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ONCE AÑOS DESPUÉS

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La primera idea ha sido toquetear el libro, tal vez porque soy una insegura impenitente que si nunca vuelve a los textos que escribió un día es porque está convencida de que lo cambiaría todo. Al pensarlo, me siento como una niña pequeña delante de un baúl perdido en el desván, deseosa de revolver entre los trastos que encuentro, las ropas, las fotos, las viejas cartas... ¡Y qué es un libro sino un cajón de sastre! Miro las páginas y pienso que si fuera ahora, no pondría aquella frase, o no diría eso de aquella manera, o no explicaría eso otro... La vida, además, reconstruye una y otra vez las emociones, y es probable que las que ahora siento, siendo las mismas, las percibo de manera muy diferente. Los recuerdos no son inmutables y una y otra vez son reescritos por la pluma del tiempo.

Cuando escribí esta carta a Noé, Ada todavía no estaba. De hecho, empezó a formar parte de nuestra familia en este libro, mientras lo escribía, adquiriendo cuerpo un anhelo, una idea maravillosa, un proyecto de vida que finalmente nos iluminaría a todos. Pero aún tardaría en llegar. Los demás —Sira, Robert, el propio Noé, yo misma—, todos teníamos menos vida acumulada, menos vida compartida. Éramos lo que somos, pero un poquito menos. Si ahora la escribiera, pues, tal vez todo sería diferente, igualmente intenso de emociones, igualmente sincero, pero... diferente. Y este libro sería otro libro.

Pero no. No quiero que sea otro libro. Quiero que sea exactamente aquel que escribí hace once años, cuando me enfrenté al reto de expresar, con palabras, la historia de amor entre un hijo, el mío, y su madre, que era yo. Una auténtica conquista de la felicidad. Los sentimientos que entonces percibí estaban muy cerca de la experiencia vivida, aunque no estaban demasiado elaborados por el tiempo y la convivencia. Eran emociones en estado casi primitivo, primigenio. Y así han de continuar.

Respecto al viejo libro, pues, solo dos modificaciones, aparte de retocar la dedicatoria con el fin de completarla. La primera modificación, este pequeño preámbulo que os escribo. Y la segunda, al final del libro, para explicaros cómo se ve todo once años después. Otra hija, Ada, otra experiencia adoptiva; unos viajes al fin del mundo; un padre que se siente padre al minuto de tener un frágil cuerpo entre sus brazos, perdidos en un hospital de la Siberia Central; los otros hijos que viven la experiencia; la vida que pasa y ellos que crecen... Las preguntas, las respuestas.

Al final del libro me reencontraré con el lector en este tiempo presente. Pero justo en medio de estas palabras y las últimas, este es el texto que escribí hace once años, cuando apenas sabía nada de la adopción y solo me veía con ánimo de expresar, en voz alta, los temores que me habían atenazado, las dudas que me habían torturado, las ilusiones que me habían empujado. Una madre y un hijo, una historia de amor cuya gramática fuimos inventando a medida que íbamos compartiendo la vida. Al llegar Ada, ya todo sería diferente. Pero este es un capítulo que todavía tardará en llegar.

He aquí, pues, el libro de un tiempo en el cual todavía palpitaban los viejos temores, pero donde se iniciaba el momento de dominarlos.

Carta a mi hijo adoptado

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