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FRANCISCO DE ASÍS, «GENIO RELIGIOSO»
ОглавлениеLa investigación sobre los genios religiosos de la humanidad
El 16 de noviembre de 1972, la UNESCO, la Organización Mundial de las Naciones Unidas para la Cultura, firmó la Convención sobre lo que debe ser considerado «Patrimonio de la humanidad» (en inglés, World Heritage). La lista de los sitios y de otras realidades comprendidas en la categoría ha llegado por el momento a la cifra de 1.052, repartidos en 165 Estados del mundo, pero está en continuo aumento. El estudioso judío Alon Goshen-Gottstein, fundador del Instituto Elías para el Diálogo entre las Creencias, con sede en Jerusalén (The Elijah Interfaith Institute), tuvo la intuición de extender la categoría de «Patrimonio de la humanidad» desde los lugares y los artefactos humanos a las personas, es decir, a los hombres y mujeres que han dejado una huella indeleble en la historia religiosa de la humanidad, aplicándoles la categoría de «genio religioso».
El concepto de «genio religioso» no nace hoy. El gran estudioso de la psicología William James lo había empleado ampliamente en sus investigaciones, pero con un interés exclusivamente científico, para definir la personalidad del sujeto mismo y sus posibles componentes patológicos 1. El tema fue debatido también en otro ámbito más pertinente a la religión. En el mismo año de la convención de la UNESCO –1972–, el hombre de negocios y filántropo Sir John Templeton (1912-2008) instituyó un premio anual destinado al sector de la religión y del espíritu, que podemos considerar como un suplemento al Premio Nobel de la Paz.
El premio, se lee en la web de la Templeton Foundation, pretende honrar a personas vivas que han contribuido de forma excepcional a afirmar la dimensión espiritual de la vida a través de intuiciones, descubrimientos u obras prácticas. El premio tiende a identificar a «empresarios del espíritu», es decir, individuos superiores que han dedicado sus talentos a dilatar la visión de la razón de ser del ser humano y de la realidad última. El premio no está reservado a una particular tradición o idea de Dios, sino que se propone más bien promover el progreso en el esfuerzo humano de comprender las diversas manifestaciones de lo divino.
El premio ha sido concedido a filósofos, teólogos, miembros del clero, filántropos, reformadores, fundadores de nuevas Órdenes religiosas, movimientos sociales o científicos, incluidas las investigaciones sobre el origen del universo. La lista de los premiados desde 1973 hasta hoy muestra la variedad de intereses tomados en consideración, y ni siquiera excluye a ateos o agnósticos. Entre las atribuciones más vinculadas al factor religioso y más familiares a los cristianos se debe enumerar a la Madre Teresa de Calcuta –la primera premiada, en 1973–, al Hermano Roger Schutz, fundador de Taizé, a Chiara Lubich, fundadora de los Focolares, al cardenal Leo Suenens y a Jean Vanier (2015). El premio del año 2016 fue concedido a Rabbi Lord Jonathan Sacks, antiguo rabino jefe de las congregaciones judías reunidas de la Commonwealth.
El proyecto del Instituto Elías para el diálogo entre las creencias se inscribe en este proyecto, pero con importantes novedades que constituyen una iniciativa nueva y pionera. Ante todo, el campo no se limita a personalidades vivas –como sucede también en el Premio Nobel–, sino que abarca toda la historia de la humanidad. Más aún, por su naturaleza, tiende a excluir a los vivos, en los que no está garantizada una cualidad esencial del genio religioso, que es la de la duración en el tiempo y la confirmación de la historia. En segundo lugar, el factor religioso se toma aquí en un sentido mucho más preciso y restringido; el adjetivo «religioso» no es menos importante que el sustantivo «genio».
Sin embargo, me parece que es otra la mayor novedad. En este nuevo proyecto no se trata simplemente de identificar personalidades merecedoras de reconocimiento en el marco de los valores del espíritu, sino de valorar lo que en ellas puede ser visto como «patrimonio de toda la humanidad», o al menos de todas las religiones. Es un paso adelante también dentro del diálogo entre las religiones, iniciado, en los católicos, por el decreto Nostra aetate, del Concilio Vaticano II. Desde el simple conocimiento y estima recíproca se propone pasar a la recíproca edificación y al mutuo enriquecimiento. En otras palabras, el diálogo interreligioso es visto no solo como vía para descubrir los valores presentes en otras creencias, sino también como un medio para comprender mejor las virtualidades presentes en la propia.
El nuevo proyecto que ve comprometidos a representantes y estudiosos de varias religiones se ha concretado hasta ahora en una investigación de amplio alcance. En ella, Alon Goshen-Gottstein, principal promotor del proyecto, hace la historia de la categoría de genio religioso, destaca las semejanzas y las diferencias respecto a la de santo, sabio y mártir, y sobre todo propone una serie de criterios con los que identificar quién responde a los requisitos para ser definido como tal. Identifica seis «requisitos fundamentales» que deberían estar presentes para poder hablar de genio religioso: amor, pureza (entendida en el sentido del proceso de purificación necesario en el ser humano para sacar la perfección), humildad (entendida en el sentido de superación del ego), actitud de rendición y dependencia respecto a un poder superior, expansión de la conciencia y lógica de la imitación 2. A la contribución principal de Goshen-Gottstein siguen las de otros estudiosos de religiones que con sus observaciones complementan y a veces se plantean como alternativa a los criterios propuestos por él. De ello resulta un estudio de vanguardia que, en mi opinión, merecería él mismo el Premio Templeton por los horizontes que abre a la valoración del factor religioso y al diálogo entre las religiones.
Creo que la investigación, concebida como estudio preliminar de cara a la definición y a la identificación de los genios religiosos, en realidad ha alcanzado ya su objetivo principal. En otras palabras, creo que el proyecto debería detenerse en esta fase, si acaso ampliándolo y profundizándolo cada vez más, sin tratar de redactar, sobre la base de criterios generales, una lista de nombres que hay que indicar como genios religiosos universales. Ocurriría, en caso contrario, lo que está ocurriendo con la categoría de «Patrimonio de la humanidad» de la UNESCO. Ha terminado por ser aplicada a muchas cosas y muy dispares –¡una de ellas es la dieta mediterránea!–, perdiendo casi todo su significado. Cuando todo, o demasiadas cosas, es patrimonio de la humanidad, nada es ya verdaderamente tal. La categoría resulta abultada, sin contar que, en nuestro caso, quien es considerado un genio religioso de signo positivo en una religión podría parecer de signo opuesto en otra, acabando por ser un factor de división en vez de concordia. Esto no significa rechazar el método propuesto para la investigación sobre los genios religiosos, sino que, por el contrario, se acrecienta, creo, la posibilidad de ser aceptado y utilizado en el momento en que se pasa del concepto de genio religioso a un genio religioso «de carne y hueso».
Trato de explicar el motivo por el cual considero insuficiente el estudio de un genio religioso hecho solo a partir de criterios generales, aceptables incluso por quienes pertenecen a diversas religiones. Captaría fatalmente lo que del genio religioso es secundario y no lo que para él es primario, y difícilmente podría escapar a la lógica del «mínimo común denominador». No existe, de hecho, un genio religioso en abstracto; existe el genio religioso dentro de una religión y de una cultura.
Puede ser iluminador, a este respecto, profundizar la analogía que hay entre un genio religioso y la poesía. La poesía es el único arte en sí intraducible. Una pintura, una escultura o una sinfonía son idénticas en el lugar donde nacieron y en el resto del mundo. No necesitan traducción. Una poesía no. La poesía está vitalmente ligada a la lengua en la que se pensó. Algo parecido sucede con los genios religiosos. Ciertamente, en toda verdadera poesía hay un elemento que permanece, incluso traducida a otras lenguas, y que la hace universal, pero nunca será la misma cosa. Algo resulta siempre lost in translation. Así me parece que es la universalidad la que se puede atribuir a un genio religioso.
Por invitación del promotor de la investigación, acepté aplicar estas convicciones mías a uno de los candidatos más evidentes al título de genio religioso, Francisco de Asís. Partiendo de la analogía entre la santidad y la poesía (redoblada por el hecho de que él fue una y otra cosa, santo y poeta al mismo tiempo), trataré de destacar primero lo que representa Francisco de Asís, leído en la «lengua original», es decir, como cristiano por cristianos, y, en segundo lugar, lo que puede representar traducido a otras lenguas, es decir, para creyentes de otras religiones e incluso para no creyentes. El objetivo de este ensayo nos obliga a dar más espacio al Francisco para todos que al Francisco de los cristianos. Por eso diré solo pocas cosas esenciales a propósito del segundo, para centrarme en el primero, teniendo presente que lo que diré del Francisco de todos se aplica también al Francisco de los cristianos.
Es necesario explicar primero qué añade la categoría de genio religioso a la de santo con la que Francisco es conocido en el mundo cristiano. La investigación en vigor sobre la categoría de genio religioso ha puesto de relieve algunas particularidades que distinguen al genio religioso de otras categorías, como el santo cristiano, el tsaddiq judío, el sufí del islam, el gurú indio, el bodhisattva budista, etc. 3
Un célebre pensamiento de Blaise Pascal nos puede ayudar a entender la diferencia entre el santo y el genio religioso. Pascal formuló el célebre principio de los tres órdenes o niveles de la realidad: el orden de los cuerpos o de la materia, el orden del espíritu o de la inteligencia y el orden de la santidad. Una distancia infinita, cualitativa, separa, dice, el orden de la inteligencia de la materia, es decir, al científico o al artista de la persona rica, bella o fuerte; pero una distancia «infinitamente más infinita» separa el orden de la santidad del de la inteligencia, porque está por encima de la naturaleza. Los genios, que pertenecen al orden de la inteligencia, no necesitan de las grandezas carnales y materiales; estas no les añaden nada a ellos. (A Sócrates no le quita nada el hecho de que, según algunas fuentes, fuera deforme; su grandeza es de otro orden.) Así, los santos, que pertenecen al orden de la caridad, «no necesitan de las grandezas carnales ni de las intelectuales, que no les añaden ni quitan nada. Son vistos por Dios y por los ángeles, no por los cuerpos ni por las mentes curiosas: a ellos les basta Dios» 4.
El genio, como se ve, representa, en esta visión, el segundo nivel de grandeza, inferior al de la santidad. Al músico Gounod se le atribuye la afirmación según la cual «una gota de santidad vale más que un océano de genio». Esta valoración se explica por el hecho de que Pascal considera al genio tal como él se expresa en el marco del pensamiento humano, de la filosofía, de la ciencia y del arte; en su tiempo, aún no existía o no era utilizada la categoría de genio religioso. El genio religioso, cuando está acompañado de perfección moral, puede ser visto como una forma particular de santidad; se trata de un tipo de santidad «genial», es decir, que tiene algunos de los caracteres propios del genio: la novedad, la originalidad, la irradiación, la universalidad.
Dos observaciones son suficientes, creo, para explicar la diferencia entre santo y genio religioso. El santo puede vivir y morir sin dejar rastro de sí en la historia; la mayoría de los santos pertenece, de hecho, a esta categoría; el genio religioso no. La santidad no es compatible con defectos morales serios y persistentes incluso después de la conversión; no se puede decir lo mismo del genio religioso, y la historia proporciona confirmaciones muy conocidas sin necesidad de mencionarlas. En la praxis de la Iglesia católica, la carencia o las lagunas en una sola de las virtudes cardinales –prudencia, fortaleza, justicia y templanza– excluyen automáticamente a una persona para que sea candidata a la canonización. En otras palabras, no todo santo es un genio religioso, y no todo genio religioso es un santo.
Un segundo título que podría parecer sinónimo del de genio religioso es el de «doctor», que la Iglesia católica ha atribuido a algunos santos que se han distinguido en el ámbito de la doctrina, como san Agustín y santo Tomás de Aquino, o que han ejercido un magisterio y un influjo espiritual de amplio alcance, como santa Catalina de Siena, santa Teresa de Jesús o santa Teresa del Niño Jesús. Las dos categorías tienen diferentes rasgos en común, pero no se identifican, aunque muy a menudo se encuentran reunidas en la misma persona. Lo que distingue al genio religioso del doctor de la Iglesia es su universalidad, es decir, la capacidad de hablar también fuera del círculo que profesa un determinado credo religioso. Francisco de Asís fue un genio religioso, pero no un doctor de la Iglesia. Él mismo se consideraba, y lo era de hecho, hombre «simple e iletrado» 5.
La misma carencia de universalidad distingue al genio religioso del mártir. El mártir muere para permanecer fiel a su particular credo religioso, distinto del de otras religiones, y no pocas veces muere precisamente a manos de quienes pertenecen a otras religiones. Podrá ser admirado fuera de la propia religión, pero difícilmente tomado como modelo.
El Francisco de los cristianos
Pasamos, pues, a considerar, en primer lugar, el Francisco de los cristianos. Un pensamiento de Søren Kierkegaard ayuda a entender lo que Francisco era a sus ojos y representa hoy a los ojos de un cristiano y, en particular, de un católico. Escribe el filósofo:
Ese Dios que ha creado al hombre y a la mujer, igualmente ha formado al héroe y al poeta o al orador. Este no puede hacer lo que hace aquel; él puede solo admirar, amar, alegrarse con el héroe. No obstante, también él es feliz, no menos que aquel. En efecto, el héroe es su mejor esencia, aquello de lo que está enamorado, feliz de no serlo él mismo. De modo que su amor puede manifestarse con la admiración. Él es el genio del recuerdo que no puede hacer nada sin recordar lo que ha sido hecho, no hacer nada sin admirar lo que ha sido hecho, nada toma de lo suyo, pero es celoso de lo que se le ha confiado. Él sigue la elección de su corazón, pero, cuando ha encontrado lo que busca, entonces va de puerta en puerta con sus cantos y discursos, proclamando que todos deben admirar al héroe como lo hace él, estar orgullosos del héroe como lo está él. Este es su oficio, su humilde acción, este es su fiel servicio en la casa del héroe 6.
El héroe del que se habla en este texto es Abrahán, y el poeta es él mismo, Kierkegaard. Sin embargo, la imagen es todavía más verdadera si se aplica a la relación entre Francisco y Cristo. Francisco fue realmente el genio de la admiración y de la imitación de Cristo. Ha encontrado en este hecho la razón de su vida y la fuente de su «perfecta alegría». El historiador de la cultura Jaroslav Pelikan ha escrito:
Si se hiciera un sondeo de opinión para preguntar a un grupo de personas serias y cualificadas: «¿Qué figura histórica, en los dos mil años transcurridos, ha personificado más plenamente la vida y la enseñanza de Jesucristo?», la respuesta más frecuente sería, ciertamente, Francisco de Asís. Esta respuesta sería, entre otras cosas, aún más frecuente si las personas encuestadas no estuvieran afiliadas a ninguna Iglesia 7.
Es conocida la definición de Francisco de Asís como alter Christus, «otro Cristo». La expresión nunca fue entendida en el cristianismo en el sentido de un «segundo» Cristo, sino en el sentido de una perfecta imitación de Cristo. El dicho de Jesús: «No hay discípulo más grande que su maestro» (Mt 10,24) no se aplica ciertamente a todos los casos (Rafael, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y tantos otros superaron a sus maestros), pero se aplica ciertamente a la relación entre Cristo y sus discípulos.
Todo esto tiene una confirmación en lo que sabemos de Francisco, tanto por sus escritos como por los escritos de sus primeros biógrafos. Toda su vida no es otra cosa que la puesta en acto de la intuición tenida en el momento de su conversión y puesta al comienzo de la Regla de su Orden: «Vivir según la forma del santo Evangelio». Los estigmas que al final de la vida, en el monte de la Verna, aparecieron impresos en la carne de Francisco siempre fueron vistos como un sello que autentificaba su perfecta conformidad a Cristo.
Si se prescinde de Cristo, se vacía de sentido la figura de Francisco. Todo en él llega a ser, en cierto sentido, falso. Sería imposible considerarlo un genio religioso, puesto que toda su vida descansaría en un malentendido, en un creer ser lo que no se es. La sinceridad de la intención no bastaría para rescatar la no verdad de su vida. Francisco de Asís no sería una figura muy distinta de la de Don Quijote.
Francisco de Asís es un caso ejemplar de genio religioso que se expresa mediante la imitación de un modelo; en otras palabras, de una originalidad que se manifiesta sub contraria species, a través de su contrario, que es la imitación. Pero no es el único caso. A este propósito no puedo dejar de mencionar ampliamente lo que escribe sobre «la lógica de la imitación» Alon Goshen-Gottstein en su estudio programático ya recordado:
En algunas tradiciones, la imitación desempeña un papel crucial, en otras es menos dominante. Sin embargo, uno se debe preguntar si la lógica de la imitación no es ella misma un rasgo fundamental de una más alta vida religiosa. El genio religioso no solo está en contacto con una visión de la vida más alta, sino que trata también de encarnarla y traducirla en la práctica en la vida o, dicho de otra manera, de hacer la vida actual conforme y en armonía con dicha realidad superior. [...] Aquí se manifiesta la cima del genio al intuir otro orden de la realidad, al intentar fundarlo, lanzándose a sí mismo y al mundo en un movimiento tendente a formar un todo armonioso con la realidad superior vislumbrada [...]. El cristianismo ofrece algunos de los ejemplos más claros de la lógica de la imitación. La imitación de Cristo, o de María, plasma y da forma a la conciencia de dicha realidad superior8.
En Francisco vemos realizado otro rasgo del genio religioso, también él explicado a continuación del texto citado: el de convertirse él mismo en objeto de imitación o emulación. Prueba de ello es, en nuestro caso, la pléyade innumerable de «santos franciscanos», es decir, de personas que se han hecho santas tomando como modelo a Francisco de Asís.
El Francisco de todos
Como habíamos anunciado, pretendo ahora dedicar la mayor atención al Francisco «hombre universal». A la entrada de la ciudad de Asís hay una señal viaria que dice: «Asís, patrimonio de la humanidad». El título fue concedido por la UNESCO a la ciudad también por los tesoros de arte encerrados en ella, pero sobre todo a causa de su ciudadano Francisco, que hace ocho siglos empezó y terminó en ella su historia humana. Dante Alighieri, en la Divina Comedia, sugiere no llamar a este lugar «Ascesis», es decir, Asís, sino «Oriente», puesto que en ella «nació un sol para el mundo» 8. Es sorprendente cómo, a distancia de pocas décadas de la muerte, la figura del Poverello ya había adquirido una dimensión tan universal. ¡Qué impresión debió de dejar su paso para ser comparado con el del sol!
Con Francisco tenemos la enorme ventaja de partir no de una «presunción» de universalidad, sino de un dato de hecho. Él es un hombre universal. Es conocida la pregunta que un día dirigió uno de los primeros compañeros a quemarropa a Francisco:
«¿Por qué a ti, por qué a ti, por qué a ti?». San Francisco responde: «¿Qué es lo que quieres decir?». Dijo el hermano Maseo: «Digo, ¿por qué a ti todo el mundo te sigue y toda persona parece que desea verte y oírte y obedecerte? Tú no eres hombre bello de cuerpo, tú no tienes gran ciencia, tú no eres noble, ¿de dónde, pues, que todo el mundo te siga?» 9.
La pregunta se plantea con mayor razón que en el tiempo del hermano Maseo. En aquel tiempo, el mundo que seguía a Francisco era el mundo muy restringido de la Umbría y de la Italia central; ahora, literalmente, es todo el mundo, a menudo incluso el mundo no creyente o de los creyentes de otras religiones.
La contraprueba más clara de esta universalidad de Francisco es el hecho de que Asís se ha convertido en el punto de encuentro entre las religiones. Cuatro veces –con Juan Pablo II en 1986 y de nuevo en 2002, con Benedicto XVI en 2011, con el papa Francisco en 2016– la ciudad ha visto reunidos a los representantes de la mayoría de las religiones del mundo para promover la cultura del diálogo y de la paz. Asís ha aparecido como una especie de terreno neutro de encuentro, como si todos se sintieran allí, de algún modo, en su casa, no amenazados en su identidad y alteridad religiosa. Se habla ya del «espíritu de Asís» para indicar la nueva actitud de las religiones entre sí y respecto al mundo.
La fascinación ejercida por Francisco en vida y después de su muerte, ¿es algo innato o adquirido? En el lenguaje cristiano, ¿es naturaleza o gracia? La respuesta que él dio al hermano Maseo, en la ocasión mencionada anteriormente, dice cuál era, sobre esto, la convicción del interesado:
¿Quieres saber por qué me sigue todo el mundo? Pues esto me viene de los ojos del Dios altísimo que en todas partes contemplan a buenos y malos; porque aquellos ojos santísimos no han visto entre los pecadores nadie más vil, ni más insuficiente, ni más grande pecador que yo [...] a fin de que se conozca que toda virtud y todo bien viene de él y no de la criatura.
La persuasión de Francisco es la misma que la de san Pablo: «Por gracia soy lo que soy» (1 Cor 15,10). Esto parecería excluir a priori que se pueda hablar de él como un genio religioso. La palabra «genio» –del latín gignere, «generar»– indica algo de «congénito», de innato, aunque necesitado, naturalmente, de ser cultivado.
Un axioma célebre de la teología escolástica nos permite superar esta aparente contradicción: gratia supponit naturam, la gracia supone la naturaleza, construye sobre la naturaleza, no fuera de ella o contra ella. Tocamos aquí el problema, o mejor, el misterio, de la relación entre gracia divina y libertad humana. ¿Qué hay, nos preguntamos, en la naturaleza, es decir, en el carácter y en la personalidad humana de Francisco que ha permitido a la gracia producir en él los frutos que ha producido? ¿Cuál es la parte del «genio» –en el sentido etimológico del término– en su santidad?
Me parece que podemos reconducir todas las explicaciones a tres grandes «logros». La innata disposición de Francisco a la radicalidad y su fuerte voluntad permitieron a la gracia de Dios realizar en él la perfección en tres ámbitos fundamentales: el del amor, el de la humildad y el de la libertad. Se trata de «conquistas», y, por tanto, de metas, que él alcanzó progresivamente durante toda su vida. Para el objetivo de este estudio, sin embargo, no es tanto el desarrollo histórico lo que interesa cuanto el punto de llegada.
Francisco y el amor
Friedrich Nietzsche hizo popular la distinción, en el seno de la cultura griega, entre espíritu apolíneo y espíritu dionisíaco. El primero, vinculado al dios solar Apolo, representa para él los valores de la armonía y del equilibrio: en una palabra, el aspecto luminoso del ser; el segundo, vinculado a Dionisio, dios de la embriaguez y del exceso, representa el entusiasmo y el empuje vital: en una palabra, las profundidades del ser 10.
Esta caracterización, haciendo las debidas distinciones, puede servir para distinguir, en el ámbito religioso, dos tipos de mística, ambos presentes en el cristianismo y en otras religiones: una toda resplandeciente e incandescente de sentimiento; la otra, más especulativa y metafísica, que expone la experiencia mística en un estilo llano y razonado. Usando una terminología más bíblica, Dante Alighieri habla de una espiritualidad «seráfica» y una espiritualidad «querubínica». Así, en su poema, él caracteriza a san Francisco respecto a su contemporáneo santo Domingo de Guzmán:
Uno fue todo seráfico en ardor,
el otro, para sabiduría en la tierra,
fue de querúbica luz un esplendor 11.
En tres versos se resumen dos tipos de espiritualidad presentes en toda la historia del cristianismo. Por una parte, el fuego del amor, simbolizado en la Biblia por los serafines; por otra, la luz del conocimiento, simbolizado por los querubines. El título de «Seráfico», atribuido a Francisco por la tradición, confirma la interpretación de Dante. La distinción se aplica también –y quizá con mayor razón– a los dos teólogos más representativos de las respectivas Órdenes religiosas: san Buenaventura para los franciscanos y santo Tomás de Aquino para los dominicos. La plenitud, debemos decir enseguida, no está ni en una parte ni en la otra, sino en la síntesis entre luz y calor, entre conocimiento y amor. «Dios es luz» y «Dios es amor» son dos definiciones del Dios cristiano dadas por el mismo autor en el mismo escrito (1 Jn 1,5; 4,8).
William James ve en la «expansión de la conciencia de la realidad» la nota característica del genio religioso 12. Desplazando el acento desde la conciencia hacia el sentimiento, Romain Rolland ve «la fuente y el origen» de la religión «en la sensación de eternidad, en el sentimiento de algo ilimitado y, por así decir, oceánico» 13. En el cristianismo, la dilatación de la conciencia es inseparable de la dilatación del amor. El amor es la forma de inteligencia más alta, porque logra ver cada cosa en su vinculación con el resto. Él hace ver cada detalle en su verdad, vinculando lo particular con el conjunto. «Intelecto de amor» es la expresión que acuñó Dante Alighieri para este tipo de conocimiento 14.
Francisco rompió la cáscara de huevo dentro de la cual la mayoría de los hombres pasa la vida entera, como si fuera el vasto universo, y se asomó al mundo entero que le rodeaba, abrazándolo con una mirada de ternura y dialogando con él. Mira el mundo con los ojos de un niño. Los niños hablan con todo lo que encuentran, logran establecer un diálogo con los árboles, con los animales, con la nieve, con el sol. Así es Francisco al final de su ascenso espiritual. Estoy convencido de que en el origen de la «florecilla» de su predicación a los pájaros, inmortalizada en el fresco de Giotto, hay un episodio ocurrido realmente, aunque muy ampliado y embellecido por la leyenda. Ciertamente, es histórica la súplica para templar su ardor, que dirigió al hermano Fuego antes de someterse al cruel remedio de la cauterización de los ojos 15. Cosas tan nuevas y fuera de los cánones de la hagiografía tradicional no nacen de la nada, en la mesa.
Un detalle muestra perfectamente cómo este sentimiento de fraternidad universal informa toda la vida y la actuación de Francisco. Él no se lanza violentamente contra nadie, no critica a nadie. En una época en la que la Iglesia institucional combatía a los herejes y los herejes a la Iglesia institucional, los cristianos a los sarracenos y los sarracenos a los cristianos, él no combatió contra nadie. Puso en práctica, sin conocerla, la máxima que se remonta a Dionisio Areopagita, en el siglo VI, según la cual «no se deben refutar las opiniones de los demás ni se debe escribir contra una opinión o una religión que no parece buena. Se debe escribir solo a favor de la verdad y no contra los demás» 16.
Cosa casi única entre los Padres y los escritores cristianos, no se encuentra en sus escritos, y en los inspirados por él, una sola palabra contra los judíos. Respecto al islam, despojado de todas las adiciones y embellecimientos posteriores, queda el hecho de su encuentro el año 1219 con el sultán de Egipto, Al-Kamil. Sería exagerado atribuir a Francisco la idea moderna de un diálogo entre las religiones; él quería ver al sultán para hablarle de Cristo y convertirlo a él; sin embargo, ya era una novedad inaudita para aquel tiempo que para hacer esto se optara por el encuentro pacífico y el diálogo en lugar de las armas. Entre los dos se estableció, según la tradición, una cierta amistad que se concretó en el intercambio de regalos. (En la basílica del Santo, en Asís, se custodia un cuerno de marfil y plata que Francisco habría recibido del sultán.) 17
¿Cómo se explica este amor universal de Francisco? No es fruto de un traspaso o de una «ilusión»; no es contra la naturaleza, como –lo veremos enseguida– pensó de él Freud, sino que es la realización de la esencia misma de la persona y, por tanto, también de su naturaleza.
Todos queremos la unidad. Detrás de la palabra «felicidad» no hay acaso ninguna otra que responda a una necesidad tan apremiante del corazón humano como la palabra «unidad». Somos «seres limitados, capaces de infinito» (ens finitum capax infiniti), y eso quiere decir que somos criaturas limitadas que aspiramos a superar nuestro límite, para ser «de alguna manera todo» (quodammodo omnia). No nos resignamos a ser solo lo que somos. Es algo que forma parte de la estructura misma de nuestro ser.
Desde esta luz, que no es solo moral, sino metafísica, se puede releer la afirmación de Sartre: «El infierno son los otros». Los demás, los distintos de mí, son lo que yo no soy. Y no tanto porque tienen algo que yo no tengo, sino porque son algo que no soy. Simplemente porque existen. Con su simple existir me recuerdan mi límite, que yo no soy el todo. Ser un individuo particular significa, en efecto, ser lo que se es, y no ser todo lo demás significa ser como un pequeñísimo istmo de tierra firme rodeada por todas partes por el gran mar de mi «no ser». Los demás, entonces, son abismos de «no ser» que se me abren amenazadoramente en derredor. De esto a decir que los demás son mi infierno, en una visión puramente filosófica, y por añadidura atea, no hay más que un paso.
Establecer relaciones de amor es el único modo posible para colmar los «abismos» que se nos abren alrededor, es un tender puentes hacia las otras islas y alcanzar la «tierra firme» o como se quiera llamar esta meta final: Dios, nirvana u otro. Esta visión está particularmente presente en el pensamiento ruso, que ha llegado a oponer al célebre principio de Descartes (cogito, ergo sum, «pienso, luego existo») el de es, ergo sum, «eres, y por eso yo también soy, tu existencia es percibida por mí como mía; a través de tu existencia sé que yo existo» 18.
En el amor, el hombre se realiza como persona, como sujeto capaz de ponerse en relación con los demás. Pero se realiza también como naturaleza. La persona no se puede reducir al mero sujeto. El hombre, como persona y como autoconciencia, está constituido por una dimensión espiritual absolutamente personal, irrepetible; esta, sin embargo, está inseparablemente unida a lo que se denomina naturaleza humana, que es común a todos los hombres. De este modo, el amor entre las personas es, sí, una relación intersubjetiva, pero incluye también una dimensión objetiva constituida por la naturaleza.
Esto explica por qué el amor de Francisco no se detiene en las solas personas, sino que se extiende también a todo lo creado. El ecologismo de Francisco nace de aquí. No es solo respeto, sino amor hacia lo creado. Los adjetivos que él usa en el Cántico del hermano Sol para definir a las criaturas son como caricias que distribuye pasando entre las cosas, casi tocándolas con las manos. Messer, es decir, «mi noble señor», es el sol; «claras, preciosas y bellas» son la luna y las estrellas; «humilde y casta» es la hermana Agua; «bello, alegre, robusto y fuerte» es el hermano Fuego.
Una canción, nacida como banda sonora de la película de Zeffirelli sobre Francisco, Hermano Sol, hermana Luna, expresa de forma sencilla pero profunda la meta alcanzada por Francisco en esta progresiva expansión suya de conciencia y de amor, hasta coincidir con los límites mismos de la realidad:
Dulce sentir cómo en mi corazón
ahora humildemente está naciendo amor.
Dulce comprender que no estoy ya solo,
sino que soy parte de una inmensa vida,
que generosa resplandece en torno a mí:
don de él, de su inmenso amor.
Dos cosas hay que precisar para no malinterpretar la cualidad de las relaciones en Francisco. Sus relaciones con las criaturas nunca son relaciones entre dos. Entre él y el leproso, como entre él y el hermano Sol, siempre está Dios en medio. Francisco acoge el amor infinito de Dios y lo remite hacia él y hacia las criaturas como el eco que una cavidad remite a la fuente de la voz. Él no es, sin embargo, un puro canal de transmisión, porque en este paso el amor se ha coloreado de la libertad humana y esto lo hace diferente y nuevo. En Francisco vemos realizada la definición que Tomás de Aquino da del amor como «amor con el que Dios nos ama y con el que nos hace capaces de amarle a él y al prójimo» 19.
La otra cosa que hay que señalar es que el amor de Francisco no es «ciego», y por eso no es «injusto respecto a su objeto», que es la objeción que Freud puso a la idea de amor universal 20. En su universalismo, él acoge a buenos y malos, como, al decir de Jesús, Dios «hace llover sobre buenos y malos» (Mt 5,45); sin embargo, no acoge del mismo modo el bien y el mal; solo distingue el pecado del pecador. En su Regla pide a los frailes que no juzguen a los ricos, pero habla con insólita severidad contra la idolatría del dinero.
El motivo de esta distinción es que la persona es creada por Dios y conserva su dignidad, a pesar de todas las depravaciones que pueda cometer; el pecado no es obra suya, sino del «enemigo», como la cizaña sembrada entre el trigo bueno (Mt 13,39). La verdadera injusticia respecto al amor se realiza cuando se elimina la distinción entre bien y mal y en su lugar se propone como ideal el ir «más allá del bien y del mal».
He aludido a la existencia de una interpretación de Freud de la naturaleza del amor de Francisco, y es útil dedicarle un poco de espacio, también porque su valoración no toca solo a Francisco de Asís, sino a todo potencial candidato al título de genio religioso. Ha ocurrido con Francisco de Asís lo que sucedió con otros genios religiosos o filósofos, es decir, que fueron interpretados a veces no como ellos se comprendieron a sí mismos, sino como, según sus comentaristas, deben ser comprendidos, es decir, de manera totalmente diferente. Le ocurrió, por ejemplo, a Kierkegaard, que hizo de la fe su razón de vida, y de la que Heidegger y otros terminaron por hacerle precursor del ateísmo y del nihilismo existencialista.
En su ensayo de 1930 titulado El malestar en la cultura, Freud parte del tema de la búsqueda de la felicidad como fin de la vida. Su tesis es que la religión, como por lo demás la propia civilización, es más bien un obstáculo más que una ayuda en esta búsqueda de la felicidad, por las inhibiciones que impone a los impulsos primarios de la persona. Admite, en cambio, que una pequeña minoría pueda encontrar en la religión una satisfacción del deseo de felicidad, con la condición de no pequeños compromisos, en la práctica bajo forma de sublimación. Vale la pena leer la conclusión que saca sobre el amor en Francisco de Asís:
Gracias a su constitución, una pequeña minoría de estos logra hallar la felicidad por la vía del amor; mas para ello debe someter la función erótica a vastas e imprescindibles modificaciones psíquicas. Estas personas se independizan del consentimiento del objeto, desplazando a la propia acción de amar el acento que primitivamente reposaba en la experiencia de ser amado, de tal manera que se protegen contra la pérdida del objeto, dirigiendo su amor en igual medida a todos los seres en vez de volcarlo sobre objetos determinados; finalmente, evitan las peripecias y defraudaciones del amor genital, desviándolo de su fin sexual, es decir, transformando el instinto en un impulso coartado en su fin. El estado en que de tal manera logran colocarse, esa actitud de ternura etérea e imperturbable, ya no conserva gran semejanza exterior con la agitada y tempestuosa vida amorosa genital de la cual se ha derivado. San Francisco de Asís fue quizá quien llegó más lejos en esta utilización del amor para lograr una sensación de felicidad interior 21.
Siguiendo el ejemplo de Francisco de Asís de no hablar contra los demás, sino solo a favor de la verdad, me abstengo de toda crítica de la opinión de Freud, también porque no tengo la competencia para hacerlo. Querría tratar de mostrar positivamente cuál es la verdadera relación que existe en la vida de Francisco entre amor y búsqueda de la felicidad. De un candidato al título de genio religioso es justo esperar que tenga algo que decir sobre un sentimiento tan universal y tan arraigado en el ser humano como es la búsqueda de la felicidad. Francisco tiene un camino suyo a la felicidad que no ha teorizado, sino mostrado con toda su vida, y de ello me gustaría hablar.
Es una experiencia humana universal, expresada en el arte y en la literatura, que en esta vida el placer y el dolor se suceden con la misma regularidad con la que, al recuperarse de una ola en el mar, sigue una bajada y un vacío que aspira al náufrago. «Un no sé qué de amargo –según el poeta pagano Lucrecio– surge desde lo íntimo mismo del placer y nos angustia en medio de nuestras delicias» 22. El uso de la droga, el abuso del sexo, la violencia homicida, en el momento producen ebriedad del placer, pero llevan a la disolución moral y frecuentemente también física de la persona. Eros y thanatos –por decirlo en términos queridos para Freud–, amor y muerte, son como dos hermanos siameses. Quien está satisfecho experimenta pronto el aburrimiento provocado por los objetos de su satisfacción. La satisfacción de los deseos es una insatisfacción camuflada si no está regida por una finalidad más profunda que solo puede dar un «amor oblativo».
Francisco recorrió en la juventud esta vía hacia la felicidad que pasa a través de la satisfacción de los «instintos primarios», especialmente el del eros y el de la gloria, pero no tardó en sentirse profundamente insatisfecho de ello. Esto explica el período de profunda melancolía que las fuentes dejan entrever en la vida de Francisco tras el sueño de Spoleto 23 y la elección definitiva del nuevo camino. La resolución de su crisis existencial sucedió en el momento del encuentro con el leproso. Allí, en un instante, Francisco se encontró que tenía que decidir si buscar la alegría secundando su instinto o superándolo. Las palabras con que inicia su Testamento indican el verdadero motivo de su cambio de vida:
El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar así a hacer penitencia, pues, estando yo dentro del pecado, me parecía algo demasiado amargo ver a los leprosos; y el Señor mismo me condujo entre ellos y fue misericordioso con ellos. Y, al alejarme de ellos, lo que me parecía amargo se me cambió en dulzura de alma y cuerpo.
El poeta pagano Lucrecio habla de lo dulce que se hace amargo en los placeres humanos; Francisco habla de algo amargo que se ha convertido en dulce tras su victoria sobre sí mismo. Estamos en presencia de un nuevo tipo de placer, el que no precede al dolor como su causa, sino que lo sigue como su fruto. La relación entre eros y thanatos ha cambiado: no es la muerte la que tiene la última palabra, sino el eros, la felicidad del amor.
Francisco no inventó esta revolución en la búsqueda de la felicidad. La tomó del Evangelio de Cristo. El misterio pascual de muerte y resurrección, la gloria que brota de la cruz, es su fundamento. En formas diversas, sin embargo, esta vía la proponen también otras religiones, por ejemplo el budismo, que propone el logro del nirvana a través del apagamiento, no de la satisfacción de los deseos.
Aceptar el sacrificio para tener la alegría no significa ser masoquistas e imponerse quién sabe qué mortificaciones o renuncias. A algunos se les puede pedir también esto; pero normalmente se trata solo de las renuncias necesarias para cumplir el propio deber y permanecer fieles al propio estado de vida. No es renuncia a todos los placeres de la vida, es solo a los placeres «egoístas» que reducen a lo demás –personas o cosas– a objeto del propio deseo.
Toda la vida de Francisco es la confirmación de que no se trata de una revolución fantasiosa que ha corrido en la mente, pero no en la vida real. Probablemente, nadie ha gozado de las cosas bellas del mundo como él, que no quiso poseer ninguna de ellas. Él se convierte en el santo de la «perfecta alegría», no tolera que sus frailes estén tristes. A veces no logra retener el ímpetu de la alegría que tiene en el corazón y canta, o, con dos trozos de madera, improvisa como músico de violín. Es un objetivo alcanzado por pocos –en esto tiene razón Freud– pero está abierto a todos. El atractivo de seguirlo es una de las razones por las que existen los santos y los genios religiosos. ¡Y a lo que, si se me permite decirlo, deberían contribuir también los psicólogos!
Hoy tenemos ante nuestros ojos una prueba evidente de que la felicidad no puede surgir de la posibilidad de secundar los instintos primarios. Después de Freud, la «civilización» ha dejado de frenar la satisfacción del instinto sexual; por el contrario, se ha transformado en un poderoso incentivo a su favor. ¿Podemos decir, sin embargo, que la humanidad surgida de la llamada «revolución sexual» es más feliz que la de otro tiempo?
Un detalle debe considerarse antes de terminar el discurso sobre Francisco y el amor. ¿Qué parte ha tenido en él el amor y la amistad con Clara, es decir, su relación de hombre con una mujer? Podemos admitir, al menos al principio, la presencia de un elemento erótico en la relación entre Francisco y Clara, como es natural entre un hombre y una mujer, con la condición de entender la palabra eros no en el sentido «vulgar» de sensual, sino en el sentido «noble» en que expresa la alegría, la maravilla y la atracción en presencia de lo distinto y de lo bello. Los Padres de la Iglesia descubrieron este significado distinto de eros leyendo a Platón, y desde ese momento no dudaron en elogiar al eros hasta escribir que «Dios es eros» 24.
La relación con Clara y, en menor medida, con otras mujeres, como la famosa Jacoba dei Sette Soli, sirvió a Francisco para superar los tabúes respecto al otro sexo y para purificar su eros juvenil. El amor erótico tuvo en la vida de Francisco la tarea que tiene el vector de un misil espacial: sirve para llevar la nave a órbita; una vez cumplida esta tarea, el vector cae a tierra, ya no hay necesidad de él. Esto no significa que Francisco no pudiera ya tener tentaciones de la carne, sino que ellas ya no hacían más que reforzar y dar una calidad exquisitamente humana a su amor hacia todas las criaturas. El eros, tal como lo entiende Freud, no era la fuente de su amor universal, sino una cualidad de este. La fuente última, tanto para él como para Pablo, es «el amor de Dios en Cristo Jesús» (Rom 8,39).
Quien ha entendido mejor la naturaleza de la relación entre Francisco y Clara fue el iniciador de los estudios históricos sobre Francisco, el pastor calvinista Paul Sabatier, discípulo de Ernest Renan. Él se expresa así a este respecto:
Aquí, más que nunca, hay que renunciar a los juicios del hombre común, que no es capaz de entender un tipo de comunión entre hombre y mujer en la que no tenga parte el instinto sexual [...]. Existen almas tan poco terrenas y tan puras que de golpe entran en el santo de los santos y, una vez dentro, el pensamiento de otra unión no sería solo una caída, sino algo imposible. Tal fue el amor entre san Francisco y santa Clara. Sin embargo, estas son excepciones, y su pureza tiene algo de misterioso; es tan grande que, proponiéndola a los hombres, se corre el riesgo de hablarles una lengua incomprensible o incluso peor 25.
En el diálogo en torno al genio religioso, como en general en la confrontación entre ciencia y fe, se encuentra a menudo una crítica dirigida a los creyentes por parte de médicos y psicólogos: la de no tener en cuenta el parecer de la ciencia en sus juicios sobre fenómenos ligados a la santidad y a la mística. Esto fue ciertamente verdad, sobre todo en el pasado, cuando, además, no se conocían los resultados de estas ciencias y, sin embargo, es bueno recordar que también existe un peligro opuesto. Muchas críticas de la ciencia respecto a la religión se basan en el hecho de que el creyente no puede ser objetivo, porque su fe le impone de partida la conclusión a la que llegar. Es decir, actúa como pre-comprensión y pre-juicio. Me parece que, en toda esta discusión, no se tiene en cuenta que el mismo perjuicio actúa, en sentido contrario, también en el científico no creyente. Si él parte del presupuesto indiscutible de que no existe Dios, no existe lo sobrenatural ni lo espiritual y, por tanto, no existe el milagro, su conclusión solo podrá ser una, y dada ya desde el comienzo. ¿Podía Freud dar una explicación diferente del amor universal de san Francisco y de los fenómenos espirituales en general?
Francisco de Asís, genio humilde
Según Dante Alighieri, toda la gloria de san Francisco de Asís brotó de su «hacerse manso», es decir, de su humildad. Con ello ha caracterizado uno de los requisitos indispensables para que se pueda hablar de genio religioso, como pone muy bien de relieve Goshen-Gottstein en su intento de delinear los rasgos que lo caracterizan 26.
En el último encuentro entre las religiones celebrado en Asís del 18 al 20 de septiembre de 2016, David Brodman, un rabino de Tel Aviv superviviente de la Shoá, dio un testimonio que es, él mismo, un ejemplo de cómo los héroes de una religión pueden ser reconocidos y tomados como modelo por personas pertenecientes a otros credos:
Maimónides, nuestro filósofo, dice que la virtud más grande es la humildad, y la humildad es signo de santidad. He visto en el papa Francisco un claro ejemplo de humildad y santidad para nuestro tiempo, igual que san Francisco fue un gran ejemplo para el suyo.
Una de las Admoniciones que se nos han conservado de él nos muestra lo profundo que era el grado de humildad al que Francisco tendía: «Bienaventurado aquel siervo que no se enorgullece por el bien que el Señor dice y obra por medio de él más que por el bien que dice y obra por medio de otro» 27. Conociendo su firme decisión de no pedir a los demás algo que él mismo no hubiera puesto en práctica, podemos sostener que a esta meta altísima él había llegado al final de la vida.
En el presente contexto, sin embargo, considero útil no insistir tanto en los significados ascéticos y místicos a los que estamos acostumbrados a asociar la «virtud de la humildad» cuanto en el sentido más general de objetividad y autenticidad. Francisco venció la difícil batalla entre la apariencia y el ser. El hombre –escribió Pascal– tiene dos vidas: una es la vida verdadera; la otra, la imaginaria que vive en su opinión o en la de la gente. Nosotros trabajamos sin descanso por embellecer y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos lo verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos damos prisa por hacerlo saber, de un modo u otro, para enriquecer con esta virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos incluso a olvidarnos de nosotros para añadir algo a él, hasta consentir a veces ser cobardes, con tal de parecer valientes y dar incluso la vida, con tal de que la gente hable de ello 28.
A Francisco le horrorizaba la hipocresía más que cualquier otra cosa. Se leen a este respecto episodios que llevan el sello inconfundible de su estilo como para que no hayan sucedido realmente. Una vez que, debido a su enfermedad, durante la Cuaresma, sus hermanos le habían aderezado los alimentos con tocino, quiso que lo supieran todos para que no apareciese en lo exterior más austero de lo que era en realidad; por el mismo motivo, si, por el frío, le cosían un trozo de piel dentro de la túnica, quería que se colocara también un trozo en el exterior 29. «El hombre –solía decir–, lo que es delante de Dios, eso y nada más es» 30.
Solo cuando toma como medida a Dios y vive bajo su mirada, la persona se conoce en la verdad. Mientras se mira en relación consigo misma, con los demás, con la sociedad, no se conoce verdaderamente: le falta la medida. Francisco, tras su conversión, vivió constante y gozosamente bajo esta medida absoluta. Una «florecilla» –de cuya historicidad de fondo no se tienen motivos para dudar– nos lo presenta mientras pasa horas enteras de noche en el bosque planteándose dos preguntas, iluminándose y oscureciéndose alternativamente en el rostro: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? ¿Qué soy yo, vilísimo miserable y siervo tuyo inútil?» 31.
Lo que Søren Kierkegaard llama «la infinita diferencia cualitativa» entre el Creador y las criaturas 32 es una conciencia que marca toda la vida y la oración de Francisco. Su sentimiento humilde y gozoso de la grandeza ilimitada de Dios y de la nulidad del hombre está testimoniado de modo admirable por las palabras iniciales de su Cántico de las criaturas:
Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son la alabanza, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
En estas palabras últimas se advierte el eco del precepto bíblico de no tomar el nombre de Dios en vano (Ex 20,7) y de la práctica judía según la cual el hombre debe abstenerse incluso de pronunciar el nombre de Dios. Si la esencia de la religión, como pensaba Friedrich Schleiermacher, consiste en el radical «sentimiento de dependencia» de Dios (Abhängigkeitsgefühl), en Francisco vemos realizado también este componente importante del genio religioso.
El pensamiento filosófico ha llegado por cuenta propia a proponer una forma de humildad, aunque, a diferencia de la religiosa, no como virtud, sino como necesidad. ¿Cuál es –se pregunta Heidegger– ese «núcleo sólido, seguro e infranqueable» al cual la conciencia llama al hombre y sobre el cual debe basarse su existencia, si quiere ser «auténtica»? Y la respuesta fue: ¡su nada! Todas las posibilidades humanas son, en realidad, imposibilidades. Cualquier intento de proyectarse y de elevarse es un salto que parte de la nada y termina en la nada 33. Existencia auténtica es, así, la que comprende la radical nulidad de la existencia y que sabe «vivir para la muerte».
También Francisco ha llegado a considerarse una «nada». La diferencia es que, con todos los grandes creyentes –al menos los creyentes en un Dios personal– se siente una nada querida y amada por quien es el Todo. Lo que emerge de positivo de la confrontación es la confirmación del hecho de que la humildad es la verdad, y que no se es «auténtico» si no se es humilde, es decir, consciente del propio nada creatural. «Me preguntaba un día –escribe santa Teresa de Jesús– por qué el Señor ama tanto la humildad, y me vino a la mente de repente, sin ninguna reflexión mía, que eso debe ser porque él es la suma Verdad y la humildad es la verdad» 34.
Esta humildad-verdad es una actitud positiva, no negativa, impulsa a la magnanimidad, no a la pusilanimidad, no es «el cáncer de la humanidad», sino el remedio para su verdadero tumor, que es el orgullo. Jesús no prohíbe querer «sobresalir»; solo ha cambiado el modo de hacerlo: no elevándose por encima de los demás para convertirlos en el pedestal de la propia grandeza, sino haciéndose el servidor de los demás: «Si alguno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).
No siempre es fácil juzgar cuánto ama y a quién ama un supuesto genio religioso, pero es más fácil juzgar si es humilde o no, si en el centro del universo se pone a sí mismo o si pone a Dios, si busca su propia gloria o el bien del prójimo. La ostentación de virtudes o de poderes especiales, fin en sí mismos, hechos solo para impresionar a la gente, debería bastar por sí sola para borrar un nombre de la lista de los posibles candidatos al título de genio religioso.
Francisco, hombre libre
Hablo, por último, de la tercera gran conquista de Francisco, la libertad, porque considero que es el fruto, en gran parte, de las dos anteriores, el amor y la humildad. La humildad ha liberado a Francisco del temor a disgustar a los hombres. Es algo muy distinto de lo que se entiende comúnmente por libertad. No es libertad respecto de los demás, sino libertad para los demás. Es, sobre todo, libertad de sí mismo. «Come del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gn 2,17) –escribe Francisco en una de sus Admoniciones– aquel que se adueña de su voluntad» 35; por eso la reconquista de la libertad pasa ahora a través de la expropiación de la propia voluntad. «Para llegar a ser libre –decía un santo monje ortodoxo–, antes que todo hay que “atarse” a sí mismo» 36. Francisco lo hizo y llegó a ser un hombre verdaderamente libre.
Esta libertad interior es lo que explica la capacidad de innovación, que es uno de los rasgos más comunes del genio religioso. Aparece sobre todo en el modo en que Francisco se sitúa frente al Evangelio, rompiendo viejos hábitos y maneras de pensar. Con él es como si la cal que se había venido depositando en los «canales» de la tradición cristiana, haciéndolos cada vez más estrechos, se deshiciera de golpe y el agua del Evangelio volviera a discurrir a borbotones. Hasta qué punto los contemporáneos fueron impresionados por la novedad de Francisco, se entiende por el hecho de que muchos, incluido san Buenaventura, vieron realizada en él la profecía de Joaquín de Fiore sobre «el ángel que sube desde el Oriente» (Ap 7,2), que inaugura la era nueva del cristianismo, la era de los perfectos y del Espíritu 37.
Es difícil citar hechos particulares, porque cada uno de sus gestos y palabras llevan el sello de esta novedad y de esta frescura. Los primeros biógrafos acuñaron para él la expresión «hombre nuevo» 38. El mismo nombre de «frailes menores», dado a los miembros de su Orden, era en aquel tiempo una novedad. Nuevo es su modo de concebir la autoridad –«ministros», es decir, siervos, no «superiores»–, nuevo el modo de concebir las relaciones entre las personas –hermanos, hermanas–, nueva su denuncia del peligro del dinero y de la riqueza en la Iglesia, nueva y libre su actitud hacia la práctica del ayuno. En una cultura monástica en que la práctica del ayuno ocupaba un lugar central y estaba sometida a una reglamentación detalladísima, a los frailes, cuando van por el mundo, Francisco les da la regla evangélica: «Comed lo que se os ponga delante» (Lc 10,8) 39. Una noche en la que uno de los frailes gritaba por el hambre, Francisco ordenó preparar la mesa y comenzó a comer él el primero, para que el fraile no se sintiera humillado 40.
A su muerte, los contemporáneos tuvieron la sensación como del paso de un ciclón, pero un ciclón de paz 41 que deja el cielo nítido y transparente, sin dañar las cosas sobre la tierra. Incluso en el arte se registra el tránsito de Francisco. Un estudioso alemán ha visto en Francisco de Asís a aquel que ha creado las condiciones para el nacimiento del arte moderno renacentista, en cuanto que libera a personas y acontecimientos sagrados de la rigidez estilizada del pasado y les confiere humanidad y vida 42. El ejemplo más conocido en este ámbito es el episodio de la Navidad de Greccio, al que se hace remontar la institución misma del belén. El motivo que impulsó a Francisco a representar en vivo el nacimiento de Jesús era el deseo de «ver con los ojos del cuerpo» los inconvenientes en que se había encontrado el Hijo de Dios 43. Sin duda, Francisco fue un innovador en el ámbito lingüístico, acelerando con sus versos y el Cántico de las criaturas el paso del latín al italiano.
La novedad realizada por Francisco resulta tanto más eficaz y duradera cuanto que él no la busca ni quiere por sí misma, sino que es más bien el fruto espontáneo de su vida y de su obrar. Él nunca pensó en ser llamado a reformar la cristiandad. Hay que estar atento a no sacar conclusiones equivocadas de las famosas palabras del Cristo crucificado de San Damián: «Ve, Francisco, repara mi Iglesia, que, como ves, va a la ruina» 44. Las fuentes biográficas nos aseguran que él entendió esas palabras en el sentido muy modesto de tener que reparar materialmente la iglesita de San Damián. Fueron los discípulos y los biógrafos quienes interpretaron –con razón– aquellas palabras como referidas a la Iglesia universal y no solo a la iglesia edificio. Francisco, por su cuenta, permaneció siempre en su interpretación literal, como demuestra el hecho de que continuó reparando otras iglesitas de los alrededores de Asís que estaban en ruinas. Incluso el sueño en el que Inocencio III habría visto al Poverello sostener con sus hombros la iglesia decrépita de Letrán, símbolo de toda la Iglesia católica, no dice nada diferente. Supuesto que el hecho sea histórico, ¡el sueño fue del papa, no de Francisco! Él nunca se vio como lo vemos nosotros hoy en el fresco de Giotto en la basílica superior de Asís. Esto significa ser reformador por vía de santidad: ¡serlo sin saberlo! En esto se ve cómo la santidad es la coronación del genio religioso.
Francisco de Asís visto desde lejos
Este primer intento, modesto y provisional, de pasar del análisis conceptual de la categoría del genio religioso a su aplicación práctica a la vida de uno de ellos confirmó en mí el interés que experimenté desde el primer momento por el proyecto del Instituto Elías. En la base del proyecto está la convicción de que el diálogo y el intercambio amistoso entre las religiones no solo sirven para conocer mejor la fe de los otros, sino también para conocer mejor las potencialidades de la propia. Esto es lo que he experimentado personalmente en el intento de releer la vida de Francisco de Asís a la luz del concepto de genio religioso. Me ha ayudado a descubrir aspectos de la santidad de Francisco a los cuales no había prestado jamás atención anteriormente. Menciono algunos: la detección de las tres «conquistas» de Francisco que he puesto de relieve –amor, humildad y libertad– es fruto del debate sobre el concepto de genio religioso; a ella debo también la reflexión sobre imitación y originalidad, sobre las potencialidades que la figura de Francisco encierra para el diálogo interreligioso, sin hablar del hecho mismo de reconocer en el santo de Asís un caso ejemplar de «genio religioso». El Francisco «visto desde lejos», sobre el trasfondo de todo el panorama religioso de la humanidad, revela cosas que no se vislumbran en el Francisco «visto de cerca».
Este modo de considerar la figura de Francisco ayuda, entre otras cosas, a liberarse definitivamente de ciertas imágenes superficiales y engañosas sobre él. Pienso en el Francisco ejemplar de una santidad dulzona y desencarnada, reducido a santito de estampa, que ha llevado en ciertas épocas a un auténtico rechazo de la figura del Poverello. Pienso también en interpretaciones más recientes, como la del Francisco poeta «dulce estilo nuevo» y hippy ante litteram de Franco Zeffirelli 45, o en la del Francisco juglaresco del Premio Nobel Darío Fo 46.
Estas y otras modernas trasposiciones en la pantalla del acontecimiento de Francisco tienen su elemento de verdad y a veces indudable valor artístico, pero, ¡ay si se reduce a ellas el genio y la santidad del santo! Sería difícil seguir considerándolo como «patrimonio de la humanidad».