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CAPÍTULO III

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Índice

La Europea y La Benefactora.—Una colocación extraña.

Volvió Manuel al estudio de Alex. Éste incomodado con el muchacho por haberse ido del estudio sin despedirse, no quiso que se quedara allí de nuevo.

Preguntaron los bohemios que se reunían en el taller por la vida de Bernardo, y se hicieron una porción de comentarios humorísticos acerca de la suerte que el Destino reservaba a la cabeza del fotógrafo.

—¿De manera que Roberto le revelaba los clichés—dijo uno.

—Sí.

—Le retocaba las placas y la mujer, añadió otro.

—¡Qué sinvergüenza es el tal Bernardo!

—No, es un filósofo de la escuela de Cándido. Ser cornudo y cultivar la huerta. Es la verdadera felicidad.

—¿Y tú qué vas a hacer?—preguntó Alex irónicamente a Manuel.

—No sé; buscaré una colocación.

—Hombre, ¿ustedes conocen a un señor don Bonifacio Mingote, que vive en el tercer piso de esta casa?—dijo don Servando Arzubiaga, el hombre enjuto e indiferente.

—No.

—Es un agente de colocaciones. No debe tenerlas muy buenas cuando no se ha colocado él. Yo le conozco del periódico: antes era representante de unas aguas minerales, y solía llevar anuncios. Me habló el otro día de que necesitaba un chico.

—Véanle ustedes—replicó Alex.

—¿Tu no aspiras a ser grande de España, verdad?—preguntó don Servando a Manuel, con una sonrisa entre irónica y bondadosa.

—No, ni usted tampoco—dijo con desenfado Manuel.

Don Servando se echó a reir.

—Si quieres, le veremos a ese Mingote. ¿Vamos ahora mismo?

—Vamos, si usted quiere.

Bajaron al tercero de la casa, llamaron en una puerta y les hicieron pasar a un comedor estrecho. Preguntaron por el agente, y una criada zarrapastrosa les mostró una puerta. Llamó don Servando con los nudillos, y al oir ¡adelante! que dijeron de dentro, pasaron los dos al interior del cuarto.

Un hombre gordo, de bigote grueso y pintado, envuelto en un mantón de mujer, que iba y venía, hablando y accionando con un junquillo en la mano derecha, se detuvo y, abriendo los brazos con grandes extremos y en un tono teatral, exclamó:—¡Oh, mi señor don Servando! ¡Tanto bueno por aquí!—Después miró al techo, y de la misma manera afectada, añadió: ¿Qué le trae por este cuarto al ilustre escritor, noctámbulo empedernido, a horas tan tempranas?

Don Servando contó al señor gordo, el propio don Bonifacio Mingote, lo que le llevaba por allá.

En tanto, un hombre feo, con unos brazos de muñeco y una cabeza de chino, sucio y enfermo, colocó la pluma sobre la oreja y se puso a frotarse las manos con aire de satisfacción.

El cuarto era nauseabundo, atestado de anuncios rotos, grandes y pequeños, pegados a la pared; en un rincón había una cama estrecha y sin hacer; tres sillas destripadas, con la crin al descubierto, y en medio un brasero cubierto con una alambrera, encima de la cual se secaban dos calcetines sucios.

—Por ahora no puedo asegurar nada—dijo el agente de negocios a don Servando, después de oir sus explicaciones—, mañana lo sabré; pero tengo un buen asunto entre manos.

—Ya ves lo que dice este señor—indicó don Servando a Manuel—; mañana ven por aquí.

—¿Tu sabes escribir?—preguntó el señor Mingote al muchacho.

—Sí, señor.

—¿Con ortografía?

—Algunas palabras quizá no sepa....

—A mí me pasa lo mismo. Los hombres verdaderamente grandes despreciamos esas cosas verdaderamente pequeñas. Ponte a trabajar aquí—y puso una silla al otro lado de la mesa donde escribía el hombre amarillo—. Este trabajo—añadió—será el pago del servicio que te voy a prestar buscándote una colocación pistonuda.

—Señor Mingote—exclamó don Servando—, muchísimas gracias por todo.

—¡Señor don Servando! ¡Siempre a sus órdenes!—contestó el agente de negocios y de colocaciones revirando uno de los ojos que se le desviaba y haciendo una solemne reverencia.

Manuel se sentó a la mesa, tomó la pluma, la mojó en el tintero y esperó.

—Vete poniendo un nombre de estos en cada circular—le dijo Mingote dándole una lista y un paquete de circulares. La letra del agente era defectuosa, mal hecha, de hombre que apenas sabe escribir. La circular ponía lo siguiente:

LA EUROPEA

agencia de negocios y de colocaciones

de

Bonifacio de Mingote

En ella se ofrecían a las diversas clases sociales toda clase de artículos, de representaciones y de colocaciones.

Se compraban a bajo precio medicamentos, carnes, hules, frutas, mariscos, coronas fúnebres, dentaduras postizas, sombreros de señora; se analizaban esputos y orinas; se buscaban amas de cría garantizadas; se proporcionaban apuntes de asignaturas de Derecho, de Medicina y carreras especiales; se ofrecían capitales, préstamos, hipotecas; se ponían anuncios monstruos, sensacionales, emocionantes, y todos estos servicios y otros muchísimos más se hacían por una tarifa mínima, ridícula de puro exigua.

Manuel se puso a copiar con su mejor letra los nombres en las circulares y en los sobres.

El señor de Mingote vió la letra de Manuel y, después de conceder su beneplácito, se embozó en el mantón, dió dos o tres pasos por el cuarto y preguntó a su escribiente:

—¿Dónde íbamos?

—Decíamos—contestó con su gravedad siniestra el amanuense—que el Anís Estrellado Fernández es la salvación.

—Ah, sí; lo recuerdo.

De pronto el señor de Mingote, con voz de trueno, gritó:

—¿Qué es el Anís Estrellado Fernández? es la salvación, es la vida, es la energía, es la fuerza.

Manuel levantó la cabeza asombrado y vió al agente de negocios con la vista desviada, fija en el techo, que accionaba terriblemente, como amenazando a alguien con su mano derecha armada del junquillo, mientras el escribiente garrapateaba veloz en el papel.

—Es un hecho, universalmente reconocido por la Ciencia—siguió diciendo Mingote en tono melodramático—, que la neurastenia, la astenia, la impotencia, el histerismo y otros muchos desórdenes del sistema nervioso... ¿Qué otras enfermedades cura?—añadió Mingote en su voz natural.

—El raquitismo, la escrófula, la corea...

—Que el raquitismo, la escrófula, la corea y otros muchos desórdenes del sistema nervioso...

—Perdone usted—dijo el amanuense—, creo que el raquitismo no es un desorden del sistema nervioso.

—Bueno, pues táchelo usted ¿Ibamos en el sistema nervioso?

—Sí, señor.

—... Y otros desórdenes del sistema nervioso provienen única y exclusivamente de la atonía, del cansancio de las células. Pues bien—y Mingote levantó la voz con nuevos bríos—; el Anís Estrellado Fernández corrige esta atonía, el Anís Estrellado Fernández, excitando la secreción de los jugos del estómago, hace desaparecer esas enfermedades que envejecen y aniquilan al hombre.

Después de este párrafo, dicho con el mayor entusiasmo y fuego oratorio, Mingote se sacudió con el junquillo los pantalones y murmuró con voz natural.

—Ya verá usted cómo ese Fernández no paga. ¡Y aun si el anís fuera bueno! ¿No han mandado más botellas de la farmacia?

—Sí, ayer enviaron dos.

—¿Y dónde están?

—Me las he llevado a casa.

—¿Eh?

—Sí, me las prometieron; y como en la primera remesa usted arrambló con todas, yo me he permitido llevarme éstas a casa.

—¡Dios de Dios! Está bien; es cogolludo... Que le envíen a usted unas botellas de un anís magnífico, para que venga otro con sus manos lavadas... ¡Dios de Dios!—y Mingote quedó mirando el techo con uno de los ojos extraviados.

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