Читать книгу La Política de los Estados Unidos en el Continente Americano - Raúl de Cárdenas y Echarte - Страница 5
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(1783) Área comprendida entre los montes Alleghanies y el río Mississippi.
ОглавлениеA principios del siglo XVIII, el extenso territorio que hoy ocupa la República norteamericana formaba tres distintas colonias: una española, otra francesa y otra inglesa. Esta última ocupaba un área muy reducida en proporción a las otras dos. No era más que una faja de territorio que corría desde el río Penobscot, en Maine, hasta el cabo Romano en la Carolina del Sur, y desde el Atlántico hasta la cordillera de los Alleghanies. Sin embargo, con el andar de los tiempos, la colonia inglesa primero, los Estados Unidos después, uniendo la acción social a la política, lograron terminar con las dominaciones europeas y agregaron a su territorio el área inmensa de sus colonias.
Comenzó la expansión de los Estados Unidos antes de que los norteamericanos alcanzaran la independencia. Esta manifestación, aparentemente paradójica, no lo es. Los primeros pasos del proceso expansionista se dieron a principios del siglo XVIII por los colonos virginianos directamente, sin recibir el apoyo moral ni el auxilio material de la corona británica; y a fines de este mismo siglo, esos esfuerzos, que aún no habían desmayado, resultaron coetáneos con los que hicieron los colonos por alcanzar la independencia.
El territorio de las trece colonias primitivas tenía tan sólo 341,752 millas cuadradas, y el que se le asignó a los Estados Unidos por el Tratado de París de 3 de septiembre de 1783, que puso término a la guerra de independencia, abarcaba además otra área de 488,248 millas, comprendida entre los Alleghanies y el río Mississippi. Los delegados de las colonias insistieron con razón en que ese territorio pertenecía a la nueva República, porque había sido adquirido merced al esfuerzo de los colonos.
Vamos a examinar los hechos en que se fundaron los delegados norteamericanos para reclamar un territorio mayor que el que correspondía a las colonias.
Pretendieron siempre los colonos ingleses que los dominios británicos se extendían por el oeste hasta el río Mississippi; y los franceses, por su parte, dueños entonces del Canadá, alegaban que era de ellos el territorio que limitaban los ríos Mississippi y Ohio y los grandes lagos, o séase el que hoy ocupan los estados de Ohio, Indiana, Illinois, Michigan, Wisconsin y parte de Pensylvania, y que hacia el oeste de los Alleghanies, tan sólo pertenecía a Inglaterra el territorio situado al sur del río Ohio, es decir, lo que hoy forman los estados de Kentucky, Tennessee y parte de Virginia.
En 1718, Alexander Spottswood, Gobernador de Virginia, cruzó al frente de una expedición la cordillera de los Alleghanies. Iba a explorar; iba como quien va a tomar posesión de algo de que se es dueño y se quiere conocer. No llegó más que hasta el río Shenandoah, y no produjo la expedición ninguna consecuencia, como no fuera la de instituirse una orden que se denominó "Tramontana" y con la que Spottswood quiso condecorar a sus acompañantes en recuerdo de su viaje. Así y todo, los escritores consideran siempre a Spottswood, como al que dió el primer paso en el camino de la expansión.
A mediados del mismo siglo, en tiempos de otro Gobernador de Virginia, Robert Dinwiddie, se ponen en conflicto los intereses de los colonos ingleses con los de los franceses por la posesión del territorio situado al norte del río Ohio. Mientras la pretensión de los virginianos no se tradujo en hechos, el asunto carecía de interés. Tratábase de una inmensidad de territorio, inexplorado, habitado tan sólo por tribus indias. Pero he aquí que Dinwiddie, siguiendo el sistema de colonización a que tan aficionados fueron los ingleses, le otorga a una Compañía que se formó entre virginianos, y que se denominó de "Ohio", el derecho al disfrute de dicho territorio y manda a construir un fuerte en la orilla del río de ese nombre; y que los franceses, que de esto se enteran, le hacen saber a dicho Gobernador que no les permitirán a los virginianos explotar ese territorio; y ya tenemos en conflicto, por primera vez, a los norteamericanos por la posesión de terrenos contiguos a los suyos.
El Gobernador Dinwiddie quiso conocer cuál era la actitud de los franceses en este asunto; cuáles eran sus verdaderas aspiraciones acerca del discutido territorio situado al norte del río Ohio, y decidió enviar un comisionado que se entrevistara con las autoridades francesas y se hiciera cargo de sus pretensiones. Para desempeñar tan difícil encargo se comisionó a un joven perteneciente a una ilustre familia de Virginia, cuyo nombre excelso habría de llenar después una de las páginas más grandes de la historia de la humanidad, y que con esa aventura se inició en la vida pública de su país: George Washington.
A fines del año 1753, Washington salió de Virginia y, dirigiéndose hacia el Norte, venciendo obstáculos y distancias inconcebibles, llegó hasta las inmediaciones del lago Erie, entrevistándose en el fuerte Le Baeuf con el jefe de las fuerzas francesas, Gardeur de Saint Pierre. Este lo colmó de atenciones; pero le hizo presente, para que así lo hiciera saber al Gobernador de Virginia, que si los colonos ingleses no evacuaban la parte norte del río Ohio, se vería compelido a expulsarlos por la fuerza. Al conocer Dinwiddie esa actitud, reclamó auxilios de Inglaterra; pero esta nación ni siquiera prestó oídos a la petición.
A pesar de esta actitud de la Corona Británica, los virginianos decidieron pelear. En 2 de abril del año 1754, Washington, con el grado de Teniente Coronel y al frente de dos compañías, se dirigió al Norte. La suerte le fué adversa: en 4 de julio de ese año tuvo que rendirse a los franceses en el fuerte "Necesidad".
Inglaterra hasta entonces no había dado pruebas de preocuparse de las luchas de sus colonos con los franceses; pero esta vez se preocupó, por el sesgo que llevaban estos asuntos, y envió a América al general Braddock al frente de algunos refuerzos. Braddock, con las fuerzas traídas de Inglaterra y con otras americanas, inició en el verano del año 1755 una nueva campaña; pero el éxito sonrió otra vez a las armas francesas.
Al año siguiente comienza la guerra de los siete años, y tuvo ésta por escenario no sólo a Europa, sino también los campos de América. El territorio hasta entonces disputado, el situado al norte del río Ohio, fué el teatro de la lucha. Al principio la suerte fué adversa a los ingleses, pero como se enviara desde Inglaterra un contingente de 50,000 hombres, el éxito se cambió para esta nación; y desde el año 1759, con la toma de los fuertes Niágara y Ticonderoga, quedó decidido el triunfo de la campaña.
Con el tratado de París, de 10 de febrero de 1763, dió término la guerra de los siete años; y al quedar resueltos definitivamente los destinos de Francia en América, con la cesión que hizo del Canadá en favor de Inglaterra, quedó decidida también la suerte de los terrenos del norte del río Ohio, es decir, el conflicto que desde mediados del siglo armó en guerra a los virginianos.
La Gran Bretaña, al quedar en posesión del territorio que nos ocupa, cometió una injusticia. En vez de agregarle a Virginia el referido territorio, ya que por su posesión tanto había combatido esta colonia, lo puso bajo la dependencia del Canadá. Los virginianos no pudieron decir, sin embargo, que habían perdido el tiempo. Su esfuerzo no fué infructuoso: consiguieron adiestrarse en las artes de la guerra, y esa práctica había de resultarles de gran provecho pocos años después, cuando estalló la insurrección de las colonias.
Expuesta ya, a grandes rasgos, la acción de los colonos ingleses en el territorio situado al norte del río Ohio, antes de la independencia, ocupémonos ahora del situado al sur de dicho río, es decir, del que forma el área que hoy tienen los Estados de Kentucky y Tennessee.
Los franceses no les negaron nunca a los ingleses su derecho a ese territorio. Disputaron siempre la dominación del territorio del norte del río Ohio, pero los del Sur los consideraron siempre como de la pertenencia de Inglaterra, y para esta nación formaban parte de Virginia.
La ocupación de ese territorio por Virginia, puede citarse como un ejemplo de que la expansión norteamericana fué, más bien que obra de la acción política del gobierno, un producto o un resultado de la actividad individual. En Virginia, el eje de la organización social estaba constituído, por así decirlo, por los propietarios rurales; y estimando éstos que ya los terrenos de dicha colonia resultaban insuficientes para sus cultivos, se fueron extendiendo poco a poco hacia el Oeste. El cultivo, del tabaco especialmente, requería nuevas tierras. La iniciativa individual comenzó, pues, la expansión, antes que la actividad política. Tuvo tal importancia la actividad privada, que una de las compañías formadas para la explotación de las nuevas tierras, la llamada de "Los propietarios de la Colonia de Transilvania", instituyó un gobierno propio formado por los colonos; gobierno que fué suprimido después por el de Virginia, pero cuando ya su Cámara había tenido tiempo de votar seis leyes.
A medida que los nuevos territorios iban ganando en importancia, fué arraigando en sus moradores el propósito de que los mismos fueran algo más que una simple posesión de Virginia; y cuando esa idea estuvo firme en las conciencias, el pueblo, reunido en convención en 7 de junio de 1778, designó dos Delegados que se dirigieron a Williamsburg, capital de Virginia, para pedir su incorporación a esta colonia como un nuevo Condado dentro de la misma. Llegaron dichos Delegados cuando la Asamblea de Virginia declaraba su independencia de Inglaterra; pero obtuvieron su objeto: seis meses después, el tan citado territorio formaba un nuevo Condado.
La revolución, por la fuerza de las armas, consagró para las colonias el dominio del territorio situado al norte del río Ohio. El joven virginiano George Rogers Clark, al frente de un ejército, sostuvo dos admirables campañas durante los años 1778 y 1779, que culminaron con la rendición del coronel Hamilton, jefe de las fuerzas inglesas en Vicennes, quedando toda la región en poder de los revolucionarios.
Expuestos ya los esfuerzos de los colonos norteamericanos por adquirir y dominar la región situada entre los Alleghanies y el río Mississippi, réstanos referirnos a la actividad de los comisionados de la paz, en 1783, a fin de asegurarla definitivamente, para la nueva nacionalidad.
Cuando se trató de ese asunto en las conferencias de París, con tal tesón defendieron los delegados norteamericanos la aspiración de la nueva República, de que el río Mississippi señalara su lindero occidental, que los ingleses se allanaron, aunque de mal grado, a dicha petición. Pero inesperadamente surgió un serio obstáculo: el Gobierno de Luis XVI se opuso a que el dominio de ese territorio pasara a los Estados Unidos.
Francia y España en aquel entonces marchaban de perfecto acuerdo, y Luis XVI aspiraba a que Inglaterra conservara el dominio del territorio situado al norte del río Ohio y España el situado al sur de dicho río. Los Delegados americanos se veían en un trance apurado. El Congreso de los Estados Unidos, creyendo en la buena fe y en la amistad de Francia, así como en la espontaneidad del auxilio que le había prestado a los revolucionarios, había encargado a dichos delegados que tomaran por Consejero al rey de Francia. Con efecto, por un acuerdo adoptado por el Congreso en 8 de junio de 1781, se les confería a los delegados esta instrucción:
Deben Uds. tener muy al corriente de cuanto ocurra en las conferencias a los Ministros de nuestro generoso aliado el rey de Francia; no deben dar ningún paso, ni convenir nada, sin su consentimiento; han de inspirarse en sus consejos y opiniones.
¿Cómo se explica tan difícil situación? ¿Qué significaba que mientras los ingleses no oponían obstáculos a la aspiración de darle a la nueva República la extensión reclamada por sus delegados, se viniera a colocar frente a esa aspiración el Gobierno de Francia, su gran amigo y aliado? Vamos a explicarlo. En primer lugar, la amistad de Francia hacia los revolucionarios no fué nunca tan espontánea como éstos se la imaginaban. Los ayudaban, no por otra cosa que por el deseo de perjudicar a Inglaterra, entonces su enemiga y rival; y hasta tal punto es esto cierto, que Turgot, uno de los ministros de Luis XVI, en un caso declaró que a la larga a Francia no le convenía que en la lucha entre Inglaterra y sus revueltas colonias triunfara aquélla, porque entonces retiraría de éstas y traería al Continente el contingente de tropas que en ellas combatía. El mismo Luis XVI y sus ministros, en más de una ocasión significaron que aun cuando ayudaban a los revolucionarios, no por simpatía, sino porque esta ayuda redundaba en daño de Inglaterra, no por eso dejaban de experimentar ciertos escrúpulos, pues era un mal ejemplo que un monarca auxiliara ostensiblemente la formación de una República democrática.
Francia sabía lo que quería al oponerse a las pretensiones de los delegados americanos:
Vió con mirada profética, dice el insigne escritor norteamericano Willis Fletcher Johnson, que el acceso de los americanos al río Mississippi habría de significar en lo futuro el control de éstos sobre dicho río, y en definitiva su completo predominio sobre el hemisferio occidental.
Tenía además otra mira: vislumbraba que cedido a España el territorio situado al sur del río Ohio, dicho territorio, en fecha próxima, llegaría a ser suyo, dado su predominio en los asuntos de esta monarquía con la que marchaba en completa inteligencia.
Ya veía en lo futuro, dice el referido autor, el Tratado de San Ildefonso.
Para conseguir su propósito, la diplomacia francesa ponía en juego toda su habilidad. Le hacía ver a los delegados ingleses que los americanos tenían que seguir sus consejos; y nada mejor, por otro lado, para excitar la codicia de aquéllos, que halagarlos con la adquisición de todo el territorio situado al norte del río Ohio. Les decía que se hicieran fuertes, y al propio tiempo les hacía ver que en sus manos estaba vencer la resistencia de los norteamericanos.
Los comisionados americanos, John Adams, John Hay y Benjamín Franklin, dándose cuenta de que al conferirles el Congreso sus instrucciones, éste no conocía cuál era la verdadera disposición y cuáles eran los propósitos del Gobierno de Francia, no tuvieron inconveniente en desobedecer dichas instrucciones. Franklin tenía sus escrúpulos, pero Hay se los supo desvanecer. Como decía Adams, esa desobediencia los llenaba de gloria.
Los ingleses se allanaron a la petición de los americanos; y una vez firmado el Tratado, fué éste llevado para su ratificación al Congreso, que sin duda se felicitó de que los comisionados hubiesen desobedecido sus instrucciones. De esta manera las trece colonias, al obtener su independencia, consagraron la adquisición de un territorio aun mayor que su área. Las colonias, como antes dijimos, contaban con 341,752 millas cuadradas, y el terreno que además se les reconocía contaba 488,248 millas.
El estudio del régimen a que fué sometido ese territorio es del mayor interés. Los estados de New York, Connecticut, las dos Carolinas, Virginia y Georgia, se habían distribuído el área de esa región; y primeramente New York, y sucesivamente los otros estados fueron cediendo la que se habían agregado, al Gobierno de la Confederación. Este hecho, la conversión de esta región, que dejaba de pertenecer a determinados estados para ser del dominio común, tuvo para la confederación, en el orden moral, una importancia trascendental, de la que quizás la nación misma no se dió cuenta, dice Willis Fletcher Johnson.
La idea, dice, de que tan enorme propiedad era del dominio de todos, fué un fuerte lazo de unión que hizo sentir, quizás más que ningún otro, la fuerza y la conveniencia de mantenerse unidos.
Fué, dice el historiador John Fiske, la primera cuestión en que estuvo interesado todo el pueblo después que hubo obtenido su independencia.
Establecida la nueva nacionalidad, era necesario proveer de alguna manera al Gobierno de la región situada al norte del río Ohio, o sea, como antes dijimos, la que hoy ocupan los cinco grandes estados de Ohio, Illinois, Michigan, Indiana y Wisconsin. A tal objeto se promulgó, en 13 de julio de 1787, la famosa "Ordenanza para el gobierno del territorio de los Estados Unidos, situado al noroeste del río Ohio", y se puede decir que el Congreso, al confeccionarla, se colocó a la altura del genio político de los norteamericanos. Con razón se ha considerado esa Ordenanza, junto con la Declaración de Independencia y la Constitución, como los grandes monumentos del Derecho Constitucional de los Estados Unidos.
La Ordenanza abrazaba cuatro materias: consignaba disposiciones para el gobierno del territorio; les otorgaba derechos individuales a sus moradores; establecía ciertos requisitos mediante los cuales dicha región se podía convertir en Estado, y últimamente prohibía en ella la esclavitud.
Con respecto al gobierno, se disponía que éste habría de radicar en un Gobernador; un Secretario y tres jueces designados por la Confederación; una Legislatura con amplias facultades, compuesta por una Asamblea General de elección popular, y otra Cámara, compuesta de cinco miembros, designada por el Congreso de la Confederación de entre una propuesta de diez personas formada por la Asamblea. Los habitantes del territorio debían contribuir con determinada suma a los gastos de la Confederación, pero la Legislatura era la encargada de asignar y distribuir los ingresos.
Se reconoció a los habitantes el Habeas Corpus, el derecho de propiedad, el de ser juzgados por un jurado y, en fin, todas las garantías que constituyen la esencia de la libertad individual en los anglosajones.
Acerca de la formación de nuevos Estados, se proveía que éstos habrían de ser no menos de tres, ni más de cinco, y se daban facilidades para dicha formación. Bastaba con que en una región existiera una comunidad compuesta de sesenta mil habitantes; que se diera su constitución, y que estableciera su gobierno; eso sí, era necesario que éste fuese republicano y no estuviera en contradicción con los intereses fundamentales de la Confederación.
No es posible pedir mayor sabiduría, ni mayor consecuencia que la que demostró el Congreso de la Confederación para con el principio del gobierno propio al calor del cual habían surgido los Estados Unidos. Por primera vez se dió ante el mundo el ejemplo de que un Estado, espontáneamente, al adquirir por expansión un territorio, les ofreciera a los habitantes del mismo el gobierno propio.
Diez y seis años después de promulgada la Ordenanza, Ohio era admitido como Estado, y antes de que transcurriera la primera mitad del siglo pasado, fueron reconocidos los otros cuatro.