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Adiós a la naturaleza

No creer en la naturaleza como una totalidad armónica y equilibrada no es una pose intelectual, ni un trastorno mental. Es una forma de ver el mundo que puede entender bien alguien que haya vivido en barrios donde se crecía con una única certeza: nada es lo que parece, todo es mentira. Este sentimiento lo he compartido muy fácilmente con amigos españoles, italianos y británicos de origen obrero, gente que no se cree nada, pero que luego se comporta ante la naturaleza de forma menos ruda que los chicos de Trainspotting –recuérdese que cuando llegan en tren hasta un páramo con una colina al fondo, uno de ellos dice: “¡Mirad la inmensidad natural, el aire puro!”, pero el otro contesta: “Todo el puto aire del mundo no cambiará las cosas”.53 En cierto modo es verdad: hay que ser idiota para creer que todo el aire del mundo puede cambiar la vida de la gente. Pero también es verdad que esa falta de confianza en el futuro de la humanidad no priva necesariamente de la sensibilidad requerida para gozar de la naturaleza, o de algo parecido a ella.54

Algunos de mis prejuicios sobre la naturaleza podrían atribuirse a la simpatía que he sentido por la filosofía materialista y ciertas variedades de marxismo.55 Puede que también suenen a historicismo, culturalismo o constructivismo, y casi a cualquier doctrina que ayuda a desnaturalizar todo lo que nos parece natural.56 Ninguna de ellas, sin embargo, explica el tono y los fines de este libro, ni mi desacuerdo con ciertas filosofías de la naturaleza. Digamos que es al revés: en cierto modo, esas doctrinas confirmaron algunas de mis tendencias. No me inspiraron desencanto, sino que reafirmaron mi carácter de­sengañado, lo cual daba cierto placer.57

La actitud antinatural hacia la naturaleza puede ser resultado de una experiencia social compartida. Ser un descreído tiene mala prensa, pero no lo hace a uno necesariamente más infeliz que aquellos que sienten amor por la madre naturaleza.58 He conocido gente que no siente gran pasión por la naturaleza, pero que la respeta mucho más que los que la veneran y también la observa con más curiosidad. Creer en la Naturaleza es peor que creer en Dios. Proclamar que Dios ha muerto ya no escandaliza a nadie. Debe de ser que no era tan difícil acostumbrarnos a vivir sin él. Pero decir que “La Naturaleza ha muerto” suena muy mal. Si para salvarnos hay que volver a creer en algo que está por encima de nosotros, es mejor ayudar a que acabe el mundo. Pueden confundirle a uno con un pesimista desalentador, y no con alguien que confía en una solución social al desastre ecológico, una solución manejada por seres humanos liberados de cualquier imagen de una autoridad no humana (luego volveremos sobre este punto).

Lo admito: me cuesta pensar que haya parajes puros, inmaculados, cosas por las que no haya pasado la mano humana. Supongo que en algún momento creí que existía la naturaleza salvaje, pero fue gracias a cuentos de la selva o películas de junglas, y no gracias a libros de geografía y de biología. Menos aún gracias a alguna estancia o un viaje en plena naturaleza. Si ahora pudiera viajar hasta zonas recónditas del planeta no creo que cambiara mucho mis ideas; de hecho, hay gente que lo ha hecho, pero a la vuelta de sus viajes son más realistas, no más idealistas.59 Siguen siendo personas alegres y les fascina este mundo, aunque tienen motivos de sobra para calificarlo como una auténtica mierda. El conocimiento mata muchas ilusiones, las deja sin porvenir, ese es el problema. Viajando no se llega a estar más cerca de la naturaleza, sino más cerca de la historia universal. Por eso tantos viajeros prefieren algo distinto al conocimiento, algún tipo de creencia, una religión de la naturaleza. He conocido grandes viajeros que carecen de esa fe, pero esa falta –no hay que confundirse– no mata su curiosidad. Al contrario, la acrecienta. Uno puede aprender mucho de ellos: no van en busca de la naturaleza, pero son capaces de descubrirte cientos de cosas sobre lo que ha pasado y está pasando en la Tierra.

Sea como sea, también lo admito: dejé de creer tan pronto y hace tanto tiempo en la existencia de “lo natural” que no consigo recordar cómo me sentía antes. Supongo que es un problema parecido a tratar de recordar cómo eran las cosas cuando se creía en algo mágico, si es que se creyó en algo así en algún momento, lo cual tampoco es mi caso. He tenido amigos que se partirían de risa con lo que acabo de decir porque –por lo visto– tuvieron una relación natural con lo natural. No se acuerdan de cuándo empezaron a pensar en el mundo natural porque vivieron en zonas urbanas pero muy pequeñas y rodeadas de grandes áreas naturales, así que apenas notaban el paso de un mundo al otro, o lo notaban pero era poca cosa: un camino de cuatro kilómetros, por ejemplo, entre granjas y campos de cultivo.

Tengo que dejar claro que he pasado muy buenos momentos en el campo, la montaña y el mar, pero no estoy seguro de que fuera por estar en contacto con la naturaleza. También tenía que ver con el hecho de que disfrutaba de un día libre o estaba de vacaciones, había ido a visitar a algún amigo o me habían prestado una casa que yo no me podía permitir. Otro sentimiento compartido con esos amigos británicos de origen obrero a los que ya he mencionado: la naturaleza nos parecía interesante porque la asociábamos con la liberación de otras cosas, con la interrupción de un desagradable ritmo de vida, pero no porque de repente nos sintiéramos conectado con algo magnificente o grandioso. Si aprendimos a percibir algún tipo de grandeza no fue después de una epifanía espontánea, sino gracias a algún amigo geólogo o botánico que nos acompañó en alguna excursión, que nos transmitió su amor y su infinito conocimiento y nos contagió su curiosidad incurable. Algunos fenómenos de la naturaleza podían despertar en nosotros asombro, extrañeza, curiosidad, pero el sentimiento de conectar con algo inmenso, la sensación de formar parte del cosmos, cuando llegó, fue algo más elaborado e imposible de producirse sin haber recibido antes un grado mínimo de educación y formación. Volver al origen no era algo tan espontáneo como parecía.60

Que la naturaleza fuera algo equilibrado y armónico nunca nos entró en la cabeza. Lo percibimos antes de saber de historia natural, de catástrofes naturales, de cataclismos o de colapsos. Quizá como algunos de nosotros estábamos ya desequilibrados, no concebíamos que pudiera existir algo equilibrado. Concebíamos el cosmos a nuestra imagen y semejanza: caótico, errático, imprevisible, malogrado. Debe ser que éramos muy antropocéntricos, aunque no nos sentíamos nada céntricos, al contrario, nos veíamos descentrados, al margen de todo, o simplemente no nos veíamos. Parecíamos incapaces de imaginar un equilibrio cósmico que excluyera el mundo social (que era el único mundo que conocíamos), mientras que la gente que amaba la naturaleza era capaz de imaginar un mundo previo a una sociedad que lo había pervertido y destruido todo. Nosotros no podíamos creer en nada, excepto en un orden social menos violento, pero ellos amaban un orden que no tenía que ver con organizarse mejor como sociedad, sino con la fantasía de la huida de una sociedad intrínsecamente nociva y una vuelta a la naturaleza.

Después de leer sobre ecología era previsible que acabara simpatizando con algunos críticos de izquierda de la madre naturaleza. No toda la izquierda era así, desde luego, sobre todo si uno cambiaba de país. Los verdes alemanes me parecían más rojos que los americanos, aunque en Estados Unidos también había verdes rojos. También prosperaba un ecologismo aparentemente de izquierdas, pero que marcaba distancias con la política o que incluso la despreciaba, como si solo contribuyera a aumentar los males de la humanidad o fuera una actividad intrínsecamente malvada. En Alemania no era nada raro suponer que la crisis ambiental poseía causas sociales y que el movimiento ecologista no se podía separar de la lucha política, pero en Estados Unidos los ambientalistas parecían verlo al revés: uno tenía más conciencia ecológica cuanto más despreciaba la política tradicional. Yo era reacio a cualquier discurso espiritual sobre la naturaleza, porque era ateo a la europea, o sea, ateo resentido, y muchos discursos de reencuentro con la naturaleza me sonaban beatos aun cuando los ecologistas, como buenos estadounidenses, vivían y expresaban sus creencias de una forma campechana y poco autoritaria. Estaba estudiando ya la historia de cultos y sectas desde la época de Emerson a los hippies, pasando por Whitman, y mucha sociología de la religión, por lo que aquella puesta en escena tan espontánea del culto a la naturaleza no me cuadraba. Me parecía otra evasión de la política, así de claro. Pero como cuando uno dice eso es tachado de filisteo, disimulaba y me limitaba a tomar más datos y a observar más de cerca.

Cuando me di cuenta de que era demasiado ateo para un país así, encontré algo de consuelo en amigos socialistas judíos completamente ateos, y en una corriente de pensamiento con la que siempre me habían asociado mis colegas marxistas españoles: el anarquismo; algo absurdo, porque yo conocía poco a los anarquistas del siglo xix.61 En cambio, sí había leído a uno del siglo xx por este asunto de la madre naturaleza: Murray Bookchin. Oí hablar de su filosofía social después de visitar, por casualidad, una estación ecológica de una cooperativa en el norte de Alemania, cerca de Bremen, creo. Los españoles tratamos de hacer una tortilla que quedó espantosa, pero ese no fue el problema. Lo preocupante era que no parecíamos estar a la altura de su naturalismo. Tampoco estábamos seguros de si era una comuna, pero había indicios y no sabíamos ni movernos por la casa, porque nos habían enseñado que en casa ajena hay que estarse quieto y comportarse educadamente. Ni sabíamos cómo reaccionar cuando las mujeres eructaban o emitían ventosidades. Yo trataba de hacer todo lo mejor posible cuando me mandaban a verter basura orgánica a un montón gigante de compost negro por el que se deslizaban babosas del tamaño de una anguila. En cualquier caso, como Chernóbil reventó justo aquel año, en abril de 1986, aquella visita y otras a centros sociales me ayudaron a concienciarme de la gravedad del asunto medioambiental. Estaban bien informados y muy pendientes de la nube tóxica que se había deslizado por el norte de Europa, porque la lluvia podía estar filtrando contaminación en los terrenos de pasto, así que nadie comía lácteos (bueno, los españoles sí, porque no creíamos que aquello fuera tan grave y como andábamos mal de dinero nos comíamos todos los yogures y quesos que algunos ecologistas dejaban intactos los domingos en el centro de juventud donde parábamos, cerca de Hannover).

Cuando volví a Estados Unidos, los ecologistas me parecían diferentes, parecían más alegres y cálidos, aunque no tenía especial mérito porque allí todo el mundo es así, también los fascistas y los racistas. Entre ellos reinaba un espíritu puritano más jovial que el germánico, sobre todo los que mezclaban sus credos ecológicos con la tradición del cristianismo reformista. No eran creyentes –decían– ni pertenecían a ninguna iglesia, pero transmitían un tipo de esperanza que a mí me intranquilizaba. Me relajaba más en otros ambientes, entre marxistas de granja que podían haber tenido un pasado hippie, pero no hacían gala de él porque el panorama había cambiado mucho desde los años sesenta y setenta (a veces su pasado se dejaba entrever en los tatuajes de sus cuerpos, en el estilo de sus casas y en la laxitud de sus hábitos). Acostumbrarse a lo ecológico costaba, pero no porque se siguieran fórmulas ecologistas muy severas, sino porque uno venía de un mundo donde lo sano se asociaba con lo limpio, lo brillante y lo bien formado, y no con tomates amorfos de colores apagados, o con calabazas pálidas poco regulares. Hoy, por cierto, la industria de lo verde sabe imitar esa clase de “naturalidad”, y te cobra la fruta irregular producida regularmente mucho más cara; pero entonces, cuando yo los vi, los tomates estadounidenses eran irregulares por naturaleza. En Alemania me había impresionado el grado de organización de las cooperativas ecologistas. En Estados Unidos me impresionó menos, no porque estuvieran peor organizados, sino quizá porque su sistema era menos explícito y se evitaban sesiones de adoctrinamiento –si así son algunos marxistas, pensé entonces, cómo serán algunos anarquistas. Luego entendí que se adoctrinaba igualmente, solo que usando métodos más afectuosos.

Durante aquellos años no percibía ni presentía lo que luego se llamó “verdificación”. No se me pasaba por la cabeza que la creación de zonas verdes en un barrio disparara el mercado inmobiliario, atrajera a clases pudientes y la subida de precios acabara echando de la zona a las clases menos favorecidas.62 Aunque la gentrificación ya estaba en marcha, me llamaba más la atención la incipiente industria del turismo rural. Los amigos de la estación ecologista alemana, sin embargo, estaban mucho más preocupados por vertidos ilegales a ríos, lluvia ácida, deforestación, filtraciones de contaminantes, aditivos alimentarios, pesticidas agrícolas y energía nuclear.63

Un año después del desastre de Chernóbil, en 1987, me llegó la noticia de que Murray Bookchin había asistido a un congreso de los verdes de Estados Unidos en Hampshire College, en Amherst (Massachusetts), que tuvo mucha repercusión en la prensa porque asistieron unos dos mil activistas de 42 estados, radicales involucrados en políticas municipalistas y en organizaciones sindicalistas (en el congreso, obviamente, también se habló y discutió de imperialismo, racismo, feminismo y economía). Me contaron que durante aquel congreso surgió un debate que empujó a Bookchin a escribir Rehacer la sociedad. Senderos hacia un futuro verde ([1990] 2012a). Durante las sesiones del congreso –dijo luego el propio Bookchin– surgieron unas posturas que “podrían parecer excepcionalmente estadounidenses, pero que creo que ya han surgido o surgirán en los movimientos verdes, y quizá en los movimientos radicales en general fuera de los Estados Unidos” (p. 18). Pero ¿cuáles fueron exactamente esas posturas que alarmaron tanto al viejo Bookchin? ¿Qué queda de ellas treinta años después y cómo se han ido transformando conforme el desastre ambiental se ha agravado y globalizado?64

Según contó Bookchin, la propuesta de un joven ecologista sano y robusto de California consistió en defender la necesidad de “obedecer” las “leyes de la naturaleza”, o sea, la obligación de “subyugarse humildemente a los mandatos de la naturaleza”. No es raro que esa forma de expresarse inquietara a un espíritu libertario como el de Bookchin. Después de predicar tantos años contra todo tipo de subyugación (de unos humanos por otros), no parecía razonable fomentar otro tipo de sometimiento (la de los humanos a algo no humano). La primera respuesta de Bookchin fue clara: ese discurso ecológico no era tan distinto al de científicos, técnicos, empresarios, industriales y políticos “antiecológicos” según los cuales la naturaleza debe “obedecer” los mandatos humanos y sus leyes deben usarse para subyugarla. Para estos la naturaleza debe ser dominada por el hombre, para el joven de California el hombre debía ser dominado por la naturaleza, pero las dos visiones –decía Bookchin – “tenían algo básico en común: compartían el vocabulario de la dominación y la sujeción. Ambos puntos de vista sirven para enfrentar al ser humano contra la naturaleza, ya sea pintándolo como plaga o como amo” (p. 26). Cuando Bookchin preguntó al californiano cuál creía que era la causa de la crisis ecológica, y el joven dijo que los responsables eran los seres humanos, “la gente”. Bookchin le preguntó si de verdad creía que “la gente” y no las multinacionales, la agroindustria, las élites y los estados eran los causantes de tantos desequilibrios ecológicos. Entonces el joven le dio la vuelta al argumento de Murray: todo el mundo, incluidos los grupos oprimidos y explotados, todos, contribuyen a la sobreexplotación y la contaminación, todos devoran recursos, todos son codiciosos, “y por eso existen las corporaciones, para darle a la gente las cosas que quiere”. Bookchin se quedó a cuadros, pero no pudo discutir más con el ecologista porque este cortó la conversación y se puso a jugar al voleibol. Murray tenía sesenta y seis años y lo mismo ya no le apetecía ponerse a jugar al voleibol, así que acabó escribiendo y desarrollando más su crítica. El argumento del joven sano y deportista era curioso, era como decir que el capitalismo saca lo peor de la gente, su deseo desenfrenado, aunque no estaba claro si creía que en la gente también hay algo bueno que pueda compensar la insaciable voracidad. Quizá todo aquello era propio de la vida californiana, pero no lo parecía. Ese discurso ecológico se estaba poniendo de moda: Bookchin ya se había desesperado años antes, cuando descubrió que el ambientalismo catastrofista llegaba incluso al Museo de Historia Natural de Nueva York:

Al público se le exponía una larga serie de presentaciones, cada una con ejemplos de contaminación y alteraciones ecológicas […] y se terminaba con una instalación con un cartel asombroso: ‘El animal más peligroso de la Tierra’, que consistía en un espejo gigantesco que reflejaba al visitante humano que se paraba ante él. Recuerdo claramente a un chico negro parado ante el espejo mientras un profesor blanco trataba de explicarle el mensaje que esta arrogante exposición intentaba expresar. No había paneles con consejos de administración de las corporaciones planeando deforestar una montaña, o con funcionarios del gobierno actuando en complicidad con ellos. La exposición expresaba principalmente un único mensaje, básicamente misantrópico: la gente como tal, no una sociedad rapaz y sus ricos beneficiarios, es responsable de las perturbaciones ambientales (p. 33).65

Gracias a la abstracción de una humanidad devoradora –por tanto– quedaba oculto lo más importante: la relación entre medioambiente y relaciones sociales. Si la humanidad en su conjunto (sin distinciones) es la responsable última de los trastornos ambientales, entonces “estos dejan de ser resultados de trastornos sociales” (p. 19). O sea, las hambrunas y la pobreza no serían consecuencia de las injusticias creadas por un orden económico, sino medidas naturales de regulación, correcciones que la naturaleza impone a los seres humanos para mantener su propio equilibrio; no serían consecuencia de la explotación de recursos y de seres humanos, sino efectos de la inclemente naturaleza contra los excesos de la especie. La preocupación de Bookchin era esa: concebirse como especie puede servir para dejar de verse como seres históricos y sociales. El ecologismo no hace entender, e incluso puede impedirlo, que las hambrunas tienen que ver con intereses económicos (por ejemplo, los que obligaban a poblaciones a plantar algodón en vez de grano).

Bookchin sonaba un tanto desesperado, pero más aún cuando se dio cuenta de la influencia creciente de la llamada “ecología profunda” que el escalador y activista Arne Naess había fundado en 1973 (inspirándose en los principios ambientalistas de Rachel Carson) y a la que en 1985 Bill Deval y George Sessions habían dado un nuevo desarrollo. Defendían el llamado “igualitarismo biosférico” según el cual los seres humanos no tienen mayor derecho a la vida que los organismos no humanos, una ideología curiosa porque de llevarla adelante podía empujar no solo a ignorar las necesidades humanas sino incluso a justificar la eliminación de seres humanos (muerto el perro, se acabaron las pulgas). Cuando estos ecologistas promovían la experiencia solitaria de comunión con la naturaleza, pues, no lo hacían por lo mismo que mis conocidos, que también se perdían en bosques a solas pero no se veían a sí mismos como los nuevos primitivos ni se vestían con ropa de camuflaje e intentaban vivir solo de lo que cazaban con un arco. Durante algunas de las excursiones que disfruté con amantes de la naturaleza me encontré de todo: algunos parecían piadosos puritanos que habían sustituido el órgano de la iglesia por el sonido de las cascadas. Solo hablaban del respeto a la Madre Tierra y de que el mundo natural era sagrado. Cualquier alusión al modo de producción capitalista parecía contaminar los buenos sentimientos que inspiraban las montañas. Otros daban mucho más miedo: sus impresionantes atuendos de explorador me resultaban similares a los del paramilitarismo. Quizá me equivocaba: la ropa de montaña era barata y accesible y estaba al alcance de todas las ideologías. Pero empecé a desconfiar de caminantes muy avezados, que sabían cómo encender fuego o seguir rastros de animales. A mí no me parecían puros, buenos y sencillos como los indios que vivieron en armonía con su entorno y que ellos mentaban como modelo ecológico, sino ecologistas supremacistas. Me recordaban más bien a buscadores de recompensas o a tratantes de indios que había visto en películas, aunque los propios ecologistas se montaban una película mejor y se veían como los pobladores de un nuevo Pleistoceno. En la mayoría de las marchas me mordí la lengua. Bookchin no lo hizo. La ecología profunda, dijo,

fue engendrada por gente acomodada, criada con una dieta espiritual de cultos orientales mezclada con fantasías de Hol­lywood y de Disneyland. La mente estadounidense es ya lo suficientemente amorfa sin la carga de mitos ‘biocéntricos’ provenientes de una creencia budista y taoísta en una ‘unidad’ tan cósmica que los seres humanos con toda su peculiaridad son disueltos en una forma de ‘igualdad biocéntrica’ omnicomprensiva (p. 21).66

El pensamiento ecológico –añadía– no se enriquece mezclando religiones orientales tan dispares como el taoísmo y el cristianismo, pero tampoco mezclando filosofías tan distintas como el panteísmo de Spinoza y la metafísica de un simpatizante del nazismo como Heideg­ger. Declarar, como el pontífice Naess, que los principios básicos de la ecología profunda son religiosos o filosóficos “es llegar a una conclusión notable solo por la ausencia de una referencia a la teoría social” (p. 22).67 Bookchin nunca había negado la necesidad de políticas conservacionistas, pero apostaba por una ecología menos filosófica y religiosa y mucho más apoyada en la teoría social.68

Tenía razones de sobra para poner el grito en el cielo. Antes del congreso ecologista de 1987, los grupos asociados a la revista Earth First! ya venían no solo promoviendo acciones contra las madereras y las grandes obras hidráulicas, sino que predicaban a favor de una política conservacionista radical que protegiera el Oeste americano de la presencia humana. La cosa no quedaba ahí, porque el fundador, David Foreman, afirmaba sin tapujos que para devolverle a la naturaleza sus derechos había que privar de derechos a muchos seres humanos. La clave de todo, dijo, era reducir la población humana, un problema que las grandes hambrunas y epidemias como la de la malaria, podían ayudar a solucionar, llevándose por delante a poblaciones en África (por ejemplo, en Etiopía). “Lo mejor sería dejar que la naturaleza busque su propio equilibro, dejando que la gente de allí se muera de hambre”. Ese mismo año, en mayo, Earth First! también publicó otro delicioso trabajo de Christopher Manes, bajo el pseudónimo de Miss Anne Trophy, donde decía que si la epidemia del sida no existiera, los ecologistas tendrían que inventar una. Lo ideal sería que algún patógeno acabara con el 80% de la población. O más exactamente: Mannes comparó el sida con la peste negra, y calculó que si llegaba a afectar a un tercio de la población mundial, daría un alivio inmediato a la vida salvaje en el planeta. Igual que la peste negra contribuyó a la caída del feudalismo, el sida podía poner fin al industrialismo, principal causa de la crisis ambiental.69 En noviembre Foreman volvió a declarar lo mismo: “La malaria y los mosquitos no son enfermedades ni plagas, no son manifestaciones malignas que deben ser eliminadas, sino “componentes vitales y necesarios de una compleja y vibrante biosfera […]. El sufrimiento humano derivado de la sequía y el hambre en Etiopía es una desgracia, sí, es cierto, pero la destrucción de otras criaturas y su hábitat es aún más desafortunada” (citado por Biehl, 2017: 546). La vida humana –añadía– no tiene intrínsecamente más valor que la vida de un oso grizzly; de hecho, la de un oso es más valiosa porque hay muchos menos osos pardos que humanos, y la preservación de la diversidad natural es más importante que cualquier problema humano. Un año después, en 1988, los ecologistas profundos no se anduvieron con rodeos y declararon abiertamente que estaban en contra de la civilización occidental, el humanismo y la racionalidad. Como recuerda Biehl (2017), Kirkpatrick Sale llegó a decir que no les importaban cuáles eran “los nimios arreglos políticos y sociales” que habían llevado a la crisis ecológica, ni las terribles consecuencias que las estructuras económicas tuvieran en determinadas naciones, etnias, grupos e individuos. Toda la humanidad era responsable, en su conjunto, sin distinción. No se podía perdonar a nadie porque ocupara una posición desfavorable en la escala económica. Lo único que importaba era revertir la historia, dejar de actuar sobre la naturaleza o actuar lo mínimo, no tratar de administrarla, gestionarla, ni siquiera cuidarla, sino solo venerarla “primando la intuición y la espiritualidad sobre la razón” (p. 551).70

Bookchin arremetió contra todo este tipo de ideas de un modo vehemente, beligerante, y sus críticas trajeron consecuencias.71 La corrección política empezaba a imperar en Estados Unidos y muchos trataron de despistar la atención denunciando sus formas, que a mí me parecían demasiado educadas teniendo en cuenta que los ecologistas profundos me parecían fascistas. Llamó a Foreman “montañero machista y patentemente antihumanista” y “ecodespiadado” (ecobrutalist), y a los seguidores de Earth First! racistas, supremacistas, machos chulescos, una especie de reaccionarios disfrazados de Daniel Boone. Creo que Bookchin se quedó corto y me sorprendió descubrir que cuando algunos de sus estudiantes le decían que Foreman era en el fondo un hombre estupendo, lleno de buenas intenciones, solo les dijera que podría ser una persona encantadora, pero que aun así su ideología era despreciable. Yo habría dicho al estudiante que su ideología ecológica era más peligrosa justamente por eso, porque resultaba una persona encantadora. Andy Price ha afirmado que la invectiva de Bookchin fue algo dura, pero ¿por qué debería haber sido más suave? ¿Qué más tenían que decir los ecologistas para tacharlos de locos? Los amigos de Foreman lo mismo también eran gente encantadora, pero proponían cosas espantosas. Foreman llegó a afirmar que la protección del medioambiente requería restringir la afluencia de inmigración latina (porque su afluencia no arreglaba los problemas de Latinoamérica, pero aumentaba la explotación de los recursos naturales de Estados Unidos, causaba más destrucción de zonas naturales y aumentaba la contaminación del agua y del aire)72, pero su colega el novelista Edward Abbey no se andaba con rodeos, defendía el origen centroeuropeo de Estados Unidos y predicaba abiertamente contra la presencia de latinos en Estados Unidos (sobre todo los mexicanos, a quienes tildaba de muertos de hambre, ignorantes, incultos, pobres y miserables moralmente).73 ¿Había que ser más comedido de lo que lo fue Bookchin?

El problema de las críticas de Bookchin no es que fueran encendidas, el problema es que iban al meollo del asunto y no solo concernían a los ecologistas reaccionarios, sino a buena parte de una población de mentalidad liberal que no estaba dispuesta a tolerar una nueva ola de izquierdismo y que para evitarlo sabía sacar partido de la corrección política. La ecología profunda no era el único obstáculo para una ecología social. El ecologismo liberal –dijo el propio Bookchin– también operaba como un bálsamo para tranquilizar la mala conciencia tanto de las empresas y sus abogados como de los funcionarios de administraciones públicas dedicadas al medioambiente. La ética que rige a estos grupos –dijo Bookchin– es la ética del mal menor y no la ética de un bien mayor: “un inmenso bosque es ‘compensado’ por un pequeño grupo de árboles, y un gran humedal por un pequeño santuario silvestre, supuestamente ‘mejorado’” (p. 24). De poco sirven esas políticas de compensación o de embellecimiento dentro de una economía del “crece o muere” que arrasa imparablemente con todo. Bookchin se esforzó mucho desde los ochenta tratando de demostrar que todos los problemas ecológicos son problemas sociales:

Que los problemas que enfrentan a la sociedad y la naturaleza emergen desde dentro del desarrollo social mismo –y no entre la sociedad y la naturaleza. Es decir, las divisiones entre sociedad y naturaleza tienen sus raíces más profundas en las divisiones al interior del dominio social, conflictos firmemente establecidos entre humanos y humanos […] oscurecidos por el uso vago de la palabra ‘humanidad’ (pp. 41-42).

La culpa de la crisis ecológica, pues, no la tenía la humanidad, sino un modo de producción concreto: el capitalismo industrial. Y si ese desastre tenía solución sería gracias a la humanidad, no a pesar de ella. Este argumento general era bastante más provocador que insultar a unos descerebrados ecologistas, o que otros argumentos más concretos contra el biocentrismo.74 Atribuir los desastres humanos y naturales a las multinacionales y a la economía desenfrenada y descontrolada era un argumento molesto para muchos otros sectores además de los ecologistas radicales. Para estos, los pobres eran igual de culpables que los ricos de que la madre Tierra se destruyera, pero para Bookchin la solución de problemas ambientales y la protección de la naturaleza eran inseparables de los problemas sociales y la protección de los más desfavorecidos. Bookchin se negaba, además, a concebir la relación entre naturaleza y humanidad en términos de dominio. Criticaba a los ambientalistas que querían someter a la humanidad a los supuestos dictados de la naturaleza y al hacerlo era acusado de volver a poner a la naturaleza bajo el dominio de la humanidad, cuando lo que verdaderamente defendía era un modo de organización no basado en ningún tipo de dominio, ni en uno biocéntrico ni en uno homocéntrico. Se negaba a tachar a la tecnología humana de maléfica o de intrínsecamente nociva, no echaba pestes de la civilización, ni de la historia de la humanidad. Denigrar a la humanidad, decía, era una forma de huir de los problemas que ella creaba, no una forma de afrontarlos.

Lo cierto es que a Bookchin le pasó factura arremeter contra la ecología profunda. Los verdes le acusaron de compincharse con los American Greenreds para dar un golpe y controlar el partido Verde.75 Pero Bookchin mantenía la distancia con los marxistas y con la política de partidos.76 De hecho, la organización izquierdista verde que acabó creando (Left Green Network) no se basaba solo en una ecología social, sino en un municipalismo libertario “que no tenía nada que ver con el socialismo como instrumento de dominación estatal”. Bookchin también animó a todos los anarquistas del país a unirse a ella, pero reforzando esa ala anarquista del movimiento verde no pudo impedir lo que menos deseaba, que se convirtiera en un partido tradicional. Desde 1988, algunos de sus seguidores empezaron a manifestar su descontento. Uno de ellos le pidió moderación y otro, un taoísta, prácticamente le dijo que fuera más abierto, que todas las ideas tenían algo de verdad, que la ecología profunda también era válida y que la ecología social debería quedar subsumida bajo la ecología profunda. En el propio Instituto para la Ecología Social también empezaron a pedirle que no usara tanto el término “izquierda” porque podía alejar a la gente del movimiento verde (Biehl, 2017: 554). De algún modo, Bookchin quedó varado entre dos tendencias: una convertía la ecología en una doctrina con la que hacer política de partidos; la otra, la usaba como una ideología moralizante para desplazar a la vieja política de izquierdas.

Lo que me llamó más la atención de todo esto solo lo entendí después. Bookchin no solo arremetía con argumentos políticos contra los ecologistas, sino también con una filosofía de la naturaleza que quedaba en segundo plano durante tan encendidos debates, pero que estaba ahí. La había planteado en varios libros de los sesenta y los setenta,77 pero luego la reformuló en Rehacer la sociedad. Senderos para un futuro verde y, sobre todo, en The Politics of Cosmology, donde trató de resumir los principios del naturalismo dialéctico que quiso difundir entre los verdes de Burlington desde principios de los noventa. A mí me bastaba el Bookchin reactivo, pero este otro era más idealista y romántico. Era como si contando de cierta forma la historia de la humanidad y su relación con la naturaleza, forjando una imagen donde la sociedad y la naturaleza forman un continuo, pudiera convencer a algunos de que sus principios políticos estaban basados en hechos y no solo en ideologías. Bookchin afirmaba, por ejemplo, que el equilibrio y la armonía en la naturaleza solo se obtienen por medio de la diferenciación. Si la acción de la sociedad industrial reduce la variedad natural, decía, entonces se destruye la fuerza que fomenta la unidad y la estabilidad. La ecología –decía– muestra que la naturaleza no puede interpretarse de ninguna forma jerárquica la diversidad y el desarrollo espontáneo son fines en sí mismos,78 y deben ser respetados por sí mismos, un lema que tiene su equivalente político en el municipalismo libertario, claro: el equilibrio social solo se puede obtener sobre la base de la diversidad, o sea, respetando a una multitud de comunidades espontaneas y descentralizadas. Los detalles nos llevarían muy lejos, pero no voy a entrar en ellos; se pueden seguir muy bien en la estupenda exposición de la filosofía de la naturaleza de Bookchin que ha presentado Andy Price (2012) en los cuatro primeros capítulos de su libro Recovering Bookchin.

De algunas discusiones que mantuve sobre esta filosofía de la naturaleza salí mal parado, porque a mí me parecía que era el anarquismo el que conformaba su imagen de la naturaleza y no sus principios ecológicos los que conducían al anarquismo. Pero sus seguidores no querían verlo así y me criticaban por no admitir ciertos datos que Bookchin aportaba sobre historia natural. De algún modo, yo no era capaz de ser tan dialéctico, o me negaba a serlo porque no veía claro que la ecología social tuviera que dar una definición alternativa de los términos que usaba la ecología profunda (sobre todo el concepto de diversidad). A mí me parecía peligroso decir que lo que une a la sociedad con la naturaleza en un “continuo evolutivo graduado” –decía Bookchin– es el alto grado con el que los seres humanos “que vivieran en una sociedad racional ecológicamente orientada podrían encarnar la creatividad de la naturaleza, en contraste con un criterio puramente adaptativo de éxito evolutivo. Los grandes logros del pensamiento, el arte, la ciencia y la tecnología humanos no solo sirven para monumentalizar la cultura, sirven para monumentalizar la evolución natural misma”. Tampoco me parecía adecuado afirmar que los humanos no son una amenaza para la Tierra, que pueden expresar “los mejores potenciales creativos de la naturaleza”, o que cuando son capaces de alterar racionalmente sus ambientes son una “extensión de una naturaleza plenamente autoconsciente” (2012a: 45). ¿Por qué desconfiaba de esta filosofía de la naturaleza? Es difícil de explicar, pero creo que mis reservas para aceptar la filosofía de la naturaleza de Bookchin no eran muy distintas a las que tenía para aceptar las de otros filósofos de Estados Unidos a los que había dedicado tiempo (sobre todo, John Dewey). Yo pensaba que se podía hacer ecología social sin ningún tipo de naturalismo dialéctico, e incluso que era más conveniente. Bookchin decía que las imágenes espiritualmente atractivas de la naturaleza podían ser ecológicamente engañosas y que el rechazo a la política y la tecnología eran parte del problema de la crisis ecológica y no su solución, pero yo pensaba que su propia filosofía de la naturaleza podía propiciar alguna confusión y no era necesaria para defender esas dos ideas, ni muchas otras igual de razonables.79 Me bastaba ver las consecuencias políticas negativas de las ecologías reaccionarias y también de las edificantes ecologías liberales, nada más. Y para verlas no necesitaba tener una idea más elaborada de la historia natural.80

ecología y anarquía

Según la fábula de Bookchin, en el mundo natural todo interactúa entre sí y todo se va haciendo más complejo. Las dos palabras clave de su cosmología son “variedad” y “espontaneidad”. Según el abuelo de la ecología social, la historia humana también genera formas de vida cada vez más diversas y complejas, siempre y cuando exista la suficiente libertad, claro. Esa es la otra palabra clave: “libertad”. Cuando los individuos disfrutan de ella –decía Bookchin– sus formas de ordenación política son más naturales, sus instituciones menos represivas. Los anarquistas no son enemigos de la organización, sino de la organización no espontánea. Tampoco son reacios a la unidad social, sino a la uniformidad social y a la centralización del Estado. Como la propia naturaleza, parece ser que una sociedad humana diferenciada y variable también da lugar a una totalidad armoniosa.81 Este tipo de mensajes no me atraían, como ya he dicho, quizá por razones de temperamento, aunque no creo que sea solo por eso. Por anarquista que fuera, Murray Bookchin aún admitía algún tipo de dialéctica que a mí me parecía problemática, innecesaria: ¿no es posible desarrollar una política verde radical, una ecología política, sin una concepción del cosmos?, ¿no es viable adoptar modos de producción alternativos al capitalista sin una filosofía de la naturaleza? Creo que se lo dije así a su hija Debbie durante un paseo, muchos años después, pero cuando me pidió más explicaciones no supe qué decir, o sí lo supe pero la clase de explicación que se me vino a la cabeza me pareció irrelevante. ¿Será que quienes no hemos pasado el suficiente tiempo en la naturaleza no podemos llegar a desarrollar sufi­ciente amor por ella? O quizá es lo contrario, no se trata de sentimientos: lo mismo carecemos de una facultad superior racional necesaria para conectar de un modo especial con el cosmos.

Lo curioso de todo es que no sé cómo diablos evolucionó la conversación, pero de repente estábamos hablando de lo desagradable que fue Debord con los anarquistas estadounidenses. Supongo que el asunto surgió porque Debbie observó que yo estaba estudiando unos libros sobre el urbanismo unitario y la Nueva Babilonia de Constant. Siempre he creído que el desencuentro entre Bookchin y Debord tenía que ver, sobre todo, con la cuestión de la ecología. Debbie recordaba el encuentro en París de su padre con Raoul Vaneigem y Guy Debord y, sobre todo, la carta de finales de 1967 en la que Debord ponía a parir a Murray por defender en Nueva York a Ben Morea (un pintor anarquista al que tachaba de patético) y al místico Allan Hoffman, el activista hippie al que Debord no soportaba. La relación de Murray con Hoffman era curiosa porque aunque el viejo no era nada amante de las filosofías místicas y orientales (ya lo hemos visto arriba), con Hoffman las cosas fueron distintas. Su espiritualismo y pacifismo no impidieron que Murray colaborara con él, por lo menos hasta que Hoffman se fue al campo, a la famosa comuna de Cold Mountain Farm que acabó siendo un desastre. Creo que fue durante el periodo en el que perdieron el contacto cuando Murray conoció a los situacionistas. Cuando Hoffman dejó la granja y trabajó de nuevo con Murray, este le descubrió obras de Vaneigem y Hoffman intentó desarrollar sus propias ideas sobre la revolución como la liberación de la vida cotidiana. Sin embargo, cuando Vaneigem visitó Nueva York, mandó al carajo a Hoffman, le tachó de espiritualista y le dijo que no había entendido nada del situacionismo. Vaneigem también dio esquinazo a Morea en aquella ocasión que, cabreado, escribió a Debord protestando. Debord, más cabreado aún, confirmó la excomunión de los anarcoamericanos de la internacional situacionista. Murray intentó defender a los suyos frente a Debord, pero acabó recibiendo otra bonita carta –aquella de la que hablaba Debbie– en la que tachaba a Murray de “cretino confusionista” y de “escupitajo de la asquerosa sopa comunitaria”.82 Este debate lo conocen otros y otras mucho mejor que yo, así que no voy a entrar más en él. Lo único que diré es que cuando se plantea echo de menos referencias al tema ecológico. Quizá el problema de fondo tenía que ver con dos formas de entender el urbanismo, le dije a Debbie. Su padre defendía una recuperación y reorganización radical de entornos sociales (barrios, comunidades, distritos, provincias), pero para el situacionismo eso no era suficiente porque sonaba a más de lo mismo, a reformismo disfrazado de anarcoecologismo. La geografía política del situacionismo no se basa en la reorganización del espacio, sino en algo más radical. El programa de Murray inspiraba federaciones de comunidades estables y autogestionadas. La ecología social no es un nomadismo. Como dice Biehl, Bookchin ofrecía un programa, el ecodescentralismo, mientras que “los situacionistas eran bastante más efímeros: dar paseos sin destino […] llevar el arte al tejido de la vida cotidiana, y crear ‘situaciones’ efímeras y ‘actos disruptivos’ tales como ocupaciones de edificios, manifestaciones callejeras, guerrilla teatral y grafitis. Este tipo de détournements, transformarían la vida momentáneamente, aunque no lo hicieran de manera duradera” (p. 227).83

Durante el encuentro en París los situacionistas habían calificado a Bookchin no solo de pequeño burgués y de retrógrado. También se habían mofado de su insistencia en la importancia de la ecología y se burlaban de él llamándole “Oso Smokey” (la mascota de los guardabosques estadounidenses). Se equivocaban. Bookchin tenía razón en muchos puntos, pero no por tener una filosofía de la naturaleza, sino porque vivía en el corazón del sistema capitalista y veía venir problemas que los situacionistas no lograban diagnosticar desde una forma más lírica pero demasiado abstracta. Dicen que a Bookchin le fastidiaba el lado literario y estético de los franceses, pero eso no era lo más importante. Tampoco soportaba el lado estridente de los poetas activistas de Nueva York. Era igual de gruñón con los jóvenes californianos que con los parisinos. Quizá lo que realmente chocaban eran dos formas distintas de percibir la relación entre vida social y naturaleza. Debord temía que la vida cotidiana dejara de ser un espacio libertario y se convirtiera en otro campo de la sociedad del espectáculo (como de hecho acabó ocurriendo), mientras que Bookchin tenía claro que el amor a la naturaleza y la ecología reformista no eran suficientes para frenar una ola de destrucción medioambiental y social de proporciones descomunales.

En “Teoría de la deriva” (1958) Debord insinuaba que aunque la ecología proporcionaba datos útiles a la psicogeografía (muchas veces mediante mapas y gráficos), tenía una visión muy limitada del espacio social. Servía para revelar diferenciaciones del territorio (igual que la geografía), pero demasiado estáticas en comparación con las de la psicogeografía.84 En un inédito de 1959 recogido en Ouvres (2006: 457-462), Debord hablaba más explícitamente de la relación entre psicogeografía y ecología. La ecología –decía– “parte del punto de vista de la población fija en su vecindario” y se concentra en la mejora de servicios y en la satisfacción de las necesidades utilitarias de los habitantes de un área.85 “La ecología ignora y la psicogeografía subraya”, añadía, la yuxtaposición de diferentes poblaciones en un mismo área, pues desgraciadamente muchas veces solo una parte de los habitantes es la que domina el ambiente de una zona (el distrito de Saint-Germain-des-Prés en los cincuenta le parecía un ejemplo de esto, con una población de hogares sin contacto con el ambiente burgués que parecía definir el barrio y que atrajo al turismo). La ecología “estudia una realidad urbana dada, y deduce de ello reformas necesarias para armonizar el entorno social existente”. La psicogeografía, en cambio, intenta modificar más radicalmente el entorno. La transformación de las llamadas “condiciones de vida” exige bastante más que la gestión de la habitabilidad. La psicogeografía no toma como foco de atención la reforma del hábitat ni una mejor acomodación al espacio dado, sino los deseos, las “realidades subconscientes” que sugieren, evocan y pueden llegar a producir otro espacio; disocia el ambiente de la habitabilidad, afirma Debord. O sigue pensando en la habitabilidad, si se quiere decir así, pero de otra forma, sin supeditarla a ningún tipo de territorialidad y entendiéndola más como una táctica efímera que como una planificación a largo o incluso a corto plazo. No tengo claro en qué urbanistas pensaba Debord cuando decía esto; da la sensación de que tenía en mente a administradores y gestores de servicios. En verdad, para aquellos años la mejora de la “calidad ambiental” ya era parte de mecanismos de control social ejercidos en nombre del “estado del bienestar”. Debord, obviamente, desconfiaba del lenguaje de gestión y del moralismo urbanístico. Por ejemplo, la creación de espacios de juego o entretenimiento no asegura una existencia más espontánea y creativa (menos aún, más libre…); al contrario, puede ayudar a separar aún más la esfera del trabajo de la del juego. Para Debord y los suyos la mejora del espacio de juego es lisa y llanamente una forma de expandir el alcance del funcionalismo modernista; o sea, solo puede acabar siendo otra esfera de la industria del ocio propia de una sociedad del consumo, claro. Pero para hacer frente a ese utilitarismo no parece que los situacionistas vieran necesario apelar a un naturalismo científico (ni a una “tecnología liberadora”, como la describían Bookchin y otros anarquistas estadounidenses). “No nos definimos como contrarios a la naturaleza. Estamos en contra de la ciudad moderna –decía Uwe Lausen (Debord, 2013). En otros tiempos se hablaba de la ‘jungla de las grandes ciudades’. En nuestros días difícilmente encontramos los residuos de una jungla en la normalización organizadas y el aburrimiento polícromo […] un día tendremos los encuentros que necesitamos, encontraremos aventuras en una ciudad nueva, compuesta de junglas, estepas y laberintos de un género nuevo. No tenemos nada que ver con ningún tipo de retorno a la naturaleza, igual que no hemos tenido ninguna patria que perder, ni queremos restaurar la antigua hospitalidad o los juegos inocentes”.86

Los anarcos estadounidenses tampoco tenían que ver con ningún retorno a la naturaleza, pero percibían signos de una degeneración ambiental acelerada y propugnaban un modelo de planificación sostenible. Los franceses estaban más preocupados por la vida insulsa y previsible que fomentaba la sociedad del bienestar y del espectáculo, por la desecación del deseo, mientras que los estadounidenses veían crecer un capitalismo global y brutal que desecaba el planeta.87 Para los situacionistas era necesario introducir ciertas dosis de caos en un sistema con mayor poder para controlar todos los órdenes de vida. Como decían Kotányi y Vaneigem en las tesis sobre el urbanismo unitario, la gente necesita un techo y los bloques de viviendas se lo proporcionan, y también necesita información y entretenimiento y se los da la tele que tienen dentro de sus viviendas dentro de un bloque. El llamado “desarrollo urbanístico” no les parecía más que otra forma de ampliar el control social, imponiendo una concepción funcionalista y capitalista del espacio. “El grupo rechazaba el capitalismo como un presente vacío, el socialismo como un futuro equipado solo para cambiar el pasado” (ibíd.), pero ¿qué ofrecían en su lugar? Tácticas urbanas para reintroducir lo fantástico y maravilloso en la vida cotidiana, recetas para intensificar la experiencia diaria mediante prácticas antifuncionalistas que borraran la diferencia entre lo privado y lo público, el trabajo y el juego. Para los anarquistas ecologistas, en cambio, era imprescindible desarrollar otro tipo de ordenamiento territorial, descentralizado, y fomentar un sistema alternativo de producción sostenible. Como decía Bookchin “los recursos del planeta deben ser utilizados según las necesidades de las comunidades regionales”.88

La actitud de Bookchin hacia la tecnología quizá fue demasiado optimista, pero la de Debord fue vaga, lírica y especulativa.89 Por ejemplo, afirmó que dados los niveles de concentración urbana había que eliminar los coches, pero a renglón seguido sugería que quizá bastaba restringir su uso en algunos espacios de nuevo diseño y en algunas ciudades antiguas. Lo único que se le ocurrió como medio de transporte alternativo eran helicópteros individuales, como los que usaba experimentalmente el ejercito de Estados Unidos. En su sueño tecnológico, esos pequeños helicópteros –decía– “se difundirán probablemente entre el público en menos de veinte años” (2013: 56-57).90 Debord debería haberse visto inspirado por colaboradores que supieran de ingeniería, la verdad. Y por urbanistas realistas, y no por utopistas sin mucha conciencia ambiental. Las dos crisis del petróleo, la de 1973 y la de 1979, acrecentaron la conciencia ecológica de los anarquistas estadounidenses, pero no me queda claro cómo se tomaron las cosas los situacionistas. En 1971 Debord escribió un texto para la Internacional Situacionista, dedicado a la cuestión ecológica. Es un texto desconcertante. En él acaba evocando el Mayo del 68 durante el cual –dice– no solo descendió el número de suicidios, sino también el nivel de contaminación. Durante aquella primavera se logró un “cielo limpio y hermoso, sin haberse lanzado precisamente a su asalto, porque se habían quemado algunos automóviles y a los otros les faltaba combustible para contaminar. Cuando llueva, cuando haya falsas nubes sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno. La producción industrial alienada trae la lluvia. La revolución el buen tiempo” (2006: 89).

Antes de llegar a ese final tan evocador, Debord lanza ideas interesantes pero no del todo claras, como si el esmog nublara su propio pensamiento. Empieza con una declaración no tan previsible. La cuestión ambiental, dice, “está de moda […] se apodera de toda la vida de la sociedad y se la representa ilusoriamente en el espectáculo”. Más adelante añade con perspicacia: “una sociedad cada vez más enferma pero cada vez más poderosa ha recreado el mundo en todas partes […] como entorno y decorado de su enfermedad, como planeta enfermo” (pp. 75 y 79). Aquí surgen varios puntos interesantes porque asocia, correctamente, todo tipo de males con el deterioro ambiental: contaminación química en la atmósfera, contaminación del agua de ríos, océanos y lagos, contaminación acústica, acumulación de basuras –sobre todo plásticos–; pero también el aumento de natalidad, la manipulación intensiva de alimentos, la expansión urbana desmedida, el consumo de somníferos, las alergias y, muy importante, el aumento de enfermedades mentales, entre ellas unas curiosas: las de tipo neurótico y alucinatorio –decía– provocadas por la contaminación en tanto “imagen alarmante exhibida por todas partes” (p. 78). A su manera, Debord logra predecir algo esencial: el papel de los medios de comunicación en relación al problema ecológico y el desarrollo de una psique obsesionada con la calidad ambiental, pero justamente por eso más despolitizada.91 No desarrolla mucho más ese punto, lamentablemente, pero al menos se detiene en otro igual de fundamental, a saber: “Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación tanto para combatirla […] como para disimularla”, afirma. Combaten el desastre de la contaminación del agua, del aire y de la tierra, porque viven “a fin de cuentas en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las clases”. Sin embargo, también necesitan disimular esa misma degeneración. El grado de nocividad y de riesgo podría convertirse en un auténtico

factor de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en el siglo xix la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado –que aspiraban a una solución definitiva del problema de las clases–, se está esbozando un nuevo reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los anteriores: engrasar la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a las empresas punteras. El sector más moderno de la industria se lanza sobre los diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado (p. 80).

Aunque este nuevo reformismo sirviera para diversificar el mercado, hay una diferencia radical con los anteriores: que “ya no tiene tiempo por delante” (p. 81). El deterioro de la totalidad del medio natural y humano plantea por primera vez la desaparición “de las condiciones mismas de supervivencia” (p. 76), pone en entredicho “la posibilidad material de la existencia del mundo” (p. 77; subrayado de Debord). Ese nuevo horizonte (o la falta de este), no solo cuestionaba la ingeniería social y ambiental reformista, sino también el optimismo científico heredado del siglo xix. La vieja política, sentenciaba, “está del todo acabada” (p. 83). El optimismo se ha desmoronado en tres puntos: la pretensión de que la revolución es una solución feliz de los conflictos (“la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista”), la visión coherente del universo y de la materia y el sentimiento “eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas” (p. 87). Diciendo esto, Debord marcaba distancias con la vieja guardia de izquierdas que aún podía usar la palabra progreso. Lo que quizá no se le pasó por la cabeza es que conforme se prescindió de cualquier idea desarrollista, cuanto más escepticismo se manifestó, mejor pudieron los liberales vender su propia idea de progreso entendido como mera gestión racional de recursos en un mundo posideológico y poshistórico.

El ataque de Debord, por lo demás, no era nuevo y se había expresado mucho más contundentemente, sin el lirismo con el que él lo hizo. En 1970, un año antes de que escribiera El planeta enfermo, la delegación francesa en la Conferencia Internacional de Diseño de Aspen dedicada al “diseño medioambiental” (formada por ingenieros industriales, economistas, arquitectos, sociólogos y miembros del Institut de l’Environnement) provocó cierto escándalo con una declaración titulada “Caza de brujas medioambiental” donde se venía a denunciar a la ecología como una nueva mitología con claras intenciones políticas e ideológicas. El escrito no tiene desperdicio. Los franceses empezaban criticando a quienes mostraban los límites técnicos y los errores de diseños y prácticas medioambientales, pero seguían ignorando la dimensión social y política de la crisis. No es una casualidad, decían, que los gobiernos occidentales lanzaran en aquel momento esta nueva cruzada y trataran de movilizar las conciencias alarmándolas con una especie de apocalipsis. En Francia, el debate sobre el medioambiente –decían– era una secuela de Mayo de 1968, más exactamente la secuela del fracaso de la revolución de Mayo. En Estados Unidos, la “nueva mística ecológica” coincidía con la guerra de Vietnam. El problema ambiental, llegó a decir el grupo francés, “no es la supervivencia de la especie humana, sino la supervivencia del poder político”. El ambientalismo es la nueva “ideología mundial” de las clases dominantes para mantener a la humanidad unida más allá de la discriminación de clase, más allá de las guerras, más allá conflictos neoimperialistas. En el pasado, el capitalismo supo desarrollar una mística de las relaciones humanas para reciclar, readaptar y reconciliar a los individuos y a los grupos en un contexto social considerado como norma y como ideal. Ahora, con la mística del medioambiente y la mise-en-scène de una catástrofe natural pasaba otro tanto de lo mismo: se volvía a adaptar al individuo, se le reintegraba en un orden, esta vez el de la naturaleza tomada como nuevo ideal. La naturaleza era –llegaron a decir– la droga social, el nuevo opio el pueblo, con la que crear una falsa ilusión de interdependencia entre los individuos. “Comparada con la anterior ideología, esta es aún más regresiva, más simplista, pero por esa razón aún más eficiente. Las relaciones sociales con sus conflictos e historia son completamente rechazadas a favor de la naturaleza, desviando todas las energías hacia un idealismo de boy scout y la euforia ingenua hacia una naturaleza higiénica” (aa. vv., 1974: 208-210).92 El grupo francés acababa diciendo:

No es cierto que la sociedad esté enferma, que la naturaleza esté enferma […] esta mitología terapéutica oculta el hecho político, el hecho histórico de que se trata de estructuras sociales y contradicciones sociales, no una cuestión de enfermedad o metabolismo deficiente, que podría curarse fácilmente. Todos los diseñadores, los arquitectos, los sociólogos que actúan como curanderos hacia esta sociedad enferma son cómplices en esta interpretación de la cuestión en términos de enfermedad, que es otra forma de engaño. En conclusión, afirmamos que esta nueva ideología ambiental y naturista es la forma más sofisticada y pseudocientífica de la mitología naturalista que siempre ha consistido en transferir la desagradable realidad de las relaciones sociales a un modelo idealizado de naturaleza maravillosa, a una relación idealizada entre el hombre y la naturaleza (ibíd.).

Cuando se muestra este tipo de documentos a ciertos anarquistas estadounidenses, se disgustan. Les cuesta aceptar que la ecología sea el nuevo truco con el que unificar (falsamente) a una sociedad desintegrada. Les parece la típica postura de los intelectuales europeos, siempre negativos, nunca edificantes. Se inquietan más, por eso, cuando se les recuerda qué miembros de la delegación francesa redactaron el manifiesto de Aspen. Los dos formaban parte del grupo Utopie,93 uno era el arquitecto Jean Aubert y el otro nada menos que el terrible Jean Baudrillard, el intelectual que iría más allá de Debord, daría nombre a un nuevo orden social más perverso que la sociedad del espec­táculo (el orden del consumo y del simulacro) y se proclamaría como el irónico cronista de una fase del capitalismo en la que la utopía finalmente se realizaba, solo que su modelo de consumación era el de Disney (en la declaración de 1970, Baudrillard ya dijo que Aspen era “la Disneylandia del diseño y el medioambiente”).

Conforme Estados Unidos empezó a importar la teoría social cáustica, la europea (como la de Baudrillard), la izquierda ecologista empezó a temer lo peor. No se consideraban políticamente cándidos, pero sabían que al poner el tema de la naturaleza en el primer plano serían objeto de feroces críticas. Tampoco rompían del todo con la idea de utopía del modo en que lo hacían los escépticos franceses. A principios de los setenta, Bookchin seguía criticando los sueños socialistas de desarrollo planificado y los intentos de leer a Marx como un precursor del ecologismo.94 Sin embargo, no renunciaba a una filosofía dialéctica animada por el ideal de una reconciliación de hombre y naturaleza, ni tampoco a la creencia en una tecnología con una cara humana, y durante años desarrolló un naturalismo dialéctico que permitiera “ecologizar la dialéctica” y fomentar “una especie de autogestión planetaria”. Como recuerda Biehl, esta filosofía no tenía nada que ver con la comunión cósmica a través de los sentimientos (que predicaban los taoístas, los budistas o la New Age), sino, al contrario, con el uso de la razón. En Europa, quizá Dios llevaba tiempo muerto y la secularización había puesto a raya las nuevas espiritualidades, así que la nueva generación de díscolos podía atacar a la razón de izquierdas, y con razón. En Estados Unidos, en cambio, predicar a favor de la razón seguía siendo necesario en un clima de creciente espiritualización. Que Bookchin atacara al marxismo como un movimiento autoritario y antilibertario no significa que renunciara a algún tipo de filosofía dialéctica como la que fue pergeñando entre finales de los ochenta y principios de los noventa y que aquí no vamos a analizar (los manuscritos que formarían parte de The Politics of Cosmology casi suman mil páginas). Si los situacionistas hubieran sabido de este libro, se habrían reído a carcajadas. Les habría parecido de una candidez asombrosa. A otros filósofos franceses que exploraban la nueva fase del capitalismo, la del simulacro, les habría provocado vergüenza ajena, y la habrían tachado de moralismo de izquierdas. Bookchin, desde luego, también habría tenido respuestas a sus críticos. Su argumento, bastante sencillo, apareció en un libro de 1995 (2012b): el fetichismo de la mercancía, dijo, “ha sido embellecido de manera diversa –y superficial– por los situacionistas como ‘espectáculo’”.95 El anarquismo francés solo ha contribuido, venía a decir también, a la prioridad de la libertad personal sobre la sociedad:

El anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años sesenta, los situacionistas, en nombre de una ‘teoría del espectáculo’, produjeron en realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de peso a su esteticismo. El anarquismo personal, al impugnarla organización, el compromiso con programas y un análisis social serio imita los peores aspectos del esteticismo situacionista sin adherirse al proyecto de construir un movimiento. Como los desechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de los límites del ego […] y convierte la incoherencia bohemia en una virtud […]. Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario comprome­tido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común (Bookchin, 2012b: 89 y ss.).

Murray era un cascarrabias; tenía parte de la razón, como siempre, pero también simplificaba. Cuando decía estas cosas parecía un puritano estadounidense escandalizado por el decadentismo francés, un moralista indignado por la falta de responsabilidad de los sucesores de Baudelaire y de los surrealistas. El situacionismo no era un anarquismo narcisista. Otra cosa es que su programa de liberación de la vida cotidiana (una vida vivida directamente, como aún decía Debord) no fuera muy eficaz para resistir la colonización de toda esfera de vida que desencadenó la sociedad del bienestar. Pero ese es otro debate que no procede discutir ahora.

Es oportuno, en cambio, insistir en que el reproche de Bookchin a los franceses (su exceso de teoría) se entiende mejor si se tiene en cuenta la relación entre tecnologías y teorías. Para los anarquistas estadounidenses la relación entre tecnología y sociedad se basaba en experimentos sociales y no en especulaciones. Y esos experimentos implicaban a la ecología de una forma práctica. Para la tradición en la que se apoyaba Bookchin, el reto no consistía solo en pronosticar nuevas fases del capitalismo; eso era imprescindible, claro, pero también era importante crear en la realidad espacios alternativos, modos de organización que pudieran extrapolarse a la totalidad. No utopías, sino más bien modelos. En el urbanismo ecológico de Bookchin influyó, desde luego, Mumford, La cultura de las ciudades (1938) y algunos artículos de mediados de los cincuenta (“The Natural History of Urbanization”), quien a su vez se había inspirado en ideas de Kropotkin en Campos, fábricas y talleres (1912), de Ebenezer Howard en Ciudades jardín del mañana (1902) y de Patrick Geddes en Cities in Evolution (1915).96 También tomó ideas de un urbanista partidario de la descentralización urbana que había trabajado en Berlín durante la República de Weimar (y que luego renunció a coordinar la reconstrucción de Berlín de los aliados), Erwin Anton Gutkind, autor de Community and Environment. A Discourse on Social Ecology (1954) y The Twilight of Cities (1962). Bookchin era partidario de la creación de ciudades verdes de escala humana y autoabastecidas, pero propuso algo más anarquista: descentralizar las grandes ciudades, dispersarlas y descomponerlas en comunidades más pequeñas y autónomas, sostenidas por energías alternativas (eólica, solar e hidroeléctrica) con fábricas pequeñas y no contaminantes, automatizadas, mercados locales de abastos, granjas cercanas y campos de tamaño pequeño (donde rotarían una diver­sidad de cultivos, una técnica que no requiere pesticidas, a diferencia del monocultivo extensivo).97 En estas comunidades la gente no sería esclava del trabajo, podría organizar su convivencia de una forma no autoritaria y tendría más tiempo para sí misma. Suena fantástico, quizá demasiado. El plan de Bookchin sonaba demasiado utópico, pero él lo justificaba apoyándose en la experiencia adquirida a través de experimentos piloto (granjas agrícolas, comunas rurales), así como del conocimiento de técnicos e ingenieros. Su campaña ecológica había sido reactiva, protestando contra la industria del automóvil, pero también pretendía ser prospectiva. Desde 1972 empezó a colaborar en cursos de tecnología con Dan Chodorkoff (que consiguió convencer a la administración del Goddard College, una escuela progresista inspirada por la filosofía de Dewey, para que Murray diera cursos allí) y en 1973 se rodeó de expertos en granjas orgánicas y huertos hidropónicos, diseñadores de sistemas de energía solar y eólica, arquitectos ecológicos, constructores de invernaderos para frutas y verduras y biólogos marinos. Entre los técnicos estaban Wilson Clark, que diseñaba sistemas solares y eólicos; Eugene Eccli, que sabía de energías alternativas; Sam Love, coeditor de Environmental Action says: Ecotage!; un pionero de la ingeniería solar, Day Chahroudi, y John Todd, un biólogo marino. Todd instaló en una granja de Massachusetts tanques de agua que absorbían calor de día y lo irradiaban de noche, pero también criaba en el tanque tilapias, un pez de África oriental, de agua fría, que se alimenta de algas y larvas y que en aquel caldo crecía en diez semanas. El agua y los restos se usaban para irrigar cultivos. Este sistema, el llamado bioshelter, proveía de pescado, fruta y verdura todo el año, independientemente de la estación.98 En 1980, durante un curso del Instituto para la Ecología Social que Murray fundó en Vermont en 1974, también se creó un sistema de calefacción solar suficiente para mantener una casa y un sistema de acuicultura. En los tanques crecían algas y estos absorbían más calor al volverse el agua de color oscuro. Se criaron lombrices para dar de comer a peces y, de nuevo, el agua residual se usó para fertilizar el huerto. El sistema se basaba en la crianza de conejos, pero no me quedan claros los detalles.

Sin embargo, lo llamativo no es que esta ecotecnología fuera viable fuera de las ciudades, sino dentro de ellas, especialmente en las zonas depauperadas.99 Las ciudades estadounidenses se degeneraban aceleradamente no solo porque su aire cada día era más irrespirable, sino también por el aumento de los conflictos raciales, la falta de vivienda, el derrumbe del sistema educativo, el aumento de la criminalidad, la escasez de servicios sociales y la huida de la clase media blanca desde los centros urbanos hacia los nuevo barrios residenciales de la periferia, los suburbs. El desproporcionado desarrollo urbanístico aceleró la decadencia de los centros urbanos, pero provocó la aparición de un activismo de base cuya concepción de los derechos civiles abarcaba cosas tan sencillas como disponer de una vivienda en condiciones, de espacios salubres y seguros y de medios mínimos de subsistencia. Los mensajes cósmicos de los hippies de buena familia empezaban a ser menos relevantes que las estrategias de la ingeniería que podían ser útiles a los vecindarios y los colectivos que querían ayudarles. Como recuerda Biehl, el “empobrecimiento premeditado” (planned shrinkage) de barrios era una estrategia para echar a la gente y poner el espacio abandonado a disposición de especuladores inmobiliarios. Sin embargo, en algunos casos los residentes a los que “la sociedad había abandonado decidieron encargarse ellos mismos de los problemas de las zonas en que vivían” (p. 337).

En Loisaida (una zona de Nueva York al este de Tompkins Square Park) algunas bandas callejeras metidas en droga se transformaron en activistas sociales y crearon redes de apoyo vecinal. El grupo de los charas, encabezado por Chino García, llegó a construir domos siguiendo la técnica de Richard Buckminster Fuller, que podían usarse –recuerda Biehl– como refugios para pobres, lugares de reunión o estructuras para juegos infantiles, pero también como invernaderos para huertos.100 Se recuperaron edificios abandonados, se experimentó con energía solar y eólica, y se plantaron jardines comunitarios en terrenos baldíos antes cubiertos de basura. En 1976, los charas limpiaron de basura y ratas un solar en la calle 9 y crearon una plaza para actividades culturales, y en el 519 de la calle 11 ayudaron a un grupo de jóvenes arquitectos a desescombrar y rehabilitar un edificio que se había quemado. En la azotea se instaló el primer sistema de paneles solares de Manhattan y un molino de viento con generador, el primero que se ponía en un tejado en el país. Este sistema produjo energía suficiente como para transferirla a la red eléctrica de la ciudad y recibir beneficios como reembolso. Esta experiencia del Colectivo 519 inspiró el Movimiento de la calle 11, una red de cooperativas que rehabilitaron cerca de 40 edificios de la zona y que también con ayuda de los charas construyeron sistemas de energía solar y eólica, piscifactorías y huertos urbanos como Sol Brillante, donde una estudiante del Instituto para la Ecología Social de Vermont aplicó técnicas de compost.101

Otras experiencias comunales en otros estados también resultaron instructivas para Bookchin, sobre todo la de otro libertario, Karl Hess,102 que fundó cooperativas de alimentos y comunas en el vecindario de Adams Morgan, en Washington, colaborando con técnicos que encontraban soluciones energéticas fabricando colectores solares con latas de comida de gatos o con espejos. También crearon jardines comunitarios y huertos alimentados por disoluciones minerales en vez de suelo agrícola, adaptaron azoteas para plantar verduras y sótanos para cultivar germinados, instalaron depósitos de compost en edificios vacíos, usaron como abono la mierda de caballos recogida de establos de la policía y adaptaron el sistema francés de cultivo intensivo a las ciudades. Hess mejoró el sistema de Todd de cría de peces usando motores de lavadoras estropeadas como bombas de agua para crear corrientes contra las que los peces pudieran nadar. Parece ser que el ejercicio hacía a los peces crecer más rápido, y se calculó que un sótano urbano podía producir pescado al asequible precio de menos de un dólar el medio kilo. En otros barrios de Washington ocurrió algo parecido: en Anacostia los colectores solares cubrían la mitad de la energía necesaria para calentar o enfriar las viviendas, según la estación, y se criaban peces en sótanos y en domos y toneladas de tomates con sistema hidropónico. Como concluye Biehl, estos proyectos revelaban que un barrio urbano podía ser autosuficiente produciendo sus propios alimentos, y demostró “a Bookchin que las ecotécnicas no solo podían aportar la base económica, sino también la tecnología necesaria, para la descentralización urbana” (p. 331). La tecnología, pues, era una de las claves del empoderamiento comunitario y la conciencia ecológica no era una cosa de pequeños burgueses, al contrario. Como también señala Biehl, el prejuicio era “que las personas pobres estaban demasiado ocupadas por su propia supervivencia como para interesarse por el medioambiente” (p. 340). No obstante, la preocupación por la supervivencia tenía justamente el efecto contrario y empujaba a muchos de los grupos a sostenerse con técnicas alternativas pero accesibles.

Sin embargo, había un elemento que a la larga podía complicar todo y, de hecho, lo hizo. Durante años, las cúpulas futuristas inspiradas en los modelos de Fuller o variaciones de ellos sirvieron para desarrollar un mensaje a la vez ecológico, tecnológico y político. No tengo tan claro que la ingeniería de Fuller fuera tan antiautoritaria y adaptable como se dice (ni menos aún que su antiinstitucionalismo fuera compatible con el anarquismo), pero es cierto que algunas reapropiaciones de sus modelos (en la década de los sesenta se construyeron más de sesenta mil domos en Estados Unidos) eran compatibles con técnicas industrializadas a pequeña escala, domésticas y sostenibles, sobre todo las relacionadas con la generación de calor y la refrigeración. Como recuerda Douglas Murphy en su extraordinario Last Futures (2017), incluso comunas de artistas como la Drop City recibieron la asesoría de Steve Baer para construir zomes, unas cúpulas más fáciles de fabricar que las (domes) geodésicas de Fuller, hechas con piezas de colores que recuerdan los edredones, “versión futurista de arte folk”, mezcla “de alta y baja tecnología, de arquitectura autóctona (vernacular) pero fabricada a partir de la industrial” que acabó recibiendo uno de los premios Dymaxion que concedía Fuller (Murphy, 2017: 117).103

La ecología, pues, estaba unida a experimentos sociales y experiencias artísticas que promovían la descentralización de la producción, técnicas sostenibles de abastecimiento y una concepción alternativa, antiburocrática y antiautoritaria de la organización social. Sin embargo, Murphy y otros historiadores explican bien por qué este haz de impulsos (ecológico, técnico y político) se fue separando. La clave, si lo entiendo bien, no fue tanto que algunas tecnologías verdes acabaran siendo comercializadas –Baer fundó la empresa Zomeworks y operó de una forma más convencional, como recuerda Murphy (p. 132)–, sino otros dos problemas más generales y graves: que la carga política de la tecnología “verde” era neutralizable y que el urbanismo capitalista fue capaz de expandirse de una forma irónica echando a un lado la anarcotecnología. En lo que concierne al diseño urbano, dice Murphy, “se produjo un corte entre las visiones de la alta tecnología y el proyecto de la ecología”. Durante las últimas décadas del siglo xx, la arquitectura tecnológicamente sofisticada (la de grandes enclaves acristalados: aeropuertos, centros de comunicación, rascacielos, bloques de empresas) llegó a alcanzar un grado máximo de espectacularidad, “pero en el ínterin, el naturalismo delirante que corría paralelo a los experimentos sinergéticos de Fuller fue eliminado, dejando tras de sí una arquitectura de embellecimiento [refinement] capitalista, una expresión tecnocrática de eficiencia reluciente y bien acondicionada” (p. 182).104

Lo que Murphy llama “delirante” también tiene que ver con lo que otros llamaron el “fin de las utopías”: incluso la tecnología visionaria de Fuller era eso, demasiado visionaria (no es extraño que al cabo de los años Koolhaas vindicará el espíritu del ingeniero, luego lo veremos). El argumento de Fuller de que los políticos están incapacitados para entender y tratar temas ambientales fue usado por los propios políticos para transformar la crisis ecológica de una cuestión social a una cuestión puramente técnica y burocrática (Murphy, 2017: 181). Por otro lado, el argumento de los ecologistas de izquierdas, según el cual la crisis ecológica tenía raíces sociales, era una auténtica crisis política, empezó a ceder a favor de una ética ecológica, no revolucionaria, menos universal, guiada –como dice Murphy– por lemas tan edificantes como que el saneamiento global empieza por el cuidado local (tending one’s own garden). Bookchin quería mantener alejada a la ecología de la nueva espiritualidad, y apelar a la racionalidad de la tecnología podía ayudar, pero no siempre. Algunas corrientes espirituales podían estar contra la técnica, pero las nuevas religiones que tanto temía Bookchin eran flexibles y ahí estaba el problema. La ta (Tecnología Adecuada), como la llama Schumacher, “empezó a ser vista como parte de la New Age. La eficiencia energética, la vida autosuficiente (off-the-grid) y otras prácticas similares se asociaron rápidamente con las piedras calientes, las terapias alternativas, la meditación trascendental, así como con el ‘hazlo tú mismo’ y la artesanía rústica (down-to-earth). Era sumamente improbable que, al lado de estas cosas, las cuestiones sociales a gran escala pudieran parecer relevantes [y muy previsible] que la gente solo se volcara en sí misma” (Murphy, 2017: 76).

Después de toda esta conversación, ¿hemos perdido el hilo? No. Empezamos hablando de las diferencias entre los anarquistas franceses y los estadounidenses en los años sesenta. Luego dimos a entender que los situacionistas habían sido más poetas que técnicos. Pero al final hemos acabado concluyendo que las ecotecnologías anticapitalistas que ensayaron los anarquistas pasaron a mejor vida cuando la conciencia ecológica se generalizó a través de campañas gubernamentales e internacionales y la naturaleza se convirtió en el nuevo foco de atención del mercado de la religión y de la religión del mercado.

53 Agradezco a Alfonso Cuenca que me recordara esta hilarante escena.

54 Mi postura ha sido calificada de amargada porque no pierdo la ocasión, e incluso parece que gozo con ello, de mostrar cómo algo que pasa por natural no lo es tanto. Debo insistir en que este “vicio” no me ha impedido disfrutar de experiencias sumamente gratificantes en espacios naturales. No deja de ser curioso que los mismos que me criticaban por atacar la espontaneidad y la naturalidad fueran los que acabaron teniendo experiencias bastante predecibles en plena naturaleza, epifanías de bote, éxtasis prefabricados. Estos optimistas naturalistas parecían ansiosos por experimentar un alto grado de autenticidad, tanta como la que atribuían a la naturaleza con la que decían reconectarse. En cambio, los descreídos y superficiales que no creíamos en ningún tipo de autenticidad, gozábamos infinitamente de la naturaleza solo que de forma más relajada, sin tanta presión.

55 Después de traducir The Idea of Culture (2000) de Terry Eagleton (que en realidad también es un libro sobre la idea de naturaleza), volví a estudiar On Materialism (1970) de Sebastiano Timpanaro y descubrí What Is Nature: Culture, Politics and the Non-Human (1995) de Kate Soper (1995). Mientras escribía sobre utopía y ciencia ficción en la obra de Raymond Williams, volví a pensar en la influencia del socialismo naturalista británico en sus ideas sobre progreso y ecología (Hacia el año 2000, Barcelona, Crítica, 1984). La ecología empezó a tener más presencia en el marxismo desde los años setenta, cuando distintos foros internacionales publicaron predicciones sobre la crisis ambiental (véase la crónica de John Bellamy Foster en La ecología de Marx. Materialismo y Naturaleza, 2000). Con todo, el estudio que me ayudó a entender mejor la relación entre la idea de naturaleza y el modo de producción capitalista lo descubrí antes y procedía del mundo de la geografía. Era el de Neil Smith y Phil O’Keefe, que criticaban no solo el enfoque dual de Alfred Schmidt, sino también el concepto de producción del espacio de Henri Lefebvre (“Geography, Marx and the Concept of Nature”, Antipode, vol. 12, 2, 1980, pp. 30-39).

56 Como dijo Jameson, captar como histórico lo que suele pasar por natural implica, entre otras cosas, una afirmación de la libertad porque si en última instancia todo ha sido construido por los seres humanos a largo de la historia, entonces esos mismos seres también podrían llegar a cambiarlo todo. La asociación del historicismo con el determinismo es simplemente absurda. Otra afirmación marxista (de Terry Eagleton) relacionada con la anterior es que es más difícil cambiar hábitos humanos (que pasan por naturales) que fenómenos naturales. Hemos desarrollado poderes descomunales que nos permiten modificar la naturaleza (y que hasta podrían conducir al fin del mundo), pero no parece que seamos tan eficaces modificando la naturaleza histórica humana, los hábitos que hemos adquirido a lo largo de la historia. Eso explica justamente que sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

57 Durante años he oído decir a amigos socialdemócratas que la crítica cultural marxista es desalentadora, pero los marxistas que yo he tratado no son gente amargada o desilusionada. Otra cosa es cómo conciben el futuro. Estar convencido de que el fin del mundo es más probable que el fin del capitalismo no te convierte en un pesimista. Al contrario, si ese es el futuro que se nos viene encima, entonces el pesimismo es un lujo que no nos podemos permitir (la frase es de Galeano y la cita a veces Jameson). Sin embargo, esto no significa que actuemos como se esperaría de un optimista. Por cierto, la matización que Jameson dio a la frase popular no se suele percibir. En “La ciudad futura” (New Left Review, 21, p. 103), dijo exactamente: “Alguien dijo una vez que era más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Ahora podemos corregir esta afirmación y asistir al intento de imaginar el capitalismo a través de la imaginación del fin del mundo”. La apostilla tiene su sentido: durante un tiempo se pudo imaginar un fin del mundo provocado por razones ajenas a la acción humana, ahora ya no. El capitalismo es el fin del mundo.

58 La falta de ilusión y de esperanza, llámesele como se quiera, no genera infelicidad, por mucho que algunos proclamen lo contrario y traten de hacer negocios bastante rentables confundiendo el hecho de estar feliz con el hecho de tener fe en algo. Eagleton dice que es posible tener esperanza sin el sentimiento de que las cosas en general vayan a salir bien. Un optimista, en cambio, es alguien con una actitud jovial, pero sin ninguna razón para estar feliz. O sea, según Eagleton, el optimista no usa la cabeza, sino que simplemente se deja llevar por su temperamento. Algunos no pueden evitar ser optimistas, igual que otros no pueden evitar ser pesimistas; por lo tanto –dice–, los dos son igual de fatalistas. El optimista está “encadenado a su jovialidad, como el esclavo a su remo” (Esperanza sin optimismo, Madrid, Taurus, 2016). La esperanza, en cambio, es capaz de seleccionar características de una situación que la hacen creíble. De lo contrario, solo sería un presentimiento. “La esperanza deber ser falible, mientras que la alegría temperamental no lo es” (ibíd.). Tal como lo pinta Eagleton, el optimista es poco menos que un idiota crónico al que nada puede convencer de que este mundo es una tragedia y, sobre todo, un satisfecho y un conformista. Eagleton simplifica las cosas, y su noción de esperanza aún conserva ecos religiosos.

59 Los ecologistas interesantes son los que después de un viaje te hablan de una sociedad y no solo de un biotopo; no solo de la vida, sino de las condiciones de vida de la gente, incluyendo las de los guías y los trabajadores de las propias reservas naturales y de las ciudades próximas a ellas.

60 Ni siquiera cosas más sencillas, como entender un paisaje en términos de su historia geológica. Durante una visita a una isla volcánica estudié tantos mapas cronológicos de erupciones y capas de coladas que empecé a ver moverse la lava petrificada, yendo hacia adelante o hacia atrás, como en una moviola. Pasear con gente que es capaz de entender la historia de una cordillera genera experiencias igual de curiosas: millones de años se aceleran en unos minutos. Desde luego, los documentales sobre la naturaleza han permitido ver literalmente estos cambios con simulaciones o acelerando fotos, pero algunos éramos capaces de imaginarlos con la cabeza, y los guías de geología explicaban todo haciendo muchos dibujos rápidamente en la tierra con un bastón o un palito. Con todo, la experiencia más delirante que tuve en una montaña tiene que ver con la historia cultural, no con la natural. Tuvo lugar en una antigua calzada romana y consistió en la aparición súbita de tres soldados romanos totalmente pertrechados con sus trajes y armas, en sandalias, descansando bajo un árbol. Cuando señalé hacia los romanos y me encogí de hombros callado, un compañero excursionista, experto en árboles y con gran sentido del humor, dijo: “Anda una ventana espacio-temporal”. Me acerqué a los romanos pensando en los programas de fenómenos paranormales de televisión, pero cuando tuve de cerca a los legionarios me di cuenta: resultó que eran miembros de un grupo de simulación histórica, esa gente que se viste como seres de otra época e intenta recrear literalmente sus acciones y experiencias. Para romper el hielo y respetar su viaje a través del tiempo les dije: “Encantado de conocerlos, díganles a sus superiores que hay que mantener en mejor estado esta calzada. Es prácticamente intransitable, como si llevara siglos sin mantenimiento”. Uno de ellos no me entendió; el otro me entendió perfectamente, pero no tenía ni pizca de humor, así que otro compañero ornitólogo me separó de la conversación y dejó que hablaran con los soldados otros senderistas menos irónicos.

61 Supongo que les parecía anarquista porque no respetaba mucho los mandos, ni las autoridades. Mis relaciones con los comunistas fueron tensas porque se me ocurrió decir que simplificaban algunos temas de estética, algo que me costó caro. La ironía de todo, sin embargo, es que mientras los comunistas me tachaban de fino solía ser acusado de filisteo y materialista por la exquisita secta de la estética.

62 Aunque algún amigo de clase obrera con humor corrosivo ya me había manifestado sus sospechas cuando crearon un parque cerca de su pobre casa: “Nos hacen falta bibliotecas, ambulatorios, accesos y guarderías, y las calles tienen poca luz, pero se están empezando a gastar más dinero en estas hostias de zonas verdes. ¿Qué se buscará con esto?”

63 Un tema que suscitó grandes debates cuando Olof Palme la apoyó en 1980. En 1981, la manifestación contra el armamento nuclear de los pacifistas alemanes en Bonn también marcó un giro, así como la sentada en 1983 de los verdes en Berlín Este, en Alexanderplatz, y las protestas para liberar a presos pacifistas de la ddr. Recuérdese que el partido verde alemán, Die Grünen, de Petra Kelly fue fundado en 1979, y que en 1983 fue elegida miembro del Parlamento en representación de Baviera.

64 Como desde los noventa seguí más de cerca el panorama estadounidense, podría parecer que me desentiendo de la marcha ecológica en España, pero no es así. Leí a Jorge Riechmann en aquellos años, desde que realizó sus tesis sobre los verdes alemanes. El ritmo y el volumen de publicaciones que mantuvo desde aquellos años es impresionante y sus obras son una referencia para todos. No me olvido de sus obras y de las de otros ecologistas españoles, pero me centro en las perplejidades que me producían y aún me producen actitudes e ideas que vi circular por Estados Unidos. No estoy tratando de investigar sobre temas de ecología, sino solo poner en contexto una crónica más personal relacionada con espacios naturales y su influencia en la psique individual y colectiva.

65 65 Según he sabido luego, Bookchin contó esto en “Looking for Common Ground”, en 1989, en el debate con Foreman; véase Chase, S., Defending the Earth. A Dialogue between Murray Bookchin and Dave Foreman (Boston, South End Press, 1991).

66 En el congreso de 1987 en Hampshire College, Bookchin había dicho: “Los Verdes no deberían confundirse con una religión New Age o perderse en ecoespiritualidad; deberíamos preocuparnos por la naturaleza, no por seres sobrenaturales que no existen […] en lugar de confundir a la gente, pidiéndoles que crean en cuentos de hadas, Los Verdes deben mostrar la naturaleza tal como es, repleta de magnificencia y belleza” (citado por Biehl, 2017: 540). Cuando Bookchin hablaba de ecoespiritualidad se refería a Charlene Spretnak, autora de The Spiritual Dimension of Green Politics (Santa Fe, Bear & Co., 1986), con la que mantuvo varios altercados no solo por sus ideas ecológicas, sino por su intención de crear un partido verde convencional, cosa que el anarquista y municipalista de Bookchin no admitía. Véanse más detalles en Biehl (pp. 541 y ss.).

67 Véanse más detalles sobre Naess en Price (pp. 37 y ss.). Bookchin también critica otra tendencia de aquellos años: un espiritualismo politeísta ecológico, una “religión natural atávica y vulgar” que poblaba la naturaleza de deidades innecesarias que podrían justificar nuevas jerarquías con líderes iluminados y autoridades espirituales (op. cit.: 22-23).

68 En 1969 y 1970 Bookchin ya defendió políticas conservacionistas. Véanse las versiones revisadas de “Poder de destruir, poder de crear” en Por una sociedad ecológica (Barcelona, Gustavo Gili, 1978).

69 Mannes también veía muy práctico que el sida diezmara la población humana sin afectar a otras especies, que el portador pudiera vivir bastante tiempo como para transmitirlo y que se transmitiera sexualmente, porque el sexo –dijo– es la actividad humana más difícil de controlar. Véanse detalles en Price (p. 48).

70 A su modo, si ahora lo entiendo bien, la ecología profunda ofrecía una alternativa a la administración de la naturaleza. Inspirado por Abbey, Foreman defendía un activismo beligerante: detener las motosierras de las compañías madereras, parar a los buldóceres de las empresas mineras, destruir la maquinaria industrial, sabotear las serrerías. Defendía de hecho los valores de un individuo concernido que quizá no cambia el sistema, pero que asume su responsabilidad y al menos “defiende un pedazo de tierra”. Véanse los textos citados por Price (p. 46).

71 El texto clave para entender todo este debate es “Social Ecology vs. Deep Ecology: A Challenge for the Ecology Movement” (Green Perspectives, 4-5, 1987, pp. 1-23).

72 Véase un análisis pormenorizado en Price (pp. 45 y ss.). Agradezco a Debbie Bookchin que me regalara una copia de este excelente trabajo.

73 Ibíd.: 68. Hoy, dicho sea de paso, Donald Trump se mofa de las dos cosas, de la ecología y de la inmigración, aunque no sé (pero merecería la pena saberlo) qué piensan los herederos de la ecología profunda de él y de su actitud hacia el cambio climático. Que expulse a haitianos, nicaragüenses y salvadoreños sin papeles o que quiera construir el muro con México –suponemos– deben de ser medidas aplaudidas por ellos.

74 Por ejemplo, si, como creían los ecologistas radicales, todos los organismos son intrínsecamente valiosos, entonces –decía Bookchin– los seres humanos no tienen derecho a erradicar microbios mortales, como el de la viruela o el de la poliomielitis, ni tampoco a aniquilar a organismos portadores de enfermedades como los mosquitos. Los ecologistas defendían la supervivencia de los osos pardos –símbolos románticos de lo salvaje–, pero ¿estaban dispuestos a proteger a todos los elementos potencialmente peligrosos para el ser humano?; véanse referencias en Biehl (pp. 536-537). La respuesta de los ecologistas podía ser sencilla: mientras no les pillaran a ellos, esos agentes sí serían beneficiosos para limpiar el mundo de seres miserables.

75 Véase el análisis de Price (pp. 54 y ss.) y véase también Biehl (p. 548).

76 Bookchin, recuérdese, nunca pensó que la alternativa al capitalismo fuera un socialismo de economía planificada orientado al rendimiento y al crecimiento y, menos aún, altamente burocratizado (p. 23).

77 Primero en Ecology and Revolutionary Thought y luego en “Spontaneity and Organization”, original de 1971 y luego reeditada en Por una sociedad ecológica (véase arriba, nota 68).

78 En Toward and Ecological Society ([1976], Montreal, Black Rose Books, 1980, p. 59; el subrayado es mío), Murray dijo: “La diversidad es deseable en sí misma, es un valor preciado como parte de una noción animada (spiritized) de un universo viviente”.

79 Bookchin decía que la historia natural es un proceso acumulativo hacia formas y relaciones cada vez más variadas, diferenciadas y complejas, un desarrollo evolutivo de entidades cada vez más heterogéneas. La naturaleza ha generado –decía– niveles de creciente diversidad en el curso de su propia historia, e igualmente los seres humanos, que cada vez han controlado más su propio desarrollo y están menos sometidos a la selección natural. Cuanta más variedad de hábitat y sociedades, decía, más fácil es que cualquier forma de vida encuentre la manera de desarrollarse. Bookchin ponía ejemplos que a mí me sonaban a lamarkismo y no a darwinismo, como el de una liebre blanca. Pero sus lemas sonaban bien políticamente, como cuando decía que la adaptación daba paso a la creatividad y la implacable ley natural a la libertad, que se pasaba de la naturaleza ciega a la naturaleza libre, que la evolución social no se oponía a la natural, pese a que se la haya colocado en su contra. Sobre la base de su filosofía de la naturaleza, decía también, la ecología social podía comprender mejor el papel de la humanidad en la evolución natural. Todo esto sonaba muy bien, pero yo creía que no era necesario para hacer ecología social. Desde luego, había relación entre dos hechos: lo único que ha convertido a los humanos en explotadores de la naturaleza son las formaciones sociales que les han convertido en explotadores los unos de otros –en eso tenía toda la razón. Pero para evitar la dominación social no necesitamos pensar que hacerlo encaja mejor con cierto tipo de historia natural.

80 Durante aquel tiempo, y hasta hoy, cuando acababa muy cansado de discusiones me evadía leyendo novelas, sobre todo de ciencia ficción. Hay que recordar que Bookchin usó la palabra “ecotopia” en “Towards a Ecological Society” (1973), y que Ernest Callenbach la usó luego en su novela homónima de 1975. La influencia de Bookchin también se dejó sentir en Los desposeídos (1974), la gran novela de Ursula K. Le Guin.

81 Sobre las fuentes que usó Murray para esta visión, hay que tener en cuenta la ecología de Charles Elton. Véase un buen resumen en Ecología o catástrofe de Janet Biehl (pp. 191 y ss.).

82 Sobre el trasfondo de estos movimientos, véase Veysey, L., The Communal Experience. Anarchist and Mystical Communities in Twentieth-Century America (Chicago/Londres, The University of Chicago Press, 1978). Debord no solo se enfrentó a los estadounidense, también acabó expulsando a la sección británica de la Internacional por apoyar al amigo americano.

83 Se basa en una crítica muy antigua de 1970 a los situacionistas hecha por Robert Chasse y Bruce Elwell.

84 Aquí me detengo más en la ecología porque, creo, la relación de Debord con la geografía ha sido mucho más estudiada. Véase para empezar “Unkown Lands: Guy Debord and the Cartographies of a Landscape to be Invented”, en Vidler, A., The Scenes of the Street and Other Essays (Nueva York, The Monacelli Press, 2011).

85 También dice que la ecología siempre está presa del trabajo y que la libertad que procura es una pseudolibertad, un subproducto de la necesidad del trabajo.

86 En el mismo texto Lausen aclaraba que los situacionistas no son exactamente cosmopolitas, aunque algunos de ellos sí usaron esa palabra. Probablemente –decía–, son “cosmonautas que osan lanzarse a espacios desconocidos para construir en ellos zonas habitables para hombres no simplificados e irreductibles” (p. 153).

87 Como recuerda Greil Marcus, para la Internacional Situacionista la cuestión no era la escasez material, sino la abundancia, la prosperidad de la que empezaba a gozarse desde la posguerra. Las privaciones más peligrosas no eran las de la necesidad, sino las de la fantasía. La miseria del deseo. “La pobreza moderna era una pobreza de la pasión, arraigada en la predictibilidad de una sociedad mundial lo suficientemente rica para manejar el tiempo y el espacio” (Marcus, G., Restos de carmín [1989], Barcelona, Anagrama, 1993, p. 185).

88 Esa fue, de algún modo, la política que se siguió desde los setenta: en California y en Nueva York los solares se transformaban en jardines comunitarios, se ocupaban espacios y se convertían en parques públicos con neumáticos, flores y arena para jugar (como en la calle 10 o en el People’s Park de Berkeley). Gracias a las presiones de los grupos de ocupación y la colaboración vecinal, los planes de recalificación de algunos de estos terrenos podían suspenderse o, si no, por lo menos posponerse lo suficiente para seguir disfrutando de ellos. Si había suerte, el espacio podía ganarse para el uso comunitario. Bookchin conocía esos experimentos y otros que surgieron en Montreal (en Milton Park y otras urban villages que fomentaban la autogestión), pero nunca separaba la defensa del municipalismo libertario de “la cuestión ecológica”. Como decía en aquellos años, en las charlas que impartió por Canadá: “La crisis ecológica supone fundamentalmente un problema social”, y su solución pasa por la descentralización (citado por Biehl, 2017: 291).

89 Quizá no soy capaz de resumir bien qué actitud tenía la Internacional hacia temas tecnológicos concretos, aunque sí me queda claro qué pensaban sobre la transformación de la ciencia y la tecnología en espec­táculo. En el escrito de 1968 “Dominación de la naturaleza: ideología y clases” critican con toda la razón las revistas de divulgación científica, ciencia ficción y fantasía que generan un falso progresismo basado “en el vértigo de la novedad de feria”. Como dicen a propósito de una popular revista, “la banda de charlatanes de la increíble revista Planète, que tanto impresiona a los maestros de escuela, encarna una demagogia insólita que se aprovecha de la gigantesca ausencia de una contestación y de la imaginación revolucionaria […]. Jugando a la vez con la evidencia de que la ciencia y la tecnología avanzan cada vez más rápidamente sin que se sepa hacia dónde, Planète arenga a los valerosos para hacerles saber que en lo sucesivo habrá que cambiarlo todo; y, simultáneamente, admite como dato inmutable el 99% de la vida realmente vivida por nuestra época” (citado por Debord, 1973).

90 En “Examen de algunos aspectos concretos de la alienación” los situacionistas atacaban la cultura del coche en Estados Unidos: el automóvil, decían, prolifera no como medio de transporte, sino como objeto de consumo. A mediados de los años sesenta, recordaban, un cuarto de las familias de Estados Unidos tenía dos unidades. La facilidad del crédito permitía, además, aumentar las ventas más allá de los sectores más pudientes (citado por Debord, 2013: 211). Sin embargo, después de aportar datos sobre la decadencia de la vida en las ciudades estadounidenses (peligrosidad, insalubridad) no aportaban visiones urbanísticas alternativas. Se limitaban a decir que el modelo estadounidense podría extenderse por Europa (p. 212). Utilizo aquí esta selección de textos más reciente y más accesible, aunque demasiado breve.

91 No encuentro muy útil el análisis que Joost de Bloois hace de El planeta enfermo, en “Reified Life: Vitalism, Environmentalism, and Reification in Guy Debord’s The Society of the Spectacle and A Sick Planet”, capítulo 9 de Gandesha, S. y Hartle, J. F., eds., The Spell of Capital. Reification and Spectacle (Ámsterdam, Amsterdam University Press, 2017). Para relacionar biopolítica y espectacularidad, Bloois da demasiadas vueltas complicando las ideas ya de por sí vagas de este panfleto de Debord (Bloois lo llama “modesto tratado”). Dice, además, que probablemente Debord recurrió a la famosa imagen de la Tierra tomada por el Apolo, The Blue Marble, pero no pudo hacerlo porque los astronautas la hicieron un año después de que Debord escribiera el texto. Lo cierto es que, con o sin esa foto de la Tierra, Debord relaciona la consumación de la sociedad del espectáculo con la consumición de la vida planetaria, la sociedad enferma con la vida enferma, la fusión de la historia y de la naturaleza en un solo vertedero. Bloois lo dice de una forma mucho más sofisticada, pero no creo que más clara.

92 Llegué a este texto gracias a Murphy.

93 Este grupo, fundado en 1966 en la casa que Henri Lefebvre tenía en los Pirineos, publicó una revista homónima entre 1967 y 1969.

94 Véase como resume estos argumentos Biehl (p. 395).

95 “Y por Baudrillard como ‘simulacro’”, añadía Bookchin (2012b: 65).

96 Es importante tener presente un dato: muchos de los teóricos estadounidenses de la ciudad que inspiraron a la generación de Bookchin entroncaban con una tradición antiurbanista que se desarrolló aún más después de la Guerra de Secesión. Para entender esto hay que recurrir al excepcional libro de Lucia y Morton White de 1961, El intelectual contra la ciudad. De Thomas Jefferson a Frank LLoyd Wright (Buenos Aires, Emecé, 1967). Sobre Mumford, Lloyd Wright y la influencia de esta tendencia que idealiza la vida fuera de las ciudades véanse sobre todo los capítulos xiii y ss. Descubrí este libro porque esa tradición de diseño no se puede entender al margen de ideas literarias y filosóficas. El propio Mumford –como recuerdan los White (p. 198)– “no solo era un estudioso de las ciudades, sino también un estudioso de la literatura norteamericana”.

97 Sobre temas agrícolas, Bookchin seguía las ideas del botánico y micólogo Albert Howard, impulsor de la técnica de compostaje moderno. En 1976, en el Instituto para la Ecología Social de Vermont se experimentó mucho con técnicas de compost que volvían la tierra más resistente a plagas de doradillas. También construyeron bancales y montículos al estilo francés, técnicas de cultivo intensivo que obtienen más producción en poco espacio, una formula apta para huertos urbanos pequeños en barrios con pocos medios que podrían autoabastecerse.

98 Véanse más datos sobre el New Alchemy Institute (nai) y la referencia al estudio de Jeffrey Jacob sobre el movimiento de vuelta a la tierra en Biehl (p. 328). Todd fundó el nai en Cape Cod, Massachusetts, en 1969. En 1976 construyó el primer “Arca” en Price Edward Island, Canadá, conectando varios invernaderos a un almacén donde los tanques para peces atraían calor y reducían el gasto energético durante el invierno. Para entender la relación de todo este movimiento ecotecnológico, el folk art y la contracultura, véase el extraordinario estudio de Douglas Murphy (2017). Gracias a este trabajo llegué hasta otra referencia imprescindible: Scott, F. D., Architecture of Techno-Utopia. Politics after Modernism (Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 2017).

99 Cuando en 1973 se publicó Lo pequeño es hermoso, no resultó extraño que Schumacher reconociera la influencia de Bookchin (que había publicado ya Our Synthetic Environment, pero que lo vendió mucho más una vez que el libro de Schumacher se hiciera tan popular). Sin embargo, mientras que la ecología de Bookchin era inseparable de una agenda política anticapitalista, la visión de Schumacher podía servir para alentar la creencia en un crecimiento capitalista sostenible.

100 Véase charas. Improbable Dome Builders de Syeus Mottel [1974], reeditado y ampliado en la edición de Yydap Pub (2018). Contiene material gráfico, y entrevistas a los charas y a Michael Ben-Eli, asociado de R. B. Fuller y fundador del Laboratory of Sutainibility. Dan Chodorkoff, que creó el Instituto para la Ecología Social con Bookchin y estudio el proyecto charas en su tesis doctoral en la New School for Social Research en 1980, publicó una novela Loisaida (2011) basada en sus experiencias con los charas durante los setenta y, más adelante, The Anthropology of Utopia: Essays on Social Ecology and Community Development (Noruega, New Compass Press, 2014). Otros movimientos vecinales en otras ciudades de Estados Unidos se organizaron siguiendo el ideario de Saul Alinsky cuyo Tratado para radicales. Manual para revolucionarios pragmáticos [1971] tuvo cierta difusión en Francia desde los años setenta, entre trabajadores sociales. Desconozco lo que pensaban los situacionistas sobre este estilo de activismo. Quizá el hecho de que Alinsky tratara con Maritain y que sus ideas se difundieran en círculos católicos franceses influyó en su recepción entre la nueva izquierda.

101 Véanse los datos bibliográficos y audiovisuales que aporta Biehl (p. 358).

102 Hess publicó Community Technology en 1979.

103 Después de introducir sistemas de calentamiento del agua y otras tecnologías verdes en Drop City, Steve Baer y Lloyd Kahn publicaron en 1969 y 1970 varios manuales que servían para construir domos mezclando de forma divertida “comics y fórmulas matemáticas, historias sobre experiencias con drogas junto con ensayos de Buckminster Fuller” (Murphy: 121). Véanse todas las referencias de Murphy al Worth Earth Catalog de Stewart Brand y al trabajo que le proporciona más datos sobre la relación entre movimientos contraculturales comunitarios y construcción de domos: Turner, F., From Counterculture to Cyberculture. Stewart Brand, the Whole Earth Network and the Rise of Digital Utopianism (Chicago, Chicago University Press, 2006). Véase también todo lo que Fred Turner (2010) cuenta sobre Fuller, Dropt City y Whole Earth Catalog en “Un tecnócrata para la contracultura” en Arquitectura Viva, 143, pp. 110 y ss., número monográfico dedicado a Fuller, editado por Norman Foster y Luis Fernández-Galiano.

104 Murphy señala otra razón por la que el diseño futurista perdió fuerza, incluido el utopismo que imaginaba colonias en el espacio exterior: la aparición de un nuevo espacio, el espacio virtual, internet. Al soñar con colonias fuera de la tierra, los futuristas ampliaban al máximo las fronteras físicas, espaciales, de aplicación de sus soluciones. Pero la informática lo cambió todo: “La utopía estaba ahora dentro del ciber­es­pa­cio, en los dominios limítrofes (frontier lands) de internet. El domo geodésico había sido el símbolo de los sueños de unas sociedades comunales tecnológicas… pero fueron los message boards y las chat rooms, y no las comunas o las nuevas colonias, las que se convirtieron en los ‘espacios’ en los que la gente podía trascender los límites de la sociedad” (p. 135).

El jardín de los delirios

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