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Un gigante mutilado.
Vida y obra de Ramón de la Serna y Espina
(1894-1969)

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Hay escritores que nunca se han atrevido a luchar contra los cánones impuestos por la época en la que les tocó vivir; autores que han sucumbido, que han seguido viviendo con la ansiedad de decir, de expresarse, de ser reconocidos, de ser escuchados, pero han fracasado en este intento. Hablamos de escritores que han sobrevivido a tragedias humanas indecibles y han salido de estas envilecidos, enflaquecidos, con un sufrimiento enorme por dentro. A pesar de todo, han seguido escribiendo, porque esta era la única manera de salvarse del abismo. La escritura se ha convertido para ellos en el alivio de sus penas, en instrumento a través del cual reconocerse, construir su propia identidad, reafirmarse.

Hay muchos, muchísimos. Autores olvidados o ignorados porque no quisieron insertarse en el contexto histórico y literario en el que, a su pesar, vivieron; porque no se sometieron a los dictámenes que querían imponerles. Algunos de ellos, antes o después, tienen la fortuna de ser rescatados del olvido, de ser abordados por estudiosos o curiosos que, gracias a estas vidas y obras desamparadas, descubren mundos recónditos y sensibilidades desbordantes. Esta es la fortuna que he tenido con Ramón.

Ramón de la Serna y Espina nació en Valparaíso, Chile, el 13 de noviembre de 1894. Era el primer hijo de la conocida escritora Concha Espina y Tagle, que se encontraba entonces en aquel país para liquidar un testamento familiar tras la muerte de José María de la Serna y Haces, padre de su marido, Ramón de la Serna y Cueto, a quien Concha Espina había conocido algunos meses antes de casarse en la localidad cántabra de Mazcuerras durante las vacaciones que la familia solía pasar allí. (Un paréntesis para recordar que Mazcuerras acabaría adoptando la denominación cooficial de Luzmela —topónimo que usamos en adelante— en honor a la novela La niña de Luzmela, que la escritora ambientó en un lugar inspirado en esta localidad.)

Los años en Chile fueron muy difíciles para Concha Espina. Su marido —que, en palabras de sus hijos, era un hombre orgulloso, poco activo y emprendedor, encerrado en sí mismo y falto de sentido realista— gastó la fortuna heredada, lo que provocó el desánimo de la futura escritora. Empezó así Concha Espina a trabajar en el periódico El Porteño, a cuyo director había conocido casualmente. No obstante, no consiguió aclimatarse y su deseo era regresar a España. Ante el temperamento indolente y perezoso de su marido, ella se veía obligada a enfrentarse a muchas situaciones incómodas sola. El empeoramiento de la relación matrimonial condujo, así, a una situación insostenible que le hacía necesitar la ayuda y el calor de su familia, por lo que, cuando Ramón tenía solo cuatro años y su hermano Víctor dos, decidió regresar a Luzmela.

Instalada allí la familia, Concha Espina percibía que la realidad de aquella peque­ña ciudad no brindaba muchas posibilidades a sus hijos, sobre todo a Ramón, que expresaba ya el deseo de estudiar idiomas, conocer otras culturas, abrirse al mundo. Luzmela era un lugar apartado donde resultaba difícil hallar demasiados estímulos. En la biografía que consagró a su madre, Josefina de la Maza, hermana de Ramón, lo describía como un lugar entre nubes y montes, maravilloso pero solitario; Concha Espina creía que allí sus vástagos solo verían pastores, y a ella le habría gustado proporcionarles la opción de estudiar y formarse para el futuro, ofrecerles la oportunidad de desarrollar las grandes capacidades que apreciaba en ambos —de los que estaría siempre muy orgullosa—. Los hermanos crecían y daban muestra de una poderosa inteligencia.

Ramón y Víctor han demostrado ser, mundo adelante, vida adelante, hombres extraordinarios. Era Víctor el reflexivo y tierno por excelencia. Y Ramón el exaltado, gracioso y muy gentil. No consintió mi madre que ninguno de los dos fuesen «niños prodigios», aunque eran de verdad prodigiosos niños. Ramón aprendía un inglés selecto: «En cuanto al francés —decía el hermano José a mi madre—, no hace falta que lo aprenda; lo sabe porque sí, yo no comprendo de qué manera…».

Le brillaban las pupilas verdes a Ramón, con una luz ambiciosa de otros horizontes. Temía mi madre: aquel niño le inquietaba; una imaginación poderosa gobernada por un gran talento: apasionado, vehemente, todo se podía esperar de Ramón.[1]

Cuenta Josefina que, encontrándose Ramón en la casa de su abuelo en el pueblo asturiano de Ujo, con tan solo ocho años, le hizo pasar más de un buen susto a la familia. Un día escapó, no le encontraban por ningún sitio. La familia, horrorizada y viendo que allí existían dos grandes peligros para un niño, el río y el tren, pidió la ayuda de todo el pueblo; el cura tocó a rebato; se juntó una brigada de obreros que salieron a buscarle; la Guardia Civil inspeccionó los montes. Por fin, los mineros llegaron con él. «Regresaba Ramón muy serio, con la cabeza erguida y los ojos flameantes»; Ramón —afirma Josefina—, que en su vida solo hizo caso a las palabras del abuelo Víctor, afirmó con orgullo que había desobedecido y se había escapado por un «motivo divino»; pensaba, de ahí en adelante, hacer «vida santa» de ermitaño. [2]

Ya iba delineándose su carácter: no aceptaba imposiciones, era un niño inteligente, perspicaz y, sobre todo, independiente; características que le acompañarían siempre y que se convertirían en determinación e incluso en cierta testarudez.

Cinco años después, la familia se trasladó a Cabezón de la Sal, a casa de los abuelos paternos, pero Ramón permaneció muy poco allí. Con el objetivo de aprender inglés, pidió y obtuvo el permiso para viajar a Inglaterra con un matrimonio andaluz amigo de familia. Sabemos —guiados de nuevo por las palabras de Josefina de la Maza en la biografía dedicada a su madre— que el niño insistió mucho, que luchó firmemente por obtener el consentimiento materno. Temerosa, pues era un chico de tan solo trece años, su madre se negó inicialmente, pero al final cedió, brindándole la posibilidad que marcaría de manera decisiva la vida del futuro literato. Su natural predisposición para aprender idiomas fácil y rápidamente le llevaría a ser uno de los traductores más importantes y preparados del momento.

«Déjame, déjame marchar a Londres, mamá; esos amigos tuyos son muy simpáticos, y ya son amigos míos desde aquel día que vinieron a verte; con ellos estaré muy bien, ya verás. Quiero irme a Londres, mamá.» Ramón tenía trece años. Adoraba mi madre a sus hijos y le espantaba separarse de ellos; pero soñaba, por otra parte, que salieran del círculo agobiador de las montañas. […]. Y Ramón, con mil recomendaciones maternas, una medalla de la Virgen al cuello y muchos besos, se embarcó para Londres, con un matrimonio andaluz muy amigo de Concha Espina. Tardaría diez años en volver a España.[3]

Ramón partió así para Inglaterra iniciando una etapa en la que pasó asimismo una temporada en México con su padre —del que Concha Espina, mientras tanto, había obtenido el divorcio— y también en Cuba. A pesar de que, lamentablemente, no tenemos apenas noticias de este período, sí podemos afirmar que, ya en esta primera fase de su vida, se va perfilando en Ramón esa personalidad fuerte, firme, decidida, no dispuesta a someterse a compromisos externos. Durante este período, el escritor dio muy pocas noticias a su familia, no envió cartas, cortó las comunicaciones. De hecho, Josefina de la Maza cuenta, en la biografía ya mencionada, que la ausencia de aquel hijo era la obsesión de su madre. Muy conmovedor es el relato que hace la querida hermana del momento en que Ramón regresa, diez años después, a casa; volvió a Madrid, donde se había trasladado la familia por motivos de trabajo de Concha Espina, una de las primeras mujeres que consiguió sola, sin marido, dar sustento a sus hijos con su propia escritura.

De pronto un día sonó el timbre de la puerta a hora desacostumbrada en un hogar tan ordenado como el nuestro. Y a la puerta, con una límpida sonrisa de sus dientes deslumbrados, y con una maleta posada a su lado, estaba un muchacho muy joven. Cuando Julia abrió, aquel joven señor se quitó el sombrero con respetuosa violencia, y casi no podía hablar:

—¿No me conoces?

En lugar de responder, Julia le fue mirando despacio, y de repente echó a correr hacia las habitaciones de mi madre; apenas podía decir:

—¡Es Ramón…, es Ramoncito!

Apenas lo pudo decir, porque ya el hijo estaba abrazando a su madre, besándole las manos y la cara con enorme emoción. Todos sus hermanos le rodeábamos y le mirábamos con un poco de asombro.

Concha Espina, con aquella serenidad augusta, solo decía:

—Te esperaba siempre… Vendrás cansado; ¿dónde está tu equipaje?

Los ojos verdes nos abarcaban en una ancha, fluida mirada, húmedos y alegres. Con donaire, Ramón respondía:

—No creas, mamá, que traigo solo esta maleta… Soy el hijo pródigo que viene con un baúl tremendo. Ahora lo subirán. Deja que te mire… ¡qué guapa estás, madre! Y vosotros…

Nos fue mirando con detenimiento y hacía un comentario, entre emocionado y gracioso, de cada uno. Para Víctor fue el abrazo de los dos hermanos mayores; dos hombres muy jóvenes y muy audaces.

El baúl de Ramón estaba lleno de libros, naturalmente. Libros espléndidos que yo no entendía. Él me regaló aquellos que estaban a mi alcance. [4]

Concha Espina se tranquilizó: tenía a su lado a los dos hijos mayores, sus confidentes, sus puntos de referencia. Los dos se querían mucho, pero no salían juntos, no tenían los mismos amigos. Se querían, sí, pero eran muy diferentes. «La sobremesa se hace muy larga y lo que sale es la voluntad de la madre de enderezar la conversación, Ramón y Víctor quieren y deben seguir su voluntad», escribe Josefina en su libro.

Ramón permaneció en Madrid muy poco tiempo. Acompañó a su madre a Huelva y Riotinto, cuando ella empezó a pensar en una novela sobre las condiciones de vida de los mineros en aquellas explotaciones; pasarían juntos una temporada allí y Concha Espina, con la ayuda de su hijo, escribiría la novela El metal de los muertos, éxito literario de los años veinte.

El estudioso francés Gérard Lavergne afirmó que, en una entrevista a Eva Cargher, esposa de Ramón, esta insistió en la presencia de su marido junto a Concha Espina redactando El metal de los muertos. Además, le enseñó a Lavergne la siguiente dedicatoria de la escritora a su hijo: «A mi queridísimo compañero y colaborador nervense, Ramoncito, con el mayor abrazo». Lavergne continúa diciendo: «La obra en que estaba se estropeó y la dedicatoria fue recortada y pegada en un ejemplar de El metal de los muertos». [5]

Al regreso, Ramón se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Central, pero era un ambiente en el que no se encontraba muy cómodo. No aguantaba las reglas impuestas; mal soportaba la sociedad machista, las jerarquías, las formalidades y la rigidez, que no formaban parte de su forma mentis. En el invierno de 1919, el escritor empezó a quejarse; quería ir a Berlín:

Madre, quiero irme a Berlín. En Alemania tengo que aprender muchas cosas. ¿Me voy? Hablo el alemán estupendamente. Quiero estudiar allí mucho. ¿Te parece a ti bien? Me voy, ¿quieres?[6]

Además, un incidente le dificultaba continuar en la facultad: había increpado a Cejador, el profesor de latín. Estudiaban entonces muy pocas chicas, y el docente se complacía en ponerlas en un brete. Así que un día, para defender a una compañera de curso, Ramón levantó la voz y abandonó el aula hecho una furia:

Ramón salió como una centella y dio un portazo de miedo en la puerta del aula. Después se quedó en la calle, en la acera de la Facultad, de repente tranquilo, esperando a sus compañeros. Le rodearon en triunfo.[7]

Dadas las circunstancias, decidió abandonar Madrid para proseguir sus estudios en Alemania, país que amaría siempre. Daba comienzo así un período muy importante en su vida, a lo largo del cual recorrería media Europa. Ramón representa el espíritu de la Generación del 14: hombre culto, abierto, cosmopolita.

Alemania es un país que ama, una nación en la que se siente cómodo. Cortó, como solía hacer, las comunicaciones con su familia; era como si solo soltando el hilo que le conectaba a ellos —y a pesar del amor que sentía— tuviera la capacidad de emerger. Otra vez empezó la que Josefina define como la eterna canción de su madre: «No sé nada de Ramón». Atormentada, preocupada, Concha Espina, mujer cuyo ánimo jamás flaqueaba, decidió ir a visitar a su hijo. Dispuso los pasaportes y con Luis, el hermano menor, y Josefina, viajó a Alemania.

En Berlín, Ramón se estableció en Charlottenburg y allí empezó a frecuentar un estimulante ambiente bohemio; entró en contacto con Paul Klee y Vasili Kandinski, con quienes acudía al teatro o a visitar exposiciones.

Empezó asimismo a trabajar como corresponsal extranjero para el periódico español La Libertad, publicando sus artículos bajo el epígrafe «Desde Berlín» y firmándolos como Ramón de Luzmela. Los artículos de esta primera etapa comienzan a desvelar el hondo espíritu crítico del escritor, su capacidad de captar hasta los pequeños detalles de la realidad circundante, que descomponía en minúsculos pedazos para después analizarlos con lupa, y finalmente, reunirlos otra vez, ofreciendo una imagen totalmente nueva y sorprendente.

En Berlín transcurrió una temporada feliz con su madre, que estaba, no obstante, preocupada porque su hijo se lamentaba de fuertes dolores de cabeza. Lo llevó entonces —según afirma Concha de la Serna, hija del hermano menor de Ramón, Luis— al célebre doctor Freud, que se encontraba en aquel momento en Hamburgo y que, tras la visita de Ramón, concluyó: «Nada que hacer: un temperamento tremendo»:

—¿Es usted español?

—Sí, doctor.

—¡Si yo pudiese hipnotizarle a usted…, dormirle!

—A sus órdenes, doctor.

Aquel hombre de ciencia, famosísimo en el mundo, que no contaba fracasos en sus consultas, fracasó con Ramón de la Serna y Espina.[8]

Este primer contacto con la hipnosis y el psicoanálisis dejó una honda impresión en Ramón, hasta el punto de que marcaría su vida. Pidió la opinión de su madre, pero Concha Espina, una mujer pragmática, además de muy religiosa, entendía esta práctica como una suerte de hechicería. Ramón no insistió, pero, desde entonces, la hipnosis se convirtió en uno de sus mayores intereses, al que dedicaría no pocos artículos.

Concha Espina y sus hijos Luis y Josefina regresaron a España. Ramón se casó mientras tanto con Eva Cargher, una mujer rumana de origen judío. Celebraron su boda en Charlottenburg y del matrimonio nació una hija que vivió muy poco, pues a temprana edad murió de tuberculosis en París. No tenemos datos sobre la niña; en el archivo no se encuentran sus documentos, ni fotos, ni una huella. Es como si no hubiera existido; como si los padres, golpeados por tamaño dolor, hubieran querido borrar hasta los pocos recuerdos que les quedaban. Para un maniático como Ramón, que guardaba todo, hasta las notitas más insignificantes, la ausencia de cualquier cosa que hable de su hija es un silencio de gran elocuencia; habla de un enorme dolor, tan hondo que no se podía nombrar y que le impulsó a volver a España y refugiarse en el seno de su familia en Madrid. Llegados a la capital, el matrimonio se alojó en el piso familiar de la calle Goya.

En este período, Ramón fue contratado para la traducción de un importante libro que marcaría para siempre su reputación: Lope de Vega y su tiempo, de Karl Vossler, obra que sería publicada en 1933 bajo el sello de Revista de Occidente.

Asimismo, emprendió un proyecto para la redacción de las biografías de varios personajes. La primera de esta serie, que llevaría, de hecho, a término, sería la de Antonio Ruiz, primer boxeador de origen español que llegó a ser campeón de Europa en la categoría peso pluma. Ramón consiguió publicar la novela, que se tituló Antonio Ruiz. La vida extraordinaria del campeón de Europa, en la Editorial Rivadeneyra en 1927. El siguiente título de la serie habría sido Anita Delgado, princesa de Oriente; el tercero, El duque de Montemar, Grande de España, y el último, Antonio Vargas, domador de leones, pero Ramón abandonó el proyecto.

La novela dedicada a Antonio Ruiz tuvo muy buena acogida. Elogiosas fueron las palabras del propio Vossler, a quien Ramón había enviado el libro; entre los dos había nacido una profunda amistad basada en la recíproca admiración. Vossler escribe a Ramón:

He leído Antonio Ruiz con gran placer y admiración. Ha sabido fundir muy felizmente la antigua tradición española con el espíritu moderno. Y en todo se advierte, no solo hasta qué punto considera las fuerzas naturales y físicas como algo espiritual, sino también cómo, por percepción inmediata, usted mismo lo siente así. De modo que la vida aparentemente miserable del héroe cobra una profundidad y una nobleza no impuestas desde fuera, sino que viven en su intimidad.[9]

De hecho, Antonio Ruiz es una obra que mira atrás, hacia la literatura española clásica, y mira hacia delante, a la literatura de vanguardia. Se puede definir como una novela picaresca de su tiempo. A Ramón le interesa contar la historia previa de Antonio Ruiz, no sus triunfos; de hecho, la narración termina cuando el boxeador logra sus primeras victorias. El escritor cuenta la trayectoria marcada por padecimientos, sacrificios y privaciones que han llevado al pequeño Antonio al éxito. El protagonista es todavía un niño cuando empieza a trabajar, pues su familia no puede ocuparse de él. En su periplo le acompaña el Venegas, un compañero suyo que, como un moderno Sancho, le sigue en sus desventuras sin motivo alguno, solo porque le quiere. Es un moderno Lazarillo que al final consigue el objetivo que se había marcado desde el principio: mejorar su condición económica y social. Sin duda, este es el elemento que vincula la novela a la literatura española clásica; sin embargo, el deporte nos permite encontrar en la obra huellas de la literatura de vanguardia. Además, el boxeo era uno de los deportes más importantes del momento: se trataba de la actividad del «rescate» para quien pertenecía a las clases sociales más bajas; solo gracias a la fuerza física, sin otros instrumentos, el boxeador consigue su victoria; puede ascender así en la escala social, dibujando la misma trayectoria ascendente del puñetazo.

Una buena reseña de esta novela apareció firmada por el periodista José María Salaverría en ABC:

Sobre mi mesa se han unido ahora, en un extraño consorcio, tres volúmenes dispares: Los hermanos Karamazov de Dostoievski, el cuarto tomo de La decadencia de Occidente de Spengler y una novelita que se titula Antonio Ruiz. La vida extraordinaria del campeón de Europa. Hay algo más en Antonio Ruiz: algo más que el elogio del boxeador, y lo que le diferencia de las habituales obras deportistas, lo esencial en el libro de De la Serna (evítese la confusión con Ramón Gómez) estriba en el realce que se da al hombre, y en cómo lo importante no es el púgil o el héroe de anfiteatro, sino el «arribista», el hombre de aventura y lucha, el ejemplar humano típico que, en el moderno exisistismo [existencialismo], sensualismo, violencia, dinero a toda costa, se abre dramáticamente camino desde el bajo fondo de la miseria hasta el renombre y el bie­nestar. Tal es la historia de Antonio Ruiz que Ramón nos relata con estilo fuerte y pintoresco, ágil y consumado.[10]

Sin embargo, después del auge, la obra cayó en el olvido, y en una nota que encontramos en el archivo de Ramón, leemos:

Este primer libro tuvo la suerte de su héroe. Después de un triunfo internacional y rápido y brillante, se hunde en la oscuridad con la misma rapidez. Cuánta cosa hay detrás de él. Ruiz quitándose los guantes con lágrimas. Yo pugnando en la sombra.[11]

Muy probablemente, después de escribir Antonio Ruiz, Ramón colaboró con su madre en la redacción de algunos cuentos que fueron incluidos por la escritora en la antología Copa de horizontes. La decepción del escritor al no ser tomado en consideración cuando se publicaron dichos cuentos en 1930 bajo la autoría de su madre empezó a abrir una brecha entre los dos. Una brecha que fue haciéndose más profunda año tras año, pero que pugnaba con el amor que el hijo profesaba a su madre, por lo que renunciar a la relación con ella le fue muy difícil.

A comienzos de los años treinta, Ramón inició su colaboración con la Revista de Occidente; era muy estimado por José Ortega y Gasset, que recurría a él para traducciones difíciles del alemán al español. El gran filósofo español siempre se lo agradeció al literato y, en más de una ocasión, le envió cartas y postales comentando su traducción impecable y su amplio conocimiento de la lengua y de la cultura alemana. Entre ellas, destaca, sobre todo, la valoración que hace de dos de sus trabajos: las traducciones de Tipos psicológicos, de Carl Gustav Jung, y la del mencionado Lope de Vega y su tiempo, de Vossler. Respecto a este último, leemos en una de las cartas:

Madrid 13 marzo 1934

Sr. D. Ramón de la Serna

Mi querido amigo:

No había podido hasta estos días leer el libro de Vossler pero una vez que he podido tener el solaz, en algunos rincones del día, de entrar en su lectura no quiero que pase uno más sin comunicarle mi entusiasmo por la maravillosa traducción que ha hecho usted. Creo que es la mejor traducción de un libro alemán hecha en los últimos veinte años. […]. Me considero pues obligado a enviarle mi más entusiasta aplauso y mi gratitud como español. […].

Con un saludo afectuoso de su amigo

José Ortega y Gasset.[12]

La segunda novela que publicó Ramón fue Chao, en la editorial Araluce de Barcelona. Con gran confianza depositada en esta obra, emprendió una larga correspondencia con el sacerdote Félix García, que colaboraba con la revista Cultura y Religión, fundada en 1928 por los padres Agustinos. El «Padre Félix», como cariñosamente firmaba las numerosas cartas enviadas a Ramón, hacía de intermediario con la editorial; el sacerdote había conseguido publicar con Araluce varios trabajos y además, como puede constatarse a través de las cartas, contó con la ayuda de Ramón para traducir algunos textos del alemán al español. De este modo, aprovechando las buenas relaciones del padre con la editorial catalana, Ramón consiguió tras algunos meses publicar la novela. Fue un proyecto que le ocupó bastante tiempo; de hecho, tal como refleja la correspondencia, el escritor ya se había puesto manos a la obra en 1931. En 1932 se intensifica considerablemente el intercambio epistolar entre ambos, pues Ramón tenía urgencia en publicar su escrito, al esperar que aquello fuese su rescate literario. El padre Félix le escribió: «¡A ver si para Navidad levantamos una copa de champán por Chao, conquistador». Y pasados algunos meses le informa del paso dado:

Querido Ramón: ayer recibí carta de Araluce, en la que me decía que había recibido Chao y lo estaba leyendo con verdadero interés. Me decía también que daría las 1000 pesetas para la traducción de Jaspers. […]. Ahora espero impaciente la contestación respecto de Chao. Ya sabéis el interés que tengo en verle por esos mundos cuanto antes […].[13]

La correspondencia entre ambos se extendió largamente durante la redacción de Chao, que finalmente fue impresa en marzo de 1933. La novela fue erróneamente atribuida a Ramón Gómez de la Serna, quien le envió una postal a su tocayo para felicitarle.

Fueron años muy tormentosos. Ramón era una persona inteligente, curiosa. Manejaba perfectamente siete idiomas: español —su lengua materna—, alemán, inglés, francés, hebreo, ruso y árabe. Leía muchísimo; la literatura y la filosofía eran su fuente de inspiración. Sin embargo, no consiguió cultivar relaciones, no logró insertarse en el ambiente al que, por sus aptitudes intelectuales y creativas, habría podido tener fácil acceso. Su madre organizaba en su domicilio de la calle Goya «Los miércoles de Concha Espina», tertulias a las que acudían los intelectuales más señalados del momento, entre ellos Federico García Lorca. Luis Araujo-Costa, uno de los asistentes más asiduos, hablaba de esta convocatoria como uno de los últimos salones de Madrid: «algo muy especial, que no era “salón literario” ni “salón social”, sino todo junto o quién sabe si ninguna de las dos cosas»[14]. Ramón nunca participó en estas reuniones; su vida seguía un curso propio, una trayectoria casi paralela que compartía muy poco con su familia; recluido en su habitación, no quería ver a nadie. Era una persona muy aislada, callada, pero con una alta consideración de sí mismo y de su valor; era consciente de que merecería más. Pensaba, de hecho, que el éxito que seguía teniendo Concha Espina era inmerecido, al igual que ocurría con el de su hermano Víctor.

Gérard Lavergne, que tuvo la fortuna de conversar con Luis de la Serna, el hermano menor del escritor, así como con Gerardo Diego, afirma que Ramón era muy apreciado tanto por los intelectuales españoles como por los alemanes, dada su enorme cultura; y sigue escribiendo:

Sin embargo, no llegaba nunca a terminar sus trabajos, ni a publicarlos, ni a darse a conocer al gran público, porque llevaba al extremo su deseo de perfeccionar todo lo que emprendía. Esto hace que tal vez no sea imposible que entre madre e hijo naciera una cierta envidia de autores. […]. Gerardo Diego nos dijo que, en una entrevista que concedió Ramón, este se pasó todo el tiempo criticándoles. Sus familiares explicaban esta actitud diciendo que estaba ligeramente desequilibrado. [15]

Cuando estalló la Guerra Civil, la familia se refugió en Luzmela. Ramón, en cambio, prefirió quedarse en Madrid, con su mujer y su perro, sumergido en sus libros, en sus estudios, casi ajeno a la tragedia que se estaba desatando a su alrededor. Esta decisión preocupó mucho a su madre, que no quería que su hijo permaneciese en la capital, pero él no cedió, se quedó en la calle Goya durante toda la guerra. Su madre solo consiguió ponerse en contacto con él a través de la Cruz Roja; en el libro de Lavergne sobre Concha Espina leemos:

Comienza el calvario de la escritora. […]. Busca por todos los medios, especialmente a través de la Cruz Roja, obtener noticias de Ramón, que permanece en Madrid protegido por un pasaporte chileno. Cuando las tuvo y consiguió preguntarle si necesitaba algo, él contestó que «galletas para el perro y polvos antiparasitarios para él». Parece que no quiso aceptar nada de ella. [16]

Ramón se sumergió en la redacción de ¡Viva Asturias!, manuscrito sobre la revolución de Asturias de 1934, escrito en papel biblia y a lápiz, que permaneció inédito y guardado en el archivo personal. Le dedicó palabras de eterno agradecimiento a su mujer, que hizo una copia de la obra para que no se perdiera durante la guerra y la depositó, para recuperarla después, en la biblioteca de la Columbia University de Nueva York, según leemos en una nota encontrada en el archivo del escritor (véase p. 513 del presente volumen). Él se encerró aún más en sí mismo y adoptó con su familia una actitud bastante fría. Lavergne recoge en su libro el siguiente episodio ocurrido una vez acabada la contienda:

28 de marzo de 1939. Madrid se rinde a las tropas franquistas y don Luis se apresura a buscar a su hermano Ramón. No sabe lo que habrá sido de él. A pesar del largo tiempo que habían pasado sin verse, Ramón se limita a contestar a su «¡Hola!» y se pone a echar pestes contra... el panadero que no había traído pan para su perro. [17]

Terminada la guerra, Ramón tomó una decisión muy importante que marcaría para siempre su vida y la de su esposa, así como su futuro como escritor: en agosto de 1939 decidió abandonar España para trasladarse a Chile. Sería el hermano menor, Luis, quien le ayudaría a reanudar sus asuntos y a preparar los papeles necesarios para viajar a aquel país con su mujer, Eva, la única persona que permanecería siempre a su lado y que le animaría a seguir adelante. Aunque después se estableció en Santiago, durante largas temporadas se refugiaba en Cartagena de Chile, lugar muy apartado y solitario. Hombre decepcionado, insatisfecho, se sentía traicionado por su madre patria, que no le había brindado las oportunidades que merecía, y decidió encerrarse en un nido inaccesible a los demás.

Concha Espina definía aquel lugar como un desierto; estaba muy agradecida a Eva, que aceptaba muy sumisamente, pero sin sufrimiento, todas las decisiones de su marido, permaneciendo siempre a su lado, soportando incluso sus malos momentos. En una carta que le escribió a su nuera leemos:

Sé que el panorama es magnífico pero tan solitario que me da miedo desde aquí. Te incluyo para Ramón un recorte del diario falangista Arriba donde lo nombran, dando importancia de memoración y documento a su precioso libro Antonio Ruiz. Nada te digo de mis impaciencias por la salud del querido autor y la esperanza con que espero sus noticias.[18]

Claro está que después de la Guerra Civil, durante el período de la dictadura, si Ramón se hubiese quedado en Madrid, la novela sobre el boxeador habría podido tener éxito; la historia de un deportista español que había alcanzado altas cumbres ganando numerosos premios bien se habría podido insertar en el proyecto franquista de exaltación de la patria orgullosa de sus hijos. Pero el escritor ya no pensaba en proyectos antiguos; había cortado todos los lazos, quería olvidar todo lo que le recordaba a Madrid, España y su familia, incluso sus novelas. Aquello habría significado poner el dedo en una llaga abierta y aún sangrante; de hecho, fue una herida que nunca sanó.

Incluso Josefina de la Maza describía el nuevo enclave elegido para vivir por Ramón como un lugar que reflejaba la personalidad de su hermano: ella, que era, entre los hijos de Concha Espina, la de temperamento más suave y que sentía la angustia de no poder compartir la vida de cada día con el hermano mayor, al escribir la biografía de la madre, adoptó estas melancólicas palabras:

Por avatares de la suerte, mi hermano ocupa en su tierra natal, y en la misma ciudad de Santiago de Chile, un puesto único como él, extraordinario como él. Y nos cuenta que tiene una casa sin ruidos, rodeada de un jardín maravilloso, cuidado por uno de los jardineros mejores de América. [19]

A los pocos meses de establecerse en Chile, Ramón empezó a colaborar con la editorial Losada de Buenos Aires dedicándose a importantes traducciones: La poesía de la soledad en España, de Vossler; Cervantes, Goethe, Freud, de Thomas Mann. Publicó, además, dos interesantes artículos en la revista Occidente: «Lo inasible en Goethe», en 1949, y «Cautivo de la esperanza», que apareció en 1957 en el número homenaje a Juan Ramón Jiménez.

Durante diez años dejó sus proyectos propios; tan fuerte había sido la decepción y la desilusión por la falta de éxito en España que en ese lapso abandonó la idea de dedicarse a la escritura creativa.

En 1951 ingresó como profesor en la Universidad de Santiago de Chile. Además, gracias al éxito de sus traducciones, el Instituto de Extensión y Relaciones Universitarias le contrató para un Curso de Teoría y Práctica de la Traducción, que tenía por objeto establecer los fundamentos teóricos de esta práctica y llevar a cabo simultáneamente ejercicios prácticos. Nadie mejor que Ramón para impartirlo.

Un año más tarde, en 1952, la misma Universidad de Santiago, en colaboración con el Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales, le contrató como traductor, con el estatus de funcionario de planta, una labor que habría debido cubrir hasta enero de 1954 pero que finalizó antes al ser suprimido el cargo. El carácter nada fácil de Ramón obstaculizó e, incluso, impidió muchas relaciones tanto profesionales como personales. De su obstinación nos enteramos a través de la carta que envió al director del mencionado instituto, el señor Mario de Góngora. Las cartas nos informan del temperamento de Ramón, de la decepción profunda que le provocan las situaciones y las personas que no comprenden el trabajo que hace, la pasión con la que responde a cada cometido. Ramón se dedicaba plenamente a sus proyectos, invertía energías y toda su alma, llegaba a consumirse, trabajaba durante la noche, incansablemente, pero la verdad es que se trataba de un trabajo sumergido, escondido, que nadie veía, del que nadie se daba cuenta; y es un deber desvelarlo. Tal es la finalidad de este libro.

Porque Ramón era realmente un trabajador incansable; leía mucho, escribía muchísimo. En su archivo se guarda un gran número de artículos que no llegó a publicar; y no porque periódicos, revistas o diarios los rechazasen, sino porque no los enviaba. La perfección era su obsesión. Corrobora esta afirmación el hecho de que entre sus papeles encontramos centenares de artículos y de borradores. La escritura llegó a consumirlo; adelgazó mucho, tanto que la gente no lo reconocía; algo que percibió su amigo el periodista Gery —al que había conocido durante su etapa en Madrid—, quien, cuando volvió a verle en Chile después de algunos años, se quedó tan asombrado que escribió un artículo contando lo mucho que había cambiado.

El escritor siguió, mientras tanto, su colaboración con el periódico chileno El Mercurio, en el que aparecieron muchos artículos interesantes. Asimismo, empezó a colaborar también en el diario ABC de Madrid, un vínculo profesional que mantendría hasta 1957.

En este período, después de muchos años de estancamiento, Ramón retomó su dedicación a la escritura creativa. Pero fue otro el género que decidió abordar en esta etapa en Chile: el teatro. Llegó a escribir tres obras teatrales que, aunque tratan temas diferentes, están conectadas por la complejidad de sus controvertidos protagonistas.

El primer drama es Boves, protagonizado por el militar asturiano José Tomás Boves, quien se opuso a Simón Bolívar durante las luchas de la guerra de independencia venezolana. Boves es un personaje complejo, de múltiples facetas, que se mueve entre los dos mundos: España y América Latina. ¿No son estas también algunas de las peculiaridades de Ramón? El autor fija su atención en un personaje que hasta aquel momento había sido ignorado, cuya importancia no había sido reconocida, del que solo se señalaban los aspectos negativos; nadie se había preocupado en abordar el episodio de la independencia de Venezuela intentando llevar a cabo un análisis profundo, desde una mirada objetiva, sobre los protagonistas de esta guerra, sin dividirlos simplemente en buenos y malos; la realidad es siempre mucho más compleja.

Boves es el drama en el que Ramón más trabajó; creía mucho en sus posibilidades, y sobre todo creía obstinadamente que podía constituir la ocasión de ver su obra rescatada del olvido. Entabló correspondencia hasta con las autoridades españolas para que se estrenara (véase el apéndice), lo cual finalmente no sucedió; y ello principalmente por una razón: las dificultades de representación derivadas de los numerosos personajes que aparecían en escena y del monólogo final del protagonista, muy interesante, denso, pero demasiado largo para que un actor pudiese interpretarlo. Las largas reflexiones a las que se abandonaban los personajes dejaban perplejos a los empresarios. Vanos fueron los intentos de convencer a José Tamayo, director del Teatro Español. Sin embargo, Boves, como afirmó la hermana del autor en una carta que le envió, «es un portento»; el drama recibió palabras halagadoras, pero no llegó a estrenarse mientras Ramón vivía. Solo en 1971, en el teatro Nuestra Señora de Guadalupe de Madrid, se representarían los primeros dos actos gracias a un grupo de jóvenes actores bajo la dirección del empresario argentino Julio Vier.

El proyecto al que Ramón se dedicó después de Boves fue un ciclo de conferencias radiofónicas que tenían como hilo conductor la cultura alemana. Animado, invirtió todas sus energías en estas conferencias, que le brindaban además la posibilidad de mostrar el amplio conocimiento que tenía de ese país. Después de la lectura de las primeras cinco, surgieron algunos problemas; Ramón se quejó enérgicamente, primero ante el director del Instituto Chileno-Alemán, el conde de Raczynski, y después ante el embajador alemán, Günter Diehl, porque, según él, la última conferencia no fue tan bien promovida como las primeras; asimismo, pretendía que se respetase el orden en el que habían sido escritas, argumentando que solo así tenían sentido. Ramón no admitía réplicas, no quería someter su voluntad a exigencias ajenas, y esto hacía que siempre adoptase una actitud bastante firme e intransigente con sus interlocutores. Los textos de las conferencias muestran una cultura profunda, una mirada progresista y visionaria; al leerlos entendemos la enorme sensibilidad de su autor, su capacidad crítica, su escritura precisa e incisiva.

Explicando aquellas contrariedades, Ramón envió una carta un tanto brusca al director del Instituto:

Mi querido amigo:

No me ha llegado su carta (siempre está a tiempo de enviarme una copia). Estas líneas se refieren al caso insólito de la quinta audición («Un gigante llama a la puerta»), sobre el que nunca creí que fuera necesario volver. Y ello —en primer lugar— por ser sencillamente absurdo y total negación de la finalidad de estas audiciones que una pieza de ese calibre se haya pasado poco menos que de contrabando, sin que se haya enterado absolutamente nadie, y —en segundo lugar— por tratar del documento, no solo para la cultura alemana, sino para todos los pueblos de lenguas portuguesas y españolas, de América y Europa, a los que van dirigidas estas audiciones.

Como, en realidad, se trata de una modalidad estética nueva en el género, el orden de transmisión de las audiciones, para que no se pierda el hilo de la idea que les presta unidad, ni el ritmo de la Steigerung, tiene que ser, naturalmente, el orden en que han sido grabadas. […]

Perdone, pues, la insistencia innecesaria de este sincero y claro amigo, que de veras le admira, le respeta y le quiere, en quien usted, desde la elevación de su cultura, como alemán de estirpe, y sobre todo como hombre inteligente, puede ver un colaborador más o menos valioso, pero jamás un competidor, ni un intruso. ¡Todavía soy de los que se comportan mos maiorum, gran Raczynski!

Un cordial saludo de su muy devoto

P. S. Después de lo retrasados que estamos y después de pasar semanas en que ha sobrado espacio, me dice Eva que acaso no se transmitan seguidas las audiciones, que, encima, puede haber interrupciones en la transmisión. ¡Pero Eva debe haber entendido mal![20]

Se dedicó entonces a otro drama, Olga Chéjova, cuya protagonista era esta actriz rusa que él había conocido personalmente en el Berlín de los años veinte. Empezó a trabajar en esta obra entre 1959 y 1960. De hecho, en una carta que envió a Günter Diehl en 1960 ya hablaba de las peculiaridades de la obra: «excepto los artículos y “cosas narrativas”», como él las nombra, siente el impulso de «llevar la obra a la cinta magnetofónica». Ramón quería experimentar; la suya era una inteligencia viva, ferviente. Siempre estaba pensando en algún proyecto; su fantasía trabajaba día y noche, sin descanso; inquieto y diligente. Sus obras, por diferentes que sean, revelan su pluma y su ingenio; una escritura culta que busca constantemente la palabra más adecuada para alcanzar la perfección.

También en este caso se trata de un personaje controvertido, de doble cara. Olga Chéjova era la actriz amada por Hitler y fue en muchas ocasiones fotografiada a su lado; años después se desveló su verdadera identidad: era una espía rusa. En el drama que escribe Ramón se percibe la influencia de los expresionistas alemanes: la importancia que adquieren las luces y los contrastes de los colores, la obsesión que tiene el autor por marcar los tiempos con precisión, los cambios repentinos de escenas, las historias que se entrelazan, aunque sin ninguna relación aparente; son muchos, en definitiva, los rasgos que muestran la huella de los años alemanes.

En unas notas que Ramón guardó, casi como si fuera un diario de páginas esparcidas, afirmó ese hecho de que había conocido a la actriz rusa en la capital alemana:

Trabajaba como actriz, muy estimada por su cultura y considerada como rusa blanca; durante la segunda guerra era la amiga de más confianza de Hitler, en las grandes fiestas estaba siempre sentada a su derecha, según las fotografías de las revistas; por desgracia se ha perdido un recorte que teníamos.

Al entrar los rusos en Berlín, lo primero que hacían era buscar a Olga Chéjova, la encontraron en un refugio antiaéreo en Berlín toda sucia, la sacaron en triunfo por sus grandes servicios a Rusia como espía.

Olga Chéjova pertenece a las grandes figuras en la historia del espionaje de la última guerra. [21]

En este drama también sobresale la importancia de la relación entre madre e hija. Se trata de una mujer que no es capaz de alimentar a su hija ni cuidar de ella, una madre que abandona a su retoño; a ello se añade, además, la total ausencia del padre. Esto nos lleva a encontrar rasgos autobiográficos también en esta obra. Ramón y sus hermanos se criaron y vivieron sin la presencia de la figura paterna. Su único punto de referencia siempre había sido la madre; una mujer muy fuerte, cuya voluntad dominaba a sus hijos, que no eran capaces de rebelarse, sometidos bajo el peso de sus alas, protectoras pero asfixiantes al mismo tiempo. Para Ramón, la situación había acabado convirtiéndose en algo insoportable que le obligó a alejarse para intentar liberarse de estas circunstancias.

Al mismo tiempo, la madre que rechaza a sus hijos podría representar también a España, la patria que no le había dado al autor lo que deseaba y merecía: el éxito literario. En varias ocasiones, Ramón afirmó ser chileno en dos sentidos: por nacimiento y por elección. Al sentirse rechazado, se refugió en su patria adoptiva, Chile.

Ramón siguió escribiendo, pero ya lo hizo exclusivamente por sí mismo y por Eva, no para obtener la aclamación del público. Sus condiciones de salud empeo­raron progresivamente, así como su estado mental y psicológico. De este período son algunas notas que escribió a Eva y a través de las cuales conocemos que no dormía bien y que tenía en ocasiones dificultades para escribir: a veces le era fácil, otras no, y esto le afectaba, ya fuera para levantar su ánimo o para hundirle en la depresión más profunda.

La última obra teatral que escribió fue La noche inclinada, drama sobre la independencia de Chile cuyos protagonistas son los hermanos Carrera. Ramón se documentó muchísimos sobre ellos; entre sus papeles encontramos centenares de artículos y apuntes, y estamos seguros de que consultó muchos libros. Consiguió leer la obra en el Centro Cultural Brasileño, ante un público que llenaba la sala:

Sr. D. Pedro Orthaus, Director del Instituto de Teatro.

Querido y admirado amigo, no por llegarte con tanto retraso, por motivos de salud, es menos cordial y entusiasmada mi felicitación. ¡No imagina mi alegría!

Le envío mi obra La noche inclinada, con José Miguel Carrera como protagonista.

La reacción de la gente ha sido probada ante el público más heterogéneo, provocando una verdadera irrupción tumultuosa. Además, hubo que cerrar las puertas porque no cabía la gente. De todo ello fue testigo Orlando Rodríguez, que tuvo la generosa debilidad, en su crítica, de definir la obra «con acción genial y diálogo impresionante».

Excepto en el primer período —en el que hay viva acción, pero fue claro que tiene que ser hasta cierto punto expositivo en una obra de fundamento histórico—, tal vez se ha tenido demasiado en cuenta a las masas en algunas escenas, pero esto es inevitable hoy (y acaso siempre lo fue de modo distinto). En algunas escenas (en la montanera sobre todo) posiblemente es excesivo cierto «vocabulario» muy en boga en estos momentos.[22]

A pesar de las cartas que, como la anterior, siguió enviando al director del Instituto de Teatro, Pedro Orthaus, Ramón no consiguió estrenar este drama. Sus obras son demasiado intelectuales y, por mucho que procurase bajar el tono de su expresión, no lo conseguía; intentaba poner límites a su escritura, simplificarla y adaptarla para conectar con las exigencias del público, pero ella latía, no era posible contenerla, y estallaba. Hombre culto y refinado, no pudo cambiar su forma de ser, que no fue comprendida por sus contemporáneos.

Con La noche inclinada se apagaron tanto su vena creativa como su voluntad. Cansado, consumido en alma y cuerpo, casi irreconocible, había ido negándose toda clase de nutrición, tanto en el sentido literal como metafórico. Era un hombre que suscitaba envidia por la honda cultura que poseía, pero se hallaba totalmente aislado, solo acompañado por su mujer y sus libros. Y ni quiso ni pudo seguir adelante.

Pocos años antes de su muerte, consciente del deterioro de su salud, acudió a un notario para hacer testamento; le dejó todo a la mujer que siempre había estado a su lado. Un testamento privado nos muestra la poca confianza que tenía en el mundo que le rodeaba, lo poco que creía en la escritura a la que había dedicado toda su vida: ordenó que se destruyeran todos sus papeles, pero su esposa, Eva Cargher, no lo haría. Ramón de la Serna y Espina murió el 5 de julio de 1969. El crítico y escritor chileno Raúl Silva Castro le dedicó unas bellas palabras en las páginas de El Mercurio:

[…] En su charla hacíase notoria su cultura excepcional. ¡Cuánto más habría de lucir ella en los ensayos, en los discursos críticos, en las semblanzas que pudo acendrar! Pero el haber vivido por años tras los nombres de los insignes y enmarañados tratadistas de que se hacía versión española para la Revista de Occidente desarrolló en él uno que podríamos llamar el complejo del biombo. Se acostumbró a vivir oculto, en sordina, en la sombra, solo para servir de eco al pensar ajeno.

Delgado, pequeño, ingrávido, blanco, de finas facciones, con algo de torero por la levedad corporal, en su fisionomía sobresalían los ojos grandes, apagados por una secreta melancolía, la frente amplia, despejada, demasiado extensa para tan poco cuerpo, y la boca, provista de infinitas variaciones para expresar el asombro, la sonrisa, la duda, la curiosidad, la fe. Y así, con paso fantasmal y abstraído, discurrió por la literatura chilena, a la cual se había incorporado ya maduro, después de largos años de ausencia en España, a la vera de su madre novelista.

En El Mercurio quedan casi todos los artículos que escribió en este período final de su existencia. No muchos: no se prodigaba. Era sumamente severo en la selección de los temas, y quería poner tal precisión y sutileza en la prosa que no le era fácil completar las carillas de un escrito capaz de albergarse en la prensa. Le agradaba contemplar las cosas por todos lados, morosamente, como si el tiempo tuviese para él márgenes infinitos. Parece como que cada hombre llega a la tierra con un ritmo predeterminado, del cual es imposible —o casi— evadirse.

Y si esto es así, el ritmo de Ramón de la Serna habría sido de una lentitud increíble, como el ralentí del cine o el galopar de la pesadilla, en donde los remos del caballo se hunden en el algodonoso vacío y el jinete no avanza aunque se agite.[23]

El artículo capta la esencia de Ramón y el malestar que le había afectado durante toda su vida. Sin embargo, hay cosas imposibles de percibir para la mirada ajena; lo que la gente veía era la punta del iceberg; debajo había muchas cosas, las más importantes: su trabajo incansable, sus lecturas incesantes, el hambre nunca satisfecha de conocimiento que le devoraba y le devoró de verdad, que le consumió, dejando una cara desolada y triste en la que lucían dos grandes ojos que expresaban su sufrimiento.

De esa exigente, constante e intensa labor de escritura es testimonio el presente volumen, que hemos querido llamar, como homenaje a la personalidad del autor, La torre invisible —título de uno de los artículos aquí recogidos—. En él incluimos los ejemplos más relevantes de los distintos géneros que Ramón cultivó a lo largo de su trayectoria: Chao, su más interesante novela y podríamos decir que la única propiamente tal —pues la dedicada a Antonio Ruiz tiene, más bien, el carácter de un cuento largo—; Boves, la obra teatral en la que más confiaba y en la que más empeño puso para que fuera llevada a escena; Puente Rojo, el único cuento que escribió, si excluimos los que redactó junto a su madre, y una selección de catorce artículos periodísticos. Se trata de material en su mayor parte inédito, a excepción de la novela Chao —para la que partimos de la edición publicada por Araluce en 1933— y de algunos de los artículos. Cierra el volumen una muestra de las notas encontradas en el archivo del escritor que atestiguan la importante presencia en su vida de su mujer, Eva Cargher; notas entre las que se encuentra el único poema hallado entre sus papeles y a ella dirigido.

Este colofón quiere ser un reconocimiento a la labor de esta mujer que, tras la muerte de Ramón, regresó a España llevando consigo todos los papeles de su marido; todos: los centenares de escritos que había ido acumulando a lo largo de los años. Eva, con ocasión del estreno de Boves arriba mencionado, consignó el archivo a Alfredo Pérez de Armiñán, movida por la esperanza de que, antes o después, alguien sacara del olvido la obra de este gigante mutilado. Por fin, esperamos haber cumplido su deseo.

La torre invisible

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