Читать книгу Las brujas y el Linaje de las Montañas de Fuego - Ramiro A. Salazar Wade - Страница 5
ОглавлениеCapítulo II
1
La tarde estaba por morir. El viento era cálido. La luna se asomaba trayendo con ella la oscuridad. Dentro de un Camaro amarillo, modelo 74, cincos jóvenes que rondan los veinte años cantan al unísono “Knockin’ on Heavens”. Coreando la voz de Axl Rose, gritan a todo lo que da su pulmón. En seguida, Peter detiene su canto. Todos siguen entonando las letras de Bob Dylan hasta que el cassette llega al final. Peter apaga el estéreo.
—¿Qué sucede, Peter? —pregunta Sara Windleton, mientras da una bocanada al cigarro.
—Es por Lucrecia —dijo Romina, sin dejar de ver hacia el horizonte, pensativa—. La acabamos de ver.
—¿Dónde la vieron? —preguntó Juliana al momento que torcía el cuello para ver a los pasajeros del asiento trasero, pero nadie respondió —. Dime, ¿dónde?
—Caminaba por la acera hace unos minutos, antes de que saliéramos del pueblo ―respondió Romina fastidiada.
—Parece que a nuestro Peter aun le late su corazoncito por la Zapata —dijo Sara mientras se reía—. Anótenlo: 28 de septiembre, Peter ve a Lucrecia, su corazón vuelve a latir.
—Ya dejen de fastidiar a Peter —dijo Aidan.
Enseguida volteó el cassette y reinició la música. La voz de Mick Jagger entonaba sus “vooo, vooo” de “Sympathy for Devil”. Subió el volumen. Todos cantaban y bebían cerveza mientras el auto se desplazaba por la carretera.
Peter recordó a Lucrecia Zapata. El verla hizo que recordara las tardes que pasaban juntos. Aunque tenía más de seis meses que ya no se frecuentaban, no la olvidaba. Sabía que no la amaba, que solo fue sexo sin compromiso, que ella así lo quiso siempre. El aceptó gustoso el trato. Luego de unas semanas, se dio cuenta de que no existiría el compromiso por que ella lo veía como alguien sin futuro. A él no le importaba; al contrario, se sentía orgullo de ser así. Con veintidós años, no esperaba nada de la vida ni busca algo más que un buen fin de semana con chicas, alcohol, drogas y aventuras que pudieran terminar en una buena pelea. Ahora que la vio, extrañaba el sexo salvaje al que se entregaban. En fin, que, al terminar la canción de los Rolling Stones, ya no la recordaba. Tenía la esperanza de acostarse con alguien después de unas bebidas con los amigos.
A la mañana siguiente, Peter fue despertado a medio día por fuertes golpes que sonaban en la puerta de su cuarto. En seguida gritó palabras inconclusas. Molesto, se levantó de su cama y abrió la puerta bruscamente. Cambió de postura al ver que era su padre.
—Bebiste hasta el amanecer—. El rostro del señor Avellanada era de un rictus de seriedad al cual estaba acostumbrado Peter—. Pero eso no es por lo que vine.
—¿Qué sucede? —dijo Peter mientras se veía los pies.
—Te buscan los Zapata. Su hija no llegó a dormir anoche —dijo el padre de Peter mientras miraba hacia el interior de la habitación—. ¿Está contigo? Si está aquí, será mejor que lo digas. Esos papás están muy preocupados.
—Aunque me gustaría que estuviera aquí, no es así.
El señor Avellanada giró sobre sus pies. Se retiró sin decir más. Peter cerró la puerta. La resaca le golpeaba la cabeza y el estómago. Volvió a recostarse en la cama. Cerró los ojos. Podía ver a Lucrecia. Sabía que era bella: ojos rasgados, morena, piel tersa, cabello largo, sedoso, negro; su cintura era perfecta y sus caderas lo hacían caer cada vez que ella lo llamaba. Sus labios eran delgados, pero sus pechos grandes hacían que olvidara hasta el día en que se encontraban. En seguida se preocupó. Recordó que Lucrecia era muy responsable. Nunca dormiría fuera de su casa. “No, ella no. Qué pensaría la sociedad. No creo que sea nada grave. Ya aparecerá, con algún novio importante”, pensó, y olvidó a Lucrecia tan rápido como la recordó. En verdad no le importaba. Extrañaba su cuerpo, la carne, el sexo en sí; solo eso.
La puerta fue golpeada de nuevo, esta vez más suave. Fastidiado, se levantó de la cama para abrir. En seguida, de un golpe, su hermana entró en la habitación, aun en pijamas y malhumorada.
—¿Qué mierdas le pasa a esta gente? —dijo Juliana mientras se sentaba en la cama y encendía un cigarro—. Me levantaron por culpa de esa estúpida de Lucrecia.
—Por favor, no fumes —dijo Pedro, pero ya era tarde: el cigarrillo echaba humo igual que la boca de su hermana.
—Este chisme es bomba. Mira a la santurrona, la muy-muy, la que va a ser una triunfadora. Por favor, quién sabe con quién se huyó.
—Mejor no decimos nada. Puede estar corriendo peligro. ¿Y si fue secuestrada?
—Mierda, Peter. Deja de defenderla. Te trató como un pendejo. Me voy. Debo ver a Sara para contarle el chisme.
Peter vio a su hermana. El cabello rubio lo odiaba. Extrañaba su color castaño original, extrañaba a su hermana, es decir, la que fue antes de que se volviera una joven adicta y material. Aún podía ver rastros de maquillaje en su rostro. Su cara pálida lo preocupaba, pero ella no se dejaba ayudar. Era alta, estaba más flaca de lo normal. La pijama se le resbalaba por las caderas.
El reloj estaba por dar las once de la noche. Peter se encontraba reunido con Sara y Aidan en las bancas del parque que están a un costado del asta de la bandera. Llevaba años usando el cabello corto a rape. Lo hacía para simplificar su vida. Flaco en extremo gracias a su estilo de vida, cigarro tras cigarro, parecía que quería acabar con el tiempo que le quedaba de vida. Prefería beber unas cervezas a comer. Las resacas las pasaba recostado sin probar bocado. Las pecas sobre sus mejillas le daban un toque femenino, y la nariz respingada no le ayudaba. Aun así, su virilidad la mostraba sin necesidad de forzarse.
Los tres amigos fumaban. Sara fumaba y comía un hotdog. El parque estaba solitario al igual que la ciudad. Las luces bajas deban un aspecto tenebroso que los chicos adoraban. Oyeron unos pasos que procedían de la calle contigua. Dejaron de hablar para agudizar el sentido del oído. En seguida escucharon la risa de Juliana. Segundos después, estaban frente a ellos Juliana y Romina.
—Una desgracia, una verdadera desgracia —dijo Juliana riendo mientras era abrazada por Aidan—. En verdad que no aparece la Zapata. Se teme lo peor.
—En verdad que espero que esté con algún tipo cogiendo y pronto se entere todo el pueblo. Me cae mal, pero no para desearle la muerte —dijo Sara.
—Si está muerta, ni modo. Todos nacimos para morir —dijo Romina al limpiarse la boca después de dar un trago largo a la cerveza—. Solo esta mierda vende en este pueblo, Enjambre. ¡Qué putas bebemos!
—Espero que se encuentre bien ––dijo Aidan mientras veía a Peter, quien, al parecer, ni le importaba.
—Desapareció también la señora Leonora, la costurera —dijo Sara—. Bueno, se fue del pueblo. Ahora, Lucrecia. Al parecer, el pueblo está cambiando.
Todos reían. Enseguida se olvidaron de Lucrecia Zapata. Plática y chistes, bromas y risas; parecía una noche normal de cervezas, cuando oyeron un grito espantoso. Todos callaron. Sara dejó caer la botella de la cerveza sacando a todos de su congelamiento. Aun así, no hablaron. En seguida, el viento sopló, los árboles se movieron. Una vez más, un grito y, en seguida, una risa malévola que erizó la piel de todos. El viento cesó y los chicos seguían sin hablar. Quizás pasaron un par de minutos. Todos esperaban algo, cuando escucharon pasos. Más segundos de espera, terribles segundos, hasta que vieron a una señora con los cabellos revueltos. Llevaba de la mano una niña. En seguida, el viento aumentó. El polvo que acarreaba imposibilitaba la visión. Todos querían saber quiénes eran, pero la dama siguió el camino sin detenerse por ellos o el viento.
2
Helga volvió a la lectura. No quería saber nada del mundo exterior. Seguían con Noticias desde el Imperio. Aun así, no podía concentrarse. El encontrarse con la chica de sus sueños le erizaba la piel. Era muy tarde: el reloj marcaba las doce de la noche. Las luces de la casa estaban apagadas. Solo su habitación se mantenía encendida. El silencio flotaba hasta que escuchó fuertes golpes en la puerta principal, golpes interminables que despertaron a todos. Cuando Helga llego a la puerta, Harina y Sal acompañaban a Saladino, quien esperaba a su ama para recibir órdenes.
—No abran —dijo su ama—. Fuera hay algo maligno.
Helga se acercó a la puerta, la cual retumbaba una y otra vez. Hizo contacto con la palma de sus manos. En seguida, sus ojos se volvieron blancos. Murmuró palabras antiguas. Sus ojos volvieron a ser aquellos que conquistaban hombres. Rio a carcajadas. Se separó de la puerta seis pasos. Con un movimiento de cabeza ordenó a Saladino que abriera la puerta. Harina y Sal se movieron muchos metros, lo más lejos que pudieron sin salir de la habitación. En seguida, Saladino abrió la puerta. Una fuerza lo golpeo haciéndolo volar por los aires. Tras aquella maldad entró una mujer desnuda. Su cuerpo se encontraba cubierto de lodo. Era obesa y su la cara estaba llena de arañazos, de los cuales brotaba sangre. Entró corriendo hasta detenerse a centímetros de Helga, quien, con la mirada sin parpadear, la enfrentó. Sus brazos caídos llenos de hematomas dejaban escurrir lodo con aguas negras. Enseguida le mostró los dientes putrefactos a Helga; su sonrisa era tétrica.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —dijo la mujer de lodo.
—Por lo mismo por lo que pronto dejarás de existir.
—Recibe entonces el mensaje.
Luego de decir aquellas palabras, la mujer sostuvo la mirada de Helga por unos minutos, sin que se percataran de que Saladino se recuperaba. Aún mareado por el golpe, tomó una silla entre manos y la levantó violentamente para estrellarla en la espalada de la mujer de lodo. El mueble se hizo añicos, pero la mujer no se inmutó: siguió viendo a Helga, quien ordenó a Saladino, con un simple movimiento de manos, que ya no actuara. Aun así, el guardaespaldas se movió lentamente sin perder de vista a su ama.
Luego de estar por unos minutos congelada, la mujer de lodo se tomó su vientre. En seguida lo rajó con sus uñas. El movimiento tomó por sorpresa a Harina y Sal, quienes no pudieron dejar de expresar su asombro. La mano de la mujer se perdió dentro de su abdomen; su rostro reflejaba dolor. Enseguida sacó vísceras; tosió sangre salpicando de líquido a Helga en toda la cara, pero esta no se movió: siguió viendo sus ojos, su desesperación, su dolor, hasta que la mujer cayó de rodillas. Sus fuerzas expiraron y volvió a toser para caer del todo sobre el piso frío.
Los murmullos que salían de la mujer de lodo espantaban a Saladino, quien sabía enmascarar muy bien su sentir. Helga se arrodilló para acercar su oído a la mujer. Varios segundos se quedó escuchando hasta que el aliento se terminó en aquel cuerpo. Helga se levantó y miró a Harina y Sal, quienes se movieron para ofrecerle una toalla mojada para que pudiera limpiarse la sangre.
—Estoy hechizada —dijo Helga mientras se limpiaba el rostro—. Me quedan unos días de cordura.
—¿Qué fue todo esto? —preguntó Saladino.
—Una invitación —respondió Helga—. Una confrontación. Es una oportunidad de huir o morir. Si salgo del pueblo, puede que el hechizo se rompa, pero con las Corazón Negro nada es seguro.
3
Mientras Helga descansaba de la confrontación y decidía qué hacer con el cuerpo mundano que acababa de morir, Juliana y Romina llegaban a sus casas, al tiempo que Peter, Sara y Aidan deambulaban por el pueblo, acostumbrados a hacer lo que querían. Sara vivía con su medre alcohólica, la cual se quedaba dormida todas las noches frente al televisor y una botella de vodka. Aidan, hijo de padres divorciados, vivía con su padre, el cual trabajaba fuera del poblado, dejándolo largas temporadas solo.
El caminar de los tres jóvenes era confuso, con traspiés, incierto; no tenían un punto adonde llegar. Llevaban en las manos cervezas. De pronto, escucharon el relinchar de caballos. Se paralizaron esperando oír el golpeteo de los cascos sobre el pavimento. No oyeron nada.
—Las noches empiezan a darme miedo —dijo Sara mirando para ambas direcciones en que las calles se perdían—. Temo en cuanto se pierde la luz del día.
—Calla —dijo Aidan, y en seguida bebió de la botella—. Son tus nervios.
—¿Mis nervios? Mis nervios no hicieron el relincho. ¿Dónde mierda están los caballos?
La tenue y leve luz que emanaba el alumbrado público aumentó en intensidad. Los chicos podían ver cómo crecía y crecía hasta que llego a lastimar su vista. De pronto, las bombillas estallaron haciendo saltar del susto a todos, que quedaron en la oscuridad. Dos focos de dos casas daban una leve luz en la calle. Los jóvenes no veían a más de cuatro metros. De pronto, el relinchar de caballos de nuevo. Aquello los alertó. Agudizaron sus sentidos. Escucharon el caminar de los caballos. Sabían que el paso era lento, que podían ser más de tres bestias. De pronto, los vieron pasar. Sara cerró los ojos y rezó con las manos tomadas. Aidan miró a Peter y no regresó la vista hacia los jinetes. En cambio, Peter no podía dejar de ver aquel espectáculo. Frente a ellos desfilaron tres jinetes hombres y dos mujeres. Sus caballos de color negro echaban espuma por la boca. Los jinetes vestían tirones de tela, harapos sucios. Los cinco usaban sombreros charros. Sus rostros de muertos color verde, sin orejas, y los párpados costurados eran tétricos.
El desfile duró unos minutos, pero para los chicos fue una eternidad. Solo Peter observó el principio y el fin. Aquellos entes jamás los voltearon a ver. Tan solo siguieron hasta perderse en la oscuridad. Una vez que Peter los perdió de vista en la negrura de la noche, el sonido que desprendían también se perdió.
—¿Qué mierda acaba de ocurrir? —dijo Aidan recuperando la compostura, aunque aún le temblaban las manos cuando intentó fumar.
Peter se percató de ello. En seguida, Aidan bajó la mano tratando de disimular,
—Mierda, ahora sí necesito beber.
—Sara —dijo Peter, pero esta seguía con los ojos cerrados y rezando, así que la segunda vez grito—. ¡Sara! Vamos, cálmate. Ya todo pasó.
—Tengo miedo —dijo Sara aún con los ojos cerrados.
—Vámonos. Debemos llegar a nuestras casas.
—Mierda, yo no quiero ir a mi casa —dijo Sara temblando—. Llévame a tu casa, Peter. No, mejor acompáñenme a casa de Salomé. Estamos a unas calles.
—A la chingada. Me voy a mi casa —dijo Aidan sin mirar atrás, con un paso rápido que, en cuanto sintió que ya no lo podían ver, se convirtió en un trote rápido.
—Vamos —dijo Peter fumando ya un poco más calmado—. Yo te acompaño.
Luego de un caminar que les pareció eterno, por las calles solitarias y oscuras del pueblo, llegaron a casa de Salomé. La puerta estaba abierta, así que Sara entró. Peter se quedó fuera. En seguida escuchó el grito de Sara. Aquel grito le dio el impulso para correr: la necesidad de huir. Su corazón latía muy rápido. Sin saber qué hacer, actuando por instinto, entró en la casa. Sus ojos no entendían lo que sucedía. A un costado, pegada a una pared, Sara lloraba. En el centro de la sala, Salomé se encontraba en el piso. Sobre ella estaba una mujer totalmente sucia, con el cabello cortado a ras. El lodo delataba sus pasos previos por el piso. Sus manos rodeaban el cuello de Salomé. Aunque esta se defendía, no podía quitársela de encima. Sin pensarlo, Peter tomó una silla, con la cual golpeó a la mujer. El golpe la derribó. Su grito fue espeluznante. Se quiso poner de pie, pero Peter la volvió a golpear, esta vez en la cabeza, dejándola temblando en convulsiones semejantes a las de la epilepsia.
Salomé se puso de pie con mirada enfurecida. Se acercó a ver a la mujer. Vio a Peter y cambió su semblante: le sonrió coquetamente. Regresó la vista a su atacante y murmuró palabras que Peter no comprendió. La mujer dejó de reptar en el piso. En seguida desgarró sus ropas, introdujo la mano en su interior. Las palabras de Salomé aumentaron de volumen. La mujer logró desgarrar su propia piel. Peter estaba anonadado. La sangre brotaba. Al sacar la mano de su interior con algunas vísceras, la mujer murió riendo.
4
Al día siguiente de los ataques, todo transcurría normal en el pueblo. Los ancianos tomaban café en el café bar. Curada la resaca, la cotidianidad cubría el pueblo. El sol alumbraba y daba el calor necesario para que la vida siguiera su curso. Niños y jóvenes uniformados asistían a sus escuelas. Los comercios abrían mientras se barrían las acerara para esperar clientes.
Peter despertó en el sofá de la casa de que se apropió Salomé. El olor a café cubría todo el inmueble. Podía sentirse animoso: amaba el café. Se sacudió la flojera, se talló los ojos y recordó la noche. Enseguida sintió miedo. Miró en todas direcciones hasta toparse con Salomé, quien lo veía recostada sobre una pared mientras sostenía una taza.
—Debo de irme —dijo Peter tembloroso.
—¿A qué temes? ¿A mí? —dijo Salomé mientras sorbía café de la taza.
—¿Dónde está Sara?
—¿De verdad te preocupa Sara? Creía que no te importaba por ser una chica rechoncha.
—Sara es mi amiga. Nos conocemos desde niños.
—Amistad, pura, inocente. Sabes que no existe, que ella te ama en silencio y tú le ofreces lástima, por eso sigues con la famosa amistad. Deberías cogértela, darle el gusto.
—Debo irme.
—Perdón —dijo Salomé burlonamente—. Te ofendí. —En seguida rio descaradamente a grandes carcajadas—. Eres un caballero y no hablarías de una chica.
Peter abrió la puerta, pero Salomé lo tomó de la mano, sin fuerza; solo lo tomó. Este se detuvo, sin valor para quitarse la mano delicada que lo apresaba.
—Ven en la tarde con Sara. Debemos hablar —dijo Salomé mientras lo veía con ojos de amor—. No tengo que decirte que no digas nada de lo que viste. Sabes que nadie te va a creer y no querrás que me vuelva tu enemiga.
Salomé se acercó a Peter, quien pudo sentir su aliento en el rostro. Los labios se pegaron en su mejilla en un largo beso. Las piernas de Peter temblaron. Sin perder la compostura aceptó gustoso lo que sucedía. Después de varios segundos, Salome lo soltó y dio media vuelta para alejarse.
—Los espero en la tarde —dijo, mientras caminaba y le daba la espalda—. A los dos, a las seis de la tarde. Sara se fue desde temprano. Debe estar en la escuela.
Peter salió de casa de Salomé en un estado de excitación y confusión que lo hacía flotar. El beso de Salomé lo tenía bajo un hechizo que no termina de cuajar, que luchaba por penetrar los sentidos. Sus pasos lo llevaron hasta una fonda donde pensaba desayunar. Sentado en un banco, esperaba sus tacos con una cara de felicidad, de enamorado, que era imposible ocultar. Se despertó de aquel extraño trance: el hechizo murió al oír Peter una conversación que llevaba una señora y la cual tenía enfrascados a todos los que la oían.
—Les digo que fue terrible. Los caballos se veían tan clarito, pero no eran de este mundo. Sus ojos eran negros, negros como las oscuridades del averno, y los jinetes, por todos los santos y que me castigue Diosito si les miento, eran unos demonios, eran muertos venidos de la tumba. Cabalgaron por todo el pueblo. Quien los vio sufrió mala suerte. Algunos aun traen ardor en el cuerpo, en la vista, verrugas. Les digo: es una maldición que nos echaron. Será mejor no salir de noche. Si los escuchan, corran, corran por salvarse.
Aquella historia rompió el hechizo de Salomé. El miedo de Peter se reflejó en su cara. No dijo nada. Comió sus tacos pensando en la noche llena de tantos altos y bajos, sustos y cosas que no podía contar.
Peter llegó a su casa muy temprano. Al entrar, sus padres aún desayunaban. Al verlos, se percató de que no había asistido a la escuela, que no había llegado a dormir, que estaba en un problema por su mal comportamiento. Su padre cerró el periódico y, con la vista, lo invitó a sentarse en la mesa.
—¿Nos puedes decir a tu madre y a mí de dónde vienes? –dijo el señor Avellaneda, pero Peter no respondió; tan solo se limitó a mirar la mesa—. No dormiste en casa. ¿Qué es lo que te crees para hacer todas estas estupideces?
—Lo lamento.
—Peter, hijo —dijo la madre tiernamente—, tu papá y yo estamos preocupados. Hay dos chicas desaparecidas, entre ellas esta Lucrecia. Tememos por ti y tu hermana. Anoche nos quedamos muy preocupados por tu paradero.
—¿Puedo retirarme? En verdad me siento en muy mal estado —dijo Peter.
Sabía que su mama debió quedar dormida por sus pastillas y su papá nunca se acordó de él por su trabajo.
—Puedes ir a tu habitación, pero no debes salir. Y si sales… cuídense.
5
Recostado sobre la cama, Peter solo veía el techo de su cuarto. Necesitaba asimilar lo sucedido. Los jinetes lo hacían temblar, pero la mujer de lodo le infundía un miedo visceral. Aun podía escuchar los murmullos, las palabras de Salomé. Todos aquellos recuerdos lo sacudieron hasta revolverle el estómago. Sintió la saliva muy aguada. Corrió al baño para devolver, pero no sucedió. Lo intentó, pero no salió nada de su interior.
Hizo bosquejos, dibujos, siluetas toda la tarde. En ellos aparecían la mujer de lodo, los jinetes y Salomé, en la cual trataba de poner mayor empeño. La sensualidad o el hechizo hacían efectos sobre él. Su concentración fue interrumpida por su hermana, Juliana, quien tocó la puerta del cuarto.
—¿Qué vas a hacer, Peter? —gritó Juli desde el otro extremo—. ¿Vas con nosotros? Afuera están los chicos.
—Sí voy —respondió Peter, descubriendo por la ventana que ya era de noche—. Salgo en seguida.
Los chicos caminaban por la acera. Delante, tomados de la mano, avanzaban Juliana y Aidan, mientras Romina hablaba sin para sobre sus padres y cómo la tenían olvidada. Al parecer, era la única que sufría por el abandono de sus papas. Nadie la escuchaba, ya que la pareja llevaba una comunicación íntima y silenciosa, y Peter y Sara caminaban muy atrás, en silencio, esperando que alguno iniciara la conversación que aclarara lo sucedió la noche anterior.
—Aidan es una mierda —le dijo al fin Sara a Peter para romper el silencio.
—Sí, es una mierda. Ya lo sabíamos —respondió Peter—. ¿Qué mierdas sucedió anoche?
—Mierda, Salomé nos citó hoy. ¿Te dijo?
—Sí. Me dijo muchas pendejadas. Además, ya es tarde. Nos citó a las seis.
—Vamos, dejemos a estos pendejos. Míralos caminar. No se han percatado que vamos rezagados. Además, ¿adónde mierdas vamos? ¿Al panteón otra vez, al parque de nuevo, a beber, a fumar? A la mierda. Estoy harta.
Sin pensarlo, la pareja se salió del camino tomando la calle que los llevaba a casa de Salomé. Sin fijarse en que sus amigos, que se habían dado cuenta, los siguen desde lejos, caminan a grandes pasos esperando llegar, en busca de respuestas.
Salomé los recibe con un cigarro en la boca. El rojo de los labios resalta. Lleva lentes de carey. Jamás la han visto con lentes de aumento. Lleva puesta una falda larga hasta los tobillos, tan entallada que las nalgas se marcan perfectamente. El escote de su blusa es pronunciado. Peter no sabe dónde poner la vista. Sara se da cuenta y ríe. Salomé los saluda con besos en ambas mejillas.
—¿Desde cuándo usas anteojos? —pregunta Sara.
—Estos no son míos. Los encontré en un cajón. ¿Qué tal me veo? —dijo Salomé viendo a Peter y cerrándole un ojo.
—Bruto. No puede ni hablar —interrumpe Sara para en seguida reír.
Salomé se ríe de manera maternal mirando a Peter.
—Iré a cambiarme. Estaba probándome algunas prendas —dijo Salomé dejando a los chicos solos en la sala.
Dos golpes hicieron eco en la habitación, golpes que venían de la puerta de entrada. Fueron suaves y delicados. Sara miró a Peter, quien, entendiendo la mirada, caminó hasta la puerta para abrirla. Fuera se encontraba Romina con Aidan y Juliana.
—¿Qué mierdas haces aquí? —pregunto Romina riendo y con cara de intriga.
—Visitamos a una amiga de Sara. Es un encargo de la mamá —dijo Peter.
En cuanto acabó de responder, miró al interior de la casa hasta que escuchó el sonar de los cascos de caballos. Dio unos pasos hacia fuera. Trató de ver de dónde venía el sonido. El miedo recorrió todo su ser. El sonar de los cascos parecía que venía de todas direcciones. Aidan apretó la mano de su novia; quería correr de nuevo.
—Diles a tus amigos que pasen. No están seguros afuera —dijo Salomé con los ojos abiertos y una media sonrisa. Llevaba puestos unos jeans de mezclilla y una camisa vaquera amarrada que dejaba ver su esbelta cintura.
—Pasemos —dijo Aidan desesperadamente, mientras se introducía en la casa llevando tomada de la mano a Juliana.
La última que entró fue Romina, quien no entendía lo que ocurría, pero, aun así, entró en la casa. Todos se acomodaron en los muebles de la sala, mientras Salomé, en el exterior, murmuraba hechizos para protegerse. Regó polvos en todas las puertas. Los chicos se sorprendieron al ver al Cuervo. El cabello largo y la barba, aunados a su gran tamaño, le daban un toque peligroso. Se sentó en una silla de madera que estaba cerca de la puerta principal. Las patas de la silla se sumergían en vasos de cristal que contenían algún liquido incoloro.
—¿Qué sucede? —preguntó Romina.
—El pueblo está maldito —dijo Salomé entrando en la habitación con una copa en la mano—. Será mejor que se enteren: las noches ya no son seguras.
6
Luego de escapar de la prisión en la cual fue confinada por Sinaida, Helga logró llegar al pueblo de donde fue sustraída, siguiendo al amor de su vida. Se hospedó unos días en un motel, recabando información, buscando a Salvador. Se enteró de que el pueblo estaba maldito, por boca del dueño del motel, al cual hechizó y mantenía bajo su control. Las noches eran peligrosas. El pueblo lo supo de mala manera: seis desaparecidos en seis noches seguidas. Desde ese momento se inició un toque de queda. Pocos son los que se atreven a salir y los que deambulan en la noche lo hacen en grupos mayores de tres individuos. De Salvador y su familia se desconocía el paradero. Se fueron en cuanto empezaron los gritos al atardecer. No se sabía de dónde venían, pero todo el pueblo los escuchó alguna vez.
Tres días pasó en el motel sin salir de su cuarto más que para hablar con Jacinto, el dueño. Por las tardes bebía un café y escuchaba de voz del posadero todas las noticas, chismes y sucesos del lugar. La tercera tarde le contó de una anciana que vivía en las afueras de la ciudad, que todas las mañanas pedía limosna en el mercado. Pasaba el día entero sentada bajo un árbol. Por las tardes partía a su vivienda. Lo raro era que no temía caminar por la noche.
Al terminar de escuchar aquello, Helga abandonó el motel. Caminó por el pueblo en busca de la casa de la anciana. Escuchó los gritos que le contaron. Pensó que Jacinto se quedaba corto, ya que aquellos gritos eran terroríficos. Sin temer, siguió su camino. Sabía que no había ninguna bruja en el pueblo, solo una maldición de la cual nadie podía salvarlo.
La noche cayó sobre Helga antes de llegar a la choza de la anciana. En la oscuridad logró ver una luz en lo lejos. Apuró el paso y llegó a la choza. Al tocar la puerta, nadie le abrió. Solo escuchó toser a alguien desde dentro. Golpeó más fuerte hasta que le abrieron la puerta. Jamás esperó ser recibida por su antigua maestra, Lenna Krohm.
—¿Quién eres? —dijo su maestra—. ¿Ya viene por mí?
—Soy yo, Helga. Helga Maron.
—Recuerdo a una Helga, antes de perder la vista, de antes de perder mis dones. Pasa. No te quedes fuera si quieres seguir con vida.
—No temo a la noche ni a la oscuridad —dijo Helga mientras entraba en la choza, sorprendida por la precariedad con la que vivía Lenna.
—Me perdonarás, pero desde el accidente no tengo memoria, ni dignidad, ni talento, ni recuerdos. Dime, ¿a qué debo tu visita?
—¿No recuerdas? —dijo Helga sorprendida—. Recordarás a Sinaida. Ella fue la que te maldijo. Por ella estás así.
—Hija, a mi edad ya no recuerdo gran cosa.
—¡Lenna! No pasas de los cuarenta años. Aún eres joven. El hechizo te está consumiendo. Por eso pareces una vieja, por eso estás ciega y sin memoria.
Helga introdujo en su boca líquido que obtuvo de una botella que traía amarrada en su pierna. Enseguida lo escupió sobre su maestra, que no se percató de lo sucedido. Palabras y murmullos desprendería Helga mientras caminaba alrededor de Lenna. Una vez más, escupió pócimas sobre su maestra. Después de caminar alrededor de ella, se detuvo. Los murmullos eran más rápidos. Cerró los ojos. La oscuridad absorbió todo en la vivienda. Pequeños rayos de luz salían de Lenna, la cual cayó al suelo en extrañas contorsiones, gritando una y otra vez, hasta que la luz volvió, regresando todo a la normalidad.
—¿Muchacha? —dijo Lenna levantándose del suelo con un nuevo semblante y con la vista recuperada al igual que su juventud —¿Dónde estabas?
—¿Qué ha sucedido?
—Fue Sinaida. Se volvió un Corazón Negro. Maldijo este pueblo. Cuatro cuerpos fueron sepultados en diferentes puntos, cubriendo de maldad el lugar.
—¿Dónde está Sinaida?
—Se ha ido. Tú igual deberás irte. Este pueblo ya no tiene salvación. Los cuerpos ya se volvieron tierra. Aun encontrando las tumbas, ya han pasado muchos meses.
—No vine por ti.
—Sé que no viniste por mí. Tú me acabas de matar. Al regresarme a la normalidad, desataste una sentencia de muerte sobre mí.
—¿A qué te refieres?
—Es una maldición de un corazón negro; me lo dijo. Si recuperaba mis dones, mi corazón se detendría —dijo Lenna mientras veía a Helga con lágrimas en los ojos—. En verdad te agradezco lo que acabas de hacer. Puedo sentir que te desarrollaste muy fuerte.
Sin decir más, las dos brujas se quedaron viendo hasta que Lenna cayó en un estado catatónico. Helga pudo ver cómo su espíritu abandonaba el cuerpo. Sin mostrar sentimiento alguno, salió de la choza y retornó por el camino, escuchando todo tipo de ruidos raros que podrían hacer que un hombre valiente rompiera en temblores.
Al llegar al motel, la esperaba Jacinto. La vio pasar sin que le dijera nada. Pudo ver su silueta, su bello rostro sin expresiones. Antes de entrar al cuarto, Helga llamó a Jacinto, quien corrió a su encuentro.
—En la choza de la vieja de las limosnas hay un cadáver. Quiero que te encargues de ella, que la entierren, pero no en un panteón, sino a un costado de la choza. Sobre la tierra, coloca tres piedras grandes, del tamaño de un melón.
No dijo más. Entró a su habitación y cerró la puerta dejando a Jacinto fuera, quien volvió a su lugar de trabajo.
7