Читать книгу Escogidos por Dios - R. C. Sproul - Страница 8

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En nuestro conflicto a lo largo de la doctrina de la predestinación, debemos comenzar con una clara comprensión de lo que significa la palabra. Aquí afrontamos dificultades inmediatamente. Nuestra definición está a menudo influida por nuestra doctrina. Podríamos esperar que si recurriéramos a una fuente neutral para nuestra definición - una fuente como el diccionario de Webster - evitaríamos tal prejuicio. No tenemos tal suerte. (O debiera decir, tal providencia.) Consideremos los siguientes artículos en el Webster’s New Collegiate Dictionary.

predestinado: destinado o determinado de antemano; preordenado a una suerte o destino terrenal o eterno por decreto divino.

predestinación: la doctrina de que Dios, consecuentemente con su presciencia de todos los eventos, guía infaliblemente a los que están destinados para salvación.

predestinar: destinar, decretar, determinar, designar o establecer de antemano.

No estoy seguro de cuánto podemos aprender de estas definiciones del diccionario, aparte de que Noah Webster debe de haber sido luterano. Lo que podemos deducir, sin embargo, es que la predestinación tiene algo que ver con relación a nuestro destino final, y que algo se hace acerca de ese destino por parte de alguien antes que lleguemos allí. El pre de predestinación se refiere al tiempo. Webster habla de “antemano”. Destino se refiere al lugar a donde vamos, como vemos en el uso normal de la palabra destino.

Cuando llamo a mi agente de viajes para reservar un vuelo, pronto surge la pregunta: “¿Cuál es su destino?” A veces, la pregunta se expresa de forma más simple: “¿A dónde va usted?” Nuestro destino es el lugar a donde vamos. En teología se refiere a uno de dos lugares: o bien vamos al cielo, o vamos al infierno. En cualquiera de los dos casos no podemos cancelar el viaje. Dios sólo nos da dos opciones finales. La una o la otra es nuestro destino final. Aun el catolicismo romano, que tiene otro lugar al otro lado del sepulcro, el purgatorio, considera éste como una parada intermedia a lo largo del viaje. Sus viajeros siguen la ruta local, mientras que los protestantes prefieren la ruta directa.

Lo que la predestinación significa, en su forma más elemental, es que nuestro destino final, el cielo o el infierno, está decidido por Dios no sólo antes de llegar allí, sino aún antes de que nazcamos. Nos enseña que nuestro destino final está en las manos de Dios. Otra forma de decirlo es ésta: Desde toda la eternidad, antes de que viviésemos, Dios decidió salvar a algunos miembros de la raza humana y dejar que el resto pereciera. Dios hizo una elección: escogió algunos individuos para ser salvados y gozar de eterna bienaventuranza en el cielo, y al otro lado escogió pasar por alto a otros, dejándoles seguir las consecuencias de sus pecados en el tormento eterno del infierno.

Esta es una afirmación dura, cualquiera que sea la forma en que la enfoquemos. Nos preguntamos: “¿Tienen algo que ver nuestras vidas individuales con la decisión de Dios? Aun cuando Dios haga su elección antes de que nazcamos, El conoce aún todo acerca de nuestras vidas antes que las vivamos. ¿Toma El en consideración ese conocimiento previo de nosotros cuando toma su decisión?” La forma en que respondamos a esa última pregunta determinará si nuestra idea de la predestinación es reformada o no. Recordemos que anteriormente afirmamos que prácticamente todas las iglesias tienen alguna doctrina de la predestinación. La mayoría de las iglesias están de acuerdo en que la decisión de Dios es tomada antes que nazcamos. La cuestión radica en la pregunta: “¿Sobre qué base toma Dios esa decisión?”

Antes de comenzar a responder eso, debemos aclarar un punto más. Frecuentemente, la gente piensa acerca de la predestinación con respecto a cuestiones cotidianas acerca de accidentes de tráfico y cosas parecidas. Se preguntan si Dios decretó que los yanquis ganaran el campeonato mundial o si el árbol cayó sobre su coche por una ordenanza divina. Aun las pólizas de seguros tienen cláusulas que se refieren a los “actos de Dios”. Cuestiones como estas se tratan normalmente en teología bajo el epígrafe de la Providencia. Nuestro estudio se fija en la predestinación en el sentido estricto, restringiéndola a la cuestión final de la salvación o condenación predestinadas, lo que llamamos elección y reprobación. Las otras cuestiones son interesantes e importantes, pero están fuera de los límites de este libro.

La soberanía de Dios

En la mayoría de las discusiones acerca de la predestinación, existe una gran preocupación acerca de proteger la dignidad y libertad del hombre. Debemos también observar la importancia crucial de la soberanía de Dios. Si bien Dios no es una criatura, es persona en sí misma, con una dignidad y libertad supremas. Somos conscientes de los intrincados problemas que rodean la relación entre la soberanía de Dios y la libertad humana. Debemos también ser conscientes de la estrecha relación entre la soberanía y la libertad de Dios. La libertad de un soberano es siempre mayor que la libertad de sus súbditos.

Cuando hablamos de la soberanía divina, estamos hablando acerca de la autoridad de Dios y el poder de Dios. Como soberano, Dios es la suprema autoridad del cielo y la Tierra. Toda otra autoridad es una autoridad inferior. Cualquier otra autoridad que exista en el universo se deriva y es dependiente de la autoridad de Dios. Todas las demás formas de autoridad existen bien por el mandato de Dios o bien con su permiso.

La palabra autoridad contiene dentro de sí la palabra autor. Dios es el autor de todas las cosas sobre las cuales tiene autoridad. El creó el universo. Es el propietario del universo. Dicha propiedad le da ciertos derechos. Puede hacer con su universo lo que agrade a su santa voluntad. Asimismo todo poder en el universo fluye del poder de Dios. Todo poder en este universo está subordinado a El. Aun satanás carece de poder sin el soberano permiso de Dios para actuar.

El cristianismo no es dualismo. No creemos en dos poderes iguales entablando una lucha eterna por la supremacía. Si satanás fuese igual a Dios, no tendríamos confianza ni esperanza alguna de que el bien triunfase sobre el mal. Estaríamos destinados a un eterno equilibrio entre dos fuerzas iguales y opuestas.

Satanás es una criatura. Sin duda es malvado, pero aun su maldad está sometida a la soberanía de Dios, como lo está nuestra propia maldad. La autoridad de Dios es final; su poder es omnipotente. El es el soberano.

Una de mis tareas como profesor de seminario es enseñar la teología de la Confesión de Fe de Westminster. La confesión de Westminster ha sido el documento confesional central del presbiterianismo histórico. Expresa las doctrinas clásicas de la iglesia Presbiteriana.

En cierta ocasión, mientras enseñaba en este curso, anuncie a mi clase nocturna que la siguiente semana estudiaríamos la sección de la confesión que trata de la predestinación. Puesto que la clase nocturna estaba abierta al público, mis estudiantes se precipitaron a invitar a sus amigos a la interesante discusión. La siguiente semana la clase estaba abarrotada de estudiantes e invitados. Comencé la clase leyendo los primeros renglones del capitulo 3 de la Confesión de Westminster:

Dios, desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede.

Detuve la lectura en ese punto. Pregunté: “¿Hay alguien en esta clase que no crea las palabras que acabo de leer?” Se levantó una multitud de manos. Entonces pregunté: “¿Hay algunos ateos convencidos en la habitación?” Ninguna mano se levantó. Entonces dije algo ofensivo: “Todos los que levantaron la mano a la primera pregunta deberían haber levantado la mano a la segunda pregunta.”

Mi afirmación fue recibida por un coro de murmullos y protestas. ¿Cómo podía yo acusar a alguien de ateísmo por no creer que Dios preordena todo lo que sucede? Los que protestaron contra estas palabras no estaban negando la existencia de Dios. No estaban protestando contra el cristianismo. Estaban protestando contra el calvinismo.

Traté de explicar a la clase que la idea de que Dios preordena todo lo que sucede no es una idea peculiar al calvinismo. No es ni siquiera peculiar al cristianismo. Es simplemente un principio del teísmo, un principio necesario del teísmo.

Que Dios en algún sentido, preordena todo lo que sucede es un resultado necesario de su soberanía. En sí mismo no arguye a favor del calvinismo. Solamente declara que Dios es absolutamente soberano sobre su creación. Dios puede preordenar las cosas de diferentes maneras. Pero todo lo que sucede debe, al menos, suceder con su permiso. Si El permite algo, entonces debe decidir permitirlo. Si decide permitir algo, entonces en un sentido lo está preordenando. ¿Quién, entre los cristianos, argumentaría que Dios no podrá impedir que ocurriese algo en este mundo? Si Dios así lo desea, tiene poder para parar el mundo entero.

Decir que Dios preordena todo lo que sucede es decir simplemente que Dios es soberano sobre toda su creación. Si algo pudiera suceder aparte de su permiso soberano, entonces lo que sucediese frustraría su soberanía. Si Dios rehusara permitir que algo sucediera y sucediese a pesar de todo, entonces cualquiera que fuese lo que lo hizo suceder, tendría más autoridad y poder que Dios mismo. Si hay alguna parte de la creación fuera de la soberanía de Dios, entonces Dios simplemente no es soberano. Si Dios no es soberano, entonces Dios no es Dios.

Si hay una sola molécula en este universo que esté suelta y totalmente libre de la soberanía de Dios, entonces no tenemos garantía de que ni una sola promesa de Dios se cumpla jamás. Quizá esa molécula indómita destruya los grandes y gloriosos planes que Dios ha hecho y nos ha prometido. Como un grano de arena en el riñón de Oliver Cromwell cambió el curso de la historia de Inglaterra, así nuestra indómita molécula podría cambiar el curso de toda la historia de la redención. Es posible que una molécula sea lo que impida a Cristo regresar.

Hemos oído la historia: Por falta de un clavo se perdió la herradura; por falta de la herradura se perdió el caballo; por falta del caballo se perdió el jinete; por falta del jinete se perdió la batalla; por falta de la batalla se perdió la guerra. Recuerdo mi angustia cuando oí que Bill Vukovich, el mejor piloto de su época, se mató en un accidente en las 500 millas de Indianapolis. Posteriormente se descubrió que el fallo se debió a un pasador que costaba 10 centavos.

Bill Vukovich controlaba de manera asombrosa los coches de carreras. Era un magnífico conductor. Sin embargo, no era soberano. Una pieza de mínimo valor le costó la vida. Dios no tiene que preocuparse de que haya pasadores de 10 centavos que arruinen sus planes. No existen moléculas indómitas moviéndose libremente. Dios es soberano. Dios es Dios.

Mis estudiantes comenzaron a ver que la soberanía divina no es un asunto peculiar al calvinismo, ni siquiera al cristianismo. Sin soberanía, Dios no puede ser Dios. Si rechazamos la soberanía divina, entonces debemos abrazar el ateísmo. Este es el problema que todos afrontamos. Debemos aferramos con todas nuestras fuerzas a la soberanía de Dios. Sin embargo, debemos hacerlo de tal manera que no violemos la libertad humana.

En este punto debería hacer para el lector lo que hice para mis estudiantes en la clase nocturna: terminar la declaración de la Confesión de Westminster. La declaración completa dice lo siguiente:

Dios, desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede; y sin embargo, de tal manera que ni Dios es el autor del pecado, ni hace violencia a la voluntad de las criaturas, ni quita la libertad o contingencia de las causas segundas, sino que las establece.

Nótese que mientras que afirma la soberanía de Dios sobre todas las cosas, la confesión también afirma que Dios no hace maldad o viola la libertad humana. La libertad humana y el mal están bajo la soberanía de Dios.

La soberanía de Dios y el problema del mal

Sin duda alguna, la cuestión más difícil de todas es cómo el mal puede coexistir con un Dios que es totalmente santo y totalmente soberano. Me temo que la mayoría de los cristianos no se dan cuenta de la profunda severidad de este problema. Los escépticos llaman este asunto el “talón de Aquiles del cristianismo”.

Recuerdo vívidamente la primera vez que sentí el dolor de este espinoso problema. Yo era nuevo en la facultad y había sido cristiano durante unas semanas solamente. Estaba jugando al pimpón en el salón del dormitorio de hombres cuando, en mitad de una bolea, me sobrevino el pensamiento: Si Dios es totalmente justo, ¿Cómo puede haber creado un universo donde esté presente el mal? Si todas las cosas proceden de Dios, ¿no procede de El también el mal?. Entonces, como ahora, me di cuenta de que el mal era un problema para la soberanía de Dios. ¿Se introdujo el mal en el mundo contra la voluntad soberana de Dios? En ese caso, El no es absolutamente soberano. Si no, debemos concluir que en algún sentido, aun el mal ha sido preordenado por Dios.

Durante años busqué la respuesta a este problema, explorando las obras de teólogos y filósofos. Encontré algunos intentos ingeniosos de resolver el problema, pero hasta ahora, nunca he encontrado una respuesta plenamente satisfactoria. La solución más común que oímos para este dilema es una simple referencia al libre albedrío del hombre. Oímos afirmaciones tales como: “El mal se introdujo en el mundo por el libre albedrío del hombre. El hombre es el autor del pecado, no Dios.”

Sin duda, esa afirmación encaja con el relato bíblico del origen del pecado. Sabemos que el hombre fue creado con libre albedrío y que el hombre libremente escogió pecar. No fue Dios quien cometió el pecado, fue el hombre. El problema, sin embargo, aún persiste. ¿De dónde sacó el hombre la más mínima inclinación a pecar? Si fue creado con algún deseo de pecar, entonces se arroja una sombra sobre la integridad del Creador. Si fue creado sin deseo alguno de pecar, entonces debemos preguntar de dónde vino ese deseo.

El misterio del pecado está ligado a nuestro entendimiento del libre albedrío, el estado del hombre en la creación y la soberanía de Dios. La cuestión del libre albedrío es tan vital para nuestro entendimiento de la predestinación, que dedicaré un capítulo entero al tema. Hasta entonces restringiremos nuestro estudio a la cuestión del primer pecado del hombre.

¿Cómo pudieron caer Adán y Eva? Ellos fueron creados buenos. Podríamos sugerir que su problema fue la astucia de satanás. Satanás los engañó; los embaucó para que comiesen del fruto prohibido. Podríamos suponer que la serpiente fue tan aduladora que embaucó totalmente a nuestros primeros padres.

Esta explicación conlleva varios problemas. Si Adán y Eva no se dieron cuenta de lo que estaban haciendo, si fueron totalmente embaucados, entonces el pecado habría sido todo de satanás. Pero la Biblia deja claro que a pesar de su astucia, la serpiente habló desafiando directamente el mandamiento de Dios. Adán y Eva habían oído a Dios promulgar su prohibición y advertencia. Oyeron a satanás contradiciendo a Dios. La decisión estaba clara ante ellos. No podían apelar a la astucia de satanás para excusarse. Aun si satanás no hubiera sólo embaucado sino forzado a Adán y Eva a pecar, aún no estamos libres de nuestro dilema. Si hubieran podido decir con razón: “El diablo nos hizo hacerlo”, aún tendríamos que afrontar el problema del pecado del diablo. ¿De dónde procede el diablo? ¿Cómo consiguió transmutar de lo divino a diabólico?

Tanto si estamos hablando de la Caída del hombre o de la caída de Satanás, estamos tratando aún el problema de criaturas buenas que se vuelven malas. Oímos la explicación “fácil” de que el mal vino a través del libre albedrío de la criatura. Se dice que el libre albedrío es una buena cosa, y el que Dios nos dé libre albedrío no hace recaer la culpa sobre El. En la creación, al hombre le fue dada la capacidad para pecar y la capacidad para no pecar. El escogió pecar. Pero la cuestión queda: “¿Por que?”

Aquí radica el problema. Antes que una persona pueda cometer un acto de pecado, ha de tener primero un deseo de realizar ese acto. La Biblia nos dice que las malas acciones fluyen de los malos deseos. Pero la presencia de un deseo malo es ya pecado. Pecamos porque somos pecadores. Nacimos con una naturaleza de pecado. Somos criaturas caídas. Pero Adán y Eva no fueron creados caídos. No tenían una naturaleza de pecado. Eran criaturas buenas con libre albedrío. Sin embargo, escogieron pecar. ¿Por qué? No lo se. Ni he encontrado aún a alguien que lo sepa.

A pesar de este intrincado problema, debemos afirmar aún que Dios no es el autor del pecado. La Biblia no revela las respuestas a todas nuestras preguntas. Revela la naturaleza y el carácter de Dios. Una cosa es absolutamente negada: que Dios pudiera ser el autor o realizador del pecado.

Pero este capítulo trata de la soberanía de Dios. Nos queda aún por responder la pregunta de que, dado el hecho del pecado humano, ¿cómo se relaciona éste con la soberanía de Dios? Si es cierto que en algún sentido, Dios preordena todo lo que sucede, entonces se sigue sin duda que Dios debe de haber preordenado la entrada del pecado en el mundo. Eso no quiere decir que Dios obligara a que ocurriera, o que impusiera el mal a su creación. Lo único que significa es que Dios debe de haber decidido permitir que ocurra. Si no permitió que ocurriese, entonces no podía haber ocurrido, pues de otra forma no sería soberano.

Sabemos que Dios es soberano porque sabemos que Dios es Dios. Por tanto, debemos concluir que Dios preordenó el pecado. ¿Qué otra cosa podemos concluir? Debemos concluir que la decisión de Dios de permitir que el pecado entrase en el mundo fue una buena decisión. Esto no quiere decir que nuestro pecado es realmente algo bueno, sino meramente que el que Dios nos permita cometer el pecado (que es malo) es algo bueno. El que Dios permita el mal es bueno, pero el mal que el permite es aún mal. La implicación de Dios en todo esto es perfectamente justa. Nuestra implicación en ello es inicua. El hecho de que Dios decidiese permitirnos pecar no nos absuelve de nuestra responsabilidad por el pecado.

Una objeción que oímos con frecuencia, es que si Dios conocía de antemano que nosotros íbamos a pecar, ¿por que nos creó en primer lugar? Un filósofo expresó el problema de esta manera: “Si Dios sabía que nosotros pecaríamos pero no lo impidió, entonces no es ni omnipotente ni soberano”. Si podía impedirlo pero escogió no hacerlo, entonces no es ni amoroso ni benévolo.” Mediante este enfoque Dios aparece como malo, no importa cómo respondamos a la pregunta.

Debemos asumir que Dios sabía de antemano que el hombre caería. Debemos también asumir que El pudiera haber intervenido para impedirlo. O pudiera haber escogido no crearnos en absoluto. Concedemos todas estas posibilidades hipotéticas. Para empezar, sabemos que El sabía que cayéramos, y que siguió adelante y nos creó a pesar de todo. Pero, ¿por qué tiene que significar eso que El no es amoroso? También sabía de antemano que iba a llevar a cabo un plan de redención para su creación caída que incluiría una perfecta manifestación de su justicia y una perfecta expresión de su amor y misericordia. Fue ciertamente un acto de amor por parte de Dios predestinar la salvación de su pueblo, los que la Biblia llama sus “elegidos” o escogidos.

Son los no elegidos los que constituyen el problema. Si algunos no son elegidos para salvación, entonces pareciera que Dios no es amoroso en cuanto a ellos. Para ellos, parece que hubiera sido más amoroso por parte de Dios, no haber permitido que nacieran. Ese ciertamente, pudiera ser. Pero tenemos que hacer la pregunta verdaderamente difícil: ¿Existe alguna razón para que un Dios justo deba dar amor a una criatura que le odia y se rebela constantemente contra su divina autoridad y santidad?

La objeción suscitada por el filósofo implica que Dios le debe su amor a tales criaturas pecaminosas. Esto es, lo que se da por supuesto sin palabras, es que Dios está obligado a ser clemente para con los pecadores. Lo que el filósofo pasa por alto es que si la gracia está obligada, ya no es gracia. La esencia misma de la gracia es que es inmerecida. Dios siempre se reserva el derecho de tener misericordia de quien quiera tener misericordia. Dios puede deberle justicia a la gente, pero nunca misericordia.

Es importante indicar una vez más que éstos problemas surgen a todos los cristianos que creen en un Dios soberano. Estas cuestiones no son peculiares a una idea concreta de la predestinación. La gente argumenta que Dios es suficientemente amoroso como para proveer un camino de salvación para todos los pecadores. Puesto que el calvinismo restringe la salvación sólo a los elegidos, parece requerir un Dios menos bondadoso. Al menos en la superficie, parece que una idea no calvinista provee una oportunidad para que se salven grandes multitudes de personas que no hubieran sido salvadas en la idea calvinista.

Una vez más, esta cuestión afecta temas que han de ser desarrollados más plenamente en capítulos posteriores. Por ahora permítaseme decir simplemente que, si la decisión final para la salvación de pecadores caídos fuese dejada en las manos de éstos, nos despojaríamos de toda esperanza en cuanto a que alguien fuese salvado.

Cuando consideramos la relación de un Dios soberano con un mundo caído, afrontamos básicamente cuatro opciones:

1. Dios pudo decidir no proveer una oportunidad para que alguien fuese salvado.

2. Dios pudo proveer una oportunidad para que todos fuesen salvados.

3. Dios pudo intervenir directamente para asegurar la salvación de todos.

4. Dios pudo intervenir directamente y asegurar la salvación de algunos.

Todos los cristianos descartan inmediatamente la primera opción. La mayoría de los cristianos descartan la tercera. Afrontamos el problema de que Dios salva a algunos y no a todos. El calvinismo corresponde a la cuarta opción. La idea calvinista de la predestinación enseña que Dios interviene activamente en las vidas de los elegidos para hacer absolutamente segura la salvación. Por supuesto, los demás son invitados a Cristo y se les da una “oportunidad” para ser salvados “si quieren”. Pero el calvinismo da por supuesto que sin la intervención de Dios, nadie querría jamás a Cristo. Nadie escogería jamás a Cristo por sí mismo.

Este es precisamente el punto en disputa. Las ideas no reformadas de la predestinación asumen que a toda persona caída le queda la capacidad de escoger a Cristo. Al hombre no se le considera tan caído que requiera la intervención directa de Dios hasta el grado que afirma el calvinismo. Todas las ideas no reformadas dejan en manos del hombre el dar el voto decisivo en su destino eterno. Según estas ideas, la mejor opción es la segunda. Dios provee oportunidades para que todos sean salvados. Pero ciertamente, no existe una igualdad de oportunidades, puesto que grandes multitudes de gente mueren sin haber oído jamás el Evangelio.

El no reformado objeta a la cuarta opción, porque limita la salvación a un grupo selecto que Dios escoge. El reformado objeta a la segunda opción porque ve que la oportunidad universal de salvación no provee lo suficiente para salvar a nadie. El calvinista ve a Dios haciendo mucho más por la raza humana caída a través de la cuarta opción que a través de la segunda. El no calvinista ve justamente lo contrario. Piensa que dar una oportunidad universal, aunque esté lejos de asegurar la salvación de nadie, es más benévolo que asegurar la salvación de algunos y no de otros.

El desagradable problema que tiene el calvinista, se ve en la relación de las opciones tercera y cuarta. Si Dios puede, y de hecho escoge, asegurar la salvación de algunos, ¿por qué no asegura la salvación de todos?

Antes de tratar de responder a esa pregunta, permítaseme primero indicar que éste no es simplemente un problema calvinismo. Todo cristiano debe sentir el peso de este problema. En primer lugar, afrontamos la cuestión: “¿Tiene Dios el poder para asegurar la salvación de todos?” Ciertamente está dentro del poder de Dios cambiar el corazón de todo pecador impertinente y llevar a este hacia sí. Si carece de tal poder, entonces no es soberano. Si tiene ese poder, ¿por qué no lo usa con todos?

El pensador no reformado responde en general diciendo que el hecho de que Dios imponga su poder a personas reacias es violar la libertad del hombre. Violar la libertad del hombre es pecado. Puesto que Dios no puede pecar, no puede imponer unilateralmente su gracia salvadora a pecadores reacios. Forzar al pecador a que quiera, cuando el pecador no quiere, es hacer violencia al pecador. La idea es que al ofrecer la gracia del Evangelio, Dios hace todo lo que puede para ayudar al pecador a ser salvo. El tiene suficiente poder para forzar a los hombres, pero el uso de tal poder sería ajeno a la justicia de Dios.

Eso no proporciona mucho consuelo al pecador en el infierno. El pecador en el infierno debe de estar preguntando: “Dios, si tú realmente me amabas, ¿por qué no me forzaste a creer? Preferiría que mi libre albedrío fuese violentado que estar aquí en este lugar de tormento eterno.” Aun así, las súplicas de los condenados no determinarían la justicia de Dios, si de hecho fuese erróneo que Dios se impusiera a la voluntad de los hombres. La pregunta que el calvinismo hace es: “¿Qué hay de erróneo en que Dios obre la fe en el corazón del pecador?”

A Dios no se le requiere que busque el permiso del pecador para hacer con este, lo que le plazca. El pecador no escogió su país de nacimiento, a sus padres, ni aun nacer en absoluto. Tampoco pidió nacer con una naturaleza caída. Todas estas cosas fueron determinadas por la decisión soberana de Dios. Si Dios hace todo esto que afecta al destino eterno del pecador, ¿qué habría de erróneo en que El dicta un paso más para asegurar su salvación? ¿Qué querrá decir Jeremías cuando clamó: “Me sedujiste, oh Señor, y fui seducido.” (Jer.20:7)? Ciertamente, Jeremías no invitó a Dios a seducirle.

La cuestión permanece: ¿Por qué salva Dios solamente a algunos? Si concedemos que Dios puede salvar a los hombres forzando sus voluntades, ¿por qué entonces no fuerza la voluntad de todos y les lleva a todos a la salvación? (Estoy utilizando aquí la palabra forzar no porque piense que existe un forzamiento erróneo, sino porque los no calvinistas insisten en este término.)

La única respuesta que puedo dar a esta pregunta es que no lo se. No tengo ni idea de por qué Dios salva a algunos pero no a todos. No dudo por un momento que Dios tenga poder para salvar a todos, pero se que no escoge salvar a todos. No se por que. Una cosa sí se. Si agrada a Dios salvar a algunos y no a todos, nada hay en ello que sea erróneo. Dios no está obligado a salvar a nadie. Si escoge salvar a algunos, esto en ninguna manera le obliga a salvar al resto. Una vez más, la Biblia insiste que es la prerrogativa divina de Dios tener misericordia de quien quiera tener misericordia.

La alarma que oye gritar el calvinista generalmente en este punto es: “¡Eso no es equitativo!” ¡Pero… ¿qué se da a entender por equidad aquí? Si por equidad queremos decir igualdad, entonces desde luego, la protesta es acertada. Dios no trata a todos los hombres por igual. Nada podría estar más claro en la Biblia que eso. Dios se apareció a Moisés de una manera en que no se apareció a Hammurabi. Dios concedió a Israel bendiciones que no concedió a Persia. Cristo se apareció a Pablo en el camino de Damasco de una manera en que no se manifestó a Pilato. Dios, simplemente, no ha tratado a todo ser humano en la Historia exactamente de la misma manera. Esto es obvio.

Probablemente lo que se quiere decir por “equitativo” en la protesta es “justo”. No parece justo que Dios escoja a algunos para recibir su misericordia, mientras que otros no reciben el beneficio de la misma. Para tratar este problema debemos llevar a cabo una breve pero importante reflexión. Demos por supuesto que todos los hombres son culpables de pecado a los ojos de Dios. De esa masa de humanidad culpable, Dios decide soberanamente conceder misericordia a algunos de ellos. ¿Qué recibe el resto? Recibe justicia. Los salvados reciben misericordia y los no salvados reciben justicia. Nadie recibe injusticia.

La misericordia no es justicia. Pero tampoco es injusticia. Observemos el siguiente gráfico:


Hay justicia y hay no justicia. La no justicia incluye todo lo que está fuera de la categoría de justicia. En la categoría de no justicia encontramos dos subconceptos, injusticia y misericordia. La misericordia es una buena forma de no justicia, mientras que la injusticia es una mala forma de no justicia. En el plan de la salvación, Dios no hace nada malo. Nunca comete injusticia alguna. Algunos reciben la justicia que merecen, mientras que otros reciben misericordia. Una vez más, el hecho de que uno recibe misericordia no exige que los demás la reciban también. Dios se reserva el derecho de conceder clemencia.

Como ser humano, yo pudiera preferir que Dios concediese su misericordia a todos por igual, pero no puedo demandarlo. Si a Dios no le agrada dispensar su misericordia salvadora a todos los hombres, entonces debo someterme a su santa y justa decisión. Dios jamás, jamás, está obligado a ser misericordioso hacia los pecadores. Este es el punto que debemos enfatizar si hemos de comprender la plena medida de la gracia de Dios.

La verdadera cuestión es por qué Dios se inclina a ser misericordioso para con alguien. Su misericordia no le es obligada y sin embargo la concede a sus elegidos. La concedió a Jacob de una manera en que no la concedió a Esaú. La concedió a Pedro de una manera en que no la concedió a Judas. Debemos aprender a alabar a Dios tanto en su misericordia como en su justicia. Cuando El ejecuta su justicia, no está haciendo nada erróneo. Está ejecutando una justicia conforme a su rectitud.

La soberanía de Dios y la libertad humana

Todo cristiano afirma alegremente que Dios es soberano. La soberanía de Dios es un consuelo para nosotros. Nos asegura que El puede hacer lo que promete hacer. Pero el mero hecho de la soberanía de Dios suscita una gran cuestión más. ¿Cómo se relaciona la soberanía de Dios con la libertad humana?

Cuando afrontamos la cuestión de la soberanía divina y la libertad humana, podemos vernos confrontados por el dilema de “luchar o huir”. Podemos luchar para abrirnos paso hacia una solución lógica del mismo, o volvernos y alejamos corriendo de él tan de prisa como podamos.

Muchos de nosotros escogemos huir de él. La huida toma diferentes rutas. La más común es decir simplemente, que la soberanía divina y la libertad humana son contradicciones que debemos tener el valor de abrazar. Buscamos analogías que alivian nuestras atribuladas mentes.

Cuando era estudiante en la facultad, oí dos analogías que me proporcionaron un alivio temporal, como un paquete teológico de Rolaids:

Analogía 1: “La soberanía de Dios y la libertad humana son como dos líneas paralelas que se encuentran en la eternidad.”

Analogía 2: “La soberanía de Dios y la libertad humana son como sogas en un pozo. En la superficie parecen estar separadas, pero en la obscuridad del fondo del pozo se juntan.”

La primera vez que oí éstas analogías sentí alivio. Sonaban simples y sin embargo, profundas. La idea de dos líneas paralelas que se encuentran en la eternidad me satisfizo. Me dio algo ingenioso que decir para el caso en que un escéptico empedernido, me preguntara acerca de la soberanía divina y la libertad humana

Mi alivio fue temporal. Pronto necesité una dosis más fuerte de Rolaids. La molesta pregunta rehusaba dejarme en paz… ¿Pueden las líneas paralelas encontrarse jamás? ¿En la eternidad o en alguna otra parte? Si las líneas se encuentran, entonces no son finalmente paralelas. Si son finalmente paralelas entonces nunca se encontrarán. Cuanto más pensaba acerca de la analogía, tanto más me daba cuenta que ésta no resolvía el problema. Decir que las líneas paralelas se encuentran en la eternidad es una afirmación sin sentido; es una contradicción flagrante.

No me gustan las contradicciones. Encuentro poco consuelo en ellas. Nunca cesaba de asombrarme ante la facilidad con que los cristianos parecen sentirse confortables con ellas. Oigo afirmaciones: “¡Dios es mayor que la lógica!” o “¡La fe es más elevada que la razón!” así para defender el uso de las contradicciones en la teología.

Ciertamente, estoy de acuerdo en que Dios es mayor que la lógica y que la fe es más elevada que la razón. Estoy de acuerdo con todo mi corazón y con toda mi mente. Lo que quiero evitar es a un Dios que es menor que la lógica, y una fe que es inferior a la razón. Un Dios que es menor que la lógica sería y debería ser destruido por la lógica. Una fe que es inferior a la razón es irracional y absurda.

Supongo que es la tensión entre la soberanía divina y la libertad humana, más que cualquier otra cosa, lo que ha conducido a muchos cristianos a pretender que las contradicciones son un elemento legítimo de la fe. La idea es que la lógica no puede reconciliar la soberanía divina con la libertad humana. Ambas desafían la armonía lógica. Puesto que la Biblia enseña ambos polos de la contradicción, se entiende que debemos estar dispuestos a afirmarlos ambos, a pesar del hecho de ser contradictorios.

¡De ninguna manera! El que los cristianos abracen ambos polos de una contradicción flagrante es cometer suicidio intelectual y calumniar al Espíritu Santo. El Espíritu Santo no es autor de confusión. Dios no habla con una doble lengua. Si la libertad humana y la soberanía divina son verdaderas contradicciones, entonces una de ellas al menos, debe desaparecer. Si la soberanía excluye la libertad, y la libertad excluye la soberanía, entonces o bien Dios no es soberano o el hombre no es libre. Felizmente, existe una alternativa.

Podemos sostener tanto la soberanía como la libertad si podemos mostrar que no son contradictorias. A un nivel humano, podemos ver fácilmente que la gente goza de una verdadera medida de libertad en un país gobernado por un monarca soberano. La soberanía no pone fin a la libertad; es la autonomía lo que no puede coexistir con la soberanía.

¿Qué es la autonomía? La palabra procede del prefijo auto y la raíz nomos. Auto significa “uno mismo”. Un automóvil es algo que se mueve por si mismo. “Automático” describe algo que actúa por sí mismo. La raíz nomos es la palabra griega para “ley”. La palabra autonomía significa, pues, “Ley de uno mismo”. Ser autónomo significa ser ley a uno mismo. Una criatura autónoma no sería responsable ante nadie. No tendría un gobernante, menos aún tendría un gobernante soberano. Es lógicamente imposible tener un Dios soberano existiendo al mismo tiempo que una criatura autónoma. Los dos conceptos son totalmente incompatibles. Pensar en su coexistencia sería como imaginar el encuentro de un objeto inamovible con una fuerza irresistible. ¿Que ocurriría? Si el objeto se moviera, entonces no podría ya ser considerado inamovible. Si no se moviera, entonces la fuerza irresistible ya no sería irresistible.

Así ocurre con la soberanía y la autonomía. Si Dios es soberano, no es posible que el hombre sea autónomo. Si el hombre es autónomo, es imposible que Dios sea soberano. Serían contradicciones. No tenemos que ser autónomos para ser libres. La autonomía implica libertad absoluta. Somos libres, pero hay limites para nuestra libertad. El límite final es la soberanía de Dios.

Una vez leí una afirmación de un cristiano que dijo: “La soberanía de Dios nunca puede restringir la libertad humana.” ¡Imagínese a un pensador cristiano haciendo tal afirmación! Esto es puro humanismo. ¿Pone restricciones la ley de Dios a la libertad humana? ¿No se le permite a Dios imponer límites a lo que yo escoja? No sólo puede Dios imponer límites morales a mi libertad, sino que tiene todo derecho en cualquier momento a golpearme en la cabeza si es necesario, y refrenarme de ejercer mis malas decisiones. Si Dios no tiene derecho a la represión, entonces no tiene derecho a gobernar su creación. Es mejor que invirtamos la afirmación: “La libertad humana nunca puede restringir la soberanía de Dios.” En esto consiste la soberanía. Si la soberanía de Dios está restringida por la libertad humana, entonces Dios no es soberano: el hombre sería el soberano.

Dios es libre. Yo soy libre. Dios es más libre que yo. Si mi libertad va en contra de la libertad de Dios, perderé siempre. Su libertad restringe la mía; mi libertad no restringe la suya. Existe una analogía en la familia humana. Yo tengo una voluntad libre; mis hijos tienen voluntades libres. Cuando nuestras voluntades chocan, tengo autoridad para predominar sobre sus voluntades. Sus voluntades han de estar subordinadas a mi voluntad; mi voluntad no está subordinada a la de ellos. Desde luego, en el nivel humano de la analogía, no estamos hablando en términos absolutos.

La soberanía divina y la libertad humana se consideran frecuentemente como contradictorias, porque en la superficie suenan de tal forma. Hay algunas distinciones importantes que deben hacerse y aplicarse consecuentemente a esta cuestión si hemos de evitar una confusión desesperante.

Consideremos tres palabras en nuestro vocabulario que están tan estrechamente relacionadas que son a menudo confundidas:

1. Contradicción

2. Paradoja

3. Misterio

1. Contradicción. La ley lógica de la contradicción dice que una cosa no puede ser lo que es y no ser lo que es, al mismo tiempo y en la misma relación. Un hombre puede ser padre e hijo al mismo tiempo, pero no puede ser hombre y no ser hombre al mismo tiempo. Un hombre puede ser tanto padre como hijo al mismo tiempo, pero no en la misma relación. Ningún hombre puede ser su propio padre. Aun cuando hablamos de Jesús como el Dios/hombre, tenemos cuidado de decir que, aunque es Dios y hombre al mismo tiempo, no es Dios y hombre en la misma relación. Tiene una naturaleza divina y una naturaleza humana. Ambas no deberán ser confundidas. Las contradicciones nunca pueden coexistir, ni aun en la mente de Dios. Si ambos polos de una contradicción genuina pudieran ser ciertos en la mente de Dios, entonces nada que Dios nos haya revelado jamás podría tener significado alguno. Si el bien y el mal, la justicia y la injusticia, Cristo y el anticristo pudieran todos significar lo mismo para la mente de Dios, entonces la verdad de cualquier clase sería totalmente imposible.

2. Paradoja. Una paradoja es una contradicción aparente que, al examinarse más detenidamente, puede ser resuelta. He oído a maestros declarar que la noción cristiana de la Trinidad es una contradicción. Simplemente no lo es. No viola ninguna ley de la lógica. Supera la prueba objetiva de la ley de la contradicción. Dios es uno en esencia y tres en persona. Nada hay de contradictorio en ello. Si dijésemos que Dios es uno en esencia y tres en esencia, entonces tendríamos una contradicción genuina que nadie podría resolver. Así que, el cristianismo sería irremediablemente irracional y absurdo. La trinidad es una paradoja, pero no una contradicción.

Para complicar un poco más las cosas, existe otro término: antinomia. Su significado primario es un sinónimo de contradicción, pero su significado secundario es un sinónimo de paradoja. Examinándolo, vemos que tiene la misma raíz que “autonomía”, nomos que significa “ley”. Aquí el prefijo es anti, que significa “contra’ o “en lugar de “. El significado literal pues, del término autonomía es “contra la ley”. ¿Que ley se supone que tenemos aquí a la vista? Pues, la ley de la contradicción. El significado original del término era “lo que viola la ley de la contradicción”. De ahí, originalmente y en la discusión filosófica normal, la palabra antinomia es un equivalente exacto de la palabra contradicción.

La confusión surge cuando la gente utiliza el termino antinomia no para referirse a una contradicción genuina, sino a una paradoja o contradicción aparente. Recordamos que una paradoja es una afirmación que parece una contradicción, pero que realmente no lo es. En Gran Bretaña especialmente, la palabra antinomia se utiliza a menudo como sinónimo de paradoja.

Estoy elaborando estas distinciones tan sutiles por dos razones. La primera es que si hemos de evitar la confusión, debemos tener una clara idea en nuestras mentes acerca de la diferencia crucial entre una contradicción real y una contradicción aparente. Es la diferencia entre la racionalidad y la irracionalidad, entre la verdad y el absurdo.

La segunda razón por la que es necesario expresar estas definiciones claramente es que uno de los mayores defensores de doctrina de la predestinación en nuestro mundo actual utiliza el término antinomia. Estoy pensando en el destacado teólogo, el Dr. J. I. Packer. Packer ha ayudado a incontables miles de personas a tener una más profunda comprensión del carácter de Dios, especialmente con respecto a la soberanía de Dios.

Nunca he discutido este asunto de la utilización por parte del Dr. Packer del término antinomia con él. Doy por supuesto que lo utiliza en el sentido británico de paradoja. No puedo imaginar que hable intencionadamente de contradicciones en la Palabra de Dios. De hecho, en su libro “Evangelism and the Sovereignty of God” (Evangelismo y la Soberanía de Dios) elabora el punto de que en última instancia, no existen contradicciones en la Palabra de Dios. El Dr. Packer no sólo ha sido incansable en su defensa de la teología cristiana, sino que ha sido igualmente incansable en su brillante defensa de la inerrancia de la Biblia. Si la Biblia contuviese antinomías en el sentido de contradicciones reales, ya no habría inerrante.

Algunos verdaderamente sostienen que existen contradicciones reales en la verdad divina. Piensan que la inerrancia es compatible con ellas. Pues, la inerrancia significaría entonces que la Biblia revela sin error las contradicciones de la verdad de Dios. Por supuesto, si pensamos por un momento, quedaría claro que si la verdad de Dios es una verdad contradictoria, entonces no es verdad en absoluto. Ciertamente, la misma palabra verdad carecía de significado. Si las contradicciones pueden ser verdad, no habría manera alguna de discernir la diferencia entre la verdad y una mentira. Esta es la razón por la que estoy convencido de que el Dr. Packer utiliza antinomia cuando quiere decir paradoja y no contradicción.

3. Misterio. El termino misterio se refiere a aquello que es verdad, pero que no entendemos. La Trinidad por ejemplo, es un misterio. No puedo penetrar en el misterio de la Trinidad o de la encarnación de Cristo con mi débil mente. Tales verdades son demasiado elevadas para mí. Sé que Jesús era una persona con dos naturalezas, pero no puedo entender cómo puede ser eso. El mismo tipo de cosa se encuentra en la esfera natural. ¿Quién entiende la naturaleza de la gravedad, o aun del movimiento? ¿Quién ha penetrado en los misterios finales de la vida? ¿Que filósofo ha sondeado las profundidades del significado del ser humano? Estos son misterios, no son contradicciones.

Es fácil confundir el misterio con la contradicción. No entendemos ninguno de los dos. Nadie entiende una contradicción porque las contradicciones son intrínsecamente ininteligibles. Ni siquiera Dios puede entender una contradicción. Las contradicciones son absurdas. Nadie puede darles sentido. Los misterios pueden ser entendidos. El Nuevo Testamento nos revela cosas que estaban ocultas y no entendidas en los tiempos del Antiguo Testamento. Hay cosas que en otros tiempos nos resultaban misteriosas, pero que ahora entendemos. Esto no significa que todo lo que ahora es un misterio para nosotros quedará claro un día, sino que muchos misterios actuales quedaran desentrañados.

Algunos serán desentrañados en este mundo. No hemos alcanzado aún los límites del descubrimiento humano. Sabemos también que en el cielo se nos revelarán cosas que se hallan aún ocultas. Pero aun en el cielo no comprenderemos plenamente el significado de la infinidad. Para entender eso plenamente, tendríamos que ser infinitos. Dios puede entender la infinidad no porque opere sobre la base de alguna clase de sistema lógico celestial, sino porque El mismo es infinito. Tiene una perspectiva infinita.

Permítaseme expresarlo de otra manera: Todas las contradicciones son misteriosas. No todos los misterios son contradicciones. El cristianismo concede amplio lugar a los misterios. Sin embargo, no tiene lugar para las contradicciones. Los misterios pueden ser verdad. Las contradicciones nunca pueden ser verdad, ni aquí en nuestras mentes, ni allá en la mente de Dios.

Permanece la gran cuestión. El gran debate que remueve el caldero de la controversia, se centra en la cuestión: “¿Cómo afecta la predestinación a nuestro libre albedrío?” Examinaremos este asunto en el próximo capítulo.

Resumen del capítulo 2

1. Definición de la predestinación:

“La predestinación significa que nuestro destino final, el cielo o el infierno, está decidido por Dios antes que nazcamos.”

2. La soberanía de Dios:

Dios es la autoridad suprema del cielo y la Tierra.

3. Dios es el poder supremo:

Toda otra autoridad y poder están sometidos a Dios.

4. Si Dios no es soberano, no es Dios.

5. Dios ejerce su soberanía de tal manera que no obra el mal, ni viola la libertad humana.

6. El primer acto pecaminoso del hombre es un misterio. El hecho de que Dios permitiera pecar a los hombres no refleja nada malo en Dios.

7. Todos los cristianos afrontan la difícil cuestión de por qué Dios, que teóricamente podría salvar a todos, escoge salvar a algunos, pero no a todos.

8. Dios no le debe la salvación a nadie.

9. La misericordia de Dios es voluntaria. El no está obligado a ser misericordioso. Se reserva el derecho de tener misericordia de quien quiera tener misericordia.

10. La soberanía de Dios y la libertad del hombre no son contradictorias.

Para más estudio:

Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. (Génesis 50:20)

Ciertamente sus días están determinados, y el número de sus meses está cerca de ti; le pusiste límites, de los cuales no pasará. (Job 14:5)

Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas. (Salmo 139:16)

El corazón del hombre piensa su camino; mas Jehová endereza sus pasos. (Proverbios 16:9)

La suerte se echa en el regazo; mas de Jehová es la decisión de ella. (Proverbios 16:33)

Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos; porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero; que llamo desde el oriente al ave, y de tierra lejana al varón de mi consejo. Yo hablé, y lo haré venir; lo he pensado, y también lo haré. (Isaías 46:9-11)

¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera. Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca. Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia. (Romanos 9:14-16)

Escogidos por Dios

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