Читать книгу Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade - Страница 4

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Capítulo I


1


Bajó del autobús cargando una valija grande, la cual era pesada, pues se veía el esfuerzo que hacía para arrastrarla. Los lentes oscuros se le resbalaban por su nariz respingada. Las pecas sobre sus mejillas siempre le disgustaron, pero sabía que a los hombres les gustaban, así que nunca renegó de ellas, aun cuando odiaba que fueran un atributo por el cual era deseada. Su cabello rojo volaba por el viento, suelto; revoloteaba como alas de gorrión. Era lacio, largo hasta la media espalda. Sus labios, cubiertos por un rojo carmesí, contrastaba con su piel blanca pálida. Vestía una camisa vaquera de mangas largas desbotonada para poder lucir sus senos medianos, los cuales apreciaba por no ser grandes. Jeans texanos holgados y botas militares. Toda una joven en su máxima plenitud: veintinueve años viviendo en este mundo, la mayoría de ellos sola. Su caminar era despampanante, llamativo, pero nadie se atrevió a ofrecer su ayuda.

Caminó hasta llegar a un parque. Dejó su valija en una banca. Se quitó sus botas y sus calcetas, y caminó por el pasto. Aquella sensación la llenaba de gozo. Unos segundos después, su rostro cambió. Miró hacia sus huellas y en seguida vio cómo el pasto recién cortado, semillas y tierra flotaba por donde había plantado sus pies.

Supo inmediatamente que en ese pueblo había una bruja. De ser un brujo, hubiera tenido su menstruación.

Se enfundó sus botas. Traía una tonadita en su cabeza, un cántico que repetía constantemente. Aquello le molestaba, aunque no tanto como tener que cargar de nuevo la maleta. Sacó del bolsillo del pantalón un poco de polvo rojo. Tomó tierra del suelo, que unió con el polvo en sus manos. Miró para los cuatro puntos cardinales. Susurró unas palabras en alguna lengua olvidada. Detrás de sus lentes oscuros, sus ojos verdes parecían irritados. Llevó sus manos al pecho. Enseguida, tiró el polvo, y la tierra se estrelló sobre la acera de forma rápida, quedando una mancha distorsionada. Vio por unos segundos aquella extraña mancha, la escupió, refunfuñó, dijo maldiciones y tomó sus pertenencias para iniciar su caminar.

Eran las seis de la mañana del sábado. Las calles del poblado estaban casi vacías. Pocos transeúntes circulaban. Era un día muy fresco para ser septiembre: estaba nublado. Aunque el sol luchaba por alumbrar, las nubes no le daban oportunidad. Salomé, de apellido Gaskell, caminaba intentando despedir sensualidad, aunque, con la maleta a cuestas, le era difícil. Después de moverse unos cien metros, vio a un par de hombres. Pudo notar que eran alcohólicos, teporochos de la calle. Se presentó con ellos.

—Hola, chicos. ¿Qué dice la mañana? Fresca, como para beber unos tragos de aguamiel, ¿eh?

Los hombres no respondieron; fueron tomados por sorpresa. En seguida, Salomé Gaskell les arrebato la botella y tomó dos buenos tragos del aguardiente que bebían. Aquello los dejó con la boca abierta, sorprendidos, anonadados. Sin decir nada, les devolvió la botella y se limpió la boca con la manga izquierda. De su bolso sacó un lápiz labial que untó y volvió verdes sus labios. Dio sendos besos a los hombres y les susurró palabras en sus oídos. El que sostenía la botella la dejó caer; sus ojos se abrieron desorbitadamente, sus pupilas se dilataron y en su boca se dibujó una sonrisa.

El sol no ganó: las nubes soltaron una llovizna que hacía ver triste el poblado. Las calles seguían vacías, Salomé caminaba bajo la lluvia. Su ropa estaba empapada en agua, y sus cabellos sueltos, mojados. El maquillaje se corría por su rostro. No le importaba. Seguía caminando, saludando a los pocos autos con los que su cruzaban. Detrás de ella caminaban los dos borrachos: uno cargaba la pesada valija, el otro parecía que llevaba una marcha militar. Los que la vieron ese día quedaron sorprendidos sin saber qué pensar. Doña Gertrudis, que se transportaba en su auto de lujo conducido por don Remigio, la bautizó como la “generala loca”. Desde ese día le tomó un odio profundo. Su marido se quedó viendo a la “generala”, sorprendido por su belleza. Gertrudis sintió celos y enseguida grito: “¡Remigio, qué vergüenza!”, pero sus palabras no hicieron que dejara de verla, sino el golpe que dio con la llanta en la banqueta.

La lluvia cobró intensidad a cada hora. Para las once de la mañana, era muy fuerte. Después de un largo caminar, Salomé llegó al panteón del pueblo acompañada por sus dos nuevos “amigos”. El camposanto estaba a las orillas del pueblo teniendo por vecino un bosque. En la entrada en forma de arco, pudo ver una cruz. Caminó alrededor observando la barda blanca que rodaba las tumbas. Se detuvo frente a un montículo de piedras que se apoyaban en la pared y llegaba hasta la mitad de esta. Ordenó a unos de sus acompañantes que quitara todas las piedras. En seguida, este cumplió la orden: quitaba piedra sobre piedra hasta que, de pronto, fue sorprendido por una fuga de vapor amarillo. El hombre, al respirar aquello, cayó al suelo tomando su garganta con sus manos, se retorció por unos segundos y pataleó hasta quedar muerto.

El veneno se disipó por el aire perdiendo su efecto mortal. Salomé, con una mano, tapaba su nariz y boca, y se acercó de nuevo a las rocas. Se cercioró de que no había peligro y con su pie quitó una piedra. Debajo de ella se encontraba una caja en forma de cofre. La tomó en sus manos, la acercó a su boca para murmurar palabras en una lengua muerta, se rio descaradamente, tomo aire en sus pulmones, infló sus mejillas y en seguida soltó un escupitajo dentro de la cerradura. Segundos después, la caja se abría. El contenido era un pedazo de papel con escritura extraña.

—¿Conoces a una tal Mercedes de Todos los Santos Torres, viuda de Alcadia? ―peguntó leyendo, sin ver a su compañero.

Este solo movió la cabeza para asentar que no la conocía.

Regresaron al pueblo por el mismo camino. Roberto Talante llevaba la valija sobre sus hombros mientras Salomé caminaba delante. Se veía por ratos preocupada para en seguida reírse a carcajadas.


2


Tres días pasaron desde que Salomé había llegado al pueblo. Tres días continuos de lluvias imparables. Dormitando sobre su cama, veía cómo las gotas se estrellaban en el vidrio de la ventana. La mañana debía seguir gris. Fumaba marlboros rojos. Vestía tan solo shorts cortos y sus senos eran cubiertos por un top deportivo sin tirantes. El humo llenaba la habitación. Cada vez que se acercaba al buró a depositar las cenizas, podía ver, por la ventana que daba a la calle principal, a Roberto, sentado en la banqueta bajo la lluvia, esperando que saliera para acompañarla y obedecerla. Se sentía orgullosa del hechizo que hipnotizaba a aquel hombre de brazos como robles. La camisa mojada se pagaba a la espalda del hombre, sus músculos traspasaban la tela dejando ver lo fornido de su cuerpo. No calculaba su edad, pero creía que no pasaba los cuarenta años. Sus barbas lo hacían ver como mendigo. El cabello largo negro le recordó a un cuervo y, desde ese día, ese sería su sobrenombre.

Tres fuertes golpes provenientes de la puerta de entrada la pusieron alerta. Sintió flojera de pararse, lo cual la molestó. Sopló sobre la punta del cigarro haciendo que las brasas del tabaco se apagaran. El viento que desprendía de sus pulmones era gélido. En seguida sonrió como siempre lo hacía: descaradamente. Calzó sus botas sin calcetas y salió de su habitación para abrir la puerta y sorprender a los visitantes.

—¿Qué buscan? —dijo.

—Buscaba a doña Leonora. Debía entregarme unos vestidos —dijo la joven apenada, soltando una risita.

—La doña ya no vive aquí —respondió Salomé, mientras sostenía la puerta.

Miró hacia la acera. Podía ver en su imaginación a la antigua dueña de la casa llevando maletas en ambos brazos, caminando hasta la estación del ferrocarril para dirigirse a casa de uno de sus hijos o quienquiera que pretendía visitar. Nunca escuchó las palabras que doña Leonora le decía. Lo único que le importaba era adueñarse de la casa. Volvió a esbozar una gran sonrisa, que dejó perpleja a la joven.

—Hola, me llamo Sara. ¡Qué extraño que doña Leonora se fuera sin decir nada!

—Dejó varios vestidos en unas cajas. Si quieres, pasa a buscar. Pueden estar los tuyos.

Sara era regordeta, de mejillas infladas, rojas como tomates. Usaba lentes inmensos para ver. Sus cabellos negros estaban recogidos en una cola de caballo. Llevaba un short muy ajustado que hacía que sus lonjas se desbordaran, mostrando el ombligo, ya que la blusa que usaba era holgada, pero muy corta.

Buscó los vestidos en cajas arrinconadas en un cuarto. Los encontró todos. Solo uno no estaba terminado.

Para el final de la tarde, ambas bebían cervezas en la cocina. Las bebidas le caían bien a Sara. Eructaba sin apenarse. Parecía que Salomé fuera su amiga de toda la vida. Luego de degustar la última bolsa de frituras y terminar su cerveza, se despidió sin que las bebidas la hubieran mareado.

—Gracias por su hospitalidad. Me tengo que ir —dijo la joven mientras tomaba los vestidos y caminaba hacia la puerta.

Salomé la observaba moverse, con media sonrisa esbozada, mientras sostenía el cigarro con los dedos para llevarlo a la boca. Antes, movió la cabeza negativamente: no le gustaba el físico de la chica, ni su forma de vestir.

—Ven a visitarme. Voy ayudarte.

—¿Ayudarme?

—Voy a hacer que dejes de ser una cerda —dijo Salomé.

Las palabras cayeron como agua fría en Sara, quien tomó una actitud agresiva. Miró fijamente a Salomé. Vio su cuerpo, el cual seguía cubierto por las mismas mínimas prendas con la que estaba en la cama. Sintió envidia, en seguida vergüenza, y salió de la casa, no sin azotar la puerta con todas sus fuerzas.


3


Eran las seis de la tarde cuando Salomé y el Cuervo volvieron al panteón. La lluvia era ahora una leve llovizna. El sol ganaba la lucha a las nubes que empezaban a disiparse. Sobre un trozo de cielo azul se formaba un arcoíris. Visitaron muchas tumbas, fila por fila. Caminaron hasta que, en el centro del camposanto, Salomé gritó: “¡Eureka, malditos!”. Luego de una búsqueda que les tomó un corto tiempo, descubrían la tumba de Mercedes de Todos los Santos Torres, viuda de Alcadia, nombre que el cofre enterrado le había dado. La fecha de muerte databa de hacía más de sesenta años.

Salomé se arrodilló frente al sepulcro, colocó sus manos sobre el concreto, cerró sus ojos, levantó la cabeza hacia el cielo y, en seguida, profirió palabras incoherentes para el léxico común. El cuervo veía cómo su ama se contorsionaba con espasmos continuos. Luego de unos minutos, cayó rendida sobre la tumba, con su respiración agitada. Dejó pasar tiempo para recuperarse; enseguida rio a carcajadas. Sin levantarse, se recostó boca arriba, introdujo un cigarro en su boca, lo encendió con tan solo tocarlo con sus dedos, inhaló los humos fuertemente. Al soltarlos, abrió los ojos y vio a su compañero.

—Esperaremos a que sea de noche. Ya falta poco. Mientras, ve a conseguir una pala y una barreta. Aquí te espero.

Mercedes de Todos los Santos era un ama de casa. Su vida fue de lo más normal, fuera de envenenar a una docena de hombres. Su vida criminal inicio a los veintitantos años. Iba por el sexto hijo cuando se cansó de estar embarazada y, una noche, envenenó la bebida de su esposo con matarratas. Fue su primer muertito. De ahí en adelante se dedicó a visitar cantinas de los pueblos vecinos. Se sentaba en una esquina. No tardaba mucho tiempo sola. Bebía con su víctima, se divertía hasta el cansancio y se iba con él para que, antes de que amaneciera, ya estuviera muerto en la cama de algún hotel gracias a sus pócimas y venenos. Cuando asesinó a su última víctima, fue descubierta. Su muerte por linchamiento fue terriblemente dolorosa.

Salomé sabía todo esto con solo tocar la tumba. Sabía que lo que venía sería un gran reto. Se mortificaba al recordar sucesos pasados. Sabía que, esta vez, no podía perder, no debía perder. De ser así, no le quedaría nada para seguir en el juego.

La noche llegó acompañada del cantar de grillos. La luna menguante se levantaba hermosa por todo el cielo limpio que mostraba el manto de estrellas. Los moscos caían muertos en cuanto tocaban la piel de Salomé, quien seguía en la misma posición, mirando el infinito.

Pasadas las nueve de la noche, llegó el Cuervo cargando la pala y la barreta. Al verlo, Salomé se puso de pie. No tuvo que decir palabra alguna: en cuanto llegó al lugar, el hombre inició su trabajo. Golpe a golpe, cavada a cavada, llegó hasta el ataúd. El trabajo lo dejó agotado, pero, aun así, seguía dentro del hoyo.

—¡No abras el ataúd! —dijo Salomé con un grito—. Sal. Descansa lo mejor que puedas.

El Cuervo se sentó sobre una tumba. Su respiración se escuchaba cansada. Salomé caminaba de un lugar a otro; se veía nerviosa. Como siempre, rio a carcajadas. Sus ojos abiertos de más la hacían ver de una manera extraña, con aire de locura. En cuanto vio que su compañero recuperó la compostura, le dijo:

—Toma la barreta. La necesitarás.

En seguida se paró a la orilla del hueco recién cavado. Señaló el ataúd con la mano izquierda, dijo palabras de encantamiento en una lengua muerta, violentamente levantó la mano al cielo, y la tapa del féretro voló por los aires. Junto con ella salió de su interior un ser deforme. Sus cabellos largos le cubrían el rostro. Su quijada se distinguía un poco: se podía ver el hueso y los dientes. El color verde dominaba lo que quedaba de su piel. Sus gritos eran ensordecedores. Salomé se agachó y huyó del lugar. En cambio, el Cuervo derribó al ser de un golpe. No esperó ninguna reacción del cuerpo tenebroso. Golpe tras golpes destrozó el cráneo del ser abominable. Sus gritos de este se fueron apagando cada vez que la barreta se estrellaba en su cuerpo.

Salomé se acercó a ver los restos.

—Pensé que morirías —dijo pasando su mano por el pecho del Cuervo—. En verdad que estoy sorprendida. Este ente era un ser poderoso y malvado.

Luego de dedicar esas palabras a su siervo, saltó dentro del ataúd. Sacó polvos de un recipiente, lo colocó sobres su mano y se agachó lo suficiente para soplar el polvo sobre la única tabla que sobresalía del ataúd. En seguida se descubrieron letras que formaban un nombre: Helga Maron.


4


La noche era muy calurosa. Hacía apenas un día desde que había dejado de llover. La humedad que se filtraba de la tierra mojada asfixiaba. Dentro de la “Casa Negra”, como llamaban a la vivienda en la dirección Sol y Arena Dorada 304, se trabajaba a marchas forzadas. Un diminuto grupo de dos mujeres y un hombre hacían cerveza casera. Eran dirigidos por Helga Maron. Su voz fuerte resonaba por toda la casa. Su mando duro contrastaba con su delicada figura. Contaba con cuarenta y seis años, pero aparentaba mucho menos, al grado de confundirse con una jovencita de veinte años. Vestía trajes con falda largas. Su piel morena oscura como el chocolate, tostada por el inclemente sol de la zona, contrastaba con sus ojos verdes claros, y su cabello negro y lacio partido a la mitad, al estilo de los setentas, la hacía resaltar.

—Están por tocar la puerta —dijo Helga mientras cerraba sus ojos, que podían derrumbar un imperio.

Su rostro de tez apiñonada se vio mortificado. Abrió sus párpados. Miro al único hombre de la casa.

—Ve a abrir, Saladino, pero ve armado.

Aquellas palabras retumbaron en los oídos de todos en la casa. Dejaron sus labores en cuanto escucharon los tres fuertes golpes que le fueron infligidos a la puerta de entrada. Enseguida, el hombre tomó un hacha mediana, la cual pasó por su cinturón para tener las manos libres. Al abrir la puerta, un fuerte viento cálido entró moviendo los cabellos crespos de Saladino. A tres metros frente a él estaba el Cuervo. Se miraron largamente. Luego de esos minutos incómodos, el hombre que estaba sobre la banqueta dejo caer una caja. Giró sobre sus talones para retirarse en la oscuridad de la noche.

—Rápido, dámelo —dijo Helga mientras mostraba una sonrisa nerviosa.

—Es un hombre —dijo Saladino mientras dejaba la caja sobre una mesa—. Lo he visto antes. Es del pueblo. Se llama Roberto.

—Maldita —dijo Helga.

Subieron a la habitación más grande que se encontraba en el segundo piso de la casa. Las ventanas estaban tapiadas. No había electricidad. Las velas regadas por lugares estratégicos daban una escasa luz. Ella misma abrió la caja de cartón. Sus manos temblaron al soltar el amarre de la soga que protegía el interior. En cuanto vio su contenido, las uñas cambiaron de color: se volvieron negras. gritó maldiciones. Se tomó las manos: sentía mucho dolor. Enseguida tomó compostura, murmuró palabras en cierto lenguaje y su rostro, que se encontraba en un rictus de dolor, se neutralizó. Rio nerviosamente mientras sacaba del interior de la caja un gato muerto.

Al tiempo que acariciaba el cadáver del gato, empezó a llorar desconsolada. Repetía constantemente el nombre de “Tigre”. En seguida decía: “Pobre Tigre. ¿Qué culpa tenías? ¿Por qué pagar con tu vida?”. Minutos después dejó de llorar. Sus ojos se tornaron blancos. Apretó al gato con sus manos, muy fuerte. Podía ver la vida del gato, su caminar por los tejados, su nacimiento, su adopción por una familia acomodada. Era el gato de una niña de coletas que mudaba dientes. Lo llamaba “Tigre”, era su mascota. Al final, vio que el Cuervo lo ahorcó hasta matarlo.

—Malditos zombis de brujos —dijo Helga mientras regresaba de su viaje astral.

Miró al gato por un largo tiempo, sumergida en sus pensamientos. En seguida, sin pensar más, tomó un cuchillo en sus manos, con el cual desgarró la piel de Tigre. La sangre se regó por toda la mesa. Después de hacer el corte, introdujo sus manos dentro del animal: sacó tripas, vísceras y una piedra del tamaño de una manzana. Lavó la roca con líquidos oscuros que emergían de un frasco. Luego de sentir que era suficiente, vio letras aparecer en la piedra.

—Salomé —dijo, mientras reía sueltamente, ahogándose en toses estertóreas.

Aun con las manos llenas de sangre, trozos de piel y líquidos inclasificables, intentó limpiar el sudor que emanaba de su frente, dejando la zona manchada. No le importó ensuciarse. Se encontraba distraída, recordando.

Reunió a todos los sirvientes de su casa. Las dos mujeres robustas de color negro eran hermanas. Ella les decía Harina y Sal. Eran siamesas, como de treinta años. Sus cabellos cortos las hacían inidentificables. Nunca le importó a Helga quién era quién. Ella solo daba una orden para Harina o Sal y no le importaba quién la obedeciera.

El hombre, que respondía al sobrenombre de Saladino, era viejo. Sus cabellos cortos platinados combinados con sus cejas largas y retorcidas le daban aspecto de militar. Su rostro manchado hacía que las arrugas sobresalieran. Su cuerpo delgado hacía que quien no lo conociera lo subestimara, aunque su fuerza no provenía de su viejo cuerpo. Sus movimientos eran lentos, llevando su disfraz al extremo.

Todos, sentados en sillas de madera, veían como Helga caminaba de una esquina a otra sin decir nada. De pronto detuvo su andar.

—El día olvidado llegó. Es hora de recordar cómo pelear —dijo Helga mientras el pecho se le hinchaba en cada respiración—. Muchos años han pasado desde que fuimos retados a un combate. Nos esperan días, semanas, tal vez meses muy duros. Nuestra ventaja es que somos más viejos en estos menesteres. Harina, llevarás un mensaje a esa tal Salomé Gaskell.

Los tres sirvientes asintieron. Saladino rio maliciosamente mientras cerraba los ojos sintiendo por dentro añoranza y alivio. El silencio seguía cortando la habitación mientras Helga los miraba pensativamente, recordando el día que se inició como bruja.


5


Sentadas frente a frente, Salomé y Helga se estudiaban. Llevaban más de treinta minutos sin decirse nada. Sus sirvientes, parados cada uno detrás de su respectiva ama, cuidan sus espaldas sin parpadear. El Cuervo tiene la mirada perdida, mientras que Saladino lo observa. También lo estudio; conocedor de su profesión, sabe lo que se avecina.

Dos días pasaron desde que Helga envió la invitación para reunirse. El lugar donde se encuentran está retirado del pueblo, en las lomas que lo rodean. La vista es majestuosa. Pueden ver toda la pequeña ciudad junto con sus alrededores. El verde predomina. El viento sopla sobre ellas. Sus vestidos son sacudidos al igual que sus cabellos. El mantel de la mesa que sostiene algunas copas se pega a las piernas de ambas.

—Somos lo que somos y obedecemos las reglas de confrontación —dijo Helga mirando hacia el poblado—. Después de hoy se acaba la paz para Villalasflores.

—Mataste uno de mis sirvientes, con tu trampa en la barda del panteón —replicó Salomé.

—Me enviaste tu declaración de combate con un embrujo.

Sus miradas se cruzaban. Sin hablar podían decirse tantas cosas. En seguida, Salomé explotó en carcajadas, encendió un cigarrillo y dejó de mirar a su contrincante para ver hacia el poblado.

—Sé de dónde vienes —dijo Helga.

Salomé siguió mirando hacia abajo, donde se encontraban las casas.

—Sé, además, que vienes de perder una confrontación que tenías ganada, por confiada, por primeriza, por faltarte fuerzas. Aun así, no te sientes derrotada, pero debes saber que sí fue una derrota. Perdiste.

Salomé sintió un fuerte escalofrío en su cuerpo. Supo en seguida que Helga dominaba la nigromancia y que esta podía anticiparse a sus movimientos. Sabía que sería un rival muy difícil o imposible de vencer. Sus planes se venían abajo, sintió el miedo al fracaso, de volver a fracasar. Sin parpadear, siguió actuando normal, tratando de dominar el asombro. En seguida rio, aunque menos estruendosa de lo que acostumbraba. Chupó del filtro de su cigarrillo.

—Sabes y no sabes. La nigromancia solo te da pedazos distorsionados. Tú armas lo que quieres ver —dijo, mientras soltaba el humo que acababa de absorber del cigarro.

—Cinco días para prepararnos —dijo Helga.

—No. Un día —respondió Salomé con tono autoritario—. Comenzaremos mañana.

Helga se sorprendió por el corto tiempo. Aun así, su rostro no se inmutó. Su mirada era firme. Esbozó una sonrisa muy delicada. Descubrió que no debió delatar su manejo de la nigromancia. Aun así, sentía que había sido un buen movimiento. Por el contrario, Salomé se veía molesta, se reía nerviosa. Ya no podía sostener la mirada de su rival. Sus cambios de humor eran muy parecidos a la de una loca. En seguida, Helga supo que su rival seguía bajo algún embrujo del cual no sabía y no podía soltarse.

—Creo que es hora de que nuestros sirvientes se conozcan —dijo Salomé mientras se ponía de pie.

—Dijimos que sería dentro de un día —dijo Helga sin inmutarse, mirando al Cuervo.

—Nuestras hostilidades inician mañana, pero sobre ellos no tengo control.

Saladino dio unos pasos, tomó del hombro a Helga y su mirada se cruzó con la de Salome. Enseguida la desvió para ver al Cuervo a los ojos. Lo que vio no le gustó. El embrujo sobre él lo había convertido en un ser sin razón.

—Antes debemos firmar el trato —dijo Helga sin mostrar señal alguna de miedo o sorpresa—. Son ellos los que se encargarán de poner el sello de nuestras hostilidades. Si uno de ellos muere, no se podrá llevar acabo el inicio. Recuerda que nos regimos por ciertas leyes.

El viento aumentó un poco. Llegaba por ráfagas constantes. El cabello rojo de Salomé se levantaba por los aires. Enseguida aplastó el cigarro con su pie izquierdo. Dejó de tener cambios de temperamento. Su rostro regresó a la seriedad necesaria para llevar acabo el protocolo.

—Firmemos —dijo, mientras daba una señal al Cuervo, quien llevó hasta sus manos una caja de latón con la forma de un sobre.

—Aquí está el papel —dijo Helga extendiéndolo en la mesa.

Enseguida el viento cesó. Ambas sacaron diminutas botellas con pociones que habían traído de sus casas, vaciaron el líquido sobre el papel y aparecieron los nombres de las chicas con su historial. El de Helga era extenso. Aquello sorprendió a Salomé, quien solo había tenido una confrontación.

—Sabes, la primer Gaskell fue una bruja muy poderosa, una esclava de piel muy oscura, muy negra, todo lo contrario a la tuya. Por lo regular, las que adoptaron ese apelativo, también eran negras. Ella tomó el apellido de su amo. Es raro que una chica blanca como tú lo haya adoptado también.

Salomé solo escuchó. Seguía asombrada por el historial de su rival.

—Las derrotas te dan más a ganar que los triunfos —dijo Helga mientras doblaba el acuerdo. —Sintió que sus palabras estaban de más, pero, como siempre, no se arrepintió.

Guardaron el convenio de hostilidades en la caja de latón. En seguida repitieron al unísono: “Extris dues fortun, muerd, confrot valiend subre sost”. Un relámpago alumbró el cielo de forma extraña. Enseguida llegó el sonido del trueno. El Cuervo inicio su caminar seguido muy de cerca por Saladino mientras las brujas veían como se retiraban sus sirvientes. Se dieron una última mirada de pies a cabeza, Helga seguía sentada mientras Salome de pie dio media vuelta iniciando su retirada no sin antes decir: “Nos vemos mañana”.


6


Las brujas son mujeres con ciertas habilidades o talento que las hacen muy peligrosas. Mientras habiten un pueblo sin ningún rival cerca, se encuentran en un estado pasivo que las hace pasar desapercibidas, con vidas normales y monótonas, con poco uso de sus poderes. En las ciudades se rigen de manera diferente: toman un barrio o un área específica, según su poder para apoderarse de cierta dimensión de la ciudad. En cuanto invaden una zona ocupada, se desata el pandemónium.

Los planes de las brujas pueden ser de varios niveles, dependiendo del grado de maldad que cada una lleve, aunque, por regla general, no pueden matar directamente. Las brujas absolutamente malvadas son las que entregaron todo su corazón al Señor Oscuro. Muy pocas llegan a ese nivel, ya que ello las lleva a convertirse en mujeres muy feas, jorobadas y apestosas.

Existen brujos que, en condición, son iguales que las mujeres: hombres que pueden parecer comunes y corrientes, pero con extraños talentos. Su lucha es igual que la de las brujas. No importan si invaden la zona de una bruja o un brujo: en ese momento, la lucha se desarrolla. Se rigen bajo ciertas normas escritas en la memoria que han pasado de boca en boca.

No se nace brujo o bruja. Se forjan con el tiempo, desarrollando su talento a lado de uno de ellos, sufriendo mientras adquieren experiencia, realizando actos de maldad, combinando hechizos y pócimas con la vida real y ordinaria.

Cambian sus nombres y apellidos por apelativos de brujas y brujos antiguos a los cuales admiran. En ocasiones mueven alguna letra, pero la mayoría de las veces adoptan el nombre completo, tratando de despistar a sus rivales con la reputación del apellido adoptado.

Los brujos que tienen aprendices siguen su vida como siempre. Es el aprendiz quien debe seguirlo desde lejos, aprender a conocer señales, buscar las notas dejadas por estos para poder encontrar los lugares de reunión donde reciben instrucciones o conocimientos. Inician haciendo un acto de maldad que los arruina y arruina a una tercera persona.

Los embrujos no siempre son eficaces. Si la persona es fuerte fisca y mentalmente, lo repele sintiendo un simple dolor de cabeza. En alcohólicos o drogadictos, los hechizos entran con facilidad, igual que en enfermos. Las pociones son más peligrosas, pero atacarán a las personas con diferente intensidad, al igual que los hechizos.


7


Villalasflores era un pueblo, o más bien una pequeña ciudad fronteriza, enclavada al norte, entre Mexicali y Tijuana. Allí fue corriendo el tiempo: los días se volvieron semanas. Las dos brujas llevaban su vida como personas comunes y corrientes. Helga tenía un negocio establecido: hacía cerveza artesanal, la cual le deja muy bunas ganancias. “Enjambre” era el nombre de su bebida, la cual complementaba con hechizos que hacían que los que bebieran de ella regresaran por más. Salomé se estableció como costurera, quedándose también con los clientes de la antigua dueña de la casa, debido a la fuerza de su contrincante debió esperar sus ataques, planearlos concienzudamente.

La lucha que se estaba desarrollando entre estas dos brujas no era una pelea frontal. Era todo lo contrario. El combate sería ganado por quien infligiera más daño a los habitantes de Villalasflores. Aquello las fortalecía o debilitaba según se realizaran sus planes.

Salomé, en un par de semanas, formó amistad con Sara Windleton, la jovencita que conoció el día que se adueñó de la casa de la señora Leonora Alcoser. La necesitaba para sus planes. Con pequeños embrujos y promesas falsas la atrajo, la sedujo. Todos los días, Sara pasaba a visitar a Salome después de la escuela. Fumaban y bebían cervezas mientras charlaban. En realidad, la que hablaba era Sara, quien daba información de todo lo que sucedía en el pueblo.

Los primeros días de amistad falsa, Salomé deseó desatar un plan malévolo contra Sara, pero, en las visitas siguientes, se percató de que la muchacha le servía más como colaboradora, así que la dejó hablar. Por ella se enteró de Juliana Avellaneda, jovencita con quien Sara peleaba todos los días.

Juli Avellaneda era una chica normal que ocultaba una adicción a las anfetaminas, un secreto a voces. Su madre era alcohólica social; su padre trabajaba todo el día y no le importaba lo que sucedía en su familia, ya que sostenía un romance extramarital con Amaranta Bolaños, ama de casa respetada, casada con el señor Sánchez. El hermano de Juliana, de nombre Peter, pasaba desapercibido al grado de que, en ocasiones, dormía fuera por días y nadie notaba su ausencia.

Un mes transcurrió desde que se firmó el convenio. El primer movimiento lo hizo Salomé contra una amiga de Sara: Romina. Así, días antes de cumplirse el mes, envió a Romina una prenda, un regalo que Sara le haría por su cumpleaños. Aquella blusa envenenada con pócimas la volvería adicta al resistol. Cuando la usara, se desataría el maleficio. Ahora, la bruja esperaba que Sara le contara sobre la adicción de su amiga para poder disfrutar su primer movimiento.

El tablero de ajedrez era el pueblo; las fichas que se movían eran las personas. En el mes que trascurrió, muchos artilugios se suscitaron por parte de las jugadoras. Ambas esperaban el ataque y se defendían aguardando una estocada. Algunos de los habitantes estaban involucrados sin saberlo, intoxicados, embrujados, a la espera de que se desatara alguna desgracia. Esa misma tarde en la que se cumplía un mes, llegó Sara a casa de Salomé con una notica que era una bomba para la sociedad del pueblo. Bebieron cervezas y fumaron mientras Sara hablaba de lo ocurrido.

—Es un escándalo, Salomé —dijo Sara mientras sostenía con una mano la botella de la cual acaba de beber—. El señor Armengol terminó matando a su amante y luego se suicidó. —La cara de Salomé era de asombro actuado—. Y eso no es nada: su amante era un chavo de veinte años. Por eso creo que se suicidó. Su esposa los cachó en el acto en el hotel. Nadie sabía nada. Todos pensábamos que el señor era hombre.

Al escuchar toda la historia, el semblante de Salomé cambio: sintió un fuerte escalofrío, el sabor de su boca cambio; se volvió tan amargo que la obligo a devolver el estómago. Las uñas de sus dedos meñiques se desprendieron de la piel, brotando sangre. La comisura de los labios se le secaron a tal grado que, al abrir la boca, se rajaron, permitiendo la salida de más sangre. Sin embargo, enseguida tomó compostura y bebió cerveza hasta terminar la botella. Los síntomas que acababa de tener le decían que Helga era la responsable de todo, y que su primer ataque era mejor que el de ella.


8


Al siguiente día fue el entierro del joven Gerónimo Sala. Su vida terminó de un balazo en la cabeza, dado certeramente por su amante, el señor César Armengol. La multitud que asistió al panteón era considerable: entre llantos, gritos y canciones fue despedido Gerónimo por todos sus familiares y amigos. Muchas versiones corrieron sobre lo sucedido. Nadie sabía la versión completa, que implicaba lo ocurrido antes: la señora Rubí Asmitia de Armengol dormía anestesiada por sus pastillas para los nervios y, cuando despertó, se encontraba caminado sin saber lo que sucedía. Sus pies se movían y ella se dejaba llevar. Luego de caminar, llegó a un motel retirado del pueblo. Estaba nerviosa, no sabía dónde se encontraba. Subió unas escaleras que la llevaron frente a una puerta. De pronto, sintió la necesidad de abrir la puerta. Aquello sería una sorpresa para ella y su marido, quien se encontraba desnudo sobre la cama. Este, al escuchar que la puerta se abría, sintió un miedo por todo el espinazo que corrió hasta su cara al ver que quien se encontraba en el umbral era su esposa. Mirando aquel espectáculo, Lourdes gritó el nombre de su marido, quien solo llevó sus manos a la cara tapando sus ojos. El muchacho, que también estaba desnudo, se puso de pie sin pudor, miro a su rival, rio maléficamente, tomó unos cigarros y se metió en el baño dando un portazo al cerrar. Lourdes se retiró sin decir nada, dejando a su marido sollozando sobre la cama.

Al finalizar el cortejo, dos sombras deambulaban en el camposanto. Helga y Salomé se cruzaron frente al sepulcro del joven.

—Hola —dijo Salomé sin quitarse el cigarro de la boca. —Un movimiento soberbio.

—Eres muy joven y viniste al pueblo equivocado.

—Es el inicio. Esto todavía no acaba.

—Es el final —dijo Helga mientras señalaba la tumba de Gerónimo dando a entender que sería el destino de la joven bruja.

Salomé, al mirar, sintió enfado.

Helga vestía una minifalda color negro que hacía que sus piernas resaltaran. Los lentes oscuros le daban un toque de misterio. Miró para todos lados. Rio sarcásticamente. Levantó sus faldas; no llevaba bragas. Se agachó en el sepulcro y orinó. Salomé siguió fumando sin inmutarse. Quiso reír, pero se detuvo para fruncir el ceño, molesta por sentirse derrotada.

—Eres una puerca —dijo Salomé, mientras se daba la vuelta.

En una esquina la esperaba el Cuervo.

Helga la alcanzó. Tras de ella caminaba Saladino. Hombro con hombro caminaban mientras salían del panteón. De pronto, ambas sintieron molestias al caminar. Se vieron espantadas. El rostro de Salomé era de desconcierto, el de Helga era de asombro.

—¿Qué me hiciste? —pregunto Salomé.

—No hice nada, pero creo que un “corazón negro” llego al pueblo.

—¿A qué te refieres?

Al revisar sus pisadas, vieron cómo la tierra, el polvo, el monte y todo por donde habían pasado flotaba. En seguida Helga, se quitó su zapatilla, la cual se encontraba empapada de sangre. Al revisar la planta de su pie, pudo observar que se habían cuarteado, provocando un derrame de sangre. Aquello era la prueba indeleble de que una bruja poderosa, con pacto con el diablo, llegaba al pueblo.

—Corremos peligro. Escucha el único consejo que voy a darte: vete del pueblo. Esta lucha va a ser a muerte —dijo Helga mientras se calzaba para iniciar su caminar.

—No puedo caminar. Cuervo, ayúdame. Cárgame.

—Eres nueva. Estás débil —dijo Helga mientras vaciaba una poción en ambos pies de Salomé—. Con esto tienes. Ahora sí, última ayuda. Vete. Estás perdida en esta lucha.

—No te debo nada. Escucha: no te debo nada —dijo Salomé, molesta por lo que acababa de ocurrir.

Helga asintió con la cabeza. Sus pensamientos estaban en otro lugar, en otro tiempo. Se tomó la muñeca del brazo derecho, en la cual sintió dolor. Enseguida se levantó la manga de su blusa. Tenía un tatuaje: jeroglíficos egipcios. Debajo de este estaba una cicatriz, un recordatorio. Supo enseguida que la bruja que acaba de llegar al pueblo era Sinaida Rand, una antigua contrincante con la cual perdió hacía más de veinte años en un pueblo olvidado hasta ahora, de nombre Villa Carbón.

Helga subió a su auto en la parte delantera. Saladino tomó el volante. En seguida puso en marcha el automóvil, que llevó hasta donde caminaban Salomé, quien ya se encontraba recuperada a lado del Cuervo.

—Espera noticias mías —dijo Helga con cara de fastidio—. Si no te proteges, serás absorbida por Sinaida. Mejor vete.

—¿Quién diablos es Sinaida? —preguntó Salomé mientras le mostraba el dedo en forma vulgar y se reía descaradamente, como ella sabía hacerlo, con cara de loca.

Sin decir nada, Helga subió el vidrio de su auto, el cual inició su marcha dejando atrás a la pareja, quien aceleró su caminata.


9


Treinta y cinco años atrás, Helga era muy joven. Su verdadero nombre no tiene importancia. Se iniciaba en las artes oscuras bajo el manto de su maestra, Lenna Krohm. Aún con senos sin desarrollarse, vivía en el fango y la suciedad. Pedía limosna para sobrevivir. Su rostro, siempre bajo una capa de lodo; sus ropas, raídas y sucias. Su mal olor era una particularidad. Seguía a su maestra desde las sombras, tratando de aprender lo más rápido posible.

En esos días, sus manos estaban cubiertas por una pócima que provocaba hongos en la piel, dando picazón y mal olor, y, si esta no era curada adecuadamente, podía gangrenarse. Cuando alguna buena persona se acercaba a ayudarla con algunos billetes, caía en su trampa, llevándose su fingida gratitud y la mano contagiada.

Con el paso de los años, dejó de ser niña. Su inteligencia se desarrolló con su cuerpo. Cambió de estrategia: se volvió una señorita que llevaba a hombres a un cuarto de motel por las noches. Cuando caían en sus encantos y hechizos, hacía lo que quería con ellos, les sacaba dinero, los hacia llorar, los chantajeaba. Debía tener cuidado: sabía que no todos los hombres son fáciles de manipular y que la mayoría no son susceptibles a los hechizos o embrujos. Aun así, se arriesgaba todas las noches.

Como cualquier muchacha, se enamoró de un joven de su edad. Cumplía diecisiete años cuando conoció Salvador Ward, joven apuesto de cabellos sobre su frente, moreno tostado por el sol, ojos negros como su pelo, delgado como una espiga, un año mayor que ella. La deslumbró al cruzarse en la calle. Él disimuló muy bien, mientras ella se enojó por no despertar curiosidad, por no excitarlo, por no hacerlo que la mirase, porque su hechizo fracasó en él.

La segunda vez que se vieron, ella llevaba a cabo un proyecto, el cual dejó inconcluso por seguir a Salvador. Al terminar la tarde, se besaban en la banca de un parque, platicaron toda la noche, bebieron café, refrescos, comieron golosinas. Fue el mejor día de su vida. Al día siguiente, pagó con su piel. El proyecto debía llevarse a cabo y no fue así. El castigo impuesto por Lenna Krohm fue duro: su espalda pagó el precio, diez latigazos que ella aguantó estoicamente.

Seis meses de relación con Salvador le ablandaban el corazón a Helga. Dejó la vida nocturna donde se aprovechaba de hombres por pasar más horas con su novio. Poco a poco fue olvidando su formación. Pasaban días sin que viera a su maestra, la cual empezaba a percatarse de que algo sucedía. Fue por esos días de confusión cuando llegó al pueblo Sinaida Rand. Helga estaba en sus últimos días de aprendizaje, así que sintió en sus plantas de los pies la llegada de la bruja, algo muy raro que le provoco dolor y ardor.

Era de noche cuando Sinaida llegó. Helga se encontraba en las afueras del pueblo con Salvador. Desnudos bajo la luz de la luna, se cubrían en el descampado con una manta. Sus cuerpos sudorosos se daban calor luego de haber hecho el amor. Ella sintió algo diferente, salió de la protección de la manta. Desnuda bajo la luz de la luna, caminó unos metros. Salvador la veía sin poder controlar la pasión que sentía por ella. En seguida se percató de que la tierra, la hierba y las hojas flotaban en cada pisada que daba. Se asombró sin espantarse. llamó a Helga para que viera lo que sucedía. Ella, al ver aquello, supo lo que ocurría. Se vistió muy rápido y salió en busca de su maestra sin despedirse de Salvador.

Cuando las dos brujas mayores se vieron las caras tres días después, Helga estaba al lado de Lenna. Detrás de ellas estaba el Salvaje, quien era el guardián de su maestra. Frente a ellas, Sinaida estaba sola, sobria, muy seria, con una mueca en la boca que podía identificarse como de molestia. Sin parpadear, sus ojos parecían inyectados de odio. Las venas le resaltaban por todo su cuello. Parecían hilos negros pegados a su piel, la cual era de un color blanco verdusco. Sus movimientos eran inarticulados, tiesos. Sin decir nada, extendió la mano frente a ellas y ofreció tres dedos. Helga esperaba más. Su maestra no dijo nada; tan solo se puso de pie. Su rostro reflejaba miedo.

Sin hablar, Helga caminaba a lado de Lenna mientras el Salvaje las seguía. Dejaban atrás a Sinaida. En seguida escucharon un ruido, como si un roble hubiera caído. Al voltear, vieron al Salvaje desplomado boca abajo exhalando aire trabajosamente. Sus brazos, que en otros tiempos tenían la fortaleza para doblar una vara de hierro, quedaron extintos. En seguida dejó de respirar.

—Hubiera deseado que fueras tú y no el Salvaje —dijo Lenna mientras seguía caminando.

—¿Qué sucede? —preguntó Helga, tratando de seguir el paso de su maestra.

—La desgracia, la mayor desgracia —dijo Lenna. Su rostro no era el de siempre; el miedo estaba apoderado de ella—. Esa bruja es un “corazón negro”. Nos ha marcado a los tres. Debemos irnos ahora mientras está cambiando de piel.

Helga se detuvo. Dejó que su maestra continuara caminando. Recordó las historias sobre corazones negros. Nunca creyó toparse con una. No podía irse. Necesitaba encontrar a Salvador, necesitaba ver a su amor, necesitaba despedirse, necesitaba sus besos. Vio cómo Lenna se alejaba sin voltear a ver. Supo enseguida que era el fin de la relación maestra alumna. Ningún sentimiento brotó en ella por la partida. Por no despedirse, se percató de que ahora podría ser su enemiga en un futuro. Deseó que ese día llegara; necesitaba demostrarle que era mejor que ella. En cuanto se perdió de su vista, recordó a Salvador. Sin perder tiempo, se dirigió hacia donde pensaba que podía estar.


10


Dos días pasaron desde que Helga sintió la llegada de Sinaida. Era el último día de septiembre. Sentada sobre su sofá favorito, leía a Truman Capote. Metida en la lectura, trataba de olvidar lo que venía. Eran las seis de la mañana. El sol aun no salía al alba. La oscuridad cubría el pueblo. Fuera de la casa, en las calles, ya podía oírse el trajinar de los peatones que se dirigían al trabajo.

La puerta se abrió dejando entrar a Harina. Llevaba el diario en sus manos. En cuanto Helga la vio, supo que eran malas noticias.

Helga tomó el diario sin mirar a Harina, como siempre lo había hecho, menospreciándola, aborreciéndola. Esperó que su criada se alejara y saliera de su vista. Hojeó el diario hasta encontrar la noticia que buscaba. Leyó el titular varias veces: “Jovencita desaparecida”. Se rio para sus adentros al leer el artículo. Sabía que Lucrecia Zapata estaba muerta, enterrada en algún punto cardinal del pueblo, tal vez en el norte o el sur. Se rio de la desesperación de los padres por encontrarla, se rio de miedo. Sabía que Sinaida hacia un hechizo muy oscuro para maldecir el pueblo. Pensó en huir. Su vida corría peligro; podía sentirlo.

Eran las seis de la tarde cuando Helga llego al Mesón del Ángel. El sol se perdía dando paso a la oscuridad. Dentro de la fonda, la luz era muy baja. Los focos forrados con celofán verde le daban un aspecto extraño. Sentada en la silla de la esquina, frente a una mesa, se encontraba Salomé tomando la mano de un varón de unos cincuenta años, el cual descansaba en una mecedora. Vestía todo de negro, usaba un sombreo texano y lentes oscuros, largas patillas, bigotes recortados y una risa con la que mostraba tres dientes de oro. No se percató Salomé de la llegada de su rival.

—Viejo, si no quieres perder hasta los dientes, será mejor que te vayas —dijo Helga.

Salomé la miraba con cara de asombro, la cual quiso disimular tontamente.

El viejo quiso levantarse, pero Helga lo tomó del hombro. Sus uñas rompieron la camisa hasta clavarse en su piel. La pócima entró en el torrente sanguíneo. En seguida, el viejo era dócil. Sin dejar de reírse y sosteniendo el sombrero con ambas manos, cedió su asiento, y riendo nerviosamente, se retiró.

—¿Qué madres haces? —dijo Salomé furiosa.

—Traigo un pacto para detener las hostilidades.

—Te rindes —dijo Salomé riendo incrédula.

—No es una rendición. Es una tregua. Es un cese de hostilidades. Sinaida es una bruja corazón negro. Nos asesinará o absorberá.

—Te digo algo —dijo Salome con voz temblorosa—: no puedo dormir. Cada que cierro los ojos para descansar, veo el rostro de una anciana, calva, terrorífica, de ojos amarillos. Me señala, me infunde miedo, y mis pies, las plantas de los pies, no han dejado de dolerme, de arderme. ¿Qué sucede?

—Bebe esto —dijo Helga mientras garrapateaba algunas letras sobre una servilleta—. Podrás dormir y romperá el hechizo de Sinaida sobre ti.

Salomé leyó la receta. Estaba incrédula, sorprendida. Dobló y guardó el pedazo de papel dentro de su bolso. En seguida tomó un cigarro con sus labios y lo encendió como solía hacerlo, con un chasquido de dedos.

—Eres una tonta —añadió Helga—. No te importa que te descubran. Eso será tu perdición.

Salomé solo rio, levantando una ceja en señal de no importarle.

—La tregua no es señal de amistad —siguió diciendo Helga—. No somos nada. Tú lo dijiste: no nos debemos nada; pero, si quiero vivir, tengo que enfocarme en Sinaida y no preocuparme por ser atacada por ti.

—Pero ¿qué va a pasar con nosotras, con nuestro duelo?

—No está olvidado. Tan solo se detuvo.

—No sé. ¿Qué hago mientras tanto?

—Cuídate, protégete, realiza todos los hechizos de protección sobre tu casa y observa. No te dejes sorprender. No dejes de observar.

Helga se levantó del asiento. Miró a Salomé riendo sarcásticamente, moviendo la cabeza en señal de negación. Giró sobre su hombro y emprendió la retirada mientras Salomé fumaba molesta por la forma en que se quedó viéndola su rival. “Puta infeliz. ¿Qué se cree?”, dijo para sus adentros, mientras inhalaba el humo del cigarro. Aún podía verle la espalda cuando hizo una obscenidad con el dedo. En seguida pudo oír la risa de Helga. Bajó la mano y también se rio, descaradamente.

Fuera del comedor se encontraba Saladino, quien esperaba a su ama, con la puerta del auto abierta. En unos minutos, el Barracuda negro modelo 66 avanzaba por la carretera a toda velocidad. Las órdenes de Saladino eran dirigirse hacia el norte, a las afueras del pueblo, mientras Helga recitaba palabras extrañas en alguna lengua muerta.


11


La última vez que vio a Salvador fue una noche de muchos sucesos en el pueblo. Helga se alejó de su maestra para encontrarse con el amor. En el camino se encontró con Sinaida. Nunca supo cómo se salió del camino. Lo sospechaba: en el fondo, sabía que la bruja la guio hasta ese callejón oscuro. De lo que no se enteró fue del hechizo que la guio hasta ese punto de su vida.

Aquella noche conoció a Sinaida del clan Corazón Negro. Aún conservaba los rasgos naturales de una mujer de edad madura, aunque su piel era amarillenta; sus dientes eran color ocre oscuro, casi negros; sus vestimentas eran harapos que, en ciertos lugares, flotaban y caían como si tuvieran vida.

—Eres muy joven —dijo Sinaida mientras se reía burlonamente—. ¿Sabes que puedo tomar tu vida en este momento?

Un fuerte escalofrió corrió por el cuerpo de Helga. El miedo lo sintió como un fuerte dolor en el vientre. Sudó frío y quisieron nacer lágrimas, pero logró contenerlas, igual que el pavor que sentía.

—Si me matas, estás rompiendo reglas más antiguas que tú y que yo, más antiguas que nuestra propia raza —dijo la joven.

—Soy un Corazón Negro. No me rijo por las reglas de brujas comunes.

—Todas nos regimos por ciertas reglas, aun un Corazón Negro —replicó Helga con voz fuerte, y podía verse su firmeza y templanza.

Al terminar de hablar, llevó sus manos atrás. Enseguida empezó a balbucear palabras ininteligibles.

—¿Qué puedes saber tú? Eres solo una aprendiz.

—¡Soy Helga del Aquerrale sin Destino! —dijo gritando con fuerza.

Enseguida descubrió sus manos. Un corte profundo en su muñeca emanaba sangre en abundancia. Al mover rápidamente en dirección de la bruja su mano cortada, salpicó de sangre a Sinaida, quien, al recibir el líquido espeso y caliente, gritó y se llevó las manos a la cara. Con movimientos fuera de la realidad, salió flotando del callejón dejando sola a Helga.

La joven pudo ver cómo Sinaida desparecía en la oscuridad. Aquello le dio miedo. Enseguida supo que estaba marcada, que su vida corría peligro. Despejó su mente alejando los malos pensamientos. Necesitaba ser costurada; de lo contrario, moriría desangrada. Debía tomar una decisión: ir en busca de Salvador o dirigirse al hospital. Siguió los latidos de su corazón. Intentó tapar la herida con un hechizo. Logró que el torrente de sangre aminorara, pero, aun así, seguía perdiendo el vital líquido.

Inició una carrera contra el tiempo. Sus pasos eran veloces: corría por las calles oscuras del pueblo. Luego de unos minutos caminaba tomando su muñeca lacerada con la otra mano. Podía sentir el mareo que por momentos la hacían perder la visón y el paso. Antes de caer desmayada, vio a su maestra arrodilla a un costado. En un parpadeo vio a Sinaida. En seguida vio luces para terminar en la oscuridad.

Despertó dos años después, dentro de una celda, en una oscuridad terrible. Sin recordar mucho, obligada a pasas varios días dentro de aquel calabozo, el hambre y la sed la obligaron a despertar de nuevo su talento. Logró alumbrar el lugar con magia. Enseguida abrió los candados que la aprisionaban. Al salir, se percató de que era una cueva. Encontró escalones que la llevaron frente a otra puerta cerrada. De nuevo, logro abrirla con sus artes oscuras. Al salir al exterior, se encontró en una selva. La luz del sol la cegaba. Sus piernas débiles iniciaron un caminar a su renacimiento.

Luego de dos días de caminar por la selva, de sobrevivir a base de comer raíces, hojas, insectos, bichos, uno que otro pequeño roedor, Helga llegó a un pequeño poblado de unas cuantas casas, todas desvencijadas por el tiempo y la pobreza. Fue rescatada por los campesinos. Ahí paso varios días mientras recobraba fuerzas. Aún necesitaba ver a Salvador.

Una noche con el cielo estrellado y la luna flotando magistralmente Helga robo todo el dinero de los campesinos quienes bajo un hechizo durmieron por tres días, dando el tiempo necesario a la ladrona de llegar a un pueblo más grande y de ahí tomar un autobús hasta Villa Carbón, jamás volvió a pensar en aquellas personas que la ayudaron, no tuvo remordimientos ni agradecimientos, solo pensaba en Salvador.

Al llegar al pueblo, lo encontró destruido en todas las formas posibles: las calles estaban sucias, llenas de baches, barro y mugre; las casas, la mayoría, en muy mal estado, algunas derrumbadas; el campo, en otra época abundante y floreciente, era ahora llanuras de polvo; las minas, cerradas. En cuanto caminaba por las calles, pudo sentir presencias malignas, espíritus que flotaban por todo el poblado, deambulando por las casas.

Al llegar a la casa de Salvador, se percató de que era de las pocas que sobrevivían en buen estado. Aquello le devolvió un poco de esperanza.


12


El barracuda se movía por la carretera a toda velocidad. La luna brillaba en el cielo haciendo lucir las pocas nubes que estaban cerca de ella. Saladino detuvo el auto en la parte norte del pueblo, en una zona alta desde donde se podía observar la ciudad con todas las luces encendidas. Era un bello espectáculo, pero Helga no se fijó en la vista que daba la luna y el pueblo. Sus ojos estaban en blanco. Le temblaba del labio y, entre segundos, le daban pequeños ataques. Inició un murmullo. Saladino no la miraba; estaba perplejo viendo hacia el poblado. Helga cayó de rodillas. En seguida recobró la compostura. No dijo nada. Se subió al auto. En cuanto cerró la puerta y Saladino escuchó el azote, sabía que había que irse.

Minutos más tarde, el auto regresaba por la misma carretera. Helga se recostó de forma cómoda y quedó dormida. Soñó profundamente: Se veía caminado por la oscuridad. Dentro podía sentir la vista de cientos de personas que la observaban. No le importó; siguió caminando hasta que vio un faro de donde salía luz. Inicio su andar hasta él. Sin darse cuenta, llegó al pueblo. Ya era de día. La luz le molestaba. Tenía que entrecerrar los ojos para poder ver. En seguida la intensidad de la luz descendió. Logró ver a una chica tomada de la mano de una anciana. La muchacha trataba de zafarse: forcejaba, golpeaba la mano, una mano delgada y arrugada, pero a la vez parecía ser de hierro, pues no se inmutaba a los golpes. Por fin, la joven se cansa de luchar, cede, inicia el caminar hombro a hombro con su secuestradora. Helga no entiende qué sucede. La chica voltea. Helga puede ver su rostro: es morena, de ojos verdes, cabello suelto con cerquillo tapando la frente; su rostro refleja resignación y tristeza. Los pasos de la pareja son rápidos. Helga inicia una persecución. Camina tras de ellas, paso a paso. Salen del pueblo, caminan por una carretera olvidada, sin asfalto, de tierra; los surcos de zacate casi la invaden. Llegan hasta una zona árida, pestilente. pocos árboles sobreviven sin follaje, Helga descubre que se encuentran en Sarabia. En seguida, la anciana camina hacia ella. Se da cuenta de que no es una anciana cualquiera, que es Sinaida. Quiere huir, pero no puede, está petrificada. Llegan hasta ella. La chica ya no se ve bien: su tez blanca tira a verde, su cabello está lleno de tierra y fango, sus párpados han sido cortados, su vista está muerta. Eso no la asusta; a lo que teme es a Sinaida.

—¿Qué haces aquí? Deberías estar huyendo con todas tus cosas.

—Aquí me quedo —dijo Helga con una temblorosa voz, molesta por sentir miedo, pero toma compostura, mira a los ojos a Sinaida, la enfrenta—. No me voy: este es mi pueblo y lo defenderé.

—Para el fin de mes estarás muerta.

En seguida, Sinaida y la chica se desvanecen. Se convierten en polvo, un polvo que es empujado por un fuerte viento, el cual golpea a Helga, quien, en su intento por escapar, corre y cae de bruces, se asusta, da un brinco y despierta mojada en sudor.

Helga despertó en su cama. Era de día. Solo se levantó a cambiar las sábanas y almohadas. Enseguida se desnudó para vestir una pijama de nuevo. Pasó todo el día en la cama. Desayunó y comió sobre ella. Inicio una lectura larga que había pospuesto por muchos años. Ya no le parecía tan largo Noticias desde el imperio, de Fernando del Paso. Bebió cerveza, vino, refrescos y agua de coco, comió bombones, chocolates, salchichas. Por la tarde sintió más pereza y la vista cansada por la lectura. Decidió salir.

Frente al espejo veía su cuerpo desnudo. Se reía de sus recuerdos. Dejó sus trajes sastre que usaba todos los días, que había usado por muchos años, por un vestido rojo de tirantes, holgado y fresco. Calzó tenis deportivos y, sin darse cuenta, caminaba por las calles del pueblo. Visitó muchos lugares, meditando, perdida en su adentro.

Sabía que llevaba una sombra. Detrás de ella caminaba Saladino, silencioso, retirado, pasando desapercibido, dejando que su ama hiciera lo que se le antojara, cuidándole cada paso, esperando algo, deseando que ocurriera la situación en la cual él podría intervenir. No sería esa noche.

Helga se detuvo en un jardín que protegía muchas flores. Estaba encantada. Desde una reja observaba la vegetación floreciente. De pronto, la puerta de la casa se abrió. Del interior salió una chica con pasos alegres y rápidos, quien, al ver Helga, se detuvo sorprendida.

—¿Busca a mi mamá?

Helga no respondió.

—Disculpe, ¿a quién busca? —preguntó de nuevo la chica.

—Perdón —dijo Helga recobrando la compostura. Podía ver que era la chica de sus sueños—. Solo veía su jardín; muy bello.

—Es de mi mami. Bueno, quien lo cuida es Soledad, pero sí es bonito.

La chica salió a la calle, sonrió a Helga y comenzó su caminar dejándola atrás.

Helga podía verla andar de la misma forma que en su sueño. En seguida supo lo que le deparaba el destino a la chica. Sabía que podía salvarla; no lo hizo, la dejo ir. También sabía el lugar donde estaría un cadáver de los cuatros que pronto estarían sepultados. Regreso la mirada a la puerta de la casa. A un costado podía leerse: “Familia Medina Cadena”. Dio media vuelta; vio a los ojos a Saladino. En cuanto se acercó, iniciaron el caminar juntos.

Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego

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