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INTRODUCCIÓN

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El deterioro de la situación económica española que se produjo a lo largo de 2008 y la pronunciada disminución del PIB durante 2009, ligeramente más reducida que la que tuvo lugar en otros países desarrollados, pero acompañada de una desmesurada destrucción de empleo, creó alarma sobre la fortaleza de nuestro sistema productivo, extendiendo la preocupación acerca de su debilidad, algo frecuente en épocas de crisis, y no solo en España.

Esta preocupación ya había acompañado la formidable expansión económica de los años precedentes, a tenor de la marcha de algunos indicadores clave. En particular, el déficit en los intercambios de bienes y servicios con el resto del mundo, pero también el tímido progreso de la productividad del trabajo, una variable fundamental sobre la que se asienta el crecimiento económico de las naciones. Ambos rasgos favorecieron el diagnóstico de que nuestra economía poseía graves problemas de oferta, de calidades y precios de sus productos, que obstaculizaban su crecimiento y competitividad.

Apenas recuperado el aliento tras el shock sufrido, la búsqueda de aspectos positivos en el desolador panorama creado por una crisis de la que solo ahora comienza España a recuperarse, condujo a políticos y analistas económicos a fijarse en las exportaciones, que crecían a un ritmo elevado. Hasta el punto de atemperar gradualmente el temor suscitado por la pérdida del instrumento tradicional para impulsarlas en las etapas de crisis, la devaluación de la moneda. No obstante, los más escépticos atribuyeron su ascenso a la búsqueda en el exterior por parte de las empresas de los mercados que no tenían dentro, dada la atonía de la demanda interna; es decir, a un paliativo coyuntural que no empañaba el diagnóstico de un sistema productivo débil.

No obstante, la mejor comprensión de la crisis, ya a finales de 2010, el descubrimiento de la magnitud de la burbuja inmobiliaria y de los excesos de presión sobre la demanda, creados por la reducción que experimentaron los tipos de interés desde mediados de la década de 1990, para igualarse con los alemanes (eliminando así la prima que se pagaba por el mayor riesgo de las inversiones en España), condujo a una visión más benévola de nuestras capacidades productivas. También ayudó, y no poco, que el déficit de nuestros intercambios con el resto del mundo fuera disminuyendo hasta desaparecer, merced al aumento de las exportaciones y al descenso de las importaciones. Ambos factores han puesto de relieve que, sin menospreciar los problemas de oferta, la crisis española, como la de otros países desarrollados, desde luego los europeos, es una crisis de escasez de demanda, derivada de los ajustes exigidos por un exceso de gasto nacional previo.

La demanda creció durante la etapa expansiva que se cerró en 2007 amparada en un elevado endeudamiento de familias y empresas, que ha dificultado después el aumento del consumo y de la inversión productiva, condicionando así la recuperación económica. Ni que decir tiene que el elevado desempleo creado ha contribuido también hasta hace poco a la depresión del consumo de las familias.

Desde 2009 hasta 2013, el sostenimiento de la actividad económica española se ha basado en las exportaciones, que aun sin devaluación han vuelto a desempeñar un papel motor de la recuperación. Sin embargo, lejos de lo que se cree, su crecimiento no obedece a milagro alguno. Es el fruto de una larga y afortunada trayectoria de orientación de las empresas españolas hacia los mercados del resto del mundo en respuesta a la globalización económica, trayectoria cuyas claves me propongo repasar en las páginas que siguen.

Con este fin, tras examinar y resaltar su ascenso en los últimos años, valoro su elevada fortaleza, contemplando el marco de deterioro de competitividad en costes en el que se ha producido hasta fechas recientes, para posteriormente ofrecer las principales claves explicativas, revisando su composición por productos, mercados de destino y empresas. También defiendo la evolución de las exportaciones como la mejor expresión de la competitividad de una economía, tratando de situar en el lugar preciso los indicadores tradicionalmente utilizados, como los precios y costes relativos, y el índice de competitividad global, elaborado por el Foro Económico Mundial (World Economic Forum, WEF), al que suelen remitirse inversores y políticos.

Como las exportaciones son la expresión del tejido productivo, su análisis no puede separarse del de este. La bonanza de la exportación refleja sin duda las fortalezas de ese tejido, que conviven con algunas debilidades que es preciso reseñar también para tener una idea cabal de las potencialidades de expansión de la economía española y de las reformas que son necesarias para convertir tales potencialidades en realidades.

Uno de los propósitos de este libro es mostrar que las ideas de debilidad y pobreza que a menudo se tienen sobre la capacidad productiva española y su competitividad no concuerdan con la realidad. España es una economía bastante madura, situada entre los primeros puestos por la dimensión de su producción, el 1,6% del mundo, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), y posee un tejido productivo acorde con la posición que ocupa, cuya competitividad se ha afianzado en un mundo crecientemente globalizado y exigente. España se hace global con el mundo.

Esto no quiere decir que no quepan mejoras en el funcionamiento de la economía (en el modelo productivo, en particular), que no existan sonoras ineficiencias y que no sean necesarios y urgentes los remedios. Pero quizá es aún más urgente erradicar entre la clase política y los gestores públicos (y no pocos de los privados) la infravaloración del esfuerzo y la organización que requiere el funcionamiento eficiente de una economía, una actitud que, además de limitar el alcance y los resultados de las políticas públicas, cierra las puertas a la ambición y al talento.

España en la economía global

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