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Introducción Las drogas, tan antiguas como el hombre

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En una mañana de abril de 1988 recibí una llamada telefónica de una mujer quien dijo ser la tía de Denis, un paciente consumidor compulsivo de alucinógenos que yo había tratado varios años atrás. La tía me explicó, con gran ansiedad, que la madre de Denis, totalmente desesperada por la enfermedad de éste, había decidido alquilarle una habitación en un barrio rojo de la ciudad, plantarle varias papeletas de cocaína y marihuana para luego llamar a la policía, esperando en esta forma, que fuese recluido en una cárcel de alta peligrosidad a ver si alguien llegaba a asesinarle. Semejante agresividad tan extrema de una madre para con su hijo, resultaba clara expresión no sólo de una terrible desesperación, sino también de una manifiesta impotencia frente a la adicción de su hijo. Violencia de esta magnitud ligada al consumo de drogas, nos fue ya alertada por Homero 2500 y tantos años antes del nacimiento de Cristo. Fue por boca de la misma Helena, hija de Zeus y esposa de Menelao, para el momento de la visita de Telémaco a su palacio de Lacedemonia, quien buscaba ansioso noticias de su padre Ulises, por diez años perdido en el laberinto sin fin de la Odisea. “Entonces Helena, hija de Zeus”, relata Homero,

…ordenó otra cosa. Echó en el vino que estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar todos los males. Quien la tomare, después de mezclarla en la crátera, no lograría que en todo el día le caiga una sola lágrima en las mejillas, aunque con sus propios ojos vea morir a su madre y a su padre o degollar con el bronce a su hermano o a su mismo hijo. Tan excelentes y bien preparadas drogas guardaba en su poder la hija de Zeus, por habérselas dado la egipcia Polidamma, mujer de Tom, cuya fértil tierra produce muchísimas, y la mezcla de unas es saludable y la de otras es nociva.

Yo había visto a Denis por primera vez en 1976 cuando presentaba un cuadro de franca locura tóxica por efecto del consumo compulsivo de LSD, así como de otros alucinógenos tales como hongos psilocibios encontrados silvestremente en las laderas de cerros circunvecinos. Era un muchacho de apenas 18 años, el último de tres hermanos, tímido, más bien taciturno aunque reía continuamente y sin sentido, desgarbado, alto, con mirada huidiza, una nuez de Adán sobresaliente como el pico de un pájaro y la furia de un acné que le abrasaba ambas mejillas. Había sido hospitalizado por una conducta agresiva impredecible y relataba con facilidad el contenido de su delirio: los extraterrestres andaban azarosamente en su búsqueda para secuestrarle y llevarle hacia la galaxia Andrómeda; se desconocía la razón, pero el gesto de importancia con que siempre respondía a la pregunta, hacían presumirle poseedor de algún poder muy especial; podía comunicarse con ellos mediante el sonido del chorro del agua del lavamanos y el ruido quejumbroso de la orina cuando se desahogaba en la poceta. Con frecuencia aislado en algún rincón, reía tontamente ocultando la cara entre ambas manos, al tiempo que gesticulaba intentando protegerse del acoso interminable de los fantasmas de sus alucinaciones.

En 1796, Francisco Hernández, judío converso, médico personal de Felipe II y cronista de las Américas, nos habló con pasmosa exactitud acerca del efecto de los hongos psilocibios capaces de inducir psicosis, “visiones”, como él mismo acota:

Otros hongos no causan la muerte sino la locura que en muchas ocasiones es permanente; su síntoma es una especie de risa incontrolable. Existen otros que sin inducir a risa producen visiones de todo tipo, tales como guerras e imágenes de demonios. Hay otros que son muy apreciados por los príncipes en sus fiestas y banquetes. Se procuran en vigilias imponentes y terribles que duran toda la noche.2

Además del Dr. Hernández, también están los recuentos de los frailes franciscanos Diego Durán y Bernardino Sahagón, para la misma época.

Cuatro meses estuvo recluido Denis, hasta que al final el ambiente protegido de una comunidad terapéutica y la química neutralizante de los medicamentos antipsicóticos, le amordazaron la locura. Salió de alta bajo la satisfacción de sus familiares y terapeutas, más taciturno que de costumbre aunque libre de la risa compulsiva y del acoso de los extraterrestres: estaba completamente dispuesto y sin mayores dificultades a seguir un régimen ambulatorio. Dos días bastaron, sin embargo, para que Denis fuese traído nuevamente por sus padres, igual la risa incontrolable y la gesticulación a sus perseguidores invisibles. Había consumido no se sabe qué cantidad de LSD, hasta restaurar nuevamente el mundo psicótico de cuatro meses antes: la necesidad de la presencia de los extraterrestres para adueñarse de su insólita importancia servía ante todo para ocultar la amenaza de su terrible “pequeñez” y el peso de una temible soledad. Paradójicamente, Denis necesitaba mantenerse desquiciado, inmerso en el mundo absurdo de la psicosis, descaminado entre los límites de la fantasía y el borde impreciso de la realidad: una “fuga en la psicosis”, como Freud varios años antes había diagnosticado con increíble precisión. Pocas horas pues bastaron, fuera de los muros protectores de la institución, para que Denis reclamara nuevamente su lugar en la locura, mediante la violencia y el poder químico alucinante del consumo oral de LSD.

Para esta época conocí a los padres de Denis, una pareja en sus sesenta tardíos, él mayor que ella, amables, obviamente preocupados por la suerte de su hijo, gente de clase media alta, intelectuales y de recursos económicos desahogados aunque sin mayores pretensiones. Nunca en estos momentos llegué a adivinar a la madre desesperada del futuro, capaz de recurrir al comportamiento extremo de planear la desaparición física de su hijo, como una salida a la perplejidad sin esperanza que inducía la dependencia a las drogas. Tres veces consecutivas más, que yo recuerde, fue Denis dado de alta, admitido horas más tarde igual número de veces, tan psicótico como el primer día, de alta nuevamente unos tres o cuatro meses después, libre nuevamente de su sintomatología inicial, para ser recluido posteriormente, tan loco como la primera vez. ¿Cuánto tiempo más se repetiría esta tragedia? No lo sé exactamente, por cuanto yo hube de ausentarme por varios años del país y perdí la pista de Denis hasta el momento de la llamada telefónica de la tía, quien me informó cómo los padres habían perdido casi toda su fortuna en la cadena interminable de hospitalizaciones, altas, consumo y vuelta a la hospitalización.

En su mayoría las drogas han existido en el mundo mucho antes de la aparición misma del hombre, tanto aquellas consideradas legales como las que en los últimos años han sido sometidas a prohibición, las cuales han logrado trascender su barrera natural en donde estuvieron circunscritas por siglos, y en contra de las cuales es ejercido en la actualidad el mayor esfuerzo de contención y control. El alcohol, por ejemplo, ha sido siempre una de las más difundidas y conocidas, tanto es así que su presencia es universal, por cuanto su obtención es producto de la simple fermentación de los azúcares contenidos dentro de cualquier fruta, tanto silvestre como cultivada, por lo cual todos los esfuerzos dirigidos a intervenir su producción han resultado siempre absolutamente imposibles: el alcohol se hizo legal gracias al empuje de la versatilidad de su origen. Otras drogas también se hicieron legales ayudadas unas por la ignorancia científica reinante en el pasado, el cual las pronunció inocuas, como es el caso de la nicotina mientras otras como la cafeína y la teína mostraron un efecto moderado sobre el sistema nervioso.

La ruptura del hábitat natural de otras drogas, casi todas actualmente ilegales pero de efecto psicotrópico significativo, ha sido consecuencia inmediata de los avances de la ciencia moderna, ante todo la electrónica, lo cual ha facilitado la comunicación entre los hombres en todas sus formas, incrementando la velocidad de movilización y reduciendo el espacio físico, en el sentido calificado por McLuhan como el fenómeno de la “aldea global”. Es esta circunstancia la que permite, por ejemplo, que la planta de coca pueda ser cultivada en su geografía autóctona de los altiplanos de Bolivia para luego ser procesada en laboratorios clandestinos en Colombia almacenada en Venezuela y despachada a los Estados Unidos y Europa como lugares de gran consumo, pero dejando su cuota en cada uno de los sitios por donde va pasando, invadiendo otros confines, desmoralizando, corrompiendo instituciones, matando o desestabilizando al Estado, tanto económica como políticamente; en fin, violentando otros pueblos que no cuentan con la preparación ni la prudencia que proporciona la manipulación de tantos años: en un pasado no muy lejano la coca había sido sólo privilegio de la nobleza incaica.

Había calles enteras dedicadas al opio... Sobre bajas tarimas se extendían los fumadores... El opio no era el paraíso de los exotistas que me habían pintado, sino la escapatoria de los explotados... Todos aquellos del fumadero eran pobres diablos... No había ningún cojín bordado, ningún indicio de la menor riqueza... Nada brillaba en el recinto, ni siquiera los semicerrados ojos de los fumadores... Descansaban, dormían?... Nunca lo supe... Nadie hablaba... Nadie hablaba nunca... No había muebles, alfombras, nada... Sobre las tarimas gastadas, suavísimas de tanto tacto humano, se veían unas pequeñas almohadas de madera... Nada más, sino el silencio y el aroma del opio, extrañamente repulsivo y poderoso... Sin duda existía allí un camino hacia el aniquilamiento...

Así describió Pablo Neruda (1974)3 su experiencia en la India con los fumadores del opio hacia los años 20; en la actualidad, sin embargo, ya no hay que ir tan lejos para saber del poder repulsivo y aniquilante del opio: basta rebuscar en alguna callejuela de Nueva York, Madrid, Ámsterdam, Bogotá, México, Caracas o cualquier otra ciudad en el mundo, para encontrar no ya los fumaderos del opio de los asiáticos pasmados para la historia en la hermosa descripción del poeta, sino algo aún más poderoso: la inyección intravenosa de la heroína, hija bastarda pero más eficaz que la amapola madre.

Hasta 1800 las drogas eran consumidas casi en forma natural, disolviéndose su contenido mediante el uso de bebidas alcohólicas de otra índole, pero ignorándose su intimidad química, hasta que un mayor conocimiento científico desandó sus enredos naturales y liberó los agentes básicos responsables de los efectos psicoactivos. La morfina, por ejemplo, fue aislada alrededor de 1810, aunque fue en 1874 cuando se logró sintetizar la acetilmorfina, mejor conocida como heroína, y luego patentada por los laboratorios Bayer en 1898. En igual forma Niemann aisló la cocaína en 1859 y Hofmann al LSD en los años 40 del siglo pasado. La invención de la aguja hipodérmica4 a mediados del 1800 también violentó en forma radical la vía de administración de las drogas.

Por años todas estas sustancias fueron de libre tráfico, ante todo por ignorancia, aunque también por las aseveraciones de muchos investigadores o personas de relevancia, quienes exaltaron sus efectos hasta el punto de la idealización. Pareciera que con frecuencia, a lo largo de la historia, las drogas han encontrado defensores, muchos de los cuales han rayado en un verdadero fanatismo, tal es el caso de Tomás de Quincey en 1822 en relación al opio, de Baudelaire con el haschisch, de Sigmund Freud a finales del 1800 respecto a la cocaína, y Aldous Huxley más recientemente con los alucinógenos. La diferencia, por lo tanto, entre entonces y ahora no consiste tanto en el descubrimiento de nuevas sustancias, como muchos podrían imaginar, sino más bien en la masificación del consumo de antiguas drogas, en el aumento de la producción para servir a toda la población y con ello, el inmenso poder económico que esta masificación representa. Muy diferente del uso restringido por un pequeño grupo de abusadores que se sintieron privilegiados en virtud de su producción literaria y creatividad artística, como aconteció en el pasado. No es por lo tanto extraño que el poeta Baudelaire escribiese su colección titulada Los paraísos artificiales y Las flores del mal, dedicadas ante todo a los efectos del haschisch y del opio; o el gran escritor, poeta y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge, quien escribió su poema El Kublai Khan inspirado, según él, bajo los efectos del láudano y además expresó en algún momento que la existencia de la nariz en el ser humano estaba solamente justificada por el consumo del rapé. Sigmund Freud, por su parte, exaltó los efectos de la cocaína en su célebre artículo Uber Coca, o Doyle por boca de Sherlock Holmes, Stevenson en Dr. Jekyll y Mr. Hyde y De Quencey en sus Confesiones. Es impresionante el número de personas, tanto artistas como hombres de letras que abusaron del láudano, del haschisch o de la cocaína; además de los ya mencionados, también lo hicieron Gautier, Rimbeau, Delacroix, Nerval, Dumas, Balzac, Víctor Hugo, Poe, Benjamín Franklin, William James, entre otros.

Creo importante mencionar la influencia que ejercieron dos libros en el pensamiento de la juventud de los finales de los años 70, de los cuales supe por muchos de mis pacientes, quienes en ese entonces, como el caso de Denis, se iniciaron con el abuso de marihuana y alucinógenos. Me refiero a las experiencias de Aldous Huxley con la mezcalina descritas en Las puertas de la percepción, obra a la cual me referiré en la siguiente parte, así como la tesis antropológica de Carlos Castaneda publicada como Las enseñanzas de Don Juan.

2 El subrayado es mío. Citado por Escohotado, A., 1989, Madrid: Alianza.

3 Pablo Neruda, Confieso que he vivido. Memorias, 1974, Buenos Aires: Losada.

4 La aguja hipodérmica fue perfeccionada a mediados del 1800 y se convirtió para 1870 en un instrumento de uso médico común. Véase: The origine of the hypodermic medication, Norman Howard-Jones, Scientific American, enero, 1971.

La maldición eterna

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