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6. El día que conocí a Eloy

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En la vieja y desconchada consulta del doctor Elósegui solía haber mucha gente. Sobre todo por las tardes. Estaba cerca de mi casa y llevaba visitándola desde que el médico de Marsella dijo que no había nada que hacer con mi pata corta. La calle era muy tranquila y me gustaba mirarla porque había un parque enfrente donde los niños jugaban a fútbol y yo podía verlos desde la ventana de la consulta. La casa del doctor Elósegui era tan grande que cuando iba al lavabo, a veces me perdía por habitaciones vacías, deshabitadas y frías, y siempre acababa descubriendo algún nuevo recoveco que me dedicaba a investigar hasta que me cazaba la enfermera, que tenía muy mala leche y me devolvía a la consulta como si llevara un conejo agarrado por la nuca.

La espera solía ser larga porque el doctor Elósegui se entretenía mucho con los pacientes. A mí me preguntaba de todo, aunque no tuviera que ver con mi pierna. Me gustaba ver su sonrisa adornada con la barba y la bata blanca y cómo parecía que, a pesar de la presencia de mi ama, mantuviéramos una conversación que sólo él y yo entendíamos.

***

Allí, en la consulta del doctor Elósegui, conocí a Eloy. Era el mes de enero de 1983 y fue un invierno muy frío. Eloy se constipaba con mucha frecuencia, por lo que sus visitas al doctor Elósegui eran constantes, igual que las mías por mi pata coja, de modo que era sólo cuestión de tiempo que coincidiéramos. Estábamos los dos sentados en las sillas de la consulta con nuestros pies colgando sin tocar el suelo (bueno, yo sí tocaba el suelo), absortos en nuestros pensamientos, jugueteando con los dedos, limpiándonos los mocos, cuando empezamos a mirarnos de soslayo, con disimulo, como si quisiéramos evitar el cruce de miradas que se hizo inevitable. Sentados el uno frente al otro con los pies aún mojados por la persistente lluvia, nos turnábamos en las miradas aceptando un pacto irónico de no mirarnos fijamente.

Estaba tan absorto que no me fijé en que, de pronto, Eloy se levantó y se dirigió hacia mí.

—Hola, ¿te gusta el fútbol? —me dijo.

Antes de contestarle pensé en si lo conocía de la ikastola, si lo había visto por la tienda o por el barrio y no conseguí recordarlo. Me extrañó su atrevimiento, su impulso por deshacer una situación embarazosa. Dos niños en una consulta médica y sin hablarse es una situación propicia para que uno de los dos, el más atrevido, se lance a romper el hielo. Eloy siempre fue mucho más atrevido que yo.

—Claro que me gusta el fútbol —dije, con un tono algo seco y descortés.

A Eloy no le afectó lo más mínimo la respuesta educada pero cortante y prosiguió:

—Yo soy del Barça. Nunca he estado en Barcelona pero soy del Barça.

—Pues no entiendo cómo se puede ser del Barça si no has estado nunca allí. Yo soy de la Real Sociedad y he nacido aquí —le dije como si no se pudiera hablar inglés y ser de Alemania a la vez.

—Ya, tienes razón, pero es que yo soy de un pueblo que se llama Atarfe y su equipo es muy pequeño, el campo de fútbol es de tierra y no dan los partidos por la tele. Además, como sólo he vivido en Granada, un día decidí que sería del Barça.

Me invadió cierta compasión por Eloy, consideré que no estaba siendo demasiado amable con él y que al fin y al cabo me encontraba ante una oportunidad única de poder hablar con alguien al que no parecía importarle que yo me hiciera el listo y que quizá cuando descubriera que era cojo, no saldría corriendo como todos. Lo sorprendente es que en ese momento yo no podía llegar a imaginar cómo sería nuestra relación. O por lo menos en ese primer contacto en la consulta del doctor Elósegui, rodeados de abuelos quejosos con bastón, madres con vestidos oscuros y medias torturadas por las varices, mientras los dos mirábamos por la ventana a los niños serpenteando en un partido de fútbol por el parque de Andonegui bajo un txiri miri tan frecuente como pertinaz.

—¿Te das cuenta de que ese niño con el pantalón negro, sí, el que juega de delantero, parece como si jugara solo, como si el resto del equipo no le entendiera? —le dije, mientras valoraba todavía los pros y contras de su amistad.

—¿Cuál, ese que es muy bajito?

—Sí, ése. Y no es tan bajito. Tiene sólo once años y se llama Asier. Es muy amigo mío. —Mentira. Yo quería ser su amigo; él no.

—Bueno, si sólo tiene once años no es tan bajito, claro. Juega muy bien y creo que tienes razón, los demás no le entienden. Está desesperado. No se la pasan.

Los ojos negros de Eloy recordaban al cielo de Donosti cuando se preparaba para llover. Su mirada era entre indolente y brillante con una pizca de tristeza, una tristeza que no se extendía a su forma de ser y de hablar, a su fervorosa positividad. Pero era una mirada triste, al fin y al cabo. O yo, al menos, la recuerdo melancólica. Me preguntaba si cuando se enterara de que no podía jugar a fútbol, ni correr muy deprisa, ni tan siquiera ir en bicicleta (y además no tenía bicicleta), o cuando descubriera que mi fragilidad iba más allá de mi pata coja y se extendía a mi asma y a mi miedo casi reverencial a que un nuevo contratiempo me acercara a la religión como único salvavidas ante tanta desgracia, saldría corriendo como Asier, Arkaitz, Mikel, Egoitz o Buba «el Moro» (tenía el pelo muy rizado y era muy moreno y no entendía ni papa de euskera).

***

Estuve al menos dos semanas sin volver a ver a Eloy. Nuestra conversación sobre fútbol en la consulta del doctor Elósegui parecía un vago recuerdo de algo que realmente no había ocurrido. Tiempo después, Eloy me dijo que le traje mala suerte (y la que le esperaba) porque cuando llegó al cuartel ese día, empezó a notar cómo le entraba un nuevo y clásico dolor de garganta que vaticinaba un par de semanas con fiebre, mucho dolor y sobre todo, el abatimiento producido por los antibióticos. Eloy era frágil, su sistema inmunitario y el mío eran bastante parejos, como si nuestros linfocitos T estuvieran tan absortos en atacar al enemigo, tan entrenados por todo lo que oíamos y veíamos en Inchaurrondo, que ellos, los linfocitos T, se habían convertido en unos expertos guerrilleros preparados para todo. Y eso hacía que a veces confundieran las bacterias o los virus con las alergias o un simple resfriado.

Tuvo que ser el doctor Elósegui y su consulta la que nos juntara de nuevo. En todos estos años muchas veces he pensado en el papel que desarrolla en nuestras vidas la casualidad, el determinismo o el destino. Nada podemos hacer por cambiar aquello que nos va a marcar irremediablemente en la vida. Ni en lo bueno ni en lo malo. Nada. Yo no tenía motivo para visitar de nuevo al médico, pero un grano desagradable, austero y sin encanto que me salió en la cara me llevó de nuevo al castillo, que era como llamábamos a la consulta del viejo doctor Elósegui. Y allí me encontré otra vez a Eloy. Estaba desmejorado, pálido, ojeroso y no hizo gesto de alegrarse por mi llegada. Se encontraba sumido en la más absoluta indiferencia, mirando el techo o las cortinas y dando constantes golpecitos en la pata de la silla hasta que su madre le dijo que se estuviera quieto.

El aspecto de Eloy era realmente deplorable. Llevaba su inseparable abrigo azul descolorido, casi blanco, abrochado hasta donde la cremallera alcanzaba, y parecía no oír los insoportables gritos de un bebé que esperaba también en la consulta y que estaba consiguiendo que yo empezara a considerar que un bebé llorón no sólo no era el origen del mundo sino algo insensato, inútil y una pérdida de tiempo para todos los que tenemos que soportarlo. Pues bien, a Eloy parecían no afectarle aquellos berridos y su atención se centraba en la ventana donde ese día no se veía ningún partido de fútbol porque, para variar, llovía a mares. Decidí levantarme y dirigirme a él con disimulo, no quería que pensara que me moría de ganas por entablar conversación.

—¿Qué haces? —dije torpemente.

—Ahora, hablar contigo —me dijo con un hilo de voz y malhumorado.

Con una vocecita apenas audible y gesticulando con su mano hacia el cuello, me vino a decir que no podía hablar mucho, que le dolía la garganta, y por cómo se ponía la mano sobre la frente, deduje que también debía tener fiebre o que le dolía la cabeza.

—¿Te duele la garganta?

Asintió y deduje que el dolor debía de ser insoportable. Al acercarme vi sus pupilas dilatadas, su tez blanquecina y sus labios profundamente rojizos mientras la tristeza inherente a su mirada era excesivamente lánguida, como si hubiera decidido que el dolor le había vencido. Estaba cansado y su respiración era jadeante.

De pronto se fue poniendo cada vez más blanco, su cara estaba adoptando un color deslucido, hundida su mirada y tambaleante su cuerpo hasta que por fin cedió, cayendo al suelo con un golpe mayúsculo.

—¡Rápido, rápido! ¡Doctor, doctor! ­—gritó su madre, logrando que la enfermera que me cogía por el cuello como si fuera un conejo entrara desvaída en la sala de espera del doctor Elósegui. De repente, la consulta se convirtió en un reguero de lamentos y desdichas, mientras Eloy yacía en el suelo tenso como un palo, desprendiendo tanto calor que debería rondar los cuarenta grados de fiebre, cuando por fin el Doctor Elósegui lo cogió en brazos con asombrosa facilidad, le tocó la frente, miró sus pupilas y como si fuera un mago, consiguió que Eloy volviera a abrir los ojos. En el exterior se oía la llegada de la ambulancia.

***

No se me daba mal la mentira, me acostumbré a utilizarla a la tierna edad de cuatro o cinco años cuando me empeñaba en camuflar mi irremediable cojera con alguna lesión futbolística de esas que sufrían Arconada o Satrústegui y que les tenían unas semanas de baja. Era cuando aún tenía la esperanza de que mi pierna, un día, amanecería en su debido sitio y dejaría de ver el mundo a trompicones. A mi ama le pareció de lo más natural que me fuera al parque de Elorrieta o a la puerta del Hotel Londres donde se concentraban los jugadores de la Real antes de los partidos. Llevaba un par de días sin ver a mi aita. A veces desaparecía y mi ama me decía que había tenido que ir a Iparralde a comprar cosas para la tienda.

No era la primera vez que entraba en el hospital, pero sí la primera que lo hacía solo. Me pareció diferente a como lo había visto hasta ese momento, su frialdad, sus paredes blancas donde imperaba el eco y donde siempre era de día, enmascarando el negro olor que desprenden los quirófanos, los visitantes con trajes deslucidos y cara preocupada, y de pronto yo, allí en medio, con mis zapatos limpios y mi chaqueta preferida, veía el mundo con cierta indiferencia y con un aire de suficiencia.

En el momento en que me dirigía a preguntar en qué habitación estaba Eloy, justo en ese instante, la aparente paz de los enfermos se transformó en gritos, sirenas y miedo.

—¡Venga, fuera de aquí! ¡Apártense! ¡Urgencias! ¿Dónde está urgencias? ¡Llamen a un médico, por favor, rápido!

Pasando muy cerca de mí, llevaron inmediatamente al quirófano a un hombre con una especie de uniforme oscuro producto del humo o la metralla y con la cara amarillenta, sin apenas sostenerse sobre sus piernas. Al llegar a mi altura me aparté hacia la pared para dejar paso al gentío que se arremolinaba en torno al herido en una carrera frenética hacia la sala de operaciones. Con el torso semidesnudo, el herido me miró con cierto desdén, como pidiéndome explicaciones por mi presencia en el hospital. Lo observé desde tan cerca que vi con absoluta claridad cómo su ropa y sus uñas estaban tiznadas de negro, y cómo de las palmas de sus manos brotaba sangre, que le impregnaba toda la ropa.

En ese momento, debido a mi curiosidad, hubiera dado cualquier cosa por saber qué piensa exactamente un hombre solo en una mesa de operaciones, cuánto tiempo dura esa soledad, en qué piensa un hombre que sabe que han querido matarlo y sin embargo han fallado. ¿Por qué han fallado? ¿Qué circunstancia incontrolable ha hecho que lo que debería haber ocurrido, que es su muerte, no se haya producido? ¿A quién le debe dar las gracias? ¿A Dios, a que el asesino se ha resbalado en el último momento, a que el arma se ha encasquillado o quizá a una distracción porque pasaba por allí una bella muchacha? En ese momento mi pensamiento se alejaba de lo que realmente había ido a hacer al hospital, para pensar fugazmente en la suerte de aquel hombre que probablemente salvó su vida.

Pasados unos minutos y como si el hospital fuera en realidad un escenario más de una guerra en la que momentos de aparente paz sucedían a los bombardeos, me dirigí hacia la habitación donde me dijeron que se encontraba Eloy.

Eloy Navarro López, segunda planta de pediatría, habitación 208.

Así me enteré del apellido de Eloy. Al principio me sorprendió porque casi todos mis amigos tenían apellidos como Goicoetxea, Uriarte, Bengoetxea, Lasarte o Gerritabeitia y hasta ese día no había conocido a ningún Navarro. «Será de Navarra», pensé, aunque creía recordar que me había dicho que era de un pueblo de Granada.

Cuando entré en la habitación Eloy estaba solo, apoyado sobre un sofá de color verde aceituna mirando por la ventana la concentración de ambulancias, coches de policía y algún periodista haciendo fotos en la entrada del hospital.

—¡Hola! —le dije, con una efusividad no acorde con nuestra todavía muy incipiente amistad.

Miró hacia la puerta con cara de sorpresa como diciendo «Y éste… ¿que hace aquí?» y comentó:

—Hola… ¿Cómo te llamas? Que se me ha olvidado.

—Ander, ¿no te acuerdas? De la consulta del doctor Elósegui. ¡Pero si yo estaba cuando te pegaste aquel trompazo!

—Sí, sí, ya me acuerdo. Es que creo que el golpe me ha perjudicado la memoria un poco.

—Bueno y ¿qué te ha pasado? ¿Por qué te caíste en la consulta del doctor Elósegui?

—Jo, no me acuerdo muy bien del golpe pero ­—dijo señalándose su sien izquierda— mira qué morado me he hecho. Además me han operado de anginas. Me las han quitado y no te puedes ni llegar a imaginar cómo llega a doler. Me molesta hasta el aire que respiro.

—¿Las anginas? —dije como si fuera imposible vivir sin ellas, como si fueran el hígado o el corazón.

—Sí. Dice el doctor Elósegui que cuando dan tantos problemas es mejor quitarlas. Que si no me las quitan me podía entrar reúma en el corazón. Y eso es muy peligroso.

—¿Reúma? ¿Y eso qué es?

—No lo sé —dijo Eloy como empezando a cansarse ante tanta pregunta.

En ese momento entró en la habitación un hombre de unos setenta años algo encogido en su porte, pelo canoso y ralo y un bigotito muy fino y muy negro que me recordaba al de los actores americanos de las películas de guerra que veía en el cine de Inchaurrondo. Su rostro tenía un color cobrizo, como si pasara mucho tiempo a la intemperie y el viento del Cantábrico no parara de chocar contra su cara. A pesar de ello tenía una tenue elegancia en sus formas. Fue, cuidadoso al entrar y cerrar la puerta, y mostró una sonrisa dulzona hacia Eloy y vacilante hacia mí. El rostro era más severo que la voz y su bigote había adquirido un tono artificial descolorido. Tras sus ropas se escondía un cuerpo que en su día fue musculado y que ahora se encorvaba levemente.

Mientras le estrujaba las manos, le dijo a Eloy:

—Pero bueno, ¿qué diablos haces aquí?

—¡Hola Canicas! Pues mira, que me han quitado las anginas.

—Bueno hombre, yo tampoco las tengo y mira, aquí me tienes más peripuesto que un don Juan.

—¿Y no las echas de menos? Es decir, ¿nunca más te has acordado de ellas?

—En absoluto. Y tú tampoco te acordarás.

Mientas Canicas intentaba animar a Eloy tratándolo como si fuera un adulto, que es como nos gusta a los niños que nos traten, observé que la cálida voz de aquel hombre parecía de otra época, no sólo por su edad sino por su vocabulario entre agradecido y solemne.

—Bueno, Canicas, ¿no crees que habrá que huir de este hospital? —dijo Eloy.

Canicas emitió una sonrisa cómplice y le dijo:

—Estaba yo pensando que cuando te den el alta podríamos irnos de excursión a los Montes de Lasarte. Conozco unos árboles que en el interior de la corteza tienen unos duendecillos que emiten sonidos de miles de años atrás. Y los prados que hay son mejores que el césped de Atocha. ¿Qué te parece?

A Eloy se le iluminaron sus tristes ojos imaginándose correteando por los prados de Lasarte.

—Sí, claro, y podría venir mi amigo Ander, ¿verdad?

—Bueno, si sus padres no ponen inconveniente…

—Sí, sí, sí. Mis padres, nada, no hay problema. Si hoy me han dejado venir solo al hospital. Mis padres me dejan hacer de todo. Tengo trece años pero voy a hacer catorce muy pronto y mi aita dice que a esa edad él ya trabajaba.

—En ese caso lo prepararemos todo para cuando Eloy esté bien.

***

Canicas había perdido la medida del tiempo desde que cinco años antes se había jubilado de la Guardia Civil después de más de cuarenta luciendo el color verde del uniforme y el emblemático tricornio. Canicas siempre decía que el día que desapareciera el tricornio, desaparecería la Guardia Civil. Le podrían dejar el mismo nombre, pero sería como un león sin melena o un vasco sin txapela.

Canicas había nacido en San Juan de Gaztelugazte, muy cerca del Palacio de Urgoiti, donde sus padres trabajaban cuidando las tierras y las vacas de los Aguirrezabalaga, propietarios en aquellos tiempos de todo cuanto rodeaba a la ermita. La primera vez que su madre le dio el pecho lo hizo en euskera, sus primeros pasos fueron acompañados de la vieja txalaparta que su padre tocaba sentado en una roca del agreste acantilado de la costa de Vizcaya, donde el mar trabaja sin parar en su empeño de erosionar rocas y crear túneles marinos con cuevas milenarias, y donde las gaviotas trazan vuelos en círculos como si fueran un escuadrón para protegerse del viento que las arrastra mar adentro.

Canicas se había esfumado de las fronteras que le marcaba su aita, ahora pertenecía a un mundo donde la paz de Gaztelugazte no tenía cabida. El límite de la realidad era un laberinto de espejos que distorsionaban su pasado de niño vasco e imágenes retorcidas de su edad adulta vistiendo el traje verde.

Un matrimonio fracasado del que se culpó toda su vida le hizo despedirse de sí mismo y le dejó como herencia una sonrisa vaga entre escéptica y melancólica.

El acceso a San Juan de Gaztelugazte era sobrecogedor. Una estrecha vereda que partía de tierra firme y cruzaba sobre las rocas por un puente de piedra permitía llegar hasta la zona superior del islote después de ascender cerca de doscientos cincuenta escalones.

Inchaurrondo Blues

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