Читать книгу La rotación de las cosas - Raúl Ariel Victoriano - Страница 11
ОглавлениеLupe cerró los párpados y dejó que las yemas de sus dedos acariciaran el instrumento.
Pulsó las cuerdas una a una para afinar el violonchelo con la voluta del mástil apoyada en la mejilla. Sintió la vibración de la caja de música dentro del cuerpo. Infló los pulmones y le pareció que ella misma se elevaba en el aire. Deslizó el arco en una curva horizontal y ajustó una clavija. Probó de nuevo. La afinación fue perfecta.
Miró hacia la ventana y, a través del vidrio, no vio los signos escritos del pentagrama. No estaban allá, sobre la nítida esfera de ceniza de la luna llena. De todos modos, la partitura estaba tan clara en su cabeza como el lenguaje celestial de las constelaciones nadando por encima de las montañas. Contempló al chico aquel, de pie al lado de la entrada, en el extremo del salón iluminado por la lámpara de once mil velas. Pensó que si estuviese cerca de él podría olfatear su aroma a tabaco rubio. Tenía los hombros fuertes, el mentón recio y una expresión infantil.
Lupe arrugó la frente y alzó las cejas. La claraboya cimbró con el empujón de una ráfaga de viento. En la lejanía, un lienzo tejido con hilos de plata frotó con suavidad el lomo de los cerros. El rumor de los géneros provenía del telar de Ixchel, la diosa maya del amor y la luna. La divinidad de los cielos desplegó las alas de su presencia y colocó unas palabras secretas, en forma de aretes de humo, alrededor del oído de Lupe.
—No te enamores, Lupita... el amor duele —dijo la voz.
La austera orquesta comenzó con los primeros compases. Lupe quitó la transpiración de su mano izquierda con un pequeño pañuelo y lo dejó a un costado. Se concentró en el ritmo y movió el codo en el momento exacto. Detuvo los pensamientos para olvidar la imagen del joven y estiró los dedos encontrando la exactitud de los tonos agudos. Hizo un descanso mientras los demás músicos avanzaban en la obertura. Espió de reojo las hojas apoyadas en el atril y avanzó frotando el arco lejos del puente. La tapa de abeto del instrumento tembló entre sus piernas como un amante.
El alma de Lupe imaginó —bajo la mirada intensa de la figura masculina que la contemplaba— un abrazo fuerte pero tierno. Al llamado de las corcheas agitó las manos en una urgencia de ternura a lo largo de los contornos de su oído.
A medida que tocaba la melodía suave se le ruborizaban más y más los pómulos. Sintió vergüenza y se le ocurrió una mentira: «Muchacho dulce que no me quitas los ojos de encima, no dejaré que te atrevas a romperme el corazón». Sacudió la cabeza en un acorde brillante y su cabellera larga le disimuló el rostro. El chico no pudo ver los labios de Lupe bebiéndose las notas musicales, aunque sí las uñas delicadas pellizcando, debido al calor, el escote de su vestido de fiesta.
Afuera y en lo alto, las espumosas telas de Ixchel acariciaron la espalda de los cerros. Las cuatro tonalidades cósmicas del universo maya —blanco, amarillo, rojo y negro— apartaron el velo del firmamento nocturno como si fuese a amanecer en un rato. La diosa, la gran mujer Arcoiris, envió su murmullo mágico rodando hacia abajo por la ladera, atravesó los bosques y se metió adentro de las armonías del concierto oliendo a limones:
—Lupita... el amor al principio es tibio... acaricia el maíz en los campos de sol... luego escupe ira en sus tormentas grises... ¿No lo sabes?... Revuelve mares y tierras por debajo del trópico de Cáncer —sentenció la voz.
La humilde orquesta llegó a la culminación de la gala con un rosario de campanitas sobre el teclado del piano y, después, un pleno de vientos infló el recinto. Parecía una carpa a punto de remontar vuelo.
Él, seguramente, la debió haber mirado con los ojos del alma. Quitó la vista de la chica del violonchelo al final, cuando los últimos aplausos ya habían caído en la sencilla alfombra del piso. Ajustó el nudo de la corbata, se acomodó un mechón rebelde de pelo, tiró hacia arriba de las solapas del saco y escoltó a prudente distancia la salida de los concertistas.
La sala se fue vaciando de voces y pasos, de picoteo de tacos y roce de suelas. Todos abandonaron la velada.
Ella salió al patio a tomar aire y él fue quien habló primero. Lupe reconoció en la voz cierta semejanza con la atmósfera de su niñez. Olía a perfumes de habanos y ron, vainilla y canela, los mismos que despedían las ropas de su abuelo cuando le contaba las fascinantes andanzas de los marineros cubanos. Ella aceptó la conversación con naturalidad. Y aunque se guardó de hacer comentario alguno acerca de los aromas ocultos en aquel pensamiento fugaz, ambos no dejaron de contarse historias hasta que la noche se puso vieja.
Y así, las fragancias nocturnas de la oscuridad se fueron apagando. Un tenue resplandor aguardaba agazapado adelantándose a la aurora. Las estrellas viraron de color, prefirieron la transparencia del ópalo. La luna, como una goleta moribunda, se hundió detrás de las montañas.
Nacía tímida en su plenitud la claridad del alba.
Ella y el muchacho estaban sentados en un banco de granito. Bajo el follaje cargado de racimos amarillos de un guachipilín esbelto comenzaron a oír el quejido del kukul en el fondo de la selva. A ella, el brillo de la sonrisa le dilataba las pupilas. El corazón de Lupe —pájaro ardiente por tanto frenesí de coqueterías y galanteos—, preso de pasión dentro del cautiverio de sus costillas, estaba casi a punto de recuperar sus palpitaciones cuando el chico le dio el beso.
Salieron tomados de la mano —ella con su chelo enfundado a la espalda— y se separaron luego camino a sus hogares. Ella rumbo al norte y él buscando el sur, cada uno a su vivienda en los extremos de Alotenango. Lupe caminó como en el aire por las calles del pueblo aún dormido en la quebrada de los bananos. Miró hacia un lado y vio el pico del volcán de Agua, oculto tras las nubes blancas. Y por el opuesto, a través de la diafanidad de los vientos, la ladera verde y la cumbre de rocas peladas del volcán de Fuego. Al ritmo de su calzado ligero trepidaba la ilusión de su primer amor. De tan grande, la respiración de su espíritu pudo abarcar la amplitud vegetal, de costa a costa, del océano Pacífico al mar Caribe.
Pero al otro día el mundo se volvió loco de miedo. La peste ya dominaba el siglo. Las noches y los días se alargaron en una reclusión interminable. La gente moría en mayor cantidad y no alcanzaban los ataúdes ni los cementerios. El cinturón de hierro del aislamiento dispuesto por las autoridades obligó a Lupe a quedarse en su casa y al muchacho del aroma a tabaco rubio en la suya. En la penumbra de su cuarto ella frotó las cuerdas de su violonchelo y el susurro de Ixchel se manifestó de nuevo:
—Lupita... el amor duele —repitió.
A Lupe le gustaba la soledad, aunque odiaba el encierro. Enfundó con disgusto el instrumento, se lo echó sobre la espalda y salió por la puerta trasera. Cuando ya había atravesado el huerto oyó el pedido de su madre.
—Niña, no te tardes —dijo la mujer secándose las manos en el delantal.
Lupe le dijo que volvería pronto y se perdió por el sendero de los almendros bajando por la barranca. No había atravesado ninguna alambrada, el bosque completo era parte de su casa, sus sandalias eran dueñas del monte. Sus pasos la condujeron al oeste, por el valle, rodeando las caderas de los volcanes. Desde el pueblo, moderado por la espesura del follaje, llegaba el ladrido de algún perro. En medio de la cordillera desordenada por capricho de la naturaleza la selva se hizo tupida. La queja del kukul rebotó en los troncos de los pinos. Lupe buscó sin saberlo, a lo largo de la caminata, el perfume del muchacho de los hombros fuertes en el contorno de los árboles. Tal vez por allí estuviese el chico que la había mirado de ese modo tan dulce en el salón iluminado por la lámpara de once mil velas durante todo el concierto. Al no encontrarlo se vio hostigada por el flagelo de la angustia.
Abrió los brazos.
Quiso volar hacia el sur esquivando los techos de zinc.
Pero no pudo.
Entonces un hechizo desprendió la extensa fila de botones, desde el canesú hasta el ruedo. Veinte círculos de carey oscuro rodaron por el suelo liso por donde no había crecido la hierba. Huyeron, se diría, por los senderos de la espesura hasta esconderse en el silencio. El vestido celeste de falda larga se descalzó de las clavículas, tocó los codos, bajó por las caderas y se amontonó alrededor de los pies descalzos. Más que un arrullo de sedas se oyó un golpe blando en el parche hueco de la tierra.
Lupe quedó desnuda por arriba y por debajo de su cintura.
Ya sin el vestido, no quedaba nada por quitar, ni siquiera tenía ropa interior. Pero el momento de pureza estuvo a la altura del decoro. Si hubo ojos, no vieron nada, cegados por las espinas de los izotes del monte; si hubo oídos, no escucharon nada, por el escándalo de los chirivines en los nidos; la timidez y el rubor no deambulaban esta tarde por aquí. Los hilos de sol, tamizados por la melena cerrada de las hojas, solo pintaron pecas lánguidas, cambiando de tamaño y posición, encima de la piel tersa de la novedosa estatua del bosque.
Lupe, como una poseída, se abrazó al tronco del roble. Lo apretó contra su pómulo y, además, lo encerró entre sus muslos acercando la corteza al calor de su vientre. Las cáscaras marrones rasparon geometrías extrañas, de líneas rosadas, en las encarnaduras de sus partes blandas. Pero no le importó.
En su mente disparatada se preguntó cuántas veces había besado a un chico y la rápida asociación aritmética —descartando los besos en las mejillas— dio como resultado el número uno. El cálculo de los asuntos de la pasión le inflamó las sienes de alegría: uno era muchísimo mayor que cero. Entonces, su ánimo se aventuró, aunque fugazmente, en una rudimentaria especulación sin respuesta en los ámbitos de la física: ¿qué peso y qué dimensiones tendría ese primer beso? Ese tan especial, el único de aquella mañana inolvidable.
Rememoró la escena de la madrugada del concierto:
Recién ascendía la claridad a las nubes. El sol, una rabiosa flor amarilla, fruncía la frente de Lupe. Quitó los mechones de brisa que caían sobre su cara y permitió al muchacho, de dedos rugosos, aquietar las oscilaciones de sus mejillas. Accedió con fruición al abrazo y un chorro de sangre fluyó hacia sus extremidades. Las puntas de sus senos —dos botones de pan cobrizo— ardieron debajo de su blusa. Se ofreció con audacia y arqueó su brazo delgado por detrás del cuello grueso. Un par de brazos fornidos la dejaron sin respiración. Cuatro labios se empaparon en la humedad de los alientos. Lupe abrió la boca cuidándose de no morder, solo para recibir las delicias de la serpiente viril que se introducía en su paladar. Tres... cinco... ¿o tal vez siete? fueron las contracciones de los labios antes de separarse. Luego el silencio le subió los párpados. Se sintió liviana como una bolsa de suspiros y pensó en morirse en ese instante y para siempre.
Al regresar del recuerdo se rompió el hechizo.
Todavía le palpitaban las venas.
Pasaron segundos, minutos, horas, quizás siglos. Una pareja de arrendajos aferrados a la rama de un cedro, trinando a la orilla del arroyo, le quitó toda ensoñación a la magia. Un plof en su cerebro la devolvió a la realidad, y ahí quedó, nuevamente parada y con el vestido puesto.
Lupe se sentó en un tocón, apretó la caja del violonchelo y deslizó el arco tocando una melodía triste.
Al sur del pueblo el muchacho de mentón recio sonrió al escuchar el sonido lejano del instrumento. Con expresión infantil alzó la vista al norte asomado a la ventana, vaya a saber —a juzgar por la expresión ingenua— si no estaría atribuyendo a la vibración suspendida en el aire la intensa vocación por la música de la joven que le había provocado un vacío en el alma desde la noche del concierto.
Los pájaros callaron y dejaron la calma quieta a disposición de Ixchel. Aunque Lupe no soltó un sollozo, la divina esposa del señor del Ojo del Sol llenó su gran cántaro de lágrimas. La mujer Arcoiris las volcó por completo en forma de lluvia copiosa de color azul —el de la pena de amor— asombrando a los habitantes de Alotenango.
El cielo se puso añil.
El particular diluvio se expandió por fuera de la quebrada, detrás de los volcanes, por todos los territorios guatemaltecos, para dejar plasmado a modo de leyenda el testimonio de la tristeza de Lupe, quien nunca más regresó a la casa de su madre.
Las lluvias cesaron al mes siguiente.
Para algunos el espíritu de Lupe se ha vuelto transparente en una metamorfosis poética. Vagabundea por las selvas de las laderas de las montañas con su violonchelo a cuestas. Para otros se hace oír en adagios melancólicos elevados a los astros, enredada en la cabellera de las encinas, cuando el viento presagia tormenta. Y hay quienes aseguran que la anciana Ixchel ha sido quien la ha llevado consigo, bajo su protección, al inframundo del volcán de Fuego, deslumbrada por la fortaleza de la joven que no llora su pena de amor, aunque la conserva viva en el recuerdo.
Lo cierto es que tras un año de sequía hubo un temblor. Y otro y otro. Pero jamás llegó al pueblo, no derribó viviendas, no formó grietas en los pavimentos, no mató gente ni animales. Solo sacudió la cuesta de los volcanes y el monte.
Al ocurrir esto, se derribaron los frutos de los árboles con los empujones. Los zapotes, frutos ovales y carnosos, se estrellaron contra el suelo y se rompieron. La pulpa roja se deshizo y los trozos se volcaron en la orilla del arroyo. Cayeron en la corriente líquida y esta se tiñó de rojo. Este chorrillo serpenteó entre las piedras y, a los tropezones, derramó su jugo en el valle. El agua que bajó de las cumbres, en el pedregullo del cauce, rescató del pasado los pedazos del corazón fogoso de Lupita.
A quien no se le conoció destino es al muchacho del mentón recio. No se lo volvió a ver desde aquella madrugada, cuando cesó la lluvia en Alotenango, luego de la desaparición de los demonios de la peste.