del oído, con el riesgo habitual de la inutilidad. También el imperativo auditivo de la poesía –¡escucha, que esta vez no puedes hacer otra cosa que escuchar!– debe reducirse a las preguntas: ¿oyes?, ¿has oído? No se puede hacer de una pregunta una orden sin destruir la audición. El sonido ofrecido es gratuito. También la demanda moralizante de una «nueva audición» –que durante mucho tiempo ha contaminado la atmósfera de la nueva música– sólo conduce a la experiencia de que el oído únicamente puede ser despertado en el modo de la oferta de oírse a sí mismo con el nuevo sonido.
2. Percusión, vibración, flotación
La idea de que la subjetividad no es fundamental sino de naturaleza medial no se impuso de la noche a la mañana. Rastrearé en dos textos sobresalientes de Hegel y Heidegger huellas del gran crespúsculo de los medios, en el curso del cual un pensamiento resonante y tembloroso se despega del pensamiento razonador y constructor.
En el capítulo antropológico de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas de Hegel (1830), concretamente en la sección sobre el «el alma sintiente», se encuentran algunas formulaciones que, con los medios de la psicología filosófica, se anticipan en más de ciento cincuenta años a los desarrollos de la moderna psicología profunda. Hegel articula por vez primera la idea de que un alma aun completamente vacía, sin experiencias, insensible y, por ende, indefinida, es permeada y modulada por las vibraciones del medio materno. En el §403 se lee:
Todo individuo es una riqueza infinita de determinaciones de la sensibilidad, representaciones, conocimientos, pensamientos, etc.; pero yo soy por eso, sin embargo, algo enteramente simple: un pozo sin determinaciones en el que todo eso se conserva, sin existir.
El alma es en sí la totalidad de la naturaleza, como alma individual es mónada.
De esto se da en el § 405 una interesante explicación lógica:
La individualidad que siente es primeramente, desde luego, un individuo monádico, pero en cuanto inmediato no lo es todavía como ello mismo, no es sujeto reflejado hacia sí y es por ello pasivo. De este modo, su individualidad afectada de mismidad es un sujeto distinto de él, que puede ser [lo] incluso como otro individuo por cuya mismidad [el primer individuo] es íntimamente puesto en vibración y enteramente determinado sin ofrecer resistencia alguna, como una sustancia que es solamente predicado sin autosuficiencia; este sujeto puede, por tanto, llamarse su genio.
Lo que aquí puede haber quedado oscuro, se vuelve transparente en el corolario al mismo parágrafo:
Esta es […] la relación del niño en el cuerpo de la madre; una relación que no es meramente corporal ni meramente espiritual, sino psíquica, es decir, del alma. Hay dos individuos y, sin embargo, están en una unidad psíquica inseparada; uno de ellos no es aún uno mismo, todavía no es impenetrable, sino algo que no ofrece resistencia; el otro es su sujeto, el sí mismo singular de ambos. – La madre es el genio del niño...[18].
Con la palabra vibración se alude, en medio de la construcción idealista, a un temblor existencial y psicológico profundo que, en el curso de la investigación psicológica de los siglos XIX y XX, ha ido aclarándose contra las más tenaces oposiciones. Sin participar de estos temblores no hay una contemporaneidad intelectual. Pero lo que Hegel aún no advierte es que el niño en el cuerpo materno no es solamente un medio vibratorio pasivo para su animación por el espíritu materno, sino que, durante el desarrollo de su oído, se orienta de suyo, de un modo en cierto modo espontáneo, preactivo, al mundo sonoro que descubrirá, como madre o no-madre. El nacimiento auditivo del niño precede, como hoy sabemos, en unos meses al nacimiento físico. La embriología filosófica de Hegel establece audazmente una conexión entre el antiguo concepto de genio y el estado más avanzado de la exploración burguesa del alma, el llamado magnetismo animal, que procede de Mesmer y su escuela[19]. Hegel se remonta, desde el concepto moderno de genio, a la fuente latina de esta expresión y hace transparente su estructura psicológica. Tener un genio es, según la concepción antigua, albergar dentro de sí, en el recipiente de la propia interioridad o en el aparato fonador, otro espíritu. El individuo genial es anfitrión de un poder resonante y es capaz de cosas extraordinarias, pues ser morada de un espíritu superior hace posible la emisión de epifanías en una individualidad profana. Este antecedente hace inteligible la audacia hegeliana de la transferencia de la relación genio-alma a la relación madre-feto. Con las formulaciones de los parágrafos 403-405 alude Hegel a la posibilidad de un mediumnismo burgués. Obviamente, esto no habría sido posible sin los efectos conmocionantes de los descubrimientos de Mesmer; sólo como consecuencia del mesmerismo pudo producirse una desmitificación de lo que se consideraba humanamente posible en las condiciones del seno materno; desde entonces ha planeado sobre el mundo burgués una crítica hasta hoy no formulada de la razón religiosa. Tras el descubrimiento del trance magnético, el sonambulismo artificial y el fondo hipnótico, se introdujo en el mundo, al menos como posibilidad, un esoterismo democrático cual auténtica psicología profunda. Ya se podía discutir públicamente sobre la forma de existenciadel niño en el seno materno sin que hablar de tales cosas supusiera necesariamente expulsar el alma de tal sujeto. En Hegel se encuentran también afirmaciones inspiradas por Nicole Malebranche sobre la magia natural de las transfusiones puramente anímicas que pueden reducirse al modelo del habitar fetal. De hecho, se había probado, con el descubrimiento del hipnotismo, que esas formas de existir sugestionables no terminan para siempre con el nacimiento ni con la entrada del sujeto en la edad adulta. El uso del magnetismo en adultos demostraba con suficiente claridad que en ellos podía persistir de forma permanente el modo vibratorio fetal –por más que los contemporáneos de los primeros hipnotizadores se estremecieran pensando en el posible abuso del magnetismo[20]–. En lo que respecta a la pedagogía filosófica, esta no pensaba entonces, como hoy, en otra cosa que en la necesaria decadencia de la sugestionabilidad magnética; su meta era implantar el modelo del sujeto autónomo blindado contra la vibraciones. Ejemplo típico es el pasaje en el que Hegel dice que el alma puramente pasiva, es decir, fetal, «todavía no es impenetrable, sino un alma sin resistencia». En la palabra impenetrable se percibe un eco del inconcussum cartesiano, mientras que en la expresión todavía no deja claro el sentido de toda autoeducación, que es lograr la imperturbabilidad.
Después de Hegel y Mesmer, las posiciones de la subjetividad impenetrable no dejaron de sufrir sacudidas. Alboreaba una era de la música y la psicología que provocó un seísmo en los palacios de cristal de la racionalidad. Un principio de conmoción empezaba a competir con el principio de autoconservación. Los jóvenes filósofos hegelianos, Bauer, Kierkegaard y Marx principalmente, hicieron descender violentamente el tiple metafísico al bajo de la realidad. De pronto, el pensamiento buscó un camino de salida a lo real, ruidoso, escandaloso, como si hubiera obtenido de alguna parte el poder para poner fin al hábito de hacer abstracción de todo lo bajo. Si alguna vez hubo una «nueva audición», fue la que comenzó cuando Engels informó sobre las condiciones de la clase obrera en Inglaterra. La filosofía posidealista tuvo oídos para lo que clamaba al cielo y ojos para algo más que la contemplación. Lo que antes había sido el orgullo de la metafísica, de pronto aparecía tan sólo como una nota de vanidad sobre el tono fundamental de la vida humana real. Schopenhauer provocó una ruptura al presentar el fundamento del mundo, la voluntad, como un poder en sí mismo musical. Schopenhauer aún permanecía bajo el hechizo de una estética clásica, pues atribuía a la música una virtud sanadora; subestimaba su capacidad, probada en la modernidad, para provocar la emergencia del horror en el medio sonoro.
El nuevo concepto del pensar en Heidegger supone al mismo tiempo un avance en la línea de la irrupción epocal de tonos y estados anímicos en la concepción posidealista de la existencia. Lo que en la meditación de Descartes y su abstracción de todo lo abstraíble aún podía parecer un acto metódicamente controlado del sujeto, se transforma en Heidegger como pasión y horror: el sufrimiento involuntario de imaginarse privado de mundo. En su analítica de los estados anímicos existenciales, Heidegger se pregunta si hay entre ellos uno en el que se «manifiesta la nada según el sentido revelador», y responde afirmativamente, señalando cómo los rasgos de lo existente se desintegran en el «profundo aburrimiento» quedándose en nada. Lo que Heidegger expone en su descripción de la angustia es definitivo:
Es verdad que la angustia es siempre angustia de…, pero no de esto o lo otro. La angustia de... es siempre angustia por..., pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de qué y por qué nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de ser determinado. Esto se ve patente en una conocida expresión. Solemos decir que en la angustia «uno está desazonado». ¿Qué quiere decir este «uno»? No podemos decir de qué le viene a uno esta desazón. Nos encontramos así, y nada más. Todas las cosas como nosotros mismos se sumergen en una indiferenciación. Pero no como si fuera un mero desaparecer, sino como un alejarse que es un volverse hacia nosotros. Este alejarse el ente en total, que nos acosa en la angustia, nos oprime. No queda asidero ninguno. Lo único que queda y nos sobrecoge al escapársenos el ente es este «ninguno». La angustia hace patente la nada. Estamos «suspensos» en angustia. Más claro, la angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el ente en total. Por esto sucede que nosotros mismos –estos hombres que somos–, estando en medio del ente, nos escapemos de nosotros mismos. Por esto, en realidad, no somos «yo» ni «tú» los desazonados, sino «uno». Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse[21].
Cierto es que la vibración de Heidegger no es un instante musical inmediato en el sentido de la música que se compone, ni tampoco lo es la vibración pasiva del niño en Hegel. Y, sin embargo, esta teoría de la angustia trata de una predisposición anímica del sujeto como medium percussum, a través de la cual el yo revela sus cualidades de instrumento sonoro. Además, el estar fuera de la existencia, en la «nada», tiene una directa consecuencia musicológica profunda: la angustia de Heidegger supone una catástrofe de la audición que es corresponsable del nacimiento de la música; el accidente auditivo original es el fondo sobre el que se asienta toda nueva audición posterior de música. Si durante las «raras» experiencias de gran angustia nos sorprende la presencia de la nada, su sonido ha desaparecido, sustraído junto con la totalidad de lo existente. El Dasein en el mundo significa siempre estar expuesto en una esfera donde, por primera vez, la no-música es posible. El que ha nacido queda fuera del continuum acústico profundo del instrumento materno. El penetrante estremecimiento de la angustia proviene de la pérdida de aquella música que ya no oímos más cuando estamos en el mundo. Una lectura atenta del oscuro discurso de Heidegger permite ver que la angustia de la que se habla no puede ser sino la angustia ante la muerte de la música congénita, la angustia ante el espantoso silencio del mundo tras la separación del medio materno. Todo lo que después será música creada proviene de una música resucitada y reencontrada que da también testimonio del continuum tras su destrucción[22]. Música reencontrada es reanudación del continuum tras su catástrofe. Cuando ya no son audibles los latidos del corazón y el susurro visceral del instrumento musical primario, aparece el pánico a la existencia. Sólo allí dentro, en ese flotar vacío «en el mundo», se abre una vastedad inquietantemente silenciosa donde se ha suprimido el continuum acústico de la musique maternelle; sólo gracias a un finalmente amenazado hilo de Ariadna acústico sigue el recién nacido conectado a la energía envolvente que era propia del mundo sonoro primero, interior y compartido. Se entiende que Heidegger pudiera tener la convicción de que, tras los bastidores ruidosos del vivir activo, «duerme» el viejo pánico: lo normalmente durmiente posee la autenticidad de lo terrible que, si resisto, conduce a mí como a un «existente». Por eso no puede Heidegger insistir lo bastante en que la vida inauténtica se reparte entre el ruido y la habladuría, mientras que la vida auténtica radica en la angustia ante un aterrador silencio.
Esa angustia radical está casi siempre reprimida en la existencia. La angustia está ahí: dormita. Su hálito palpita sin cesar a través de la existencia[23].
Notas esenciales suyas son una «particular quietud», una «fascinada quietud» y el impulso a acallar la «oquedad del silencio»[24]. A la audición del silencio, que implica un oírse del existir en la intimidad de lo inquietante, se la podría llamar un cogito pánico. Ya no oigo nada, luego existo. El existir en el silencio del mundo es una cuerda que vibra por su propia tensión. Puede ser que los meditadores de todos los tiempos hayan buscado la quietud y el silencio porque el oírse del existir en el enmudecer del ruido ayuda a tensar la cuerda. De ahí que la música no sólo celebre la reanudación del continuum, sino que recuerde siempre, si es algo más que un sedante o narcótico, el silencio cósmico de la existencia.
[1] Pintor renacentista anónimo alemán que desarrolló su actividad entre 1515 y 1540. [N. del T.]
[2] Shakespeare, La tempestad, Acto III, Escena 2.
[3] Friedrich Hölderlin, Hyperion oder der Eremit von Griechenland, Stuttgart, 1961, 1998, p. 107 [ed. cast.: Hiperión o el eremita en Grecia, trad. Jesús Munárriz, Madrid, Hiperión, 1998].
[4] Kritik der Urteilskraft, § 44 [ed. cast.: Crítica del juicio, trad. Manuel García Morente, Madrid, Tecnos, 2007].
[5] Esteban Buch, Beethovens Neunte. Eine Biographie, Berlín-Múnich, 2000.
[6] G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden. Vorlesungen über die Ästhetik III, Bd. 15, Fráncfort, 1970, p. 158 [ed. cast.: Lecciones sobre la estética, trad. Alfredo Brotons, Madrid, Akal, 2007].
[7] G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden. Grundlinien der Philosophie des Rechts, Bd. 7, Fráncfort, 1970, p. 496 [ed. cast.: Fundamentos de la Filosofía del Derecho, trad. Joaquín Abellán, Madrid, Tecnos, 2017].
[8] Traducción de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1996. [N. del T.]
[9] Cómo el opticismo occidental va quedando atrás y abandonando, junto con su autorreflexión, su autolimitación, se describe en publicaciones como las siguientes: Jürgen Manthey, Wenn Blicke zeugen könnten. Eine psychohistorische Studie über das Sehen in Literatur und Philosophie, Múnich-Viena, 1983; Jonathan Crary, Techniques of the Observer. On Vision and Modernity in Nineteenth Century, Cambridge, Mass., 1990; Thomas Kleinspehn, Der flüchtige Blick. Sehen und Identität in der Kultur der Neuzeit, Reinbek, 1991.
[10] Partes de él se desarrollaron en trabajos del autor de este libro; en el titulado Crítica de la razón cínica hay una metafísica implícita de lo banal, y en las conferencias de Fráncfort, así como en los ensayos de cinética política y en ulteriores estudios sobre la acosmología discreta, aparecen esbozos de una antropología de la ausencia.
[11] E. Kästner, Die Stundentrommel vom heiligen Berg Athos, Fráncfort, 1974, p. 83.
[12] E. Cioran, Von Tränen und von Heiligen, Fráncort, 1988, p. 23 [ed. cast.: Lágrimas y santos, trad. Christian Santacroce, Madrid, Hermida editores, 2017].
[13] Localidad del suroeste de Alemania donde se celebran desde 1921 festivales de música contemporánea. [N. del T.]
[14] La teoría contemporánea más importante de los oídos desdichados, que es la filosofía de la música de Adorno, se basa sin excepción en un double bind: según ella, la regresión siempre está a la vez prohibida (porque la técnica musical ha de orientarse a las últimas modalidades de lo históricamente posible) y permitida (porque la gran música siempre es testimonio del anhelo de lo imposible en el mundo).
[15] Cf. del autor: «Die wahre Irrlehre. Über die Weltreligion der Weltlosigkeit», en P. Sl. y Thomas H. Macho (eds.), Weltrevolution der Seele. Ein Lese- und Arbeitsbuch zur Gnosis von der Spätantike bis zur Gegenwart, Zúrich y Múnich, 1991, tomo I, pp. 38-46.
René Descartes, Meditationen über die Grundlagen der Philosophie, ed. A. Buchenau, Hamburgo, 1954, pp. 16-20 [ed. cast.: Meditaciones metafísicas, trad. Vidal Peña, Madrid, Alfaguara, 1977, pp. 21, 24-26].
[16] No acaba de entenderse que a las «filosofías reales», los materialismos o heterologías emergentes desde el siglo XIX, aún se las considere filosóficas en un sentido tradicionalmente aceptable. Tal vez la reintroducción del pensamiento del pasado conserve la filosofía como tal. El gesto poshegeliano de pensar-en-la-realidad, es decir, del antiplatonismo de la conciencia de los hechos duros, las máquinas, los códigos y los sistemas, produce ipso facto un efecto antifilosófico. Lo que queda es la pregunta: ¿cómo es posible una sabiduría posfilosófica? ¿Como un bíos theoretikós no orientado a la redención? ¿Como un comportamiento no fundacionalista en temas macroproblemáticos?
[17] El hábito de asegurar, mediante la abstracción de un exterior prescindible, un interior cierto de sí mismo llega hasta Immanuel Kant, en cuya Lección de metafísica se encuentra esta fantasía de amputación: «Un hombre al que se le ha abierto el cuerpo puede ver sus entrañas y todas sus partes interiores; ese interior es un mero ser corporal completamente diferente del ser que piensa. Un hombre puede perder muchos de sus miembros y, sin embargo, sigue existiendo y puede decir: yo soy. El pie le pertenece, pero, si se le corta, lo ve exactamente igual que cualquier otra cosa que ya no puede usar, como una bota vieja que tiene que tirar. Pero él permanece inalterado y nada pierde su yo pensante. Cualquiera entiende fácilmente, incluso el de inteligencia más vulgar, que tiene un alma que es diferente del cuerpo» (I. Kant, Vorlesung über Metaphysik, Darmstadt, 1964, p. 132).
Que el yo-pienso pueda certificar sin más la existencia del alma es una ingenuidad que Kant revisó en su obra crítica.
[18] G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften III, vol. 10, Fráncfort, 1986, pp. 122-124 [ed. cast.: Enciclopedia de las ciencias filosóficas, trad. Ramón Valls Plana, Madrid, Alianza, 1999, aquí citada con una modificación].
[19] Cf. del autor, Der Zauberbaum. Die Entstehung der Psychoanalyse im Jahr 1785, Fráncfort, 1985 [ed. cast.: El árbol mágico, trad. Ana María de la Fuente, Barcelona, Seix Barral, 2002]. Con Mesmer se anuncia un posible fin del mediumnismo monoteísta (apostólico) de la cultura superior; de hecho, desde el siglo XIX flota en el ambiente de la civilización occidental un neomediumnismo posmonoteísta y «posmoderno».
[20] En la novela de Thomas Mann Mario y el mago alcanza este estremecimiento su apogeo: el abuso del rapport aparece como condición psicológica de posibilidad del fascismo.
[21] Martin Heidegger, «Was ist Metaphysik?», en Wegmarken, Pfullingen, 21978, p. 110 [ed. cast.: ¿Qué es metafísica?, trad. Xavier Zubiri, Sevilla, Renacimiento, 2003, pp. 33-34].
[22] Sugiero aquí que, en analogía con la diferencia filosófica entre natura naturans y natura naturata, hay una profunda diferencia musicológica entre musica musicans y musica musicata.
[23] Heidegger, «Was ist Metaphysik?», cit., p. 116.
[24] Ibid., pp. 111, 113 y 112.