Читать книгу La torre invisible - Ramón de la Serna y Espina - Страница 12

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I

Tong tang, hora del té a bordo. El ritmo de los hábitos adquiridos en ese paréntesis interminable que aún es una travesía no se altera ni un instante por la visión cercana de las dunas béticas, ni por el arribo próximo al puerto andaluz. Cádiz no interesa. El pasaje que aquí cuenta —el de lujo, naturalmente— acude al salón del gran paquebote italiano y se congrega en torno de las mesitas olorosas. Los conocidos de ayer se dirían ya viejos amigos. Hay argentinos de elegancia tan extremada que no parecen millonarios; y hay muchachas chilenas incomparables.

Tong tang, repostería británica, odor di femina. Saludos, ademanes que deben ser pausados, sonrisas que han de ser discretas. Y un aire de pasividad efusiva.

La onda suave y cordial se tiende, se atenúa, se apaga casi unos segundos; la curiosidad vuelve sus cien cabezas: en el salón ha penetrado un hombre, un desconocido, mas no un intruso, a juzgar por la prestancia de su relieve humano y por la holgura negligente de su andar. Pero se oscurece el ámbito, se anima la pantalla del fondo, ya suena y tiembla la película transparente. El desconocido, entrevisto apenas como en aparición, se esfumó al pie de la pantalla, ante la mesa reservada siempre al convidado espectral.

Noticiario sonoro, Manhattan en el lienzo, allí ronca la leona de Asur. (Caen los martillos como acentos, como fustas sobre la rotación de los caballos de fuerza; si apretaran sus mandíbulas en minutos de silencio y de escucha todos los frenos de la calle y de las almenas taylorizadas, se alzaría de las máquinas de escribir ese grilleo bíblico de plaga que oscurece el cielo.)

Aún rodaba el film con sus visiones de la urbe máxima —disonante en tan mansas suavidades su giro de grúa titán— cuando el desconocido se irguió sobre el gran cuadro, quedando su silueta aventajada inscrita en Nueva York. Salió con pasos tácitos de entre el aire de sombra para dar, elástico, el brinco de salvación en la luz violenta y larga de aquella tarde. Saltó atrás: del terno inglés al monte de Andalucía.

El misterio en lo claro.

—No es un hombre.

—Es un hombre y pierde fuerzas por momentos. Está nadando tan despacio que casi no se mueve —repuso el patrón del pesquero de Huelva, cerrando el timón para virar redondo, al mismo tiempo que ordenaba—: ¡Todo el motor! ¡Aviar un cabo!

Cuando el barquito se aproximó al «náufrago», vio la tripulación, con sorpresa, a un hombre desnudo que nadaba rítmicamente, sin prisa y, a lo que parecía, sin la menor señal de cansancio. Se asió al cabo que le lanzaron y se dejó izar a bordo. Mojado allí, sobre cubierta, anduvo unos pasos de gimnasta, se sacudió, se aplastó el cabello negrísimo para escurrir el agua y, volviéndose a sus «salvadores», dijo:

—Gracias. Buenas tardes.

Contestadas con brevedad las preguntas de los marineros, vestido con una camisa blanca —que tuvo que rasgar para que entrase en ella su amplio tronco pigmentado— y con unos pantalones azules, tan cortos para su talla que parecían calzones de púgil; atusado el pelo, remangado y descalzo, se mueve, con ademán ausente, el extraño personaje, entre la indiferencia de los serios pescadores de Huelva, que le contemplan sin la más tenue sombra de estupor.

—¿Quiere café? —le preguntó un muchacho.

—Sí —respondió—, pero tráeme además un jarro de agua.

Cuando le sirvieron, mezcló el café con el agua y apuró, con gran lentitud, hasta la última gota. Sabía el peligro que le amenazaba. «Bebo como un dromedario», pensó, sonriendo levísimamente. También sabía por qué había reservado antes sus fuerzas al nadar. ¿No estaba allí, como una dócil jauría de terranovas inocentes, toda la flota pesquera de Huelva y Ayamonte? Y del paquebote no necesitaba alejarse: ya se alejaba él con sus cuatro hélices. Allá iba, muda la sirena y firme la derrota, con su modesta carga de españoles e italianos, con su orgullosa carga de chilenos y argentinos. Tal vez arden aún las lamparitas encima de las mesas, difundiendo su palidez blanda por el salón con fantasmagoría inocua de tenida mundana, mientras se superproyecta un film de gran metraje, que tiene la obligación de estimular la fantasía hasta el deliquio, allí, frente al rugido muerto de Tartéside. O acaso se deshilacha un tango entre el aroma de las mermeladas y las confituras. Al pasaje de cámara se le ocultó la alarma como se oculta la muerte de un huésped en los hoteles de lujo. Los agentes de a bordo tardaron más de lo conveniente en darse cuenta de la falta del fogonero vigilado y ya a la vista de Cádiz terminó la rebusca por todos los escondrijos del barco, llegándose al convencimiento absoluto de la inaudita desaparición.

Mientras tanto sucedió algo inusitado en el pesquero: la pequeña estación de radio del barquito había dejado de funcionar, fracasando todos los intentos de reparación. El patrón decidió aprovechar la marea para llegar a Bonanza y hacer allí noche.

El mismo muchacho del equipaje que antes había ofrecido café al atlético huésped surgido de las olas se brindó para buscarle alojamiento:

—En Bonanza irá usted a tierra; allí hay buena posada, yo le enseñaré —dijo. Una clara sonrisa fue la respuesta. Y estas palabras:

—Gracias, gracias, no es necesario... me esperan en el muelle.

Cuando el barquito enfiló la boca del río y recaló frente a Sanlúcar, bien alto el sol todavía, avanzó a su encuentro con premura la canoa que estaba al costado de un pesquero sanluqueño. Llevaba un cabo de mar y cuatro hombres armados: interrogatorio, requisa a bordo...

El extraño personaje había desaparecido misteriosamente en la luz.

Salió a la superficie después de pasar bajo la quilla del barco ruso que esperaba autorización para seguir a Sevilla y estaba fondeado en el río, vigilado por un torpedero español. Cubierta la retirada por su sombra, emergió de lo profundo el busto del fugitivo para mostrarse en temple, cortando, veloz, la anchura de esa cosa boba y enorme que es un estuario. Respondieron magníficamente sus pulmones, pero, cuando calculó que la cabeza (sumergida casi al nadar) y el golpe de sus brazos señalarían un blanco ya difícil en caso de persecución, atenuó el brío de sus movimientos: cien segundos, mentalmente contados, para recobrarse. Y si antes había probado su monstruosa resistencia buceando igual que una morsa, le vemos ahora, nadador prodigioso, lanzándose a un forcing frenético, como un corredor en el sprint final. Tira la marea y se hincha el seno libre ya y marino en la margen opuesta de duna y bosque. Allá el mar grande y enfrente el desierto y el ataque del hombre en el agua pirata. Una onda de mito anciano y respiro curvo deposita al fugitivo con blandura en la riba sola. Sin erguirse, se arrastra, busca una trinchera que le oculte, desnuda sus hombros suaves, pone a secar en la arena su andrajo blanco, su andrajo azul, se tiende él mismo para reposar, resuella con anhelo todavía, palpita, yacente. Su piel oscura y mojada tiene ahora, en la radiación de un gran sol que declina, bruñidos fabulosos de arroaz.

—He situado a mis agentes donde serán más necesarios —dijo el hombre ancho de la voz ronca y los dedos brutales.

—¿Y dónde cree usted que serán más necesarios sus agentes? —replicó el señor joven y elegante, con su leve acento argentino.

—En el portalón y en la escala, que es donde habrá aglomeración de pasajeros, y en la banda libre, a estribor.

—¡Ah!...

—He hecho también indicaciones a la Guardia Civil y está dispuesta la lancha de la compañía de mar.

—Veo, amigo García, que dispone usted de fuerzas de mar y tierra... Es usted hombre de recursos y para mí un auxiliar incomparable —añadió el señor elegante con ecuánime sonrisa de hombre tranquilo. Encendió, como es de rigor, un habano oloroso y, apartándose del costado negro del espléndido liner italiano, fue hasta la orilla libre del malecón, andando con aire de negligencia y paseo, como si nada le interesara. Y, de momento, nada interesaba, efectivamente, en aquel sitio, a Justo Peralta, el temido detective bonaerense.

Empezó el desembarque de pasajeros. García desplegó una increíble actividad. Con su cuerpo macizo, su ademán enérgico y su grito cavernoso, estaba en todas partes. Mandaba como un sargento y sudaba como un coronel obeso en maniobras. Cuando terminó el desembarque de los pasajeros que rendían viaje en Cádiz, obligó a presentarse a los tripulantes españoles y —acompañado de un oficial italiano— empezó el examen de la documentación. Después encerró a la gente en el fumador de segunda clase y puso dos hombres a la puerta:

—¡De aquí no sale ni una rata! —vociferó.

Pronto advirtió el pasaje de cámara que algo anormal sucedía y eso era inconveniente. La oficialidad del barco empezaba a inquietarse cuando Peralta subió la escala con lentitud, se informó brevemente y aconsejó, imperioso y afable, al celoso conmilitón:

—Está bien, García, está bien ya. Usted ha terminado, ¿no? Ahora tengo yo alguna cosita que hacer por ahí dentro.

Cuando el fugitivo despertó, desnudo en la arena caliente, sus ojos, de rasa dureza negra, tenían esa ojera que pinta el carbón en la cara lavada de los muchachos mineros. Limpio sobre todo: en la pupila y en la uña, en la mejilla, en el mordisco blanquísimo de su boca, limpio con color de lienzo planchado. Limpio.

Tumbado como un río él mismo, contempla un instante lo amplio del mar abierto: sube de un lado humo de nubes, más allá fuerte luz, mitad sombrío de siluetas de barcos, mitad delicado en su claror. Atardece. ¿Cuánto tiempo habrá reposado? Siguiendo su hábito de economía, se concentró para dormir unos minutos. «No más de veinte, esta vez», calcula mirando al sol.

Con una flexión rápida está en pie. Se siente ágil y nuevo, frescos los labios; sin sed. Están en la arena secos sus andrajos. De la camisa rasga un jirón que humedece en el río, con él ciñe su frente: venda blanca de futbolista o bandido de trabuco, atada en nudo grueso, igual que una moña, sobre su nuca prieta de extremeño. Se ríe, divertido, al introducirse en aquel pantalón de hombre, que para él es de niño; viste los restos de la camisa y se va al bosque.

Le separan metros de los primeros pinos y kilómetros de los últimos. Más allá, los manchones de monte, el más salvaje cubil de Europa. Y al sur y el este —a su izquierda y a su derecha según avanza en la umbría—, leguas de duna inhóspita, leguas de marisma desierta.

El bosque le acoge propicio, a su diestra vuela una corneja gangosa. Penumbra y silencio, espesuras de la noche que llega; en los claros tiende la congestión crepuscular sus haces de vidriera traspasada, ascuas de rescoldo que se van enfriando. Toda esta visión, aceptada escasamente, queda externa, intacta casi y pura, en la preconciencia del fugitivo. Cautela humana e instinto animal le guían y su recelo pausado mira detrás de las cosas. De la aventura inmediata le separan un sueño y un río; solo vive lo mediato, íntegro y presente, en su conciencia: los últimos minutos a bordo del paquebote, las voces discretas del salón, las lamparitas sobre las mesas, el clamor desdoblado de una urbe fantasma... Existencia en clímax de intensión la suya, estruja la acción extensa, contrae la fluencia temporal, tiene dimensiones verticales de raíz errabunda, emergencias de brote, desvelos de intimidad simple, rica de sabor. Su mano, que ahora engarra, montés, el ramo áspero de un leño, sentía, no hace más de tres horas, en los dedos sensibles, la porcelana tibia de una taza de té.

Se interna el fugitivo, con el mudo andar de sus pies descalzos. Se detiene de pronto: ¿qué ha visto? Su mano se abre y deja caer el leño que apretaba. Distante y súbito entre los árboles, aparece un jinete. Al mismo tiempo empieza a oírse, lejano, el gruñido de un motor.

Retrocede hasta un árbol para cubrirse y desde allí avizora unos segundos: el jinete es un guarda y lleva además otro caballo. El grupo se mueve en la dirección del río. El fugitivo se lanza bosque adentro en carrera rapidísima y extraña: de un tranco va de un árbol a otro, de tal manera que puede detenerse, protegido y oculto, en cualquier momento. Sus pies desnudos le llevan al encuentro del jinete incauto con sigilo de agua. Cuando tuvo cercana la figura tosca del montero, se desvió a su izquierda para flanquearle a su paso. Pero la margen del río estaba próxima y descubierta, con su mayor claridad. Además aumentaba, acercándose tempestuoso, el ronquido del motor. El fugitivo se dio minutos de plazo para terminar allí. Se encorvó, acortando distancia con celeridad pasmosa, sin cubrirse ya. Un grito delgado y un salto de mono: el guarda quedó desmontado como un pelele. Antes de que pudiera hablar —en realidad, la sorpresa y el susto no se lo permitían—, el salteador puso el índice de su diestra en los labios, ordenando silencio, mientras con la mano izquierda tenía el arzón de la jaca. Desenfundó la carabina y, alejándose unos pasos del guarda estupefacto, fue a sujetar el otro caballo, que se encabritaba, nervioso. Era un animal hermosísimo, arreado con lujo. El lustre de sus ancas tenía reflejos de chistera.

—¡Ea, cuaco! —le habló, con cariño.

Sujeto al sillín colgaba un par de botas inglesas, armadas de macizas espuelas de plata. Se las probó. Se veía que estaban destinadas a un hombre de gran corpulencia, pues llegaban, exactas, a sus rodillas. Pero dentro bailaba su pie. Unos puñados de hierba blanda remediaron este defecto. Como volaban los minutos, trajo el caballo hasta el sitio donde esperaba el montero, sin salir de su pasmo ante la tremenda despreocupación del raro personaje, que se detuvo junto a él, dejó resbalar por el brazo la rienda y examinó un instante la tercerola, que no había dejado de la mano. «Esto solo ha de servirme para hacer salvas a los ojeadores», pensó. Y al mismo tiempo que arrancaba de la jaca del guarda la menuda alforja, devolvió a este la carabina, invitándole con un gesto a montar.

—¡Eh! —oyó el cuitado con susto, apenas había cabalgado unos metros. Cuando volvió la cabeza vio a su asaltador que, con ese ademán de los matadores, lanzaba su sombrero andaluz, se lo devolvía trazando en el aire un giro de fiesta. Como autómata sumiso extendió el guarda su brazo para recogerlo... Y picando la jaca, galopó hacia el río sin mirar atrás.

A su vez, nuestro atleta harapiento se convierte de nadador en jinete. De un salto está en la silla, sujeta la alforja, prueba los estribos. ¡Cómo se tiene en el caballo! Le hace levantar las manos, le dobla a derecha e izquierda con alegría y le pone al trote bonito.

Cerraba la noche y no tenía prisa. Pero el zumbido del motor no solo había aumentado: era ya un trueno en el bosque. Se detuvo a escuchar y, volviendo grupas, cabalgó con precaución hacia la ribera, que mandaba desde el agua un palor tardío. Vio algo brillar en el suelo: era la bandolera del guarda, con su placa de latón pulido. Sin detenerse y sin esfuerzo, antes con gracia, la recogió desde el caballo mismo y su erguirse tuvo esa manera propia de quien es un jinete fenomenal.

Cortó gas y cedió el volante al mecánico.

—Atracaremos sobre el motor porque tira mucho la corriente en este sitio. Yo le avisaré —advirtió, saltando a la pequeña cubierta de proa. Allí, alto y mecido, con la mano en visera sobre los ojos, oteaba la orilla cercana Juanito Bohorques. Había cesado el bramar del poderoso motor de la canoa, especialmente construido por Venturi.

En el embarcadero particular, nadie. Bohorques dio unas zancadas impacientes y ruidosas sobre los tablones carcomidos y ya pedía al mecánico que conectase el potente faro cuando salió de la sombra una voz y, tras ella, medrosa, una figura:

—Don Juanito, por Dios, no alumbre aquí ni con una cerilla.

—¿Qué haces aquí?, ¿qué dices?

—Que estamos en peligro... Me acaban de asaltar y me han robado el caballo, Tragabuches...

Bohorques se encendió de cólera: ¡su mejor caballo! Se fue al guarda, le sujetó por los hombros, le injurió, desatado, zarandeándole con brutalidad. Excitada su hombría insolente, ciego de enojo, habituado a mandar el señor, no admitía réplica. Era uno de esos tipos sanguíneos de los que se dice que tienen una gran vitalidad.

—¿Para qué quieres esto?... ¡cobarde! —vociferó, arrebatando al guarda la tercerola y arrojándola al río con hercúlea violencia. Estaba herido en lo más sensible de su orgullo de ganadero señorial. El preclaro Tragabuches, de estampa rutilante y alzada preciosa, era un animal de fama, mejor entre los mejores caballos de pelea. Le tenía en mayor aprecio que su balandro más veloz.

Con las orejas gachas, sumisa igual que un perro castigado, se acercó la jaca del guarda. Bohorques la tomó de la rienda e hizo ademán de montar. Se volvió aún.

—¿Cuántos eran ellos? —preguntó.

El guarda contó el trance a su amo de esa manera tan salada y ridícula propia del andaluz de tipo inferior. Bohorques volvió sobre sus pasos y le dio la espalda sin dejarle concluir el relato espeluznante. Ya en el borde del embarcadero, le gritó:

—La jaca encontrará su camino. Tú vienes con nosotros.

La ciudad se había iluminado en la margen opuesta, los barcos habían encendido sus lantías y el faro mandaba su relámpago mudo sobre la marisma, cuando Juanito Bohorques y Liniers, el mozo guapo y riquísimo, elegante y bruto, atravesaba como un endemoniado la calma paciente del estero, envuelto en estruendo y fantasía.

En las cercanías de la ribera había esperado el fugitivo a que subiese la luna. Y ahora cruza con lentitud el bosque, velado por un sordo blancor, al paso de su caballo antiguo. Olían ramas y raíces y olía la bestia crinada en la noche caliente. El jinete se había dado cuenta en seguida de las condiciones del animal: para la fatiga delicado, vistoso y bueno en la carrera tendida, duro de boca para el regate —de los que hacen trabajar la muñeca—, pero un huracán en corto trecho. Por eso le reservaba. Además sabe que le han de buscar lejos de allí, que han de querer madrugarle y taparle la salida.

Se deja llevar, la rienda suelta y en ánfora los dos brazos, las manos apoyadas en el talle escurrido. Ha hecho con la bandolera del guarda un cincho apretado, un ancho cinturón que le faja y le sostiene y le decora con la placa de azófar pulido sobre el vientre musculoso. Así, con el jirón en la frente, el tronco semidesnudo bajo la camisa desgarrada, las botas suntuosas de caballero y las espuelas brillantes, hace un visaje de grotesca belleza, que contrasta muy graciosamente con la intensidad curva del caballo, recordando a esas torres que han asimilado, incorporándolo a su esencia radical, un pináculo extraño, airón de conquista o de dádiva. Para un encuentro de encrucijada o camino, tiene este nocturno jinete reposado la más sorprendente y curiosa catadura.

El recuerdo desplaza la propia imagen, el tiempo es inerme contra él, igual que en los sueños; distrayéndose del contorno, se traslada, ecuestre, por levitación, evoca sus cabalgadas de América entre los grandes ríos como látigos y avernos blancos de volcanes. Raro espejismo: se veía de espaldas en aquel tordo poblano más fiero que un coyote, tan bien arrendado que se revolvía en un metro; se veía compitiendo con la charriada en San Bartolo Naucalpan, floreando, muy limpia, la reata y rematando la bestia con primor.

Un grito y un extraño de Tragabuches le hicieron volver a su viejo bosque marismeño, tierra indolente y fácil, buen sitio del mundo. Pero no le inquietan los bichos peludos que se asesinan maullando en la espesura. Al sentir el resuello del poderoso animal que cabalga, piensa que de las dehesas contiguas salieron para América los caballos padres. Requiere la rienda y aprovechando el claro del bosque prueba un galope en el claro de luna. A la excitación obedece el animal, fino de nervios, haciendo un fragor de cólera. Y no se atreve a aguijarle en el terreno difícil, que azota con la furia de sus cascos, sonoras las entrañas y obstinada la crin. Se sirve de la palabra más que de la rienda para contenerle y amansarle, como el conjuro aplaca al meteoro.

Entre las voces del monte, oye una lejana, para él preciosa: el ladrido de un perro. «Los carboneritos —piensa, en soliloquio—; pronto veré fuego y pronto encontraré agua.» No le preocupa que el animal no coma en algunas horas. Pero quiere abrevarlo de amanecida.

Se detiene en un calvero gredoso para registrar la alforja y entonces la tierra, en declive muy suave, que hace reverberos azogados al globo de la luna, destaca la silueta bizarra del solitario jinete, su fantasma dulce y terrible. El tipo humano que materializa, de profunda raigambre hispánica, es, en realidad, una consecución, un ápice. Y una emergencia al mismo tiempo.

La alforja contenía por todo viático un cuchillo de monte y una caja de fósforos. Desenvainó el acero blanco, lleno de palidez, y probó el filo en una uña, igual que los barberos.

—¡Solingen! —exclamó, riéndose. Después avanzó hasta el árbol más próximo y, empuñando el cuchillo por la hoja, lo mandó, sin pararse, de un tiro exacto y agudo como un silbo. El dardo improvisado se hundió en el tronco hasta la guarnición. Lo extrajo con tino y cuidado y lo examinó aún—: Bueno... Esto es hambre para mañana, pero res segura para esta noche.

Juzgó que se había internado lo suficiente. Además no quería aventurarse en la ciénaga de noche, aunque conocía el vado. Una espina de luz clavada en la espesura respondió, tardía, al ladrido del perro que antes oyera profundo, casi celeste: la detonación invertida precediendo a la chispa y anunciándola. No precisaba norte ni guía por aquellos parajes, mas el candil remoto le evidenciaba el amparo de un caño para guarecerse y la posibilidad de encender fuego en su depresión. El terral, con su hálito de calmas, arrastraría el humo en dirección opuesta a la choza de los carboneros. En la mata puede ocultar el caballo, lejos de la hoguera y de su yacija, con táctica de guerrillero.

Desmonta, sujeta la rienda tibia en la horca de una rama y se embosca en acecho, ventea una presa, empuñado el hierro del sacrificio. Es dueño del fuego también: hará su festín cruento en el bosque y ganará el reposo yerto del sueño.

Por integración, había quedado inserto en el país y componía maravillosamente con su realidad, tan peregrina para el extraño. Sede primaria de opulencia y finura, hoy es un nido inmenso, nevado y negro de plumajes —invernadero de Europa—, campo de ferial desierto, con manchas de hurañía intacta y guaridas hirsutas de salvajada; tiene floresta oscura y duna clara y yermo de romería bronca, ruta de caravana en su linde, una vez todos los años. Edén no ameno, albergó a una falsa pastora de sonetillo erótico y sonsonete canalla y a un genio cincuentón y ensañado. Tiene un bisel nauta de mar y un río viejo y mercader, con dos hombres augustos de cántico, arranque y atalaya de continentes; tiene alcornoques cervantinos y toros navarros; en su aledaño se extinguen, incógnitos, los últimos indios neblíes y esquivos y lentos como cisnes, vagan por su páramo los últimos camellos cimarrones de la marisma.

Ahí queda el fugitivo. Ondas de jaripeo radian su apodo en la brisa, sobre la Sierra Morena; le gritan en Buenos Aires y en Berlín, máquinas y hombres le acosan. Mas ha podido hurtar el documento vivo de su retrato a la codicia de sus perseguidores. Le conocen todos, pero nadie podrá reconocer en él más que una sombra.

Cuando la monstruosidad se ha hecho habitual, se pierde la medida de sus proporciones. La indignación de Juanito Bohorques era como una válvula de estrépito para la fuerza estéril de aquella vida ociosa de señorito. ¡Su mejor caballo!

Había telegrafiado (con tuteo) al ministro de la gobernación y al director de la Guardia Civil. No le parecía excesivo poner en movimiento un tercio de la Benemérita, levantar una polvareda de alarma y conmover el planeta con los hilos y antenas acechantes de todas las agencias united y associated. ¡Su mejor caballo!

En los espejos enormes del casino, lujoso intolerablemente, de la ciudad, se han bañado las dos Andalucías: la fea y tosca del ceceo rural, de las burguesas jaraneras y fondonas, de los borrachones libertinos, muy devotos, eso sí; y la otra, la ruda y linda de los mozos delgados y de las muchachitas que son muy serias. Como un hito de frontera tendía Bohorques los dos brazos entre el humo fuerte de los cigarrillos y el aroma del café servido a los socios de su tertulia, derribados en gigantescos butacones de club:

—Esta misma noche salgo en la canoa río arriba para atajar a ese cañí. Me esperan los mayorales y antes del mediodía de mañana habré recuperado mi caballo.

El ingenioso de la peña saltó, puntual, recurriendo a la brega de juego doble. Se empinó para alcanzar con su cigarro el mechero que Bohorques —rubio como un flamenco— acababa de encender:

—Dame lumbre, moreno —dijo. Y después de una pausa—: No es que dude de ti ni de tus mayorales..., ni siquiera de tus monteros, armados con aquellas carabinas estupendas que encargaste el año pasado... Vamos, estoy seguro de que tú solo eres capaz de recobrar el caballo que te birlaron con tan inconcebible frescura..., pero hazme caso: no te reduzcas a los monteros y a los mayorales, y avisa a la Guardia Civil.

Bohorques reaccionó tardo, con inocencia:

—Ya lo creo que he avisado. Lo hice inmediatamente y no me contenté con eso: he telegrafiado también a Madrid. Por cierto que han tomado el asunto con gran interés, pues el ministro me ha llamado a conferencia telefónica para pedirme detalles y algo me ha dicho de una gestión diplomática.

—Se deberá a la intervención de ese policía argentino —apuntó uno de los contertulios.

El golpe, célebre ya, de Buenos Aires y la teatral fuga del barco donde Peralta, con ardid genial, consiguió encajonarle igual que a una res de lidia habían prestado a la personalidad enigmática del fugitivo de la marisma desierta una gran resonancia periodística y popular. Y las informaciones, por doble motivo, seguían rezumando sensación. En primer lugar, nadie acertaba a explicar satisfactoriamente el robo de una prodigiosa tiara de platino y monstruosos brillantes —un portento de moderna joyería— que por su rareza y por el inmenso valor de sus elementos era verdaderamente inalienable y, por otra parte, resultaba incompresible que la dama despojada —la mujer más rica de Suramérica, esposa de un prócer inglés— no pusiera el menor empeño en aclarar las circunstancias, muy singulares, en que desapareció la rutilante diadema. Solo recuperar la joya parecía interesarle: que volviera la preciosa lumbre a poner fuegos de pureza extraña en sus sienes audaces de amazona, que entrara nuevamente el ascua de viril sagrado a ocultarse en la bóveda de su tesoro frío, hecha de acero impenetrable como el ánima de los cañones; su tesoro cavado en tierra de pampa, rondado en vigilancia fiel por dos gauchos tigreros. Cuando se celebraban en el Buenos Aires hermético de la fastuosa plutocracia argentina esas fiestas que son un absurdo y un asombro, acudía siempre Justo Peralta, con su propio coche, por él personalmente conducido, a la aislada mansión que la falta de espíritu y la sobra de buen gusto características del patricio inglés habían hecho surgir magníficamente sobre un gran llano de tierras americanas. La célebre tiara de la adusta belleza, castellana rebelde en aquel baluarte pampero, tenía, naturalmente, su aureola de falsa pedrería literaria y su leyenda mundana de chismografía truculenta. Incluso epigramas de aliño pícaro se colgaron en las puntas de su resplandor. Con Peralta —guardando las distancias debidas a quien tenía fama de ser el detective más caro del mundo— solían llegar, en patrulla, los reporters de los grandes diarios, preludiando su maquinal información la divina labor poética de los señores cronistas. Tenía algo de entrada procesional —con sus ya está ahí, ya llega, ahí viene— la aparición mayestática de la gran dama coronada de destellos. Una ausencia, prolongada extraordinariamente, precedió al robo sensacional de la tiara prodigiosa. Peralta, contra su costumbre de hombre discreto pero explícito, se negó, al ser interrogado, a hacer la menor alusión a lo que entonces era el suceso candente de actualidad. Se dijo que fue interceptado un apremiante aviso suyo, que no se escucharon sus advertencias o que fueron ignoradas deliberadamente. Su prestigio profesional no quedó por este contratiempo en absoluto mermado. Antes al contrario: salió fortalecido al conocerse la noticia, oficialmente divulgada por los diarios, de que la multimillonaria argentina había confiado exclusivamente a Peralta, abriéndole un crédito —material y moral— ilimitado, la gestión policíaca conducente a la recuperación de la diadema. Mientras tanto, con su mundana media voz, el escándalo había hecho carne en la reputación de la fuerte amazona envidiada:

—Ha abdicado para coronar a su marido...

Por otra parte, el formidable detective bonaerense, ahora tan reservado, había hecho una declaración impresionante al embarcar, a pleno sol, rumbo a Europa:

—Volveré con la diadema a Buenos Aires —dijo.

Por eso, cuando a la noticia de la fuga del espectral pasajero del barco italiano y de la intervención de Peralta en el asunto se añadió la del asalto al montero del bosque marismeño y, sobre todo, cuando se supo que al omnipotente prócer andaluz que era Juanito Bohorques le habían robado su famoso y soberbio Tragabuches, la emoción y la curiosidad de las gentes alcanzó un punto agudo de tensión.

El montero, con locuacidad ridícula, había lanzado una versión dantesca del asalto, que en dos horas escasas se propagó por la ciudad. Al saberse que Bohorques estaba en el casino, acudieron conocidos y amigos deseosos de noticias, funcionó el teléfono y hasta un «enviado especial» del pequeño diario provinciano hizo acto de presencia. Juanito se sentía rodeado de un rumor de marea que empezaba a aturdirle. Paco Díaz, el ingenioso implacable de toda reunión, que antes le zahirió con poca fortuna, volvió a su faena. Como le conocía, lo primero que hizo fue pedir vino:

—Vino, señores: hay que entonar los nervios.

Se descorchan unas botellas de abolengo y su líquido esencial esparce ese aroma chillón de los vinos andaluces.

Un estruendo súbito desemboca en la calle; se pueblan los balcones, los socios del casino se agolpan en la terraza: Guardia Civil de caballería. Pasan al trote largo las parejas en dirección del río, levantando ecos de inquietud con su martilleo, que no acaba de extinguirse. Varado en la arena aguarda el gabarrón que ha de llevarlas a la margen opuesta, con los guías y los barqueros.

Paco Díaz esperó a que las espaldas indolentes refluyeran a los butacones, a que el encrespado comentario atenuase el burdo manoteo hiperbólico. Y aprovechando una calma en que las palabras dejaron de ser gritos, escupió, apuró su caña, y dijo con estridencia:

—Ten cuidado, Juanito: anda la voz de que es Chao quien corre la marisma.

—¿Ese bandido americano de que hablan los periódicos?

—No es americano.

—Pues de América nos llega: vendrá huyendo de la crisis.

—En todo caso se ha emboscado en tu coto. ¡Buena pieza para una puntería como la tuya! Con esa prestancia que tienes de tirador de copa de concurso... Pero no hay sabueso que eche a ese jabato del monte.

—Ya le echará el hambre.

Juanito era un hombre maravilloso de juego, un muchacho espléndido para el salón y para el estadio: su cultura social podía calificarse de excelente. De sus dos preceptores, solo el inglés obtuvo éxito; al preceptor alemán hubo de renunciar pronto... Así lucía una ignorancia de todas las cosas y una carencia de curiosidad solo concebibles en un inglés que además de inglés fuera señorito andaluz. Esto agrada a algunos de aquellos provincianos importantes, muy resabidos y enterados. Ahora mismo Juanito no acierta bien a anudar la referencia, un poco legendaria a sus oídos, del Chao popularizado últimamente por las informaciones periodísticas con la resonancia palpitante y cálida del suceso vivo que le agita y le atañe. Y esta incapacidad patente de conciliar lo tangible y próximo con lo extraño y remoto abre un tajo en su vida que la duplica, la merma y la hace, más acá, grosera y torpe, más allá, falsamente ingenua, ficticia, purely imaginary. Al hombre falto de pulimento espiritual, la realidad inmediata le parece siempre mentira. Como tiene tan ignorantes los ojos y tan horra de inquietud la curiosidad, necesita que le inventen leyendas. Pero la manzanilla, además, en este caso de Juanito Bohorques y Liniers... Tenía el vino autoritario y la «autoridad», para imponerse, enzarza siempre su raíz en una negación. Bohorques empezaba a engallarse a medida que se iba dando cuenta, lo que siempre tardaba un poco en suceder. Una vez enconado su humor, sostenía con indomable tenacidad su empeño, por disparatado que fuese. Entonces era temible.

Paco Díaz vuelve a la carga con insolencia:

—Si te atreves a mantener el propósito de esperar a Chao, puedes encontrarte con que sea él quien te espere a ti, sin que los mayorales te sirvan de mucho. El terreno es extraño para la Guardia Civil y en cambio Chao lo conoce, según dicen, tan bien como tú mismo. Si te decides, tendrás que fajarte, querido: el mozo es todo un señor.

La brusca reacción de Juanito fue prueba de que había conseguido irritarle.

—¡Es un cuatrero sinvergüenza! —gritó. El desdén de su gesto alcanzó en pleno rostro al malévolo bromista, que, como tal, era muy puntilloso y susceptible. En su frente hubo un entrecejo de rabia y en sus manos ese temblor del que se domina.

Bohorques balanceaba desde sus hombros altos aquellos brazos de púgil que en cierta ocasión memorable vaciaron una taberna llena de hombres y jipíos, de vino y de navajas. Y cuentan aún que después obligó al dueño a cerrar la puerta y que se llevó a casa la llave.

Paco Díaz roe su impotencia rebelde ante aquel paroxismo de virilidad que era Juanito. Ríe con aparente campechanía y hace un viraje de actitud; sigue hablando con gran naturalidad, sin ironía en la palabra ni en el ademán. Pero se dirige a todos, habla en general, substrae muy hábilmente la persona de Juanito a la atención de los reunidos y es tanto su arte que incluso la misma presencia física del mocetón parece borrarse y desmaterializarse, para ser sustituida por el raro aporte de otra imagen, muy acusada y fuerte de color: la del feroz bandido que corre de noche la marisma. No, a Paco Díaz no se le confunde, así, no más... Lo sorprendente, sin embargo, fue la unanimidad con que le siguieron el juego todos, como por un previo acuerdo. Bohorques se sintió disminuido, ignorado, cuando unos minutos antes era el señuelo de la nutrida reunión.

La España del bromazo siniestro. Por derecho de conquista tiene en ella Juanito su lugar como víctima de rango. Mas los pequeños hierofantes de este culto sombrío adoran, naturalmente, a sus propias víctimas. Se contaban las barbaridades de Juanito Bohorques, por sus amigos, con hipérbole llena de entusiasmo, con admiración expresa o tácita. Y entre sus amigos había médicos y abogados, arquitectos y poetas.

Un cuchicheo breve bastó para que la atención de los circunstantes envolviera nuevamente a Bohorques. Y esta vez fue con visaje preocupado, con demostración de afecto leal, casi con desvelo. Se trajeron más botellas.

Cuando, dos horas más tarde, la mayoría de los concurrentes a la peña del casino, cumpliendo religiosamente —en sentido estricto— su palabra, se reunía en el embarcadero, Paco Díaz, el mezquino idiota, exclamó con solemnidad:

—¡Nosotros, muy serios!

Fuerte gemación lunar sobre el río. Los buenos amigos que le habían «organizado» la despedida rodearon en silencio el Rolls de Bohorques. Mientras el montero y el mecánico trasladaban a la canoa las armas y el equipaje, se cambiaron unas frases cortadas que fingían emoción. ¡Pero no la fingían! Juanito —vestido de campo, al hombro la zamarra gris, sobre las piernas largas y robustas los amplios zahones que al andar tenían un ludir señorial, en la arbolada cabeza el sombrero andaluz de ala oscura, que sujetaba el barboquejo— mostraba en su cara infantil una contenida expresión de dolor y era de una soñada hermosura, allí, de clara noche, a la ribera del agua. En su decisión había nobleza: era el actor, pero también el héroe mismo. Y su valiente verdad de hombre, su acto dinámico de vida viva, la ausencia de arte en su conducta y de doblez en su carácter hirsuto impresionaron sinceramente a aquellos histriones desangrados. Hubo un movimiento fallido de rectificación por parte de alguno de estos, cobarde ante un movimiento de responsabilidad. La tímida finta fracasó apenas iniciada, pues además de inoportuna y tardía, hubiera sido contraproducente. Bohorques, amparado en su orgullo, ni se dio cuenta siquiera. El trabajo estaba hecho, la faena cumplida y bien lograda. Ya lo sabía su muñidor solapado: era propicia la ocasión y estaba andado la mitad del camino cuando su intervención vino a colmar lo somero de la medida. Además, se había hecho honor a esa costumbre, arraigada en sañudos atavismos, que consiste en suscitar la pendencia excitando, atizando, azuzando, complaciéndose en ello como en el martirio de un animal.

Juanito se despide bruscamente, estrecha la mano de todos, repitiendo, cada vez, un corto «adió». Deja el volante al mecánico, se sienta a popa, pone el chaquetón sobre las rodillas y, al reclinarse mientras arranca la canoa, vuelve la mirada inexpresiva y levanta un brazo en saludo.

Cuando el grupo emprende, con paseo lento y silencioso, el retorno a la ciudad, parece su actitud de ceremonia, y en realidad lo es. Se encienden los detestables cigarrillos españoles, se llenan de acritud los pulmones y las gargantas, alientan las bocas peste de tabacalera. Humo y tos rituales. Paco Díaz escupe y avanza, decidido, unos pasos. Suya es la teoría de la miseria nacional: «del garbanzo nos viene el agarbanzamiento y del estanco... el estancamiento». Para confirmarlo, se advierte ahora en él, bien clara, la acción deletérea que pregona. A las primeras chupadas se rehace bravamente. Se vuelve hacia la pandilla que capitanea y empieza a remedar a Bohorques. Lo hace de modo admirable: se pone de puntillas para aproximarse a la estatura de Juanito, enronquece la voz, adopta un aire deportivo y señoril en los movimientos, grotescamente desmesurados con insuperable propiedad... Qué feo de alma, qué vil. Su magia diabólica produjo el efecto que esperaba. La risa tuvo rugidos en aquellos hombres contorsionados que se tambaleaban, como borrachos, de placer, y se retorcían a la luna. En sus ojos había lágrimas.

La Guardia Civil había batido los manchones desde la madrugada. Los tricornios echaron por delante liebres y venados, jabalíes, conejos y sencillas codornices. Pero ni un hombre, ni un zorro.

Sol enemigo, grietas en la tierra, azul blanco de sofocación en el cielo de la mañana. Acostumbrado a los pasos conocidos en su experiencia de cazador, Juanito, seguido de sus dos más expertos mayorales, flanquea el bosque por la linde oriental, espiando las salidas posibles y probables, teniendo en cuenta la hora y la dirección en que van convirtiendo su avance las fuerzas destacadas para el duro servicio. Monteros y guardas puntean la marisma en dilatados espacios y más que otra cosa su fin es vigilar salidas inesperadas, pasos desusados y difíciles y dar urgente aviso en caso necesario.

Bohorques lleva un potro cerril casi, delgado y precioso, de gran alzada, que aún tiene tundido el ijar por el talón romo del desbravador. Templa el vistoso cabeceo de la bestia su fuerte brazo de piquero y hace una noble estampa de esplendor evocado el joven señor del yermo limpio, con sus caporales a la zaga, tres tallas ardientes en aquella anchura tendida y allá el monte andaluz oscuro. Consulta Bohorques su reloj de pulsera y, al advertirlo uno de los mayorales, busca el sol con los ojos: mediodía. Juanito se detiene de cara al bosque y aguarda. En los primeros momentos se le había presentado una angustia opresiva en el pecho, como síntoma impreciso. Era miedo, sencillamente, temor a lo incierto, a lo amenazante sin contorno. Pero hubo una rea­cción afirmativa de su voluntad rebelde, mantenida con fiera pertinacia. Y después, con la fatiga de siete horas de caballo a la furia del sol, sobrevino la indiferencia. Por otra parte, la posibilidad de que la Guardia Civil hubiera trabajado con suerte y, sobre todo, la esperanza de que la persecución fuera inútil produjeron en él un recóndito bienestar soslayado. Ahora contempla el bosque prohibido que albergó festines de Camachos ducales en su asombrado borde y acogió a los reyes extranjeros macerados en Castilla y resonó cien veces, entre murmullos acordados de gran tramoya, clangores sostenidos de halalí. Piensa en el intruso que profana el vedado ámbito, mira desde fuera la inmensa penumbra, imagina la sombra humana errante, acosada, igual que una alimaña, en su aspereza. Una sombra, sí. Y allí él: un hombre nada más.

Se le unieron los mayorales. Uno de ellos, entornando la pestaña del sombrero cordobés, lamentó:

—Hace congoja.

En aquel momento se percibieron detonaciones que parecían lejanas. Se miraron los tres hombres, como si estuvieran seguros de haber oído bien. Bohorques dijo:

—Son tiros.

—Y es cerca —observó un mayoral— porque viene del río el aire. Aquí estamos descubiertos.

—Aquí estamos bien —replicó Juanito cortando el diálogo y haciendo avanzar a su caballo unos pasos.

Silencio de escucha, vaho de silencio. La marisma tiene un aliento abrasado de espera, un callar pávido en sus distancias. Por el norte la lejanía se sumerge en un gran lago de ilusión: espejismo. En la arena radiante dejó su huella equina la sed de las jacas.

Tiznan el cielo por el oeste ceños remotos de nubes y se abre un céfiro enorme que alivia un poco la secura y trae el eco, muy próximo ya, de nuevos disparos.

Bohorques desveló un candor magnífico no disimulando su contrariedad. No volvía, en regresión, de la indiferencia a la angustia: con pena sofrenada, saltaba en su pecho la ira.

—Mis prismáticos —pide, de pronto. Lejos, a su izquierda, se ve un jinete. Instantes después surgen del bosque otros dos, que se dirigen a él.

—Un montero y una de las parejas que sale a su encuentro —dijo, después de haber observado con inquietud.

El grupo de Bohorques y sus hombres había sido visto por los guardias y el montero, que, haciendo un pequeño desvío sin alejarse del bosque, se acercaron lo suficiente para que se oyera bien su alerta:

—¡Ahí va!, ¡ahí va! —gritaron, internándose de nuevo con precaución.

No le vieron salir. Sin golpe de aparición y sin relieve de fantasía, con presencia inverosímil de tan natural y suave, Chao estaba allí con sus ojos ávidos. Siguió la orilla del bosque, amparado en el marco sombrío, y cruzó en trote de paseo ante el grupo atónito. ¿Era verdad? Eso pensaban los tres hombres quietos sobre la arena candente. Para Chao, en cambio, sí que era verdad su prestancia dura en el foco del sol. Reconocía bien la silueta de Juanito, atisbada horas antes desde la espesura, en una agonía de claridad.

Pero el aviso de alarma, el pergeño raro del jinete y el testimonio evidente de sus propios ojos forzaron la pasividad de Bohorques y los suyos, venciendo el aturdimiento de la sorpresa. Cuando una previsión azarosa se cumple, se duda de la visión palpitante que supone, de su viva realidad, ahora, como siempre, inesperada. ¿Cómo otorgar fe de vida sensible al viejo cuento pueril de guardias y ladrones? Se ha abierto la cortina sin romance del pinar bético: misterio a la luz de pastores fusileros a caballo, en las cabezas el sombrero redondo y simple o la negra mitra bicorne; guerrilla erizada en descubierta, militar acoso, rodeo en la marisma.

Rehechos los tres jinetes expectantes, se miraron: «¿Qué hacemos aquí?»... Bohorques, súbito, enronqueció para exclamar con arresto, al mismo tiempo que aguijaba a su potro:

—¡Voy allá!

—¡Espere, don Juanito —gritó, imperativo, uno de los mayorales. Y los dos hombres, como por un tácito acuerdo, avanzaron para cerrarle el paso con los caballos. Volvió el suyo Bohorques de un tirón salvaje, le sangró el flanco para hacer un regate rabioso y hurtándose, brusco, galopó solo hacia el bandido.

Los dos hombres, fieles y prudentes, le siguieron a distancia, pero pronto quedaron atrás con su jacas sufridas. Juanito se alejaba de los mayorales. El perseguido —fresco y entero como su caballo— juzgaba a los demás suficientemente cansados...

Grave y distante se oye un trémolo, mientras Bohorques, iracundo, deja en la blanda liza sin palenque el sordo impacto de su carrera. Va ígneo por la lentitud meridiana, está rojo en el aire.

Chao está pálido. Hace galopar al soberbio Tragabuches, sin forzarle, antes bien conteniendo su ímpetu con el engarre de su puño avezado. Y como el monte se encorva hacia el oeste y Bohorques sigue, ciego, al fugitivo, ya están los dos solos en un gran campo de silencio.

Pero ha vuelto a oírse, con proximidad redoblada, el trémolo que antes era preludio lejano. Se precipita, en segundos, sobre las capas tórridas, como derrumbe aparatoso, desgarrón de aquella alta soledad callada: entre el perseguido y su atacante, cruza la arena, igual que un velo arrebatado, la rígida sombra del alcotán. Es un avión de Sevilla que pasa, bajo y sucio, sin ver a los jinetes, naturalmente.

Juanito se enardece al creerse observado y corta terreno con codicia. Pero Chao no le responde y se le escurre sin mucho esfuerzo: parece que se esquiva jugando. Envalentonado al ver que no busca pelea, Bohorques le ataja ya sin cuidarse. Pronto le tiene cerca, ve su perfil descolorido, y diríase un niño que va a hacer una locura. Mas surge la acritud viril del señorito encorajinado, salta, maldiciente, el hábito canalla y Juanito lanza, como una piedra, el bárbaro insulto:

—¡Collón!...

Chao detiene la montura y se planta. Su palidez es ahora de granito, su rostro no tiene expresión de vida. Hostiga a Tragabuches, que se arbola, obligándole con su voz bronceada:

—¡Gira, eh!

Echa el animal de cara y le corre los acicates. Inerme y feroz, transmite su ímpetu sin estridencia al galope convulso del caballo: habían botado todos los resortes de aquel organismo, que se desató con la violencia de una racha. Metido en el sol ahora el talle fino del jinete, hace lumbres de peto la placa del cinturón bizarro y copia la venda blanca de su frente un ampo cortijero de cal viva.

Con su amortiguador de arena suave, sofoca la marisma el avance tendido de los caballos, que atacan de poder a poder. Ni testigos, ni voces: algo lleno de pavor en su mudez tirante. Acción desligada, contra el tiempo del mundo, acto de sueño en una extensión ficticia, como el capricho terrible de muñecos sin venas.

La colisión es inminente. Juanito empuña ya la Colt de corvino azul pulido, pero solo queda vigor en sus dedos. Un aliento de fuerza irrumpe allí, precediendo al fantasma que viene sobre él agrandado por el vértigo: sus piernas aflojan la tensión ecuestre, el trauma de visión le sobrecoge, le desarzona, le derriba.

Con pericia increíble sortea el encuentro Chao para no arrollar al caído. Sienta las ancas el caballo al frenazo durísimo y derrapa igual que un torpedo, surcando la arena blanda. Salta el jinete como un raposo y queda inmóvil, abiertas las manos y los ojos limpios. Pero Bohorques, aterrado, se tapa con su potro, se revuelve con ventaja y dispara a quemarropa cinco veces. Sabe manejar el arma corta. Al hacer fuego mueve el brazo en sacudida como si fustigara y cada tiro fuese un trallazo de cómitre sobre carne de siervo. Chao extiende en cruz los brazos y vacila para caer: cinco balas clavadas en su cuerpo como cinco puñales.

Los brazos mismos le sostienen con su cruz, semejante al balancín de un funámbulo. Despacio, mas sin mirarse —igual que los toreros— va hacia Bohorques, hace por él sin esfuerzo aparente. Ya le tiene preso, ya se han cerrado sus manos pálidas: esposa con ellas las muñecas robustas del señorito, estruja la lisa piel de color de rosa y hace crujir las poderosas articulaciones con la tenaza fiera de sus falanges. Pero la llave de tormento cede en su presión mortífera ante la mueca del vencido inerte. Chao le deja tendido y recoge la pistola, caliente todavía. Saca el cilindro y, entre las cápsulas mordidas por el percutor, ve una intacta: la última. Entonces tira el arma con dejadez y su voz apagada murmura en soledad:

—¡Os falta convencimiento!...

Enhiesto el vencido, doblado el vencedor sobre la montura, cabalgan los dos, sin prisa, por el campo de Almonte. Como es domingo por la tarde, están desiertas las anchas dehesas ganaderas y ellos siguen el camino desolado del yermo, rara vez hollado por los pastores. Nadie les ve. Media hora de trote acelerado bastó para que la distancia tragara por el sur los puntos imperceptibles que se movían en el último horizonte de marisma. Roto el cerco y libre la grupa, Chao lleva su presa en demanda de poblado, acecha la salida. No tantea el desenlace: obedece, más bien, a la simplicidad enorme del juego elemental que le sentencia. Ha de huir de los hombres para salvarse y ha de volver a ellos para ganar su parte y su partida, para buscar el centro normal de su acción humana, desciñendo antes, con cauta previsión, los alamares crujientes del episodio.

Enhiesto el vencido: no hay quién doble el espinazo con las muñecas atadas a la espalda. Bohorques va delante, el sombrero encima de los ojos afrentados, va conducido igual que un malhechor, sobre su famoso Tragabuches. Han cambiado los caballos. El corcel bonito de la estampa señorial había dado todo su rendimiento y, desbridado, va gacho y cansino entre los palmitos y los ixtles. Arrancada la rienda, su cuero sirve de ligadura, y en torsión cruel inmoviliza al prisionero, agarrotando el vuelo libre de sus brazos jóvenes.

Doblado el vencedor, transido, flotante la negrura del pelo hermoso en el aire seco, descubierta la frente de ceniza. Quemado de heridas que se van enfriando y le rasgan de ayes lentos, romero de pena ebrio de ojos, «no puede con su alma». Ahora sí, ahora es todo expresión y exorbitancia sin disfraz: se ha desprendido la venda de brigante y está su cinto sangrado y sin reflejos, como una fíbula excavada. Hay en él una lejanía ausente, un estar sin presencia, todo futuro y antiguo. Tiene un frunce de rencor en las cejas melosas y deforma sus labios desteñidos de espectro un visaje de obstinación brutal. Descompuesto de rostro y de actitud, excéntrico, fuera de sí, obedece al instinto y blande la voluntad como los débiles, sacando del odio energía para sostenerse en espera, doblado y sin rendirse. No puede con su cuerpo. Mas hay un tope de frialdad en la desmesura de su ánimo: se entrega, no se abandona. Ya solo con esfuerzo y contorsión mantiene su dominio, pero lo mantiene. Y todo es resistir. El trance es descomunal para el exhausto. Le llegó de costado el enjambre de balas y por eso tiene solo dos heridas profundas, en el muslo izquierdo, que se ha ligado fuertemente con la faja de seda de Bohorques. Las heridas del pecho, de la garganta y del hombro le hacen sufrir más, aunque no sean graves. La venda blanca que tapaba su frente es ahora un pañuelo rojo al cuello.

Se encorva, sucio de sangre, como desmayado, sobre la crin áspera del potro, en ella mete una mano que se agarra. Con la otra oprime el látigo que quitó al prisionero. Este ha perdido el valor de su fuerza prestada, el lujo de su razón y de su moral. Desmoralizado, menoscabado por una exuberancia más potente que la suya, está su voluntad rendida sin condiciones, con íntegra aceptación, no exenta de pánico supersticioso. Como se inclina el sol ya, ve tenderse a su flanco la tremenda silueta de una sombra vigilante y ve la suya propia tumbarse en la vereda que sigue, dócil, su caballo. La fatiga, el calor y el silencio grande que les rodea ejercen sobre el alma infantil de Bohorques su acción soporífera. La palidez de Chao, entrevista apenas en un poco de sol, le pareció terrible: un mudo jinete amarillo le conduce a la muerte por aquel camino de trasgos. Delira y siente impulsos de aliviar su congoja de hombre con rezo y con lloro de niño. No se atreve a volver la cabeza, caída sobre el pecho levantado. La imagen de Chao es para él una visión incierta de pesadilla. El bandido continúa siendo ignoto en la luz.

A la vista de Almonte, nubes de presagio, en cerrado avance negro, alcanzan con su bandera al sol, que se ha enrojecido de pronto y muestra, horrendo, su congestión de cuello decapitado. Un gavilán de serranía vuela en retorno y hace un reviro sobre los jinetes, quedando inmóvil y sagrado un instante, como el signo de Horus.

Tiene Almonte desgastadas las aristas de piedra de su calle mayor de Jaca y es que afilan sus navajas los almonteños mozos en las esquinas donde descarga el viento. Geranios solos en las ventanas. Hay pueblo danzante en la plaza dominguera, silbo de mirlo en el pito de fresno, ronquido grave en el parche nómada.

Se meten los jinetes fantasmas por una callecita curva y caen sobre la multitud como aparecidos. Chao se para y lanza un grito de auriga:

—¡Guarda!

Al mismo tiempo hace restallar el látigo con un fustazo salvaje en las ancas de Tragabuches, que da un bote y se dispara entre el gentío. Bohorques, igual que un manteado, se tambalea pugnando por sostenerse en la silla. Chillan las mujeres en aquel polvo de capea, pero los mozos no tienen que bajar los brazos de la danza y atajan al caballo suelto con manos arriba de encañonados:

—¡Ho, ho!

A un extraño de la bestia espantada, rueda el jinete indefenso, por tierra, con testarazo brutal de picador. Un aullido bronco de muta clama en la rustiquez de las gargantas renegridas, el polvo hace humo de hoguera sobre las convulsiones del inmolado que se revuelca en tizones de dolor: ligaduras viles de ajusticiado le atenazan, contra él se erizan las cañas de ultraje y las varas de acebo de escarnio. La bárbara conmoción de sus vísceras le oprime con el bloque de arcilla del ahogo y el síncope retrata en sus pupilas dulces la muerte.

Cuando remonta Chao el tramo sombrío de la calleja rural, ha recobrado su inexpresión de cera, y su belleza exangüe ya es delicada. Negrea la transparencia de sus mejillas una barba reciente de desvelo que le demacra y aniña, peregrino de cromo, lacerado el cuerpo en los andrajos mendicantes, deslucidas las botas viajeras, sucio el caballo y lento por los collados mustios.

Como un felino cansado, la tormenta opaca llega con su arrastre premioso de truenos. La lluvia, igual, moja la cara del jinete, cala su pelo y le lava el pecho colorado. El hilo postrero de la querencia tira de su vida aferrada y milenios de hambre le empujan hacia los asilos tenebrosos.

Le alivia el frescor de las nubes y se entrega un poco a la lasitud, con la figura triste sobre el corcel mohíno. Anda, anda, lejano. Se pierde. Se borra en la cortina de agua. Su acción sumergida zapa fugitiva de la luz. No se le ve ya.

Pero vino el día claro. Un reguero incierto de excitación lleva la noticia y se para en el telégrafo público de las estaciones. Cuentan las voces que a la madrugada se oyeron los cascos de un caballito por las veredas y que algunos los vieron y que eran de acero brillante, igual que rieles blancos, pero otros dicen que pasó un caballo grande como de metal verde y así airoso, que tenía las manos siempre levantadas, y otros dicen que era un media sangre y que el jinete montaba a la inglesa y el caballo echaba humo de la piel como de rastrojos prendidos, y cuentan otros que el jinete llevaba un impermeable largo con capucha negra, y otros dicen que era un fraile misionero y otros un padre cura.

La torre invisible

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