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EN LA LUZ
El claro y la iluminación. Notas sobre metafísica, mística y política de la luz
Omnia quae sunt lumina sunt.
Metafísica como metaóptica
El ser humano, el animal pensativo, puede dar razón de su existencia en la luz y el sonido del mundo porque se halla al frente de una evolución cósmica que puede interpretarse, de acuerdo con su nota esencial predominante, como un «ojo» audiovisual abierto al ser. El complejo de inteligencia que opera en la especie Homo sapiens, encarna el resultado de una evolución biológico-cognitiva improbable por aventurada. Esta culmina en la creación de seres vivos, cuya relación con el mundo circundante se materializa en una integración compleja, cerebralmente coordinada, de ojo, oído, mano y lenguaje. La posición especial del hombre en el cosmos es así un hecho que ya no sólo salta a la vista de los teólogos, sino más aún a la de los biólogos que indagan en las incógnitas de la apertura sensorial en los humanos al mundo. La primacía cognitiva del género humano en el conjunto de las especies naturales parece guardar relación, de una manera aún no del todo comprendida, con la primacía sensorial de lo audiovisual en el ser humano.
El ecólogo de Harvard Edward O. Wilson ilustra estas consideraciones imaginándose que nos encontráramos en plena noche en medio de la selva tropical brasileña:
De noche, la selva, oscura y silenciosa como la zona más interior de una cueva, es todo un experimento de deprivación sensorial durante la mayor parte del tiempo. La vida sigue allí en toda su abundancia. La jungla rebosa de ella, pero generalmente de una manera que queda fuera del alcance de los sentidos humanos. El noventa y nueve por ciento de los animales encuentra su camino por los rastros químicos que dejan en la superficie, nubes de olores que se esparcen por el aire o el agua, de olores emitidos por pequeñas glándulas ocultas que el viento difunde. Los animales son maestros en estos canales químicos, mientras que, en esto, nosotros somos perfectos idiotas. Pero somos genios del canal audiovisual, sólo igualados en esta modalidad por unos pocos y excéntricos grupos (ballenas, monos, aves). Nosotros esperamos a que amanezca, mientras que ellos esperan la caída de la noche; y como la visión y el sonido son prerrequisitos para la evolución de la inteligencia, sólo nosotros hemos conseguido reflexionar sobre cosas como las noches amazónicas y las modalidades sensoriales[1].
Continuando con estas consideraciones, se puede decir que la inteligencia humana, especialmente en sus formas contemplativas y científicas, es un éxtasis de la audiovisualidad. La representabilidad del mundo en formas humanas de saber se funda en la modalidad especial de la vista –en lo que sigue, haré abstracción de los componentes auditivos de nuestra apertura al mundo–, que surgió cuando el hombre se apartó del curso de la evolución puramente biológica. No en vano, la gran mayoría de los filósofos de Occidente propusieron analogías ópticas para conceptuar la esencia del conocimiento y la razón de la cognoscibilidad del mundo. Mundo, intelecto y conocimiento se hallan en una relación similar a la de cuerpo luminoso, ojo y luz en la esfera física. Sí, incluso el propio«fundamento del mundo», Dios o una inteligencia focal creadora, era a veces representado como un sol activo e inteligible cuya radiación producía formas, cosas e intelectos, como un teatro de autoobservación, que todo lo abarcase, de una inteligencia absoluta en la que contemplar y crear fueran una misma cosa. Está así justificada la afirmación de que, debido a su constante fascinación por los motivos oculares, la metafísica occidental fue una especie de metaóptica. El filosofar posmetafísico sería entonces el intento de superar el idealismo óptico y devolver a la condition humaine la amplitud real de su apertura al mundo.
El claro
A la «luz» de una interpretación posmetafísica del modo humano de encontrarse en el mundo se aprecia que los seres humanos son animales adventicios –seres que sobrevinieron–. Esta es una idea clásica que aún no se ha pensado hasta el final, y cuyas anteriores formulaciones ya no satisfacen las necesidades del pensamiento contemporáneo. En la tradición judeocristiana se concibió la venida al mundo de la criatura humana como prueba de que el hombre fue originalmente engendrado por Dios; de ello resultó que el ser engendrado dentro del mundo era algo secundario respecto al original ser pasivamente puesto en el mundo. De hecho, el mundo cristiano medieval estaba más interesado en el orden y la permanencia que en el advenimiento de algo nuevo. La modernidad poscristiana, en cambio, realzó los momentos activos e innovadores en la relación humana con el mundo. Desplazó el acento de ser creado a la fuerza creadora del hombre mismo, de ahí que venir al mundo significara, desde la perspectiva moderna, ante todo producir el mundo al que «el ser humano» va a venir usando un poder adquirido; traer algo a un mundo en el que los sueños de la vida humanamente digna se realizan universalmente. En ambas antropologías –en la interpretación cristiana del ser humano como criatura y vasallo de Dios, y en la concepción moderna del ser humano ingeniero del mundo productor de sí mismo– se manifiestan visiones reducidas de la fundamental inspiración humana. La aventura de la especie adventiva no ha encontrado aún una adecuada autodescripción.
El ser humano como ser adventicio es esencialmente un animal que viene de un interior. «Interior» significa aquí fetalidad, no manifestación o latencia, retiro, agua, familiaridad, recogimiento y domesticidad. Su venir al mundo debe entonces entenderse de cinco maneras distintas: ginecológicamente, como nacimiento; ontológicamente, como apertura de un mundo; antropológicamente, como cambio de elemento, es decir, de líquido a sólido; psicológicamente, como hacerse adulto, y, políticamente, como acceso a campos de poder. De cualquier lugar donde hay humanos no hablamos de un espacio donde hay una especie como cualquiera otra retozando bajo el sol, sino que allí se abre un claro de cuyos habitantes se puede decir que para ellos «existe un mundo». Por eso, advenimiento y claro son esencialmente inseparables. La luz que cae sobre todo lo que existe no es un hecho más entre otros. Es más bien la venida del hombre como acceso a un mundo lo que hace posible el amanecer del mundo. La llegada del hombre es en sí misma el «abrir los ojos» al ser, con el cual el ente se ilumina. Desde esta perspectiva podría entenderse el advenimiento de la especie en su conjunto –incluida su culminación epistémico-técnica– como una aventura luciferina cósmica. La historia de la humanidad sería así el periodo del claro; la era de la humanidad es la de la iluminación que formó el mundo, y que no vemos porque, estando en el mundo, estamos en su luz.
La luz como garante del conocimiento de los entes
No obstante, los seres humanos obtienen su certeza de conocer suficientemente su lugar de la experiencia de una visibilidad estable del mundo y, como criaturas diurnas, tienden a interpretar el sentido de ser como ser-a-la-luz-del-día. Así, el mundo será ya para los primeros metafísicos y filósofos naturales de Occidente todo lo que acaece a la luz del día, y hasta se puede decir con cierta legitimidad que la filosofía occidental es esencialmente heliología, es decir, metafísica solar o fotología-metafísica de la luz. El que los egipcios hicieran los primeros intentos de instaurar el monoteísmo como la monarquía del dios solar, guarda relación con esta concepción metafísica racionalizada de la luz, cuyas huellas se extienden en la historia de la religión hasta los cultos de la Roma imperial al Sol Invictus y la adoración de Mitra, y filosóficamente hasta las metamorfosis cristiano-medievales del platonismo. Platón había proporcionado con la célebre alegoría del sol en el sexto libro de la República, que prepara el mito de la caverna, el motivo básico de toda la posterior metafísica de la luz. En él decía que, además del ojo y la cosa visible, era necesario un tercero para que hubiera efectiva visión: la luz. La luz es un don de Helios, el dios del cielo, que, como señor de la luz, nos concede el sentido de la vista y, a las cosas, la visibilidad. El sentido de la vista es, por naturaleza, el sol en su otro estado –fluido y energía solar– y, por lo tanto, la razón de que el ojo solar se abra al sol. La visión es en el fondo la continuación de la radiación solar por otros medios: los ojos, a semejanza del sol, irradian las cosas visibles y las «reconocen» en virtud de esa irradiación. Y pensar no es entonces sino otra forma de ver: ver en el reino de las cosas invisibles, es decir, de las ideas. Del mismo modo que Helios es la fuente de luz en el mundo visible, en el mundo de las ideas es agathon, el bien, el sol central que todo lo gobierna; de él reciben los hombres el poder del pensamiento, al tiempo que hace pensables las ideas. Pensar las ideas verdaderas con la clara irradiación del pensamiento es analógicamente lo mismo que ver con el rayo visual (heliomorfo) cosas visibles bien iluminadas. Y así como de noche la visión falla y sólo percibimos contornos y oscuros vacíos, el pensamiento también fracasa cuando se concentra en los objetos envueltos en las tinieblas de la mera opinión. El pensamiento correcto (agatomorfo) consiste en la visión del mundo de las ideas iluminado por el Bien. Se reconoce aquí cómo el idealismo óptico hace su jugada decisiva anteponiendo el pensamiento visual a la visión sensible. Helios es para Platón la imagen del Bien que se derrama desde la esfera de las ideas al mundo de los sentidos. De la analogía del sol y la deidad (Bondad) se hace una jerarquía ontológica con el inteligible principio divino en la cima. Así desbancó la nueva metafísica del espíritu a la filosofía natural arcaica; también la luz visible es ahora «sólo una alegoría», pero una alegoría majestuosa, aún virulenta en la teología natural. No en vano la metafísica medieval interpretó el fiat lux del Génesis en un sentido platónico, pues hacer la luz y crear el sol son los primeros actos verídicos de Dios, que en sus decretos de la Creación no pudo sino representar en la materialidad lo mejor y más semejante a su esencia. Para hacer un mundo de suprema bondad, debió crear primero lo más noble –como si la luz fuese un espíritu–, un análogo de Dios entre las criaturas, un sublime lazo y un medio de la naturaleza que los ojos humanos redimidos pudieran ver como evangelium corporale. El carácter óptimo de la Creación, conclusión forzosamente extraída en la teología positiva de la suprema bondad de Dios, implicaba una triple definición de la misma: debía ser esférica, porque la esfera representa lo óptimo morfológico; debía estar inundada de luz, porque la luz es lo óptimo físico, y debía ser perfectamente transparente a la razón, porque la transparencia es lo óptimo cognitivo. Los tres óptimos concurren en una Creación concebida como una esfera de luz que irradia desde el punto absoluto de luz que es Dios; esa sphaera lucis que, junto con el modelo del mundo, proporciona una explicación de su cognoscibilidad; entender el mundo es entender la irradiación de las categorías desde la fuente única e incondicionada de la luz, el ser y la inteligibilidad[2]. Entre las perplejidades crónicas de la metafísica de la luz se encuentra, sin duda, en el platonismo y en las teologías cristianas de él dependientes, la cuestión del origen y rango de la materia sobre la que la luz, primera creación de Dios, debía brillar. Del mismo modo, la lectura cristiana del Génesis judío tiene que sortear la cuestión de la clase de agua sobre la que se supone hubo de flotar originariamente el espíritu de Dios.
La posición absoluta de la luz en las metafísicas monoteístas trajo consigo una tendencia a la sobreiluminación del ser, hasta la inmersión de la materia en la luz; el motivo gnóstico de idealización de la luz se anuncia aquí tanto como la idea escatológica de que al final de los tiempos el mundo y la vida serán conservados en una sinfonía definitiva de luz intradivina; entonces será la luz sola todo lo que acaezca –mejor dicho: todo lo que lo redima del acaecer para flotar en la eternidad–. El monumento más sublime de esta idea son los cantos del Paraíso de la Divina comedia de Dante; allí se abre un mundo superior de inteligencias bienaventuradas completamente modelado de luz y en la luz en el que todas ellas participan de la fluyente luz original, que se «reparte» sin límite y retorna a sí misma. Las visiones de Dante responden a las imágenes finales del Apocalipsis de san Juan, en las que se profetizan el fin de la alternancia del día y la noche, y el imperio de la luz eterna; en la Jerusalén Celestial, todas las lámparas, las astrales y las hechas por el hombre, serán superfluas:
La ciudad no necesita sol ni luma que la alumbre, la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero (Ap 21, 23).
Noche no habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos […] (Ap 22, 5)[3].
Esto indica la estrecha relación entre monoteísmo y metafísica de la luz que también la cultura islámica del Medievo asumió en multitud de tratados filosóficos sobre la luz –mezcla de elementos platónicos, plotinianos, aristotélicos, judíos y árabes con ocasionales adiciones de motivos dualistas iranios[4]–. El filósofo árabe Abu-Hamid Muhammad al-Ghazali o Algacel (1059-1111) disertó en su tratado El nicho de las luces [Miskat-anwar] (escrito hacia 1100) sobre el sentido de las palabras del Profeta en giros que eran entonces familiares a los conocedores de la tradición platónica:
Los versos coránicos tienen para el ojo de la razón el mismo significado que la luz del sol para el ojo físico, pues esta permite la visión perfecta. Por eso es apropiado llamara al Corán «Luz» igual que llamamos luz a la que emite el sol. El símbolo del Corán es la luz del sol, y el símbolo de la razón es la luz del ojo. Por eso podemos comprender el sentido del verso coránico que dice: «Tened fe en Dios y sus enviados, y en la luz que nosotros (os) hemos arrojado»[5].
Deslumbramiento
Donde hay mucha luz, hay muchas sombras, y donde hay demasiada luz, reina la oscuridad. Es característico de la particular dinámica de los monismos metafísicos que su radicalización termine en mística. Quien cree incondicionalmente en lo Uno, termina para bien o para mal disolviendo toda diversidad en el abismo de lo primero-último. Esto es así incluso si concibe lo primero absoluto como luz, luz original o luz superior. Cuando este abismo último de luz se abre de algún modo a la experiencia humana, lo hace sólo para que aquel que lo conoce perezca en él –tal es la regla de los monismos radicalizados–. El perecer en lo Uno invalida la diferencia entre luz, visión y objeto iluminado: el vidente se ahoga en el mar primordial de luz, que al mismo tiempo deja de ser experimentado como claridad –si es que la claridad pertenece todavía a la zona no abisal de la diferencia entre claro y oscuro–. Así es como la mística de la luz prepara, desde premisas monísticas, el final de la metafísica de la luz –por su rebosamiento o exceso de su función–. Ya Platón había pensado que la ascensión del liberado de la caverna a la pura luz de lo Uno acabaría en un deslumbramiento –una catástrofe de la visión al presenciar la luz celeste–. Estos conceptos llegaron a través de Plotino y el Pseudo Dioniso Areopagita a la teología medieval y conformaron sus figuras místicas culminantes. En el apex theoriae, la cumbre de la contemplación, la visión más clara se convierte en ceguera, la luz absoluta en oscuridad, el perfecto saber en ignorancia. San Buenaventura († 1274) veía en la última etapa del itinerarium mentis in deum –el viaje del alma a Dios– como transitus anihilador-transformador, es decir, como paso a la oscuridad (caligo) y deslumbramiento vivificante. En el juego lingüístico de la mística de la luz, esta última fusión del meditador con lo absoluto se llama «morir». Y así conoce también la metafísica clásica una «muerte del sujeto»: por sobreiluminación. Lo que la Edad Media llamaba iluminación, era la parte intermedia místico-luminosa del ejercicio de deificación, la cual se alcanzaba mediante la tríada purificación-iluminación-unión (en latín, purificatio-illuminatio-unio; en griego, katharsis-photismos-henosis). Y así llegó la mística alemana a emplear fórmulas tan sonoras como überliehte dunkle vinsterheit (Heinrich Seuse [Suso], Vita), menos atrevidas poéticamente que lógicamente consecuentes.
Pasión de la luz
Donde la mística de la luz más se aproxima a motivos religiosos, se habla menos de óptica o de lógica que del concepto de la vida consciente. La teoría de la luz fue durante mucho tiempo el campo donde la humanidad occidental pudo ensayar discursos sobre la subjetividad. No era la luz de los físicos lo que hacía pensar en la cuestión de Dios, el mundo y el yo, sino la luz personal como metáfora de la conciencia de sí mismo y lo que la anima. ¿Cómo era que posible que, entre las cosas, cuyo agregado forma el todo del mundo, hubiera almas, luces del yo y rayos interiores cuyo brillo no podía entenderse como si fuese una propiedad de una cosa o una reacción natural? La filosofía de la luz acompañaba a la historia del enigma de que la «subjetividad» que se descubría a sí misma se representara a sí misma. El sí mismo humano implica siempre un instante de ser una luz o una chispa que mueve a preguntarse si no es de otro origen que el mundo de las cosas. Hablar de una luz interior vivenciada es, mutatis mutandis, participar en la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente, de la que sale, aparentemente del espíritu de la llama, una voz que dice: «Yo soy el que soy» –traducido de otra manera: «Yo soy el que “estoy aquí» (Éx 3,1 4)–. No es así sorprendente que, en la religión superior, más allá de la óptica y la lógica, se diera un viraje hacia la personalización de la luz. No sólo la luz que brilla y la luz que permite el conocimiento conciernen primordialmente a los hombres, sino, aún más, la luz que vive, la luz que regocija y sosiega. Por eso fue la metafísica de la luz en su origen tanto soteriología como óptica filosófica, tanto terapia metafísica como lógica. El prólogo del Evangelio de san Juan da el tenor de estas historias de salvación y luz:
Ella contenía vida, y esa vida era la luz del hombre (Jn 1, 4).
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido (Jn 1, 5).
La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo (Jn 1, 9).
En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció (Jn 1, 10).
Esta luz, entendida como «vida de la vida», comparte con el viviente humano la necesidad de sufrir. «Como un mortal» viene al mundo esta lux vivens (san Agustín), y regresa por la senda ejemplar del sufrimiento que vence al mundo y a la muerte a su fuente supracelestial. El mundo es para ella el teatro de su pasión. Entre los evangelios canónicos, el de san Juan es el más próximo a las ideas de la gnosis, según las cuales las almas de algunos hombres –los pneumáticos– son chispas de luz caídas que, con la venida del Redentor, pueden ser liberadas de la prisión de la materia. La dramaturgia gnóstica del venir la luz al mundo culmina en la religión de Mani, que interpreta el devenir del mundo como historia de la pasión de la luz sufriente. Cada alma individual luminosa está incluida en un drama cósmico en tres fases: la luz se hunde desde su estado original de separación en otro de confusión y sufrimiento, mezclándose con lo que no es ella, para finalmente ser redimida mediante una purificación y una nueva separación[6]. Estas pasiones narrables de la luz ofrecen la lógica posibilidad de dar una respuesta a la cuestión filosóficamente insoluble de la razón de la no-luz, la materia y el mal. Como la luz es inicialmente sólo expansión de sí misma, necesita ser refractada por la resistencia del mundo para reflejar tal resistencia y retornar a sí misma desde su propio auto-extrañamiento. La historia de la pasión de la luz auto-extrañada en el mundo de la no-luz es –desde los gnósticos de la Antigüedad tardía hasta Hegel– la condición para que «finalmente» la luz que ha regresado se refleje en sí misma y se conozca a sí misma.
Iluminismo/Ilustración
Con el comienzo de la era moderna, las posiciones de la metafísica de la luz propias de la racionalidad occidental experimentan un desplazamiento trascendental. El mundo real ya no está bajo la luz eterna, bien que velada, de un mundo superior divino. Ahora se desvela progresivamente en un proceso de iluminación con el título epistemológico de investigación y el programa político llamado Ilustración. Esto tiene su motivación en una nueva versión de la idea del fundamento del mundo. La idea autorizada de la organización original de mundo basada en el orden de la Creación es reemplazada por la autoorganización del mundo por medio de la praxis humana. Las consecuencias de este cambio para la concepción de la luz son trascendentales. Si, en la ontología occidental antigua –que a este respecto apenas difiere de la metafísica oriental–, Dios, el mundo y el alma se muestran como luz que se manifiesta o revela, la razón neo-europea se centra en su propia acción iluminadora. De ese modo, la luz (como el intelecto y la acción) es desontologizada; se convierte en medio e instrumento de una praxis que se procura ella sola una clarificación suficiente. «Ilustración» es el proceso en que la razón moderna se esfuerza por llevar la luz a las relaciones sociales y naturales. Podría decirse que la luz es activada y empleada como sonda para penetrar tecnológica y políticamente en el mundo. El hábito ontológico-religioso de la devoción participativa ante el misterio se transforma en voluntad de desmitificación y desenmascaramiento. El suelo común de la política y la técnica modernas es el motivo que todo lo impregna de llevar luz a lo antes oscuro u oscurecido. La era de la Ilustración es la de la luz penetrante. Los intelectuales sacerdotales privilegiados ya no podrán conducir a nadie, esgrimiendo una idea superior, a otro ámbito que el de la luz. Por eso serán los enemigos de las luces hombres públicamente expuestos, la política secreta será reemplazada por la política de la transparencia, los motivos inconscientes saldrán a la luz de la conciencia, y nuevas fuentes de energía proveerán de iluminación artificial a las casas y las ciudades. Un activismo luciferino –«portador de la luz»– caracterizará a la época resultante del siècle des lumières. Faroleros y filósofos, ingenieros y psicólogos, periodistas y cirujanos, detectives y astrofísicos, participarán todos en aquella gran coalición dedicada a la iluminación implacable de todas las cosas en que se ve reflejada la modernidad industrial, eléctrica y electrónica. Los partisanos de la campaña democrático-tecnocrática de la luz reconocerán a sus adversarios naturales en los defensores de las relaciones premodernas –los «oscurantistas» y simpatizantes de la pretérita era agraria con sus luces sobrenaturales y sus privilegiadas iluminaciones–. La luz «luciferina» de la emancipada actividad autónoma que en la modernidad consolidó su absoluto predominio no podía tolerar que a su lado hubiera otra fuente de luz –sobre todo una «fuente de arriba».
Iluminación artificial – crepúsculo posmoderno
También la luz de la Ilustración tiene experiencias con su sombra. Es característico de la experiencia personal de las personas modernas que la ilustración y el progreso no sólo les hagan ver el mundo más claro, sino también más penumbroso. El proceso de aprendizaje político de los siglos XIX y XX acarreó en la civilización del optimismo ilustrado un viraje hacia el pesimismo histórico. La mayoría de los comentaristas que han intentado hacer balance de los doscientos años de política y técnica «ilustrada», descubren la necesidad de una «aclaración de la Ilustración» o una crítica de la razón ilustrada. Uno de los motivos más convincentes de lo que comúnmente se llama posmodernismo es esta investigación retrospectiva de las consecuencias de la Ilustración[7]. La reflexión en el crespúsculo vespertino de un gran experimento. La combinación de poder soviético y electricidad no condujo a un amanecer rojo para toda la humanidad ni a un día radiante para los participantes en el gran experimento socialista, sino que trajo consigo un ensombrecimiento de las perspectivas de vida de casi todas las partes interesadas. De la síntesis de capitalismo de mercado y Estado del bienestar, que caracteriza al way of life de las «ilustradas» naciones occidentales industrializadas, no brotó ningún estado de satisfacción general, sino una cultura de la ambigüedad malhumorada que parece haber perdido las grandes perspectivas y proyecciones. Sobre las sociedades basadas en el consumo y el trabajo cae la luz mortecina de la ausencia poshistórica de perspectivas. La época ya no articula su conciencia de la luz con masivos símbolos solares, sino con discretas composiciones de fuentes luminosas artificiales, como focos y reflectores. Con el alto nivel de tecnología de la luz artificial se extiende una conciencia universal de perspectivas confusas y desconciertos que, sin embargo, ocasionalmente se las llama «nuevas». Esta etiqueta delata el desengaño de la Ilustración ante el incumplimiento de sus promesas ópticas. La complejidad inextricable del mundo revela la crisis de aquella racionalidad panóptica con la que la moderna Ilustración se presentaba como heredera pragmática de la vieja metafísica europea de la luz. Una mirada retrospectiva a la historia del idealismo óptico –en sus formas tanto religiosas como políticas– nos permite ver que, entretanto, todo el hemisferio occidentalizado del mundo ha pasado a ser un «Abend»-land, un mundo crepuscular.
La última luz
¿Podemos esperar, como reacción al malestar del crepúsculo, un retorno posmoderno de las religiones de la luz? Hay ciertos indicios. En primer lugar, las actuales ofensivas mundiales de las religiones monoteístas tienen todos los caracteres de una restauración de la luz metafísica, con vistas panópticas al gran Todo y certezas cosmo-«visivas» que parecen ejercer una atracción que no podemos subestimar entre las masas labilizadas de los tres «mundos». Por otra parte, de los impulsos especulativos de la ciencia moderna brota una multitud de sugerentes modelos cosmovisivos de condición evolutiva en los que vuelven a entrar en escena ideas mutantes de la metafísica de la luz. El comienzo de esta tendencia lo marcaron a mediados del siglo XX las ideas del jesuita heterodoxo Teilhard de Chardin, que combinó motivos propios de la metafísica de la luz con otros cosmológicos y cristológicos en una visión escatológica de dimensiones dantescas. Según él, el entero proceso del mundo se encamina hacia una iluminación total de todos los seres. En el marco de la moderna ciencia hipernatural, parecen retornar al cosmos ideas de la gnosis anticosmista. Esto caracteriza, por ejemplo, al sistema del científico de la naturaleza y de la conciencia Arthur Young, quien, en The Reflexive Universe (1976), ve en el presente el vértice inferior de la curva que ha descrito la evolución de la luz. Tras el descenso de la luz al mundo de las partículas y las moléculas, al reino vegetal, al reino animal y al reino humano, dicha curva ha alcanzado el punto desde el cual podemos suponer que volverá a ascender para retornar a la luz. Con este modelo del vértice o del arco de la evolución, Young copia de una manera antes sintomática que original las doctrinas emanatistas de la Antigüedad tardía, según las cuales el cosmos se formó por emanaciones del Uno. Ideas asiáticas y europeas medievales sobre la «iluminación» como meta última del alma reaparecen en versiones científicas, en su mayoría con elementos de la teoría evolucionista. Los nuevos evolucionistas de la re-ascensión de la luz presentan como algo probable que la humanidad, cuyo statu quo debe entenderse como resultado interino de la evolución cósmica después de una inicial catástrofe hiperluminosa (big bang), culmine, a través de futuros grandes arcos, en una iluminación universal. Con esta clase de ideas que combinan evolución e iluminación se ha hecho célebre un autor como Ken Wilber (por ejemplo, con su libro Up From Eden, 1987[8]). Allí donde este tipo de especulaciones ejerció una influencia social, como en ciertas subculturas californianas, se proclamó una nueva era de la luz o Light-Age con resonancias en determinados círculos de la neosofística y la filosofía doctrinaria centroeuropeas.
Las viejas preguntas por lo que al final de la historia veremos son también importantes, bien que con diversos acentos, para la humanidad moderna. ¿No será la visión última otra cosa que el eterno parpadeo de los últimos seres humanos que miran el sol del crepúsculo? ¿Es como la experiencia de los mortales según el Libro tibetano de los muertos, que habla de una transición a la luz blanca de la extinción? ¿O es la última visión de un cegador huracán de luz nuclear cual realización tecnológica del tránsito místico a la luz? Si es cierto que nada hay en la tecnología que no haya estado ya presente en la metafísica, una humanidad previamente formada en la metafísica de la luz tendrá en perspectiva la posibilidad de contemplar finalmente una gran luz –«más brillante que cien soles»– creada por ella misma. ¿O la esencia del proceso de civilización es someter la visión final de todas las cosas a constantes aplazamientos? La diferencia entre visiones últimas y penúltimas carecerá de sentido si el mundo está abierto a los ojos de los artistas. «El ojo realiza el milagro de abrirle al alma lo que el alma no es, el mundo radiante de las cosas y su Dios, el Sol»[9].
Iluminación en la caja negra. Sobre la historia de la opacidad
La historia del pensamiento radical, o pensamiento enfocado a los orígenes, que surgió de la filosofía, sólo reconoce dos puntos de partida del pensamiento, a los que llamaremos blanco y negro. En el punto de partida blanco asumimos muchas cosas, tantas como nos sea posible, tendencialmente todas, y en el punto de partida negro las menos posibles, y en el límite, ninguna. Quien prefiere el blanco, apuesta por la apertura del mundo, se deja guiar por la certeza de que, si mantenemos los ojos abierto, siempre se nos mostrará el universo relevante en su totalidad autosuficiente. Esto corresponde a la forma de entender el mundo en el modo olímpico; se comprende que este modo aparezca en la historia de la inteligencia en una etapa relativamente tardía, pues da por sentado que los hombres pueden concebir un Dios que ni trabaja ni interviene; es el célebre Dios de los filósofos, que bajo el nombre clave de «observador» adquiere hoy relativo predicamento entre el público interesado por la ciencia. La mejor manera de describir su relación con el mundo es la iluminación en la caja blanca. Para entender esto, aconsejaría representarse al dios-padre Zeus, el inventor de la jovialidad, saliendo a la veranda del gran mirador de los dioses después de una siesta, con sus ojos bien abiertos, inspeccionándolo todo con ligero malhumor y abarcando su amplia mirada el archipiélago de las cosas. Tener esta visión general supone no advertir muchas cosas; y supone también estar conforme con todo tal como es. Aquí, el mundo es una caja blanca, y nosotros estamos dentro de ella como en una esfera de luz. En esa esfera, la inteligencia se mueve libremente y mira a su alrededor como si viese un entorno completamente abierto e incuestionablemente iluminado. Como allí todo está hecho, el pensamiento no puede sino celebrar lo que ve a su alrededor. Nada hay en la caja que indique la existencia de técnicas y problemas; los dioses son demasiado felices para construir y resolver nada, para que puedan afectarles asuntos urgentes. El dios olímpico es aquel que bajo la clara luz del día no ve razón alguna para distinguir lo visible. El filósofo Ernst Mach describió en las «Consideraciones preliminares antimetafísicas» de su obra capital Análisis de las sensaciones una experiencia iniciática con rasgos de esta panorámica visión olímpica:
Siempre he pensado que fue un singular golpe de suerte el que, muy temprano en mi vida (contaría unos 15 años), cayera en mis manos un ejemplar de los Prolegómenos a toda metafísica futura de Kant, que mi padre tenía en su biblioteca. El libro me produjo entonces una impresión tan honda e imborrable como nunca volví a experimentar con ninguna de mis demás lecturas filosóficas. Unos dos o tres años después, me di de pronto cuenta de que el papel de la «cosa en sí» era superfluo. Fue un radiante día de verano al aire libre, cuando el mundo y mi yo parecieron de repente constituir una masa coherente de sensaciones, sólo que más coherente en el yo. Aunque no llegué a reflexionar verdaderamente sobre aquella experiencia hasta tiempo después, aquel momento fue determinante de toda mi visión[10].
Mach testimonia aquí la típica posición de caja blanca que encontramos en místicas y fenomenologías. Esta subyace también en la doctrina de Parménides de Elea, que, con la doctrina de que el ser y el percibir son lo mismo, elevó el comienzo blanco del pensamiento bañado en luz a norma europea. De ello se sigue una satisfacción inalterable del pensamiento con su participación en el universo percibido, que no es sino otra forma de decir que de él nada se sigue. Las consecuencias son sólo de segundo orden: de lo supremo, nada se sigue. Quien fuese capaz de fundirse con la caja blanca, daría al pensamiento vacaciones permanentes; gozaría de la felicidad de los dioses o de los idiotas, y, entre unos y otros, la de los fenomenólogos, si la fenomenología es el arte de describir explícitamente todo lo dado a la conciencia sin la menor operatividad.
A esto se opone, por ejemplo, en las escuelas de meditación orientales, pero también en el pensamiento occidental, como en Descartes y en Ernst Bloch, el comienzo negro. Aquí, la inteligencia se sumerge en una oscuridad artificial causada por la renuncia a toda certeza sobre el mundo y la duda radical respecto a los datos de los sentidos. El sujeto medita con los ojos cerrados en la oscuridad del momento vivido y explora una situación ficticia en la que aún no existen saber alguno ni operaciones, sino sólo impulso y presentimientos indefinidos. Esto corresponde, para decirlo con Kafka, a una vida de vacilación como la de antes del nacimiento. Ernst Bloch dio en sus célebres introducciones, como en la Introducción a la filosofía de Tubinga, una formulación clásica de este comenzar cartesiano en la caja negra del presentimiento:
Yo soy. Pero no me poseo a mí mismo.
Por eso nos vamos haciendo.
El soy está dentro. Todo dentro es
en sí oscuro. Para verse a uno mismo,
y hasta para ver lo que hay alrededor,
hay que salir de uno mismo.
El resultado es una filosofía del éxodo de la oscuridad original. Ella no interpreta el mundo como algo ya abierto de por sí, sino como algo que hay que predecir y construir; tal es la profética posición del constructivismo, del que hoy circulan mayoritariamente variantes pasteurizadas, pasadas por la teoría de sistemas. A su lado también se ha desarrollado desde la oscuridad una tradición de pensamiento cartesiano en el que el sujeto logra, mediante una reconstrucción radical de sus convicciones conforme a criterios lógicos, un completo control procedimental de sus representaciones. Sin duda, el cogito cartesiano creó el prototipo de las cajas negras subjetivas de la era moderna; ofreció un procedimiento atractivo para triturar las cajas blancas y acceder de nuevo al mundo desde la negra celda pensante. Se podrá opinar que esto fue el inicio de la construcción subjetiva de máquinas con la que la época moderna acabó siendo la era de los ingenieros. El cogito fue una patente para colocar al yo en la posición segura de fundamento de todas las ideas ulteriores. El argumento de Descartes fue un software para sujetos que querían asegurarse de su capacidad para construir el hardware, las máquinas, sin ser máquinas ellos mismos. De hecho, las generaciones poscartesianas abrieron nuevos horizontes al arte de la ingeniería: piénsese en la construcción de la máquina estatal en la teoría y la praxis del absolutismo; en la ingeniería de la belleza en la ópera cortesana y en el ceremonial palaciego del absolutismo; en la ingeniería de la verdad en las primeras academias científicas; en la ingeniería educativa de las escuelas jesuitas y sus contrapartes protestantes y seculares; en la ingeniería de la identificación personal en la fuerzas policiales modernas, y en la ingeniería militar en los ejércitos permanentes de los Estados territoriales. Estos ejemplos demuestran los inmensos efectos sobre el mundo de la capacidad constructora de las cajas negras pensantes y carentes de mundo. En la era moderna es soberano quien decide sobre la instauración de cajas negras.
Ambos comienzos del pensamiento nos dan una visión de las estructuras profundas de la racionalidad europea. Desde la ilustración griega, el pensamiento ambicioso quiso introducir la gran caja blanca del mundo en la pequeña caja negra del saber y la competencia. Si, a la inversa, se hubiera hecho lo aparentemente obvio, que es introducir la caja negra en la blanca, la primera habría quedado invisible en la segunda y desaparecido en la satisfecha luz de la inteligencia festiva. Y si la inteligencia no optaba por la mirada jovial, sino por operar en el mundo, la caja negra tenía que adquirir un tamaño considerable. La razón de que ambas cajas de se introdujeran una en la otra de manera tan improbable, guarda también relación con el poder que yace en el saber: el pensamiento en la caja blanca es ciertamente comprehensivo y deleitoso, pero sólo permite una forma débil de soberanía, porque es inoperante e impotente; en cambio, el pensamiento en la caja negra puede encogerse hasta el límite de la idiocia, y puede alimentar sentimientos subterráneos, pero posee agresividad lógica y abundantes consecuencias operativas. El lema moderno de Bacon «saber es poder» debe leerse como si hubiese dicho: construir en la caja negra es poder. El proceso del saber ha tenido adherido desde su comienzo un problema formal. A él se referían los antiguos cuando decían que el deseo humano de saberlo todo es como querer vaciar el océano con una cuchara. Los teólogos afirmaban que el intelecto finito no puede hacer cálculos con lo infinito; por eso debían los hombres subordinarse a Dios y conceder que sólo Él, el ser absolutamente superior, podía experimentar la perfecta unidad de blanco y negro, pues sólo en Él se unen la producción y la contemplación de todas las cosas en un gozo absoluto, mientras que nosotros debemos ser modestos y poner fin cuanto antes a nuestra ambición teórica; al hombre le corresponde entrar en la pequeña caja gris de la fe para algún día acceder desde ella a la gran caja blanca en Dios. Este esquema fue una constante en los criterios teológicos sobre la obra humana bajo premisas occidentales, y hoy aparece especialmente en los argumentos del pietismo verde. A pesar de aquellas advertencias, el intento de traer el mundo entero a las cajas negras autoconstruidas continuó atrayendo a los hombres de la era moderna y, aunque inicialmente pareciera absurdo su exceso, jamás se abandonó del todo, no obstante el largo periodo de estancamiento entre la Antigüedad tardía y el comienzo de la historia universitaria medieval, esto es, el nuevo inicio de una acumulación de capital cognitivo sobre suelo europeo. Esto testimonia la duradera fuerza explosiva de las artes nacidas de los experimentos negros iniciales. Durante mucho tiempo, la inteligencia negra esgrimió contra una gran mayoría blanca la prueba de que todo poder proviene de la caja negra. No son las miradas solares que los mecenas echan al mundo las que lo cambian, sino las ideas sobre posibilidades de acción, estrictamente formuladas, perfectamente operativas y carentes de mundo, que proceden de la oscuridad, las que inciden de modo efectivo en lo realmente existente. En esto se insinúa ya la imagen constructivista del mundo. Pero podemos suponer que, en tiempos de Platón, si no antes, ya se percibía la clara orientación al conocimiento de esta situación. Su obra demuestra hasta qué grado se había desarrollado la idea del poder latente en la caja negra: por algo daba Platón tanta importancia a los ejercicios matemáticos. Reconocía en los números y las figuras geométricas elementos soberanos provenientes de la caja negra que no necesitaban del mundo fenoménico para ser verdades. Sin duda tenía Platón una idea clara de la naturaleza intermedia del hombre; concedía que somos atraídos por la carne, aunque participemos de la revelación de los números. El platonismo dejó así una imagen crepuscular del hombre entre el erotismo y la matemática: somos seres que todavía debemos amar aunque podamos ya calcular. No es sorprendente que, después de Platón, no dejara de haber pensadores que quisieron inclinar la balanza del lado del cálculo, o, más generalmente, de la conexión independiente de todo contexto, de las ideas de Dios antes de la Creación. Desde entonces, el espectro del saber absoluto ha recorrido la historia europea del saber: todo él, fruto de la sugestiva idea de reemplazar completamente la caja blanca por una negra que tuviera su propia luz. Tal es la raíz del programa de la revolución constructivista: la caja negra de la conciencia operativa debe escribir un libro de instrucciones para la totalidad del mundo incluida la propia conciencia operativa. La teoría del gran todo, que empezó siendo blanca, tendría que dejar de ser sólo jovial, diurna, contemplativa, y volverse hacia la caja negra de la capacidad consciente para desarrollar un arte aplicado, rutinario, esto es, para convertirse en técnica. La gran teoría sería entonces realmente lo que siempre quiso ser en su más profundo sueño mágico: una potencia mundial fundada en la técnica.
Soy consciente de haber introducido aquí un concepto de caja negra que contradice el concepto usual que el psicólogo behaviorista B. F. Skinner hizo popular. Como es sabido, Skinner se propuso desterrar los llamados conceptos mentalistas de la psicología introspectiva, como los de voluntad, espontaneidad, libertad, interioridad, inteligencia y otros, del campo de una psicología puramente empírica, orientada a la conducta manifiesta, exigiendo que el objeto o el complejo de formas de conducta que la tradición había llamado alma, se entendiera como una caja negra en la que todo examen directo era tan imposible como carente de sentido. Skinner dijo haber tomado el término caja negra de la jerga de los soldados, que así llamaba a los objetos abandonados por el enemigo porque, pudiendo ser minas, en ninguna circunstancia debían abrirse y examinarse. En contraste con este concepto de caja negra, me he servido de otro diferente que posee ciertas notas de subjetividad e interioridad constantes, desde luego no del tipo de la chispa mística, sino como elementos de un programa endógeno o una idea fija que se repite y se impone, ajena a todo contexto, contra entornos cambiantes. Ejemplos típicos son aquí las máquinas inteligentes como las registradoras de datos de vuelo que portan las aeronaves, y a las que ahora se llama también cajas negras; se conocen casos en los que, después de una catástrofe aérea, sólo se busca la caja negra, como si fuese la única alma superviviente de las que había a bordo capaz de proporcionar información sobre las causas del siniestro. Esto presupone que una caja negra está construida para funcionar a la vez como un escáner del entorno –algo así como un observador y memorizador de parámetros de vuelo– y una unidad independiente de todo contexto. Mientras que los seres humanos salen, al estrellarse el avión, de su continuum biológico, las cajas negras no son sensibles a los súbitos cambios de altitud, pues están diseñadas para registrar indolentes la diferencia entre aterrizar y estrellarse. Se puede sospechar que, en la actual revolución técnica, cada vez más personas sienten el deseo de convertirse ellas mismas en cajas negras inmortales; las religiones de caja blanca se desvanecen poco a poco porque tienen por condición un hombre demasiado vulnerable, demasiado pasivo, ontológicamente masoquista. Mientras poco a poco parece darse en la caja blanca una primacía de la percepción sobre la acción –esto es la normalidad fenomenológica–, en la caja negra adquiere absoluta primacía la propia operación sobre la relación con el mundo en torno; esta es la situación estándar de la tecnología o la función sistémica.
Los dos tipos de caja engranan constantemente en la experiencia cotidiana del mundo. Cuando se ve el mundo como caja blanca, domina el prejuicio de la apertura y la transparencia, en el caso ideal el mundo blanco es un espacio sin secretos; habrá en él sombras, pero nada inconsciente, ningún reverso que permanezca en la oscuridad. Se cree conocerlo, hay un sentimiento de seguridad en la claridad, y lo que actualmente no está en el campo de visión, es en principio visible, aunque no haya por el momento ningún observador. El mundo blanco da motivo para una serenidad epistemológica omniabarcadora, porque, en ella, ser y presencia convergen. Pero esta apertura de las cosas es en todo momento saboteada por la experiencia cotidiana. Pues también en el mundo contemplado con prejuicios blancos emergen cajas negras que contrastan cual perturbadoras manchas con el claro fondo. Con su existencia, o, más bien, con su prominencia –su destacarse y sobresalir–, nuestro sentimiento de caja blanca se enturbia, y, si contemplamos toda la esfera abierta, comprobamos que existen lugares críticos con algo esencial en lo que nuestra mirada no puede penetrar. La cotidianidad cognitiva del Homo sapiens es, en general, un entramado y una yuxtaposición de objetos abiertos y cerrados, y donde esta evidencia es reconocida como una realidad abierta y obvia, se asienta en la balanza el axioma fenomenológico de la primacía de lo familiar sobre lo no familiar –el mundo es todo con lo que en última instancia estamos familiarizados–. Sólo en épocas patológicas se impone lo no familiar, y esto puede llegar al extremo de que las cajas negras nublen el mundo en general y parezcan toto genere impenetrables. Los historiadores de las ideas saben de épocas marcadas de forma predominante por tales impresiones sobre el mundo; pensemos especialmente en la Antigüedad tardía, en la que las gentes percibían la máquina imperial como una estructura extraña, y en el mundo actual, donde grandes poblaciones tienen la sensación de vivir en un lugar de tránsito de innovaciones. Por algo son la Antigüedad tardía y la modernidad las dos grandes épocas dominadas por teorías gnósticas del exilio; tiempos en que las gentes hacen declaraciones sobre su desplazamiento en el mundo.
Pero la omnipresencia de cajas negras no es tanto cosa de sentimientos sobre la vida como de estrategias del conocimiento. Pues la caja negra fuerza a sus observadores y a sus semejantes a pasar de comprender a manipular exteriormente. Allí donde el mundo está saturado de cajas negras, el optimismo fenomenológico, que da por sentado que las cosas se explican sólo por su apariencia, se halla minado. Cuando la caja negra salta a la vista, el entendimiento se ve frente a un límite. Encontrar por doquier cajas negras supone el completo fracaso de nuestro entendimiento. Las cajas oscuras nos incomodan por tener que intuir que su interior es completamente diferente de su superficie. En ellas, el ser de lo aparente nos da la espalda.
Esta misma experiencia –la incomodidad del intelecto ante la caja negra exterior– tiene su propia historia. Es la historia del intelecto incapaz de entender, una historia que se bifurca en dos ramas: la historia de la resignación de la inteligencia a la vista de lo opaco y la historia de la invasión de los investigadores que reaccionan a la humillación que el límite inflige al entendimiento con un contraataque cognitivo. En lo que sigue intentaré fundamentar la tesis de que el proceso de la modernidad ya no puede interpretarse, por su resultado, como ilustración, es decir, crecimiento de la transparencia; más bien conduce a situaciones en las que el mundo circundante nos envuelve, más que en cualquier forma de cultura primitiva, en un agregado de cajas negras producidas fuera de él. Caracterizaré este proceso a grandes rasgos como historia cultural de lo opaco. Ella ilustra el proceso de la inteligencia en trato con elementos no transparentes en cinco figuras típicas: nombro la sepultura, el cuerpo, el libro, la burocracia y la máquina compleja. Si en esta serie se observa una progresiva aproximación al mundo de la vida, o, mejor, al mundo de las cajas de la modernidad, será un efecto accidental, aunque no indeseable.
1. Sin duda, sigue siendo la sepultura para los hombres de la modernidad un representante sugestivo, aunque anticuado, del principio de la caja negra. Además, los féretros modernos son ejemplo máximo de aquello en cuyo interior no miramos; no lo hacemos porque, por un lado, el motivo del descanso eterno infunde cierto respeto, y, por otro, estamos convencidos de que el féretro sepultado no contiene información alguna para nadie –excepto para unos pocos criminólogos o en el caso de las exhumaciones de motivación política–. La moderna caja mortuoria es una caja negra sin interés, como si estuviese vacía; en ella no hay un sujeto operativo cuya actividad pueda salir de la oscuridad e intervenir en nuestra esfera. Este convencimiento de que el féretro es una caja vacía hubo de adquirirse en un proceso cultural largo; pertenece al núcleo duro de lo que aún hoy se entiende, en un sentido positivo, por Ilustración. La Ilustración implica el convencimiento de la nada sepulcral, la certeza de que en los féretros no se planea ni se ejecuta nada que pueda tener a la luz del día consecuencias para nosotros. En este sentido, son los ataúdes de las tumbas las únicas cajas negras con las que tenemos una relación totalmente relajada. Son objetos epistemológicamente extinguidos; no tenemos que preocuparnos por que en ellos pueda haber un centro oculto de actividad; los muertos ya no compiten con nosotros por la realidad. Esto no siempre fue así. Los enterramientos fueron en otros tiempos auténticos centros de operaciones con influencia en los aconteceres del mundo, como nos demuestra una fugaz ojeada a la historia de las creencias en relación con la muerte. Si los muertos no son, como en la modernidad atea, biomáquinas desechadas cuyo sistema inmunitario ha dejado de funcionar –no otra cosa significa el concepto sistémico de vida–; si los muertos no sólo están en el absoluto fuera, sino que han pasado a otro estado de agregación del ser y existen invisibles en el otro lado de la luz diurna, se comprende que, en tiempos pasado, los enterramientos fuesen notables ejemplos de cajas negras llenas. Cuando albergaban personalidades significadas, especialmente antepasados, reyes y fundadores de religiones, la paz de la caja no estaba garantizada; al contrario: la tumba era un foco de intranquilidad como pocos –un taller de actividades que nos afectaban, una oficina en la que funcionarios del más allá concebían y aprobaban medidas para el más acá–. Las tumbas eran así casos paradigmáticos de experiencias con cajas negras. Los poderes reales se ejercían al otro lado de la tumba y la empleaban como puerta de entrada a nuestro mundo. En consecuencia, los intereses humanos en relación con el reino de los muertos entre la revolución neolítica –el comienzo de la gran era del enterramiento de los antepasados– y la época moderna –la era de la paz en las sepulturas– estaban bastante bien definidos: los vivos tuvieron que formarse las ideas más precisas sobre el interior de la caja eminentemente negra. Lo que, desde Aristóteles, conocemos con el término metafísica, empezó siendo, prefilosóficamente, investigación de caja negra, es decir, el intento de escrutar el interior de cajas negras de antepasados, reyes y dioses. El axioma de la más antigua epistemología era este: el saber de las tumbas es poder; penetrar en la caja negra de la muerte permite la complicidad con el modo de actuar del otro lado. De ahí que, en el corazón de las culturas antiguas, encontremos tan frecuentemente el saber sacerdotal, que es ante todo saber contactar con los espíritus que hay en el interior de la caja negra. A este respecto, la cultura egipcia pudo ser la que más lejos llegó; no sólo poseía una compleja sociología de los dioses; sus libros de los muertos demuestran que sus sacerdotes trazaban los mejores mapas del más allá, por lo que, en el mundo egipcio, la muerte podía verse como un viaje cuidadosamente planeado a un territorio bien explorado. Skinner, por cierto, habría tenido que enfrentarse en el Egipto faraónico a un doble mentalismo, porque, según el pensamiento egipcio, el hombre posee no una, sino dos almas: una nace en el cuerpo y la otra se queda en la placenta. De ahí la inmediata momificación de la placenta del faraón y su custodia por sacerdotes, hasta la muerte del soberano, en una dependencia real; luego las almas exterior e interior emprenderán juntas el viaje al reino de los muertos. A la vista de estas complicaciones, fue una suerte para Skinner haber vivido en la América cristiana, donde sólo tenía un alma que negar, y no dos.
Ante estas antiquísimas concepciones e imaginaciones es lícito hablar de un origen de la técnica en el espíritu de la observación de tumbas. Quien desee adquirir poder en este mundo, ha de intentar descubrir qué es lo que planean quienes operan en el interior de la caja negra y su modo de proceder. Así nació la magia, madre de la técnica: imitando y desbaratando operaciones con los muertos. Quien desde la claridad penetra en los secretos de la celda negra, adquiere poder simbólico y, por ende, operativo. Hasta el pasado más reciente, el poder de actuación humano se hallaba en gran parte limitado a los símbolos existentes. De cien operaciones importantes para la vida, noventa y nueve eran simbólicas. Su fondo mítico radicaba en la imitación de acciones de los muertos. La mayoría de las operaciones no simbólicas de la técnica, en cambio, tenían su origen en imitaciones de las cajas negras vivas que llamamos cuerpos. El camino a la era moderna es idéntico al de la conversión de acciones simbólicas en técnicas.
2. De hecho, los cuerpos vivos eran en otros tiempos –aparte de las tumbas– las cajas negras por antonomasia. Fueran estos animales o humanos, nunca se sabe lo que en ellos sucede. Aun viviendo en uno de estos cuerpos, siempre será impenetrable y sin abertura por donde mirar; de todas formas tengo, como habitante de mí mismo, un acceso privilegiado a este mi cuerpo, lo que en el coito quizá sea una ventaja y, en caso de mordedura de una serpiente, ciertamente un inconveniente. En lo que respecta a los cuerpos de nuestros semejantes, estos son tan opacos, que nos está vedado abrirlos, y ni siquiera consideramos la posibilidad de mirar en su interior, a menos que sean de enemigos, que ocasionalmente nos está permitido abrir. Aprovecho para mencionar aquí de pasada que la aparentemente inofensiva fórmula estampada en los envíos por correo, que advierte de que «La oficina postal puede examinar el contenido», tiene un precario trasfondo antropológico que se evidencia cuando nos damos cuenta de que la oficina de correos somos nosotros y el paquete, el enemigo. En lo que respecta a los cuerpos de animales, la idea de que en su interior se producen operaciones ocultas, proviene de dos experiencias que no podemos ignorar: en primer lugar, el hecho de que los animales y los hombres mueren, del cual se sigue, en segundo lugar, que los operadores de la vida han dejado de actuar en el interior y se han mudado a otro sitio. A este respecto, adquirir saber es ante todo tener alguna idea del modus operandi de lo que anima el interior de la caja –una pesquisa que en la era de la filosofía fue alentada por el muy prometedor concepto del conocimiento de sí mismo–. Conocerse a sí mismo es sorprender desde dentro aquello que nos anima, hacerse uno con ello y así asegurarnos de que nosotros incluso en la muerte estaremos unidos a este principio operante. De ese modo somos superiores a la propia caja negra, al cuerpo, y podemos considerar si, después de salir de la propia caja, instalarnos en otra o bien acceder a un lugar eterno de ánimas incorpóreas que las religiones describen como paraíso o condominio inmanente a Dios. Pero el mundo moderno no ha explorado el interior de la caja negra corporal por la vía del autoconocimiento sino con métodos anatómicos. Las ciencias biológicas nos han mostrado cómo se procede modernamente con una caja negra natural: se empieza con la ilustración quirúrgica y la explicación bioquímica, y no se descansa hasta que partes concretas o funciones del interior de la caja pueden reemplazarse. La mejor manera de ilustrar la esencia de la técnica es el proceso anatómico-protésico. Este es resultado de un doble gesto: primero, la exposición a la luz pública, es decir, una extraversión mediante la cual un interior se torna exterior, y luego la sustitución, es decir, el desarrollo de la prótesis. Con un concepto amplio de prótesis se puede describir de manera precisa la conquista de la caja negra. Supongamos que mi cuerpo no quiere en este momento encontrarse en un estado libre de jaqueca; entonces puedo, si nada hay contraindicado, librarme de la jaqueca con la prótesis aspirina. El axioma tecnológico de la ilustración corporal dice, pues, que sólo entendemos lo que podemos sustituir. Pero, así, lo que inicialmente era caja negra se nos convierte en caja de cristal. Porque, como sabemos, la técnica del cuerpo es transparente.
Pero la técnica busca algo más que hacer público el interior de los cadáveres. Los cuerpos mismos nos fuerzan a hacer la observación complementaria de que de algunos de ellos salen pequeñas cajas que gritan y que, detenidamente examinadas, identificamos como descendientes. Al principio no entendemos en absoluto cómo pueden ser generadas ahí dentro. Nuestras madres nos fascinan y asustan tanto, precisamente porque ellas encarnan una caja negra que lo es por propio interés. Ellas son cajas negras extremadamente astutas que parecen inofensivas en las fotos de familia. Son muchas las razones que refuerzan la idea de que, en el niño, el pensamiento comienza como ensoñación sobre la diferencia entre el dentro y el fuera de la caja materna. El principio del seno materno es, en aún mayor medida que la tumba, un foco de operaciones internas inobservables. No es casual, por lo demás, que todas las antiguas religiones maternales concibieran la identidad de tumba y seno materno: aprovechaban así la posibilidad de explicar una cosa desconocida por otra igualmente desconocida. Esta fue la operación que salvó a los primeros humanos de hundirse del todo en el derrotismo cognitivo. Las fuerzas que operan en la caja materna nos demuestran que solamente obtenemos de la naturaleza resultados en cuya producción no tenemos posibilidad de participar activamente en un futuro previsible. Pero la inteligencia técnica no tolera hallarse permanentemente excluida de la producción femenina. Abre la caja materna y hace resonar en su interior la pregunta: ¿cómo? Quien quiere más transparencia hará públicos también los planes maternos; quien se atreva a exigir más democracia, hará también del cuerpo materno espacio público. En la historia de las ideas identificamos a los pioneros de la caja materna en los primeros metalúrgicos, que desarrollaron secretamente sus técnicas en estricta analogía con el complejo perinatal –extraían la mena de la mina materna y la sometían en madres artificiales, es decir, hornos y fundiciones, a una gestación acelerada hasta que quedara el oro y el hierro–. El historiador de la religión Mircea Eliade ha escrito al respecto un bello libro: Herreros y alquimistas, que podría llevar por subtítulo «Sobre el nacimiento de la técnica del espíritu del sucedáneo masculino de la gestación». Este motivo se mantuvo en el continuo histórico de las ideas hasta la era moderna, aunque, con el cambio a esta era, los metalúrgicos y alquimistas fueran relevados por los ginecólogos. Muchos signos indican que, en el futuro, el símbolo de la masculinidad ya no será el falo, sino el tubo de ensayo. Quien abre la caja negra de la vida para entender lo que acontece en su interior, cuenta también aquí con la prótesis. La investigación en este ámbito significa pues: copiar los planes constructivos de la naturaleza y realizarlos en su propio trabajo como planes protésicos. Los investigadores de los genes se comportan como espías industriales que copian los procedimientos de la firma competidora «Naturaleza» y los mandan por fax del vientre materno al laboratorio de genética. Se podría llamar a esto el efecto López[11] en filosofía natural. Los signos de la época indican que aquí se impone el concepto industrial del futuro.
3. En lo que respecta al libro como caja negra, este constituye la primera forma puramente cultural de apariencia opaca. Los libros, como las tumbas, pueden tener un interior significativo, pero su carácter de tumba y de cuerpo es enteramente producto cultural. De ahí que el libro sea el modelo original de la perfecta caja negra tecnógena. Es la máquina originalmente completa, la primera hipótesis de trabajo eficiente de la magia propia de la alta cultura. De ahí que, hasta hoy, la historia de la alta cultura haya sido siempre ante todo historia del libro, y, en la medida en que tal proceso histórico tiene un carácter progresivo, quizá sea también una historia de la optimización del libro. La aparición del libro hizo por vez primera verdaderamente posible la arriba mencionada relación entre caja blanca y caja negra, pues el libro es el prototipo de la caja negra en la que, paradójicamente, debe introducirse la caja blanca: es la pequeña caja la que hace transportable el gran contenido, lo cual no sería posible sin la escritura como técnica de miniaturización. Escribir es fundamentalmente escribir grandes cosas con pequeños signos. De ahí que, desde el advenimiento del libro, la fracción alfabetizada de la humanidad espere el milagro de la iluminación definitiva: todas las lecturas son sólo prelecturas que esperan el libro final. La era metafísica fue, en su estructura temporal, un periodo de espera del libro en el que todo estuviera –hasta el cumplimiento de esta expectativa leemos también novelas, manuales de matemáticas, suplementos semanales, ensayos de teoría de sistemas y otras provisionalidades–. Sólo con los nuevos medios, en el fondo ya con la aparición del periódico en la transición del siglo XVIII al XIX, entró en crisis la metafísica del libro, y, si no nos equivocamos, hoy experimentamos la transición irreversible a una cultura posmetafísica del libro. En ella, nuevos fenómenos de caja negra reemplazan al libro como caja mágica en grado eminente creada por el hombre. Desde que existen los nuevos medios, la espera del libro que transforme todos los libros anteriores en notas de pie carece de todo sentido. El poderoso sentimiento de que todo está en la caja se ha vuelto hacia otros medios. Desde su primera aparición, el libro ha provocado divisiones en las sociedades donde prosperó, además de instaurar la distinción casi antropológica entre los grupos capaces y los incapaces de leer libros. Ya entre los egipcios eran los escribas una casta mística, mientras que el pueblo, incapaz de leer, contemplaba los textos de los templos y los rollos como máquinas de los dioses. Todavía encontramos vestigios de este desnivel en obras de Shakespeare, y las reflexiones de Próspero en su libro mágico, que eran para él más importantes que su ducado, son testimonio de una época del mundo en la que el interior del libro podía ser más importante que el Estado, o, más precisamente, el corazón del Estado era un texto secreto escrito en libros de difícil lectura. Con ello, el libro introdujo también la experiencia de la caja negra creada por el hombre en las sociedades parcialmente alfabetizadas. La inmensa mayoría de las personas en la era de la escritura sólo conocía los lomos de los libros o los cilindros que guardaban rollos –abrirlos e intentar leerlos era para la mayoría una idea casi sacrílega–, cosa que, por cierto, ocurre aún hoy más de lo que comúnmente se cree. Son incontables las personas que todavía consideran los libros demasiado importantes para permitirse acceder a ellos. La caja negra creada por el hombre deprime a la mayoría, y sólo la gran ambición mueve a leerlos.
En la Edad Media, decir «quiero aprender a leer» era prácticamente equivalente a decir «quiero ser sacerdote». Lo que llamamos humanismo era esencialmente el proyecto de educación gramatical del género humano, y lo que entendemos por derechos humanos es esencialmente idéntico a la dignidad que adquirimos como sujetos capaces de leer. Si nos atribuimos derechos humanos, es porque nuestros nombres figuran en algún libro, por lo menos en los registros parroquiales y los registros oficiales, porque somos seres sobre los que individual o grupalmente podrían escribirse libros. Si Dios, el lector de los lectores, nos conoce, es porque, si somos metafísicamente afortunados, nuestro nombre consta en el libro de la vida. Nuestros semejantes nos deben reconocimiento porque tenemos con nosotros un pequeño libro: el pasaporte. Quien no quede satisfecho con este mínimo libro, o quien no está seguro de si Dios encontrará su nombre en el libro de la vida, puede escribir libros para asegurar su nombre y reclamar el derecho humano a ser leído. Esto presupone que hemos alcanzado el interior del mundo del libro y, por tanto, dominamos el arte de utilizar el material de la escritura. Para la gran mayoría, esta premisa está aún hoy fuera de lugar, siendo todavía válida la ecuación de libro y caja negra exterior. La gran mayoría no sale en toda su vida del plano de las instrucciones que acompañan a los aparatos técnicos, y en el caso de los libros, de sus cubiertas y de lo en ellas impreso. Desde hace milenios, las sociedades están divididas en las que pueden operar en los libros y las que ven en los libros cuerpos opacos. Esto se manifiesta también en dos formas diferentes de destruir libros. Quien quema libros del enemigo por su contenido, está del lado de los libros, porque la quema es una reseña crítica; quienes queman libros sólo son inocentes cuando los arrojan al fuego en la creencia de que su propiedad más notoria es la combustibilidad. El caso reciente más conocido de una quema ingenua ocurrió en 1946, después del descubrimiento de la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi. La abuela del descubridor de los manuscritos quemó probablemente la mayor parte del hallazgo para hacerse un té. Algo de aquella abuela existe en cada uno de nosotros, porque la alfabetización es un proyecto por naturaleza fragmentario. Sólo podemos asimilar la fracción de una fracción de todas las páginas de libros existentes, y con el resto de los libros nos comportamos como si estuvieran destinados a hacernos el té. No obstante, la alfabetización ha iluminado artificialmente nuestro mundo interior de una manera admirable; nuestros oscuros cerebros se iluminan cuando acceden a la caja negra correcta, y la realidad no se mantiene firme por mucho tiempo cuando los que en ella habitan abren otros libros.
4. Prácticamente al mismo tiempo que el libro se alzó en la esfera humana una gigantesca caja negra cuyos conocedores la han presentado como un frío monstruo. Me refiero al Estado, materializado en autoridades administrativas o burocracias. Entre los egipcios, los griegos y los romanos, el aprendizaje de la escritura era casi siempre una preparación para acceder a la caja negra política. A los campesinos y los artesanos, en cambio, les parecían los primeros imperios, con sus palacios, templos y cancillerías, entidades extraterrenales; veían en estas construcciones gigantescas tumbas repletas de una misteriosa vida interna que regía sus destinos. Aún hoy, algunas personas tienen, cuando contemplan las altas torres de la administración, sensaciones numinosas; les parecen sarcófagos verticales en los que se hacen planes para ellas. Pero la actividad del Estado en el interior de sus oficinas consiste fundamentalmente en un incesante papeleo. De ahí que el Estado necesitara mesas especiales, los llamados bureaux, que se usaban para redactar documentos ex officio. Se supone que el vocablo francés para escritorio, bureau, viene de la bure, el paño basto que cubría las mesas de los funcionarios, igual que en las iglesias se cubría con telas la mesa del Señor para diferenciarla de las mesas profanas. La burocracia es escritura sobre la mesa cubierta del Estado. Se sabe que Carlomagno, siendo ya gobernante de un imperio militar al inicio de su madurez, intentó aprender a leer y escribir porque pensaba con razón que un monarca con ambiciones de la magnitud de las suyas debía ser el primer lector y escritor del Estado. Sólo así podía hacer fuerte una caja negra germánica contra la bizantina, y sólo así podían los francos ser nuevos romanos. El trono era entonces el corazón simbólico de la caja política, y las autoridades del Estado funcionaban como sus órganos internos. Si estudiamos la historia del Estado y de las ideas políticas sólo de la manera convencional, se nos escapa un aspecto decisivo de la estatalidad: no apreciaremos el hecho de que, para el público de todas las épocas, ha existido una cara del Estado que lo muestra ayuno de ideas e incomprensible. Quien opera en la monstruosa caja, justifica el Estado por su racionalidad –inicialmente con razones teológicas y, luego, democráticas que, no sin motivo, se llaman razón de Estado–. Quien, en cambio ve la caja negra política desde fuera, y eso es, hasta el día de hoy, lo propio de las grandes mayorías, sólo observa que la gente simplemente no entiende al Estado, cualesquiera sean las razones que puedan darse de su comportamiento. De ahí que en la mayor parte de la historia de las ideas políticas falte una historia –desgraciadamente nunca intentada– de la imposibilidad de entender el Estado por parte de sus habitantes. Este no entender aparece en dos condiciones. Una es el Estado dramático, especialmente en la guerra y la revolución, que es opaco para sus habitantes porque no pueden formarse una idea de las motivaciones de los actores del poder, o sólo se la forman demasiado tarde –por ejemplo, cuando los gobernantes publican sus memorias–; la mayoría de los europeos saben que Napoleón dirigió una campaña en Egipto, pero se puede dudar de que alguien –entre los contemporáneos y entre los historiadores– entendiera lo que Napoleón quiso hacer allí con su ejército. Otra condición es el Estado trivial, también opaco porque sus súbditos –más tarde sus ciudadanos– por lo general no saben lo que funcionarios y administradores hacen en sus ocultas rutinas. Desde que existe el Estado, existe también una incapacidad popular de comprender toda clase de actividades de los servidores públicos. De hecho, proponerse entender la máquina del Estado parece una empresa de naturaleza poco menos que epistemológica. La pregunta «¿qué hacen realmente los servidores públicos?» es casi tan fundamental como la pregunta de Immanuel Kant «¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?». Quien se la plantee, debe mostrarse dispuesto a investigar el interior de cajas monstruosas. Pero ¿qué podría movernos a hacerlo en serio? Los teóricos de sistemas dirán que el Estado administrativo opaco sólo expresa una tendencia estructural normal: las burocracias son formaciones que, bajo un imperativo organizativo racional, como se dice, establecen altos niveles de complejidad; su opacidad podría ser así una característica de su eficiencia. Concedamos a Bonn y a Bruselas el beneficio de la duda. Así como la mayoría de las personas viven muy bien sin saber con precisión lo que acontece en sus pulmones, su duodeno o su próstata mientras esos órganos funcionen aceptablemente, pueden abandonarse confiadas al Estado sin saber exactamente cómo están estructurados el Ministerio de Asuntos Exteriores, la Administración financiera o el Ministerio de Defensa. Luhmann ha demostrado brillantemente cómo en los sistemas complejos la confianza sustituye a la comprensión. De hecho, los Estados históricos más conocidos han sacado considerable ventaja de nuestra incapacidad de entender lo que hacen; y, a la inversa, han adoptado en su mayoría una actitud tolerante con nuestro desinterés por ellos. Cuando las encuestas demuestran que dos tercios de los ciudadanos de la República Federal Alemana no saben cuál es la diferencia entre el Bundestag (el parlamento) y el Bundesrat (la cámara territorial), los expertos ven en este dato un signo de que la República Federal se encuentra sistémicamente en buena forma. Más inquietante sería que masas de estudiantes empezaran a interesarse por el sistema de pensiones, o que toda la nación compartiera las preocupaciones del ministro de Asuntos Exteriores. Con todo, se anuncian tiempos en los que será imprescindible que haya poblaciones con más conocimiento para el sostenimiento de Estados extenuados; cada vez más entenderán por qué entienden cada vez menos la acción y la inacción del Estado. Los europeos habrán de encarar un siglo que abundará en lecciones sobre la caja negra política. Lo que antaño veíamos ingenuamente como la larga marcha a través de las instituciones, se mostrará como el deber de hacer horas extra en el interior de un complicado monstruo.