Читать книгу La Santidad de Dios - R. C. Sproul - Страница 8
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El profeta del antiguo testamento era un hombre solitario. Era un individualista señalado por Dios para una penosa tarea, como una especie de fiscal designado por el Supremo Juez del cielo y tierra, un vocero para demandar a aquellos que habían pecado en su contra.
El profeta no era filósofo que escribía para promover discusiones, ni era un libretista que componía dramas para entretener a la gente. El era mensajero, un heraldo del rey del cielo. Con sus anuncios venían las palabras “Así dice el Señor”
La historia de los profetas se lee como un libro de mártires y suena como un reporte de las víctimas de la Tercera División en la Segunda Guerra Mundial. El promedio de su vida era como el de un teniente del ejército en combate.
Cuando se dice de Jesús que fue “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebrantos” (Isaías 53.3), se le hace partícipe de una gran cantidad de hombres a quienes Dios destinó para tal sufrimiento. El azote al profeta era la soledad; a menudo su casa era una cueva y usualmente el desierto era su lugar de reunión con Dios. Algunas veces, su vestuario era la desnudez y su corbata un cayado. Sus canciones eran compuestas con lágrimas.
De esa clase de hombre era Isaías ben-Amoz.
En la lista de los héroes del Antiguo Testamento, Isaías sobresale en un destacamento estelar. El fue profeta de profetas, un líder de líderes, un “profeta mayor” por el gran tamaño del libro que lleva su nombre.
Como profeta, era inusual. La mayoría de los profetas eran de origen humilde: campesinos, pastores, labradores, mas Isaías era de la nobleza. El era un reconocido hombre de estado que tenía acceso a la corte real de sus días. Se relacionaba con príncipes y reyes. Dios lo usó a él para hablarle a varios monarcas de Judá, incluyendo a Uzías, Jotán, Acaz y Ezequías.
Lo que destacaba al profeta de Israel de todos los otros hombres eran los sagrados auspicios de su llamado. Su llamado no fue de hombres. El no podía solicitar este trabajo, tuvo que ser seleccionado – escogido directa e inmediatamente por Dios. Y el llamado fue soberano; no se podía ser rechazar (Jeremías trató de rechazar este llamado, pero se le recordó inmediatamente que él había sido consagrado para esto desde el vientre de su madre. Luego, cuando buscó renunciar, Dios rehusó aceptar su renuncia). El trabajo de profeta era de por vida; no se podía renunciar o jubilar.
El registro del llamado de Isaías quizás sea el más dramático de todos los registrados en el Antiguo Testamento. Se nos dice que sucedió en el año en que el rey Uzías murió.
El rey Uzías murió en el siglo ocho AC. Su reinado fue muy importante en la historia judía y fue uno de los mejores reyes que gobernó Judá. No fue un David, pero tampoco fue señalado por la corrupción que caracterizó a los reyes del norte, tales como Acab. Uzías ascendió al trono cuando tenía dieciséis años y reinó en Jerusalén por cincuenta y dos años. ¡Fíjense, cincuenta y dos años! En los pasados cincuenta y dos años, Estados Unidos ha presenciado la administración de Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo. Pero mucha gente en Jerusalén vivió su vida entera bajo el reinado del rey Uzías.
La Biblia nos dice que Uzías comenzó su reino piadosamente haciendo “lo que era recto ante los ojos de Jehová” (2 Crónicas. 26:4). El buscó a Dios y fue bendecido. Venció a los filisteos y a otras naciones en batalla, edificó torres en Jerusalén y fortaleció sus murallas, abrió grandes pozos en el desierto y estimuló un gran crecimiento en la agricultura nacional. También restauró el poder militar de Judá hasta un nivel casi tan alto como en los días de David. La mayoría de su vida Uzías fue conocido como un rey grande y amado.
Sin embargo, la historia de Uzías terminó tristemente. Sus últimos días fueron como los de los trágicos héroes de Shakespeare. Su carrera se deterioró por el pecado del orgullo después de haber adquirido gran riqueza y poder. El se sintió Dios; entró al templo con insolencia y arrogancia, reclamando para sí los derechos que Dios había dado solamente a los sacerdotes. Cuando ellos trataron de detenerlo en su acto sacrílego, Uzías se enfureció. Mientras les gritaba furiosamente, apareció lepra en su frente. La Biblia dice de él: “Y habitó leproso en una casa apartada… excluido de la casa de Jehová” (2 Crónicas 26:21). Cuando Uzías murió, a pesar de la vergüenza de sus últimos años, la nación lo lloró. Aparentemente Isaías fue al templo buscando consolación en este tiempo de angustia personal y nacional. Pero él encontró más de lo que esperaba porque: “En el año en que murió el rey Uzías, vi yo al Señor sentado en un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo” (Isaías 6:1).
El rey había muerto. Pero cuando Isaías entró al templo vio a otro rey, el Rey Supremo, el que se sienta eternamente en el trono de Judá, él vio al Señor.
En el hebreo hay dos palabras distintas que se traducen Señor. Una es “Adonai”, que significa “el Soberano.” Este no es el nombre de Dios sino un título, el título supremo dado a Dios en el Antiguo Testamento. La otra palabra es “Jehová”, el nombre sagrado de Dios, con el cual El se reveló a Moisés en la salsa ardiendo. Este es su nombre inefable, el nombre santo que los israelitas se guardaban de profanar. Normalmente ocurre sólo en forma de sus cuatro consonantes – YHWH. Por lo tanto se le conoce como el sagrado tetragrama, las cuatro letras inefables.
Vemos este contraste en las palabras usadas en el Salmo 8:1, “¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra!” Lo que el judío estaba diciendo era, “¡Oh Jehová, nuestro Adonai, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra.” O se podría decir así, “¡Oh Jehová nuestro Soberano, cuán glorioso…” En el Salmo 110 leemos, “Jehová dijo a mi Señor: siéntate a mi diestra” (Salmo 110:1). Aquí el salmista está diciendo, “Dios le dijo a mi Soberano: ‘Siéntate a mi mano derecha.’”
Jehová es el nombre de Dios; Adonai es su título. Cuando hablamos de algún presidente mencionamos su nombre y su título. “Presidente” es el título más alto en nuestros países; de igual forma, “Soberano” era el más alto en Israel. El título “Adonai” estaba reservado para Dios. Este fue el título que se le dio a Dios en el Nuevo Testamento. Cuando Cristo es llamado Señor en el nuevo testamento, se le confiere el equivalente Adonai del antiguo testamento. Jesús es llamado el Rey de reyes y Señor de señores, un título reservado sólo para Dios el Padre, el Supremo Soberano de cielo y tierra.
Estos diferentes usos de las palabras “Jehová” y “Adonai” indican el cuidado con que la gente se refería a la naturaleza santa de Dios. En cierta forma, es igual con mi uso de letra mayúscula para referirme a Dios. Puesto que Dios es inefablemente santo, yo no soy capaz de referirme a El como “él,” aunque quizás a algunos de mis lectores les irrite lo que perciben como un uso anticuado de las letras mayúsculas. Para mí es un gesto de respeto y de asombro hacia un Dios santo.
Cuando Isaías vino al templo, había una crisis de soberanía en la nación. Uzías había muerto pero los ojos de Isaías fueron abiertos para ver al verdadero Rey de la nación. El vio a Dios sentado sobre el trono como el soberano.
Las Escrituras nos advierten que ninguna persona puede ver el rostro de Dios y vivir. Recordemos la petición de Moisés cuando ascendió al monte santo de Dios. El había sido testigo de asombrosos milagros, había escuchado la voz de Dios hablándole desde la zarza ardiendo, había visto el río Nilo convertido en sangre, había probado el maná del cielo y había visto la nube y la columna de fuego. También había visto los carros del Faraón inundados por las olas del mar Rojo. Pero todavía no estaba satisfecho; quería ver más. El anhelaba la excelsitud espiritual. El pidió al Señor en ese momento, “Déjame ver tu rostro, muéstrame tu gloria.” Pero se le negó la petición:
Y le respondió: Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente. Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá. Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro. (Éxodo 33:19-23)
Luego, Dios le permitió a Moisés que viera su espalda, pero no su rostro. Cuando Moisés regresó del monte, su rostro resplandecía. La gente se aterrorizó y se alejaron de él con horror. El rostro de Moisés era demasiado para poder mirarlo. Así que Moisés se puso un velo sobre su rostro para que la gente pudiera acercársele. Esta experiencia de terror se manifestó en el rostro de un hombre que estuvo tan cerca de Dios que ahora reflejaba Su gloria, y sólo el reflejo de la gloria de la espalda de Dios, no de la de su rostro. Si la gente temía ver la gloria que se reflejaba de la espalda de Dios, ¿cómo podría mirarse directamente su santo rostro?
Pero la meta final del cristiano es poder ver lo que se le negó a Moisés, queremos mirarlo cara a cara, queremos solazarnos en la gloria radiante de su rostro. Todo judío lo esperaba, basado en la amada bendición de Israel:
“Jehová te bendiga y te guarde; Jehová haga resplandecer su rostro sobre ti y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro y ponga en ti paz.” (Números 6:24-26)
Esta esperanza, cristalizada en esta bendición, se convirtió en una promesa para los cristianos. Juan dice: “Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando El se manifieste, seremos semejantes a El, porque le veremos tal como El es. Aquí tenemos su promesa: Nosotros le veremos tal como El es. Los teólogos llaman a esta expectativa futura la Visión Beatífica. Veremos a Dios tal como El es. Esto significa que algún día veremos a Dios cara a cara. No veremos el reflejo de su gloria desde una zarza ardiente o en la columna de fuego. Le veremos tal como El es, en su pureza y en su esencia divina.
Ahora es imposible que nosotros veamos a Dios en su esencia divina. Antes tenemos que ser purificados. Cuando Jesús enseñó las bienaventuranzas, prometió esto a un grupo selecto: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mat. 5:8). En este mundo, ninguno de nosotros es puro de corazón y esa impureza nos impide ver a Dios. El problema no radica en nuestros ojos, sino en nuestro corazón. Hasta que nos encontremos purificados y totalmente santificados en el cielo, seremos capaces de verlo cara a cara
Por encima de El había serafines; cada uno tenía seis alas, con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. (Isaías 6:2)
Los serafines no son seres humanos pecadores con corazones impuros. Pero siendo seres angélicos son criaturas, y a pesar de su elevada posición como participantes de los ejércitos celestiales, tienen que cubrir sus ojos para no ver directamente el rostro de Dios. Es terrible y maravilloso cómo fueron hechos, dotados por su Creador con un par de alas especiales para cubrir sus rostros en su majestuosa presencia. Estos serafines tienen además un segundo par de alas con el cual cubren sus pies. Esto no es una especie de zapatos angélicos para proteger la planta de sus pies o facilitarles su caminar en el templo celestial. La razón para esto es similar a la de la experiencia de Moisés con la zarza ardiente:
Y se le apareció el ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía.
Entonces Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema.
Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí.
Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás tierra santa es. (Éxodo 3:2-5)
Dios mandó a Moisés quitarse sus zapatos, pues se encontraba sobre un terreno santificado por su presencia. Quitarse los zapatos era un medio por el cual Moisés reconocía que él era de la tierra - terrenal. Los pies humanos, a veces llamados “pies de barro” simbolizan nuestra condición de criaturas. Son ellos los que nos conectan a la tierra.
Los serafines no son de la tierra, sus pies no son de barro, y siendo ángeles son espirituales. Sin embargo, son criaturas, y las imágenes de la visión de Isaías sugieren que también se tienen que cubrir los pies reconociendo que son criaturas en la exaltada presencia de Dios.
Es aquí donde encontramos la esencia de la visión de Isaías. El canto de los serafines revela el asombroso mensaje de este texto. “Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3). Este canto es la repetición de una sola palabra – santo. Esta palabra se canta tres veces seguidas, dándole a la iglesia su más majestuoso himno. Este canto es llamado el trisagión que significa el “tres veces santo.”
Es fácil pasar por alto el significado de la repetición de la palabra santo. Esta expresión literaria que se encuentra en las formas hebreas de literatura, especialmente en la poesía, es una forma de énfasis. En el idioma español, para enfatizar la importancia de algo, tenemos varios recursos para escoger. Podemos subrayar las palabras importantes o escribirlas con letras itálicas o marcadas. Podemos agregarle signos de exclamación o distinguirlas con comillas. Todo esto es para llamar la atención del lector a algo que es especialmente importante.
Los judíos del Antiguo Testamento tenían diferentes técnicas para indicar énfasis. Una de ellas era el método de la repetición. Jesús usó la repetición de palabras, “De cierto, de cierto os digo.”
Aquí el doble uso de la frase “de cierto” significaba que iba a decir algo muy importante. La palabra traducida “cierto” es amén. Usualmente nosotros pensamos de amén como algo que se dice al finalizar un sermón o una oración. Significa simplemente “es cierto.” Jesús la usó como prefacio en lugar de como respuesta.
En Génesis 14 encontramos un uso humorístico de la técnica de la repetición. La historia de la batalla de los reyes en el Valle de Sidim menciona algunos hombres que se cayeron en unos pozos de asfalto que había en la región. Algunos traductores los llaman pozos de asfalto o pozos de betún, o simplemente grandes pozos. ¿Qué clase de pozos eran éstos, cuya traducción parece tan confusa? El hebreo no es claro. El texto original simplemente da la palabra en hebreo para pozo y después la repite diciendo literalmente “pozos-pozos.” Los judíos querían decir con esto que había pozos, y que había “pozos-pozos”. Algunos pozos son más pozos que otros pozos. Estos pozos – “los pozos-pozos” – eran muchos más pozos que los otros pozos. Una cosa es caer en un pozo, pero si uno cae en un pozo-pozo, entonces está en graves problemas.
En raras ocasiones la Biblia repite algo hasta el tercer grado. Mencionar algo tres veces seguidas, es elevarlo a su grado superlativo y adjudicarle un énfasis de super importancia. Por ejemplo, el terrible juicio de Dios se declara en el libro de Apocalipsis por un ángel que gritaba en medio del cielo “¡Ay, ay, ay de los que moran en la tierra!” (Apocalipsis 8:13). O también se ve en la burla sarcástica del sermón de Jeremías sobre el templo, cuando reprendía al pueblo por haberlo invocado con hipocresía, “¡Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste!” (Jeremías 7:4).
En las Sagradas Escrituras sólo una vez un atributo de Dios se eleva al tercer grado. Sólo una vez encontramos una característica de Dios mencionada tres veces en sucesión. La Biblia dice que Dios es santo, santo, santo. No que El es santo, o aun santo, santo. El es santo, santo, santo. La Biblia nunca dice que Dios es amor, amor, amor; o misericordia, misericordia, misericordia; o ira, ira, ira; o justicia, justicia, justicia. Dice que El es santo, santo, santo; que toda la tierra está llena de su gloria.
Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. (Isaías 6:4)
Una encuesta reciente sobre gente que solía ser miembro de una iglesia y dejó de asistir, revela que la razón principal de su alejamiento es que encontraban la iglesia aburrida. Es difícil para mucha gente encontrar en la adoración una experiencia emocionante y conmovedora. Vemos aquí que cuando Dios se apareció en el templo, las puertas y los quiciales se estremecieron. La materia muerta de las puertas, los quiciales inanimados, la madera y el metal, que no podían oír ni hablar, tuvieron el buen juicio de estremecerse por la presencia de Dios. Literalmente el texto dice que fueron sacudidas. Comenzaron a temblar ante El.
¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al rey, Jehová de los ejércitos. (Isaías 6:5)
Las puertas del templo no fueron lo único que se conmovió. Lo que más tembló en aquel edificio fue el cuerpo de Isaías. Cuando él vio al Dios viviente, el monarca reinante del universo desplegado ante sus ojos en toda su santidad, Isaías exclamó “¡Ay de mí!”
La exclamación de Isaías suena extraña a los oídos modernos. Es raro oír a la gente hoy usar la expresión “¡Ay de mí!” Puesto que esta frase suena anticuada y arcaica, algunos traductores modernos prefieren sustituirla. Esto es un error serio. La expresión “¡Ay de mí!” es crucialmente bíblica y no podemos permitirnos ignorarla. Tiene un significado especial.
Cuando pensamos en los “ayes” pensamos en los problemas presentados en los melodramas de las películas antiguas. Los Peligros de Paulina muestran a la heroína retorciendo sus manos en angustia mientras el cruel propietario venía a confiscarle su propiedad. O el Super Ratón volaba desde su nube para rescatar a su novia que había sido amarrada a los rieles del tren por Harry el Malvado mientras ella gritaba “¡Ay de mí!”
A la expresión ¡ay de mí! le ha sucedido lo mismo que a otras expresiones pasadas de moda. La única lengua que todavía conserva esta expresión es el Yiddish. Los judíos modernos aún declaran su frustración exclamando “¡Oy bay!” que es la expresión abreviada de la expresión completa Oy bay ist mer. “Oy bay” es en Yiddish “Oh, ay,” una abreviación de la expresión completa “¡Oh, ay de mí!”
La fuerza completa de la exclamación de Isaías debe considerarse en el contexto del uso del lenguaje bíblico. La forma más frecuente para referirse a los mensajes de los profetas era “oráculo.” Los oráculos eran mensajes provenientes de Dios; podían ser buenos o malos. Los oráculos positivos empezaban con la palabra “bienaventurado.” En el Sermón del Monte Jesús usó este tipo de oráculo diciendo, “bienaventurados los pobres en espíritu, bienaventurados los que lloran, bienaventurados los que tienen hambre y sed.” Sus oyentes entendían que El estaba usando la fórmula profética, el oráculo que traía buenas noticias.
Pero Jesús también usaba la forma negativa del oráculo. Al pronunciar su airada denuncia contra los fariseos, les anunció el juicio de Dios diciendo, “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!” (Mateo 23:13-29). El repitió esto tantas veces que comenzó a sonar como una letanía. En los labios de un profeta la palabra ¡Ay! es un aviso de juicio. En la Biblia las naciones y los individuos son enjuiciadas pronunciando un oráculo de ¡ay!
La manera en que Isaías usó la palabra “Ay!” fue extraordinaria. Al ver al Señor, el pronunció el juicio de Dios sobre sí mismo. “¡Ay de mí!” exclamó, invocando el juicio de Dios, la severa maldición de juicio, sobre su propia cabeza. Era una cosa que un profeta maldijera a otra persona en el nombre de Dios, pero era otra cuando un profeta pronunciaba esa maldición sobre sí mismo.
Inmediatamente después de la maldición de juicio, Isaías gritó, “¡Soy muerto!” Lo que Isaías estaba expresando era lo que los psicólogos modernos describen como la experiencia de desintegración personal. Desintegrar se refiere a desintegrar. Integrar quiere decir unir las piezas. En las escuelas integradas, se coloca juntos a niños de diferentes razas para formar un cuerpo de estudiantes. La palabra integridad viene de esta raíz, sugiriendo a una persona cuya vida es íntegra, sana. En la terminología moderna decimos, “esa persona vive una vida íntegra.”
Isaías ben-Amoz era hombre de integridad, un hombre completo. Sus contemporáneos lo consideraban el hombre más recto de la nación y lo respetaban como un modelo de virtud. Pero cuando tuvo la repentina visión del Dios santo, en ese instante toda su autoestima fue sacudida. En un segundo su desnudez se descubrió ante la mirada de la norma más absoluta de santidad. Comparado con otros mortales, él podía sostener una alta opinión de sí mismo. Pero en el instante que él se midió con la norma suprema, él fue deshecho – moral y espiritualmente devastado. Fue desintegrado, desarticulado. Su sentido de integridad se derrumbó.
El repentino reconocimiento de su ruina estaba relacionado con su boca. El gritó, “Soy hombre de labios inmundos.” Nosotros habríamos esperado que dijera, “Soy hombre de hábitos impuros,” o, “Soy hombre de pensamientos impuros.” Pero en cambio se refirió a su boca diciendo “Tengo una boca sucia.” ¿Por qué este enfoque en su boca? Quizás una indicación respecto a esta expresión de Isaías se halla en las palabras de Jesús cuando El dijo que no es lo que entra a la boca sino lo que sale lo que contamina a los hombres. O podríamos ver el discurso sobre la lengua escrito por Santiago, el hermano del Señor:
La lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno. Porque toda naturaleza de bestias y de aves y de serpientes y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal. Con ella bendecimos al Dios y padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga? Hermanos míos, ¿puede acaso la higuera producir aceitunas o la vid higos? Así también ninguna fuente puede dar agua salada y dulce. (Santiago 3:6-12)
La lengua es un mal irrefrenable, llena de veneno. Esto es lo que Isaías estaba reconociendo. Pero él sabía que no estaba solo en este dilema, que toda la nación estaba infectada con bocas sucias: “Yo vivo en medio de gente de labios inmundos.” En un momento Isaías tuvo un entendimiento nuevo y radical del pecado. El vio que era invasivo en sí mismo y en todos los demás.
En un sentido, nosotros somos afortunados en que Dios no se nos aparezca como lo hizo a Isaías. ¿Quién podría soportarlo? Normalmente Dios nos revela nuestra pecaminosidad poco a poco, y el reconocimiento de nuestra corrupción es gradual. Pero a Isaías Dios le mostró su corrupción súbitamente. No es extraño que hubiese sido devastado. Isaías lo explicó de esta manera: “Mis ojos han visto al rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). El vio la santidad de Dios y por primera vez en su vida entendió quién era Dios; a la vez, por primera vez entendió quién era Isaías.
Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas. Y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. (Isaías 6:6-7)
Isaías se arrastraba gimiendo por su vileza. Todas las fibras nerviosas de su cuerpo temblaban mientras buscaba donde esconderse, orando que de alguna manera la tierra lo cubriera, el techo del templo lo sepultara, o algo, cualquier cosa, lo liberara de la santa mirada de Dios. Pero no había dónde esconderse. El estaba allí, desnudo y solo frente a Dios. A diferencia de Adán, no tenía a Eva para alentarlo, ni hojas de higuera que lo escondieran. Lo suyo era la esencia de la angustia moral, ésa que desgarra el corazón de un hombre y destroza su alma en pedazos. Culpa, culpa, culpa sin tregua brotaba por todos sus poros.
Pero el Dios santo es también el Dios de gracia, y no permitió que su siervo continuara postrado sin consuelo. Inmediatamente comenzó a limpiarlo y a restaurar su alma, enviando a uno de los serafines. El serafín voló rápidamente hacia el altar con unas tenazas, tomando del fuego un carbón encendido, demasiado caliente hasta para un ángel y se dirigió hacia Isaías.
El serafín presionó el carbón al rojo vivo contra los labios del profeta y los quemó. Los labios son una de las partes más sensibles del cuerpo humano, el punto de contacto para un beso. Pero lo que Isaías sintió fue la llama santa quemando su boca. El sintió el desagradable olor de la carne quemada, pero el olor fue mínimo en comparación con el intenso dolor de la quemadura. Esto fue una misericordia severa, un acto doloroso de limpieza. La herida de Isaías estaba siendo cauterizada, la inmundicia de su boca estaba siendo quemada; él estaba siendo refinado con el fuego santo.
Por medio de este acto divino de limpieza, Isaías experimentó un perdón más allá de la purificación de sus labios. El fue limpiado completamente, perdonado en su esencia, aunque no sin el terrible dolor del arrepentimiento. El experimentó más allá de una gracia superficial y de un simple “lo siento”. El lamentó su pecado, abrumado con angustia moral, y Dios envió un ángel para sanarlo. Su pecado fue quitado y su dignidad permaneció intacta. Su culpa se le quitó sin insultar su humanidad. La convicción que él sintió fue constructiva, no fue un castigo cruel e inusual. Un momento de carne quemada sobre sus labios trajo una sanidad que se extendería por toda la eternidad. En un momento el devastado profeta fue restaurado. Su boca fue purificada; él estaba limpio:
Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. (Isaías 6:8)
La visión de Isaías adquirió una nueva dimensión. Hasta entonces él había visto la gloria de Dios, había oído el canto de los serafines, había sentido el carbón ardiente sobre sus labios, pero ahora por primera vez escuchaba la voz de Dios. De repente, los ángeles callaron y la voz que la Escritura describe como el estruendo de muchas aguas resonó en todo el templo. Aquella voz hizo eco con las agudas preguntas: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”
Aquí vemos un patrón que se ha repetido en la historia. Cuando Dios se aparece, la gente tiembla con terror, luego Dios perdona y sana, para después enviar. El patrón que es el quebrantamiento precede a la misión. Cuando Dios preguntó, ¿a quién enviaré? Isaías entendió la fuerza de esa palabra. Ser enviado significaba funcionar como un emisario de Dios, ser vocero de la Deidad. En el nuevo testamento la palabra “apóstol” significa “enviado.” La contraparte al apóstol en el antiguo testamento era el profeta. Dios buscaba un voluntario que entrara al solitario y arduo oficio de profeta.
Fíjese en la respuesta de Isaías: “Heme aquí, envíame a mí.” Hay una diferencia crucial entre decir, “heme aquí” y decir, “aquí estoy.” Si hubiese dicho “aquí estoy,” simplemente hubiera indicado su localización. Pero él le estaba indicando a Dios algo más que su ubicación, y al decirle “heme aquí” estaba dando un paso al frente como voluntario. Su respuesta fue simplemente “Yo iré. No busques más, envíame a mí.”
Hay dos cosas importantes en la respuesta de Isaías. La primera es que a él no le sucedió como a Humpty-Dumpty en aquel canto infantil donde el señor Dumpty se cayó trágicamente porque nadie en el reino pudo reconstruirlo. Pero aunque Dumpty no era más frágil que Isaías quien se deshizo como huevo que cae al suelo, la diferencia está en que Dios tomó a este hombre destruido y después lo envió al ministerio. El tomó a un pecador y lo hizo un profeta; tomó a un hombre cuya boca era sucia y lo hizo su vocero.
La segunda cosa importante que aprendemos de este evento es que la obra de gracia de Dios sobre el alma de Isaías no aniquiló su identidad personal. Isaías dijo, “Heme aquí.” Isaías podía aun hablar en términos de su propio ser. El conservó su identidad y personalidad. Sin tratar de destruir el “yo,” como reclaman algunos que distorsionan el cristianismo, Dios redime la individualidad. El sana la individualidad para que pueda ser útil y realizarse en la misión para la cual la persona es llamada. La personalidad de Isaías fue completamente reconstruida, no aniquilada. Al salir del templo, él seguía siendo Isaías ben-Amoz. Seguía siendo la misma persona, pero con su boca limpia.
Los ministros no son dignos de su llamado. Todos los predicadores son vulnerables a la acusación de hipocresía. De hecho, mientras más fieles son los predicadores a la Palabra de Dios en su predicación, más expuestos están al cargo de hipocresía. ¿Por qué? Porque mientras más fieles son las personas a la Palabra de Dios, más elevado es el mensaje. Y mientras más elevado el mensaje, más lejos estarán de poder cumplirlo por sí mismos.
Yo me intimido internamente cuando predico en las iglesias acerca de la santidad de Dios. Puedo anticipar la respuesta de la gente. Ellos salen del santuario convencidos de que han estado en la presencia de un hombre santo. Puesto que me oyen hablar de la santidad, suponen que yo soy tan santo como el mensaje que predico. Es entonces que yo quisiera gritar “¡Ay de mí!”
Es peligroso asumir que por el hecho de ser atraído hacia el estudio de la santidad, una persona es santa. Hay una ironía aquí. Estoy seguro que la razón por la cual anhelo aprender de la santidad es precisamente porque no soy santo. Yo soy hombre profano, y es más el que tiempo que paso fuera del templo y de la presencia íntima de Dios que dentro de ellas. Sin embargo, he degustado suficiente de la majestad de Dios para anhelar más. Conozco lo que es ser perdonado y enviado a una misión. Mi alma clama por más. Mi alma necesita más.
Aplicando la Santidad de Dios a Nuestras Vidas
Mientras reflexiona sobre lo que ha aprendido y redescubierto acerca de la santidad de Dios, responda estas preguntas. Use un diario para registrar sus respuestas a la santidad de Dios, o discútalas con un amigo.
1. ¿Ha tenido alguna experiencia en la que la presencia de Dios lo ha sobrecogido, en la cual usted fue quebrantado por la presencia de Dios?
2. La respuesta de Isaías a la revelación de la santidad de Dios fue “¡Ay de mí!” ¿Cuál es su respuesta?
3. ¿En qué área necesita ser purificado usted por el fuego de la santidad de Dios?
4. Según se describe en este capítulo, ¿qué aspecto de la santidad de Dios lo mueve a usted a adorarle a El más plenamente?
5. Busque el himno “Santo, Santo Santo” en su himnario, y dele culto a Dios cantándole a El.