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CAPÍTULO II

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Índice

La señorita Esther Volowitch.—Una boda.—Manuel, aprendiz de fotógrafo.

A pesar de los consejos de Roberto, Manuel siguió sin buscar ni hacer nada útil, sirviendo de modelo a Alex y de criado a todos los demás que se reunían en el estudio.

Algunas veces, al pensar en las recomendaciones de Roberto, se indignaba en contra de él.

—Yo ya sé—pensaba—que no tengo su arranque, que no soy capaz de hacer lo que hace él. Pero su consejo es una tontería, al menos para mí. Me dice:—Ten voluntad.—Pero ¿si no la tengo?—Hazla. Es como si me dijesen que tuviera un palmo más de estatura. ¿No sería mejor que me buscase un sitio donde trabajar?

Manuel comenzó a sentir odio por Roberto. Esquivaba el encontrarse a solas con él; le daba rabia que en vez de proporcionarle algo, cualquier cosa, saliera del paso con un consejo metafísico imposible de llevar a la práctica.

Seguían los bohemios su vida desordenada, en su continuo proyectar, cuando hubo en la reunión una baja, la de Santín. Un día faltó al café, al siguiente no apareció por el estudio, y en un par de semanas no se le vió el pelo.

—¿Dónde andará ese ganso?—se preguntaron todos.

Nadie lo sabía.

Una noche Varela, uno de los literatos, dijo que había visto a Bernardo Santín paseando por Recoletos con una señorita rubia que parecía inglesa.

—¡Rediez con los tontos!—exclamó uno.

—Eso es cosa vieja—repuso otro—. Ya lo dijo Schopenhauer, los fatuos, son los que tienen más éxito con las mujeres.

—¿De dónde habrá sacado esa inglesa?

—¡La ingle esa!... ¡Como no haya sido de la ingle!—dijo un jovencito, aprendiz de sainetero.

—¡Uf! Se va uno a intoxicar aquí con esos chistes—gritaron varios al mismo tiempo.

Se pasó a hablar de otra cosa. A los tres días de esta conversación apareció Santín en el café. Se le obsequió con un recibimiento estrepitoso, haciendo sonar las cucharillas y los platillos. Cuando terminó la ovación, le preguntaron:

—¿Quién es esa inglesa?

—¿Qué inglesa?

—¡Esa chica rubia con quien te paseas!

—Es mi novia; pero no es inglesa. Es polaca. Es una muchacha a la que he conocido en el Museo. Da lecciones de francés y de inglés.

—¿Y cómo se llama?

—Esther.

—Buena cosa para invierno—saltó el aprendiz de sainetero.

—¿Por qué?—preguntó Bernardo

—Toma, porque una estera abriga mucho las habitaciones.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Fuera!—gritaron todos.

—¡Gracias! ¡Gracias, amado pueblo!—replicó impertérrito el jovencito.

Santín contó cómo había conocido a la polaca. Todos sentían alguna envidia por el éxito de Bernardo, y se encargaron de amargarle su triunfo, insinuando que la polaca podía ser una aventurera, podía tener cincuenta años, podía haber tenido dos o tres chiquillos con algún carabinero... Bernardo, que comprendió la mala intención, no volvió a presentarse en el café.

Un par de semanas después muy temprano aún dormía Manuel en el sofá del estudio, y Roberto, según costumbre, traducía sus diez páginas, lo que constituía su tarea diaria, cuando se abrió la puerta del estudio y apareció Bernardo. Se despertó Manuel al ruido de los pasos, pero se hizo el dormido.

—¿A qué vendrá éste?—se preguntó.

Bernardo saludó a Roberto y se puso a andar a un lado y a otro del estudio.

—Qué temprano vienes. ¿Pasa algo?—dijo Hasting.

—Chico—murmuró Santín deteniéndose en su paseo—, te tengo que dar una noticia muy seria.

—¿Qué hay?

—Que me caso.

—¡Que te casas tú!

—Sí.

—¿Con quién?

—¡Con quién ha de ser! Con una mujer.

—Me lo figuro. ¿Pero tú estás loco?

—¿Por qué?

—¿Con qué vas a mantener a tu mujer?

—¡Hombre ... algo gano pintando!

—¡Pero qué has de ganar tú! No ganas dos perras gordas.

—Eso te parece a ti... Además mi novia da lecciones.

—Y piensas vivir a su costa... Vamos, lo comprendo.

—No, no, señor. No pienso vivir a su costa. Voy a poner una fotografía.

—¡Una fotografía! ¿Tú? ¡Si no sabes hacer retratos!

—Nada. Yo no sé nada, según tú. Pues habrá otros más brutos que yo que hagan retratos. No creo que para ser fotógrafo se necesite ser un genio.

—No; pero se necesita saber, y tú no sabes.

—Ya verás, ya verás como sé, hombre.

—Además, se necesita dinero.

—El dinero lo tengo.

—¿Quién te lo ha dado?

—Una persona.

—¡Qué suerte tienes chico!

—Ahí verás.

—¿A que le has sacado ese dinero a tu novia?

—No.

—¡Bah! No me engañes.

—Te digo que no.

—Y yo te digo que sí. ¿Quién te iba a dar el dinero si no? Una persona cualquiera se enteraría primero de tus conocimientos fotográficos, de si habías trabajado en algún taller; exigiría pruebas de tu habilidad. Sólo una mujer puede creer así, bajo la palabra de uno.

—Es una mujer la que me presta el dinero, pero no es mi novia.

—Bueno. No me vengas con embustes. No creo que habrás venido a contarme unas cuantas bolas.

Roberto, que había dejado de escribir, reanudó su tarea.

Bernardo no contestó y siguió paseando por el cuarto.

—¿Te falta mucho?—preguntó de repente, parándose.

—Dos páginas. Si tienes que decirme algo, te escucho.

—Pues mira, la cuestión es ésta. El dinero, efectivamente, es de mi novia. Ella me lo ofreció.

—¿Qué podríamos hacer con esto?—me dijo. Y a mí se me ocurrió el instalar la fotografía. He alquilado un piso cuarto, con un taller muy hermoso, en la calle de Luchana, y tengo que arreglar la casa y la galería... Y la verdad, la galería yo no sé cómo arreglarla, porque hay que poner cortinas... Pero no sé cómo.

—Es raro eso en un fotógrafo, hombre, no saber cómo se arregla una galería.

—Yo sé manejar la máquina.

—Vamos, tú sabes lo que sabe todo el mundo, apuntar, dar al resorte y lo demás ... que lo haga otro.

—No; también sé lo demás.

—¿Sabrías reforzar una placa?

—Sí, ya lo creo que lo sabría.

—¿Cómo?

—¿Cómo?... Pues lo vería en un manual.

—¡Qué fotógrafo! Estás engañando a tu novia de una manera miserable.

—Ella lo ha querido. Yo no sabré nada, pero ya aprenderé. Lo que quiero ahora es que escribas a estas dos casas de Alemania que traigo aquí apuntadas, pidiendo catálogos de máquinas y de los demás aparatos de fotografía. Además quisiera que pasaras por mi casa, porque tú, con tu talento, me puedes dar una idea.

—Me adulas de una manera indecente.

—No, es la verdad; tú entiendes de esas cosas. Conque ¿irás?

—Bueno, iré algún día.

—Sí, vete. La verdad, créeme, me quiero hacer una persona decente y trabajar, para que mi pobre padre pueda vivir en la vejez tranquilo.

—Hombre, me parece bien.

—Oye otra cosa. Este muchacho que tenéis aquí, ¿os sirve?

—¿Por qué?

—Porque yo me lo podía llevar a mi casa, y allí podría aprender el oficio.

—Mira, también eso me parece bien. Llévatelo.

—¿Querrá Alex?

—Con tal de que quiera el chico.

—¿Le hablarás?

—Sí, ahora mismo.

—¿Cuento con que escribirás esas cartas?

—Sí.

—Bueno; me voy, que tengo que comprar unos cristales. ¡Háblale al chico!

—Descuida.

—Gracias por todo. Y vete por mi casa, ¿eh? Mira que de eso depende mi porvenir y el de mi padre.

—Iré por allá.

Bernardo estrechó las manos de su amigo con efusión y se fué. Roberto, al terminar de escribir, llamó:—Manuel.

—¿Qué?

—Estabas despierto, ¿eh?

—Sí señor.

—¿Has oído la conversación?

—Sí, señor.

—Pues si quieres, ya sabes. Ahí tienes un oficio que aprender.

—Iré, si le parece a usted bien.

—Lo que tú quieras.

—Entonces voy ahora mismo.

Manuel dejó la guardilla de Roberto sin despedirse de Alex y se marchó en busca de Bernardo Santín, a la calle de Luchana. Era la casa piso tercero, pero con el entresuelo y el principal resultaba quinto. Llamó Manuel y le abrió un viejo de ojos encarnados, el padre de Bernardo. Le explicó a lo que iba, y el viejo se encogió de hombros y se fué a la cocina en donde estaba guisando. Manuel esperó a que llegara Bernardo. La casa estaba todavía sin muebles; sólo había una mesa y unos cuantos cacharros en la cocina y en un cuarto grande dos camas. Llegó Bernardo, almorzaron los tres y dispuso Santín que el muchacho pidiera una escalera al portero y se dedicase a sujetar y a componer los cristales de la galería.

Después de dar estas órdenes, dijo que le esperaban y se fué.

Manuel el primer día se lo pasó en lo alto de una escalera sujetando los cristales con listas de plomo y los rotos con tiras de papel.

Le costó mucho tiempo el arreglar los cristales; después Manuel colocó las cortinas y empapeló la galería con papel continuo de color azulado.

A la semana o cosa así apareció Roberto con los catálogos. Marcó con lápiz las cosas necesarias que se habían de traer, y le dijo a Bernardo cómo debía poner el laboratorio; le señaló un sitio en donde era conveniente hacer un tragaluz para poner las placas al sol y sacar las positivas, y le indicó otra porción de cosas. Bernardo se fijó en lo que le decía, y transmitió el encargo a Manuel. Bernardo, además de ser poco inteligente, era un gandul completo. No hacía absolutamente nada. Sólo cuando venía su novia a ver cómo marchaban los trabajos, fingía estar atareado.

Era la novia muy simpática; a Manuel le pareció hasta bonita, a pesar de tener el pelo rojo, y las pestañas y las cejas del mismo color. Tenía una carita blanca, algo pecosa, la nariz sonrosada, respingona, los ojos claros y los labios tan rojos y tan bonitos que despertaban el deseo de besarlos. Era de pequeña estatura, pero estaba muy bien formada. Hablaba rozando las erres y convirtiendo las ces en eses.

Parecía bastante enamorada de Bernardo, lo que a Manuel le chocó.

—Es que no le conoce—pensó.

Bernardo, con un convencimiento absoluto de su propia ciencia, le explicaba a la muchacha los trabajos que hacía, cómo iba a poner el laboratorio. Lo que oía a Roberto se lo espetaba a su novia con un descaro inaudito. La muchacha lo encontraba todo muy bien; sin duda se prometía un porvenir risueño.

Manuel, que comprendía el timo que estaba dando Bernardo, pensaba si no sería una obra de caridad advertirle a la rubia que su novio era un zascandil que no servía para nada, pero ¡quién le metía a él en esto!

Bernardo se llevaba la gran vida; paseaba, compraba alhajas en las casas de préstamos, jugaba en el Frontón Central. Si algo hacía en casa era dar disposiciones contradictorias y embarullarlo todo. Mientras tanto el padre, indiferente, guisaba en la cocina y se pasaba el día entero machacando en el almirez o picando en el tajo.

Manuel iba a la cama tan cansado que se dormía enseguida; pero una noche en que no se durmió tan pronto, oyó en el otro cuarto a Bernardo que decía:—Voy a mataros.

—¿Le mata?—preguntó la voz del viejo de los ojos encarnados.

—Espera—replicó el hijo—, me has interrumpido.

Y volvió a comenzar nuevamente la lectura, porque no se trataba más que de una lectura, hasta llegar otra vez al: Voy a mataros. En las noches siguientes continuó Bernardo leyendo con un tono terrible. Era éste sin duda su único trabajo.

Bernardo no tenía más preocupación que su padre; lo demás le era completamente indiferente; le había sacado el dinero a su novia y vivía con aquel dinero y lo gastaba como si fuera suyo. Cuando llegaron la máquina y los demás artefactos de fotografía de Alemania, al principio se entretuvo en impresionar placas que reveló Roberto; pronto se aburrió de esto y no hizo nada.

Era torpe y bruto hasta la exageración; no hacía más que necedades, abrir la linterna cuando se estaban revelando las placas, confundir los frascos. Roberto se exasperaba al ver que no ponía ningún cuidado.

Mientras tanto adelantaban los preparativos de la boda, Manuel y Bernardo fueron varias mañanas al Rastro y compraron fotografías de actrices hechas en París por Reutlinger, despegaron de la cartulina el retrato y lo volvieron a pegar en otros cartones con la firma Bernardo Santín, fotógrafo, puesta al margen con letras doradas.

En noviembre se celebró la boda en la iglesia de Chamberí. Roberto no quiso asistir; pero el mismo Bernardo fué a buscarle a casa y no tuvo más remedio que tomar parte en la fiesta. Después de la ceremonia fueron a comer a un café de la Glorieta de Bildao.

Los comensales eran: dos amigos del padre del novio, uno de ellos militar retirado; la patrona en cuya casa vivía la novia, con su hija; un primo de Bernardo, su mujer y Manuel.

Roberto comenzó a hablar con la novia y le pareció muy simpática y agradable; hablaba muy bien el inglés y cambiaron los dos algunas frases en este idioma.

—Es una lástima que se case con este mastuerzo—pensó Roberto.

En la comida uno de los viejos comenzó a soltar una porción de indecencias que hicieron ruborizar a la novia. Bernardo, que bebió demasiado, dió bromas a la mujer de su primo y lo hizo con la pesadez y la falta de gracia que le caracterizaba.

La vuelta de la boda a la casa, al anochecer, fué melancólica. Bernardo se sentía valiente y quería hacer graciosidades. Esther hablaba con Roberto de su madre que había muerto, de la soledad en que vivía.

Al llegar al portal se despidieron los invitados de los novios, y al ir a marcharse Roberto, Bernardo se le acercó y con voz apagada y débil le confesó que tenía miedo de quedarse solo con su mujer.

—Hombre, no seas idiota. Entonces, ¿para qué te has casado?

—No sabía lo que hacía. Anda, acompáñame un momento.

—Pues ¡vaya una gracia que le haría a tu mujer!

—Sí, le eres muy simpático.

Roberto contempló con atención a su amigo y no le miró la frente porque no le gustaban las bromas.

—Sí, hombre, acompáñame. Hay otra cosa además.

—¿Pues qué hay?

—Que no sé aún nada de fotografía y quisiera que vinieras una semana o dos. ¡Por favor te lo pido!

—No puede ser, yo tengo que dar mis lecciones.

—Ven aunque no sea más que a la hora de comer. Comerás con nosotros.

—Bueno.

—Y ahora sube un instante, por favor.

—No, ahora no subo—, y Roberto dió media vuelta y se fué.

En los días posteriores Roberto fué a casa del recién casado y charló un rato con el matrimonio durante la comida.

Al tercer día entre Bernardo y Manuel retrataron a dos criadas que aparecieron por la fotografía. Roberto reveló los clichés que por casualidad salieron bien, y siguió acudiendo a casa de su amigo.

Bernardo continuaba haciendo la misma vida de antes de casado, dedicándose a pasear y divertirse. A los pocos días no se presentó a la hora de comer. Tenía una falta de sentido moral absoluta; había notado que su mujer y Roberto simpatizaban y pensó que éste, por seguir adelante y hacerle el amor a su mujer, trabajaría en su lugar. Con tal de que su padre y él viviesen bien, lo demás no le importaba nada.

Cuando lo comprendió Roberto, se indignó.

—Pero, oye tú—le dijo—¿Es que tú crees que yo voy a trabajar por ti, mientras tú andas golfeando? Quia, hombre.

—Yo no sirvo para estas porquerías de reactivos—replicó Bernardo malhumorado—, yo soy un artista.

—Lo que tú eres es un imbécil que no sirve para nada.

—Bueno, mejor.

—Es indigno. Te has casado con esa muchacha para quitarle los pocos cuartos que tenía. Da asco.

—Si ya sé yo que tu defenderás a mi mujer.

—No, hombre, yo no la defiendo. Ella ha sido también bastante idiota la pobre para casarse contigo.

—¿Eso quiere decir que ya no quieres venir a trabajar?

—Claro que no.

—Pues me tiene sin cuidado. He encontrado un socio industrial. De manera que ya sabes; yo a nadie le pido que venga a mi casa.

—Está bien. Adiós.

Dejó Roberto de aparecer por la casa; a los pocos días se presentó el socio y Bernardo despidió a Manuel.

Mala Hierba

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