Читать книгу Alguien que te quiera con todas tus heridas - Raphael Bob-Waksberg - Страница 10

Una OCASIÓN más que PROPICIA y DICHOSA

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Así que si quieres conocer la opinión de un montón de personas sobre la forma correcta en la que se ha de celebrar una boda, la mejor manera es decirle a la gente que te vas a casar; entonces te garantizo que te vas a hinchar a escuchar la opinión de los demás. Personalmente, la parte de escuchar la opinión de todo el mundo no fue el motivo número uno por el que le pedí a Dorothy que se casara conmigo. Se lo pedí porque la quiero. Pero es decírselo a la gente y todo el mundo se lo toma como una invitación personal para decirnos exactamente qué deberíamos hacer.

«Tenéis que iluminar el altar con velas», dice Nikki, la mejor amiga de Dorothy, nada más se lo comunicamos, antes incluso de darnos la enhorabuena. «Y las velas deberían ir aumentando de altura hasta llegar al nivel del altar, como símbolo de que vuestro amor y compromiso se fortalece y brilla con más luz cada día».

«Nos gustaría tener una boda íntima y sencilla», digo. «No queremos que nuestra boda se convierta en un evento grande e historiado».

«Pero Peter, tiene que haber velas», dice Nikki. «Si no, ¿cómo va a hacer el demonio del amor medio ciego para escribir vuestros nombres en el Libro de la Devoción Eterna?».

«Ohh», dice Dorothy avergonzada. «Se me había olvidado que el demonio del amor medio ciego tenía que escribir nuestros nombres en el Libro de la Devoción Eterna».

Salgo por la tangente: «¿No crees que eso está un poco pasado de moda? Quiero decir, mi primo Jeremy no tuvo velas en su boda y su matrimonio va bien, incluso sin que el demonio del amor escribiera sus nombres».

Dorothy me clava los ojos y sé lo que está pensando. ¿No era mi primo Jeremy el que la semana pasada se estaba quejando de las alfombras nuevas que su mujer había comprado para el segundo Santuario de la Agitación que habían instalado encima de su Choza de Oración? Quizás tendrían una comunicación más eficiente si hubiesen puesto velas en su boda para que así el demonio del amor medio ciego pudiera escribir sus nombres correctamente en su libro. Sé que estoy librando una batalla perdida, pero vuelvo a recalcar: «Está claro que no podemos hacerlo todo. Queríamos algo sencillo».

A Nikki no le afecta este razonamiento. «Vale, pero ¿qué os cuesta poner velas? No os digo que alquiléis un dirigible o algo así. Son velas. Podéis conseguirlas literalmente en la farmacia».

Dorothy me mira con sus grandes ojos color avellana y entonces sé que esto es algo que quiere de verdad (a pesar de que fue ella la primera que dijo que debíamos hacer algo sencillo).

«Bueno, veamos qué tienen en la farmacia», sugiero.

A Dorothy se le ilumina la cara como si fuera una Pira Hibernal y me resigno a pensar que definitivamente va a haber velas de altura creciente iluminando el altar en nuestra boda.

Pero la principal cuestión sobre la que todo el mundo tiene que ofrecer su punto de vista es en qué momento llevar a cabo el sacrificio caprino para el Dios de Piedra.

«Convendría hacerlo al empezar», dice mi madre. «Así os lo quitáis de en medio y todo el mundo sabrá que habéis apaciguado al Dios de Piedra, y que vuestro matrimonio ya es legal y tiene su bendición».

«¿Lo dices en serio?», dice mi hermano pequeño. Está estudiando en la universidad para ser sacrificador de cabras, por lo que obviamente sabe mucho del tema. «¿Sabes de cuánta sangre estamos hablando? Tienes que hacer el sacrificio al final, si no, podrías resbalarte con las tripas de cabra al hacer la Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque, y la sangre pondría perdida tu túnica nupcial y el vídeo acabaría en uno de esos blogs de bodas que salen mal».

En ese momento, no reúno la valentía suficiente para decirle que no tenemos pensado hacer la Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque, y que probablemente no llevaremos las tradicionales túnicas nupciales, y que bajo ningún concepto vamos a contratar a un cámara.

Mi madre niega con la cabeza. «En realidad no es tanta sangre —dice mirando directamente hacia mi hermano—, si se llama a un buen sacrificador».

La cara se le pone colorada, como le pasa siempre que siente que nadie le está tomando en serio. «Ni aunque llamasen al mejor sacrificador de la ciudad —dice—, ni consiguiendo que venga Joseph el Siempre Santificado…».

«Por favor», se burla mi madre. «No podrían conseguir a Joseph el Siempre Santificado con tan poca antelación».

«Incluso si se pudiera —dice mi hermano—, te digo que habría muchísima sangre».

Dorothy deja la servilleta sobre su plato de pasta con salsa marinera. «He terminado».

«Lo siento», le digo de camino a casa, volviendo del Olive Garden. «Sé que mi familia es algo exagerada».

«Me encanta tu familia», dice Dorothy. «Solo intentan ayudarnos».

«Tendríamos que habernos fugado», le digo. «Podríamos haber evitado todo este estrés y habernos gastado el dinero en la luna de miel». Conforme lo digo sé que aquello es una tontería, porque a) ¿qué dinero? El único motivo por el que podemos permitirnos celebrar la boda es porque el padre de Dorothy es un pez gordo de la Compañía De Runas Divinatorias y consiguió que su filial nos la patrocinara. Al principio yo tenía algunas dudas sobre celebrar una boda patrocinada por una empresa, pero, al fin y al cabo, es el padre de Dorothy —no es que estemos tratando de embaucar a los de LensCrafters o algo así—, y si eso se traduce en poder celebrar nuestra boda en la Iglesia Buena, la que tiene vidrieras y asientos cómodos, en lugar de en la sala polivalente del centro deportivo, en la que, no importa cuántas velas enciendas, siempre huele un poco a desinfectante y a requesón (como si alguien hubiera usado desinfectante para tratar de quitar el olor a requesón, pero entonces se hubiese olido demasiado a desinfectante, por lo que pusieron más requesón, y todavía a fecha de hoy están haciendo esfuerzos para conseguir la ratio perfec­­ta desinfectante-requesón). Bueno, si podemos evitarnos todo ese jaleo, entonces quizás merezca la pena poner unos pocos carteles de la Compañía de Runas Divinatorias y hacer una breve mención en nuestros votos a los múltiples beneficios y utilidades de las asequibles runas divinatorias doblemente santificadas. Pero, además, b) incluso si pudiéramos permitirnos viajar a algún lado en nuestra luna de miel, los dos sabemos que no podría cogerme días libres. Ya estoy pensando en trabajar durante la Semana de Cosecha, porque en la cantera te pagan la mitad más en los festivos y ya estoy contando con ese dinero para poder pagar el alquiler mientras Dorothy termina su máster en Trabajo Social.

«En realidad lo único que me saca de quicio es lo de las cabras», dice Dorothy. «Una vez que sepamos qué hacer con ellas, el resto de cosas se irán solucionando».

De repente, se me ocurre una locura. Y tal es la locura que no puedo ni decirla en voz alta, pero conforme se abre paso en mi mente siento que no puedo callármela, así que estallo: «¿Quieres que no sacrifiquemos las cabras y ya?».

Dorothy se queda callada un instante y sé que en el momento en que pare el coche va a salir corriendo y no va a volver a dirigirme la palabra, y que la próxima vez que la vea será cuando esté en la cola del supermercado y ella salga fotografiada en la portada de una revista del corazón con el titular «¡Mi prometido no quería sacrificar cabras!».

Pero, en lugar de eso, Dorothy dice: «¿Podemos hacer eso?».

Y le digo: «Dorothy, es nuestra boda. Podemos hacer lo que queramos».

Entonces sonríe y yo me siento como debe de sentirse Clark Kent cuando escucha a alguien hablando de Superman.

Pero hacer lo que nosotros queramos resulta ser un problema tremendo a la hora de tratar de sacarnos la licencia matrimonial.

«¿Cuántas cabras vais a sacrificar para el Dios de Piedra?», pregunta la mujer de la ventanilla 5.

«No vamos a sacrificar cabras para el Dios de Piedra», digo lleno de orgullo. «No es esa clase de boda».

La mujer baja la vista hasta el formulario y luego nos mira otra vez. «¿Unas cinco, entonces?».

«No», dice Dorothy. «Cero».

El hombre que está detrás de nosotros en la cola suelta un quejido y se mira el reloj descaradamente.

«No te entiendo», dice la mujer. «¿Te refieres a una o dos? Al Dios de Piedra no le va a gustar que haya tan pocas cabras».

«No», digo. «Ni una ni dos. Cero. No vamos a sacrificar ninguna cabra para el Dios de Piedra».

Ella arruga la nariz. «Bueno, el formulario no da opción de señalar el cero, así que voy a apuntaros cinco».

Acto seguido, viene a visitarnos Nikki, la mejor amiga de Dorothy. «Me he enterado de que solo vais a sacrificar cinco cabras».

«No», empiezo a decir, cuando ella me corta.

«Si no sacrificáis por lo menos treinta y ocho cabras, mi madre no viene. Ya sabéis lo tradicional que es ella con estas cosas».

«Bueno, pero es que no celebramos la boda para tu madre», suelta Dorothy. «Nosotros no queremos hacer lo de las cabras, así que si no es capaz de entenderlo —si no es capaz de apoyarnos—, entonces es que tu madre no debería venir».

«Vaya», dice Nikki, y lo repite para darle más énfasis: «Vaya».

Por supuesto, mi hermano pequeño está desolado. «¿Y qué se supone que les voy a decir a todos mis amigos de la clase de sacrificio caprino cuando se sepa que mi hermano no va a sacrificar cabras en su boda? ¡Voy a ser el hazmerreír!».

«Esto no va contigo», le digo. «Nada de esto incumbe a alguien que no sean las dos personas que se van a casar».

«Pareces tenso», dice mi madre. «¿De verdad no crees que te sentirías mejor si al menos sacrificaras diez cabras?».

«¡¿Diez?!», dice mi hermano. «¡Menuda aberración! La verdad, si nos ponemos así, creo que lo mejor es que no sacrifiquéis ninguna y que recéis para que el Dios de Piedra no se entere».

«Sí», digo. «La idea es esa».

«Vale —dice mi madre—, dejemos lo de las cabras. Pero me preocupa que Dorothy y tú os encarguéis de organizar todo esto vosotros solos».

«No es “todo esto”», le digo. «De hecho, el tema es más o menos ese, que la boda no va a suponer “todo esto”».

«¿Por qué no os buscáis a una wedding planner? Quizás contar con la ayuda de alguien os venga bien a los dos para rebajar la tensión».

«No hay nada que rebajar», le digo lo suficientemen­­te alto y rápido como para que parezca que, efectiva­­mente, sí que existe cierta tensión.

«Pues quién lo diría, oyéndote…», apunta mi hermano pequeño, al que cuando acabe de estudiar sacrificio caprino le vendría de perlas una clase sobre meterse en sus asuntos.

«La única tensión que podemos tener nos viene de fuera», digo. «Es tensión exógena. Entre nosotros no hay ninguna. Además, ¿quién va a pagar a la wedding planner? No puedo pedirle más dinero al padre de Dorothy».

«Pues no la contrates», dice mi madre. «Simplemente id a verla, a ver qué os dice».

Así que pedimos cita a Clarisa la Planificadora de Bodas.

«Lo primero que deberías saber sobre nosotros —le dice Dorothy a Clarisa la Planificadora de Bodas— es que no queremos hacer nada extravagante e historiado», y yo me alegro muchísimo de que Dorothy diga aquello, confirmando una vez más que en absoluto existe tensión alguna.

«Vale», dice Clarisa. «¿Y qué es lo que queréis hacer?».

«Algo muy sencillo», digo. «Recorremos el pasillo. Dorothy está guapísima. Yo llevo un traje. El oficiante dice unas palabras sobre el amor. Entonces yo digo unas palabras. Luego Dorothy dice otras. Quizás la tía Estelle lea un poema de Gertrude Stein. Luego el oficiante dice: “Bueno, ¿entonces os queréis?”. Yo digo: “Sep”. Dorothy dice: “Sep”. Luego nos besamos y todo el mundo aplaude y, al final, bailamos».

«¿La Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque?».

«No. La Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque no. Un baile normal y corriente. “Twist and Shout” o “Crazy in Love”. Esas cosas. Bailamos un par de horas y después cada uno se va a su casa. Una boda que contente a todo el mundo, al estilo Ikea».

«Pero eso no tiene nada de romántico», dice Nikki, la mejor amiga de Dorothy, que por algún motivo también ha asistido a esta reunión.

«En realidad, lo es y mucho —digo—, porque se centra únicamente en nosotros dos. El resto de cosas que nada tienen que ver con nosotros no importan».

«¿Y qué pinta Gertrude Stein aquí?», suelta Nikki.

Dorothy sonríe. «A los dos nos encanta Gertrude Stein. En una de nuestras primeras citas fuimos a ver Doctor Faustus Lights the Lights».

«Ay, me encanta eso», dice la Planificadora de Bodas. «Es especial, es algo único de vosotros dos y tiene significado. Pero me gustaría volver a lo de no-hacer-algo-muy-historiado. Del uno al diez, ¿cómo es esa decisión de inamovible?».

«Diez», digo.

«Diez», dice Dorothy.

«De acuerdo. Bastante, entonces, pero ¿quizás tengamos un poquito de margen?».

«No», digo.

«No», dice Dorothy.

«Vale, me encanta que los dos opinéis igual. Quiero asegurarme de que estáis considerándolo desde un punto de vista práctico, porque parte de los motivos que existen para hacer una ceremonia a lo grande residen en que en cualquier momento puede verse interrumpida por los súbitos Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante. Los Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante pueden extenderse hasta veinte minutos, así que, si no tenéis ninguna otra cosa preparada, de repente todo se reduce al Coro Aullante, y por lo tanto no conseguiréis transmitir esa sensación tan especial que tanto buscáis. Creedme, he visto que ocurría en otras ocasiones».

Dorothy se hunde en la silla y yo intento no flaquear por los dos.

«Pero es que a eso me refiero. No va a haber Coro Aullante».

Dorothy se gira como un faro y enfoca directamente hacia mí. «Espera, ¿estamos seguros de que no va a haber Coro Aullante?».

«¡Pero la mitad de la diversión de la boda parte de ahí!», dice Nikki.

«No parte de ahí», protesto, pero Nikki vuelve a la carga:

«Literalmente, el 50% de la diversión de una boda es no saber cuándo van a dar comienzo los Lloriqueos y Sacudidas y Proclamaciones de Lamentos del Coro Aullante. Si no hay Coro Aullante, ¿para qué celebráis una boda?».

«Porque nos queremos», repongo con resignación, y siento que, si tengo que repetirlo una vez más, no vamos a necesitar Coro Aullante alguno, porque yo mismo voy a empezar a Lloriquear y a Sacudirme y a Proclamar Lamentos.

Dorothy sigue dándole vueltas. «Pues es que no había pensado que no va a haber Coro Aullante, ni siquiera uno pequeño. Si no hay, no va a parecer una boda de verdad».

La Planificadora de Bodas hace una mueca, como si se sintiera realmente avergonzada de que esta discusión estuviese teniendo lugar delante de ella, como si fuese la primera vez que ve a una pareja discrepar sobre los detalles de la boda. «Me parece que todavía tenéis pendiente alguna conversación antes de que pueda saber bien cómo ayudaros».

«Totalmente», dice Nikki orgullosa, y entonces yo pienso que, si Nikki quiere tanto a Clarisa, quizás deberían ser ellas las que se casaran y entonces podrían poner todos los Coros Aullantes que quisieran.

Llegados a este punto, a ambos nos sentaría bien tener un aliciente, así que llevo a Dorothy a la tienda de huevos ceremoniales para echar así un vistazo a los Huevos Promesa. Sé que trae mala suerte que la novia vea su Huevo Promesa antes de la ceremonia, pero cada vez resulta más evidente que Dorothy quizás tiene más Opiniones sobre Nuestra Boda de las que en un principio manifestó, cuando Convenimos Conjuntamente que nos Parecía Bien celebrar una Boda Pequeña y Sencilla, Sin Alardes ni Complicaciones, y además resulta cada vez más evidente que, si voy y elijo el Huevo Promesa sin saber antes su opinión, la voy a cagar, y que va a permanecer en una urna en nuestro salón durante el resto de nuestro matrimonio, y que será un vestigio de cuánto la cagué, un vestigio de cómo siempre la cago, y un vestigio de cómo seguiré cagándola todos los días de nuestra vida.

Todos los de la tienda de huevos ceremoniales son muy amables y encantadores con nosotros. «¡Enhorabuena!», dice Sabrina la Dependienta. «Hacéis una pareja estupenda, lo noto desde ya mismo, y quiero ayudaros a encontrar el Huevo Promesa perfecto. Contadme qué vais buscando. Solo tenéis que darme algunos conceptos, ¡soltémonos!».

«Buscamos algo tirando a pequeño —digo—, ¿quizás algo entre los cincuenta o sesenta centímetros?».

Sabrina asiente. «Ahora se llevan mucho los huevos pequeños; tenéis un excelente gusto. ¿Tenéis pensado que sea en plata? ¿Platino? ¿Oro rosa?».

De algún modo consigo armarme de valor para mascullar: «Estábamos pensando en que… ¿a lo mejor podríamos empezar por los de cobre?».

A Sabrina no se le escapa una: «¡Claro! Tenemos huevos de cobre muy bonitos, serán un punto de partida estupendo. Voy a seleccionar algunos».

«Perdona, imagino que irás a comisión», dice Dorothy.

Sabrina se ríe. «Vamos a encontrar uno que sea fabuloso, te lo prometo». Aprieta el brazo de Dorothy y se dirige a la trastienda.

«No tienes por qué disculparte», le digo.

«Me sabe mal».

«Tenemos tanto derecho a estar aquí como los demás», le digo a Dorothy y también a mí. Sabrina la Dependienta nos enseña diferentes huevos de cobre, todos ellos un poquito más caros de lo que yo tenía pensado pagar, todos ellos un poquito alejados del Huevo Promesa que Dorothy siempre había imaginado tener. Aunque pone buena cara, le noto la decepción en la voz cuando dice: «Este me recuerda un poco al Huevo Promesa de mis abuelos».

Sabrina asiente. «Bueno, es cierto que los huevos de cobre suelen ser un poco más… tradicionales».

Al otro lado de la tienda, otra pareja se deleita en la sección de huevos de platino. El hombre trata de levantar un huevo de más de un metro y hace el tonto poniendo un montón de caras. Tienen pinta de haberse arreglado solo para ir de compras, o quizás, justo después de escoger el huevo, se vayan a montarse en su yate o a jugar al golf o algo así, o quizás siempre se vistan así de bien. De repente me doy cuenta de que llevo los vaqueros sucísimos.

«¿No tenéis alguno que sea un poco más bonito que estos?», le pregunto. Había visitado casas en las que tenían Huevos Promesa de cobre y siempre me había parecido que estaban bien, pero aquí, en la tienda, junto a los demás huevos, se hace evidente lo ordinarios e irrelevantes que resultan. Observo cómo Dorothy pasa el dedo por la vulgar moldura con forma de mariposa de uno de los huevos, y sé que ella está pensando lo mismo que yo, aunque jamás lo admitiría.

«¿Os gustaría echar un vistazo a los de plata?», pregunta Sabrina. «Sé que no queréis nada demasiado sofisticado, pero tenemos opciones de lo más modestas en plata».

Dorothy me mira en plan ¿podemos?

«Vamos a echarles un vistazo a los huevos de plata», digo, una frase que inmediatamente escala a la cima del ranking de cosas más estúpidas que he dicho nunca, seguida muy de cerca por «¿tenéis salsa extrapicante?» y «me gustaba más tu pelo de antes».

Sabrina la Dependienta nos lleva a la trastienda y lo primero que nos enseña es un huevo de plata Félix Wojnowski de 1954 adornado con gemas únicas e iconografía religiosa.

«Quizás este sea algo ostentoso, ¿no?», digo dejando claro a todos los presentes en la sala que mi preocupación primordial no es el precio, sino la ostentación.

«No sé —dice Dorothy—, yo creo que es bonito».

«Sí —digo—, por supuesto que es bonito, pero ¿no te parece algo ostentoso?».

«¿Y qué tal este?», pregunta Sabrina. «Es lo que se lleva ahora: está chapado en plata, así que resulta elegante, pero no demasiado recargado».

Dorothy asiente. «¿Has visto, Peter? Chapado en plata».

Sonrío y bajo la vista a la etiqueta: cuesta ocho veces más que el huevo de cobre más caro.

«Sí, son opciones muy buenas», digo. «Vamos a tener que pensárnoslo».

Pero Dorothy ya ha concluido sus reflexiones. «Quiero llevarme una sorpresa el día de la boda, así que voy a esperarte en el coche. Peter, elijas el que elijas, sé que me va a encantar».

Sale de la tienda y Sabrina me sonríe y dice: «¿Le echamos un ojo a los de platino?».

Me da un escalofrío. «Si vieras nuestro apartamento… La gente como nosotros normalmente no tiene esta clase de Huevos Promesa».

«Bueno, no es raro que el Huevo Promesa sea la pertenencia más preciada que se tiene», repone Sabrina, tratando de ayudar.

«¿Crees que si escojo el de cobre Dorothy me odiará para siempre?»

«¡Por supuesto que no! Ha dicho que le gustará el que elijas, sea el que sea, y creo que es importante fiarse de lo que dice la gente».

Asiento.

«Dicho esto», por algún motivo continúa hablando, «se le ha iluminado la cara cuando ha visto el Wojnowski».

Pienso en Dorothy. Me acuerdo de nuestra primera cita, cuando quise llevarla al autocine, pero me rechazaron la tarjeta de crédito. Me sentí un imbécil, pero se le ocurrió que condujésemos hasta la colina para ver la película sin sonido. Nos inventamos los diálogos, lo que por alguna tonta razón resultó ser más romántico y divertido, y aquella noche me prometí que haría lo que hiciera falta para amar a esa mujer durante el resto de mi vida.

«¿Podría reservar el Wojnowski?», le pregunto. «No puedo permitírmelo ahora mismo, pero quiero comprarlo».

Sabrina gesticula. «No debería… pero parecéis tan enamorados… Quizás pueda esconderlo en algún sitio un par de semanas». Me guiña un ojo y el corazón se me llena de pajaritos que emprenden el vuelo, y tomo nota mental de que tengo que dejarles una buena review en Yelp y llamar a nuestra primogénita como Sabrina la Dependienta.

Me meto en el coche y Dorothy me dice: «No me digas cuál has elegido. Quiero que sea sorpresa».

«No he elegido ninguno», le digo. «He tomado la decisión de ser yo mismo el que fabrique un huevo con cartulinas y limpiapipas».

«Ja-ja». Y continúa: «No, pero es broma, ¿verdad?».

«Pensaba que querías que te sorprendiera».

«Este debe de ser un lugar de trabajo agradable», dice Dorothy. «Te pasas el día rodeado de parejas felices y enamoradas a las que ayudas a planear su futuro juntos».

Le digo: «Sí, y ni siquiera hace falta un máster en Trabajo Social».

Dorothy me lanza una mirada en plan Venga, tío.

Y yo le devuelvo otra en plan ¡Es solo un comentario!

Y ella me mira en plan ¿Qué voy a hacer yo contigo?

La buena noticia es que al día siguiente tiene lugar un accidente en la cantera en el que Frankie Scharff se rompe el peroné. No es que sea una buena noticia para Frankie Scharff, quien ya tiene que cuidar de su marido, que tiene una discapacidad, o para Joey Zlotnik, el tío que se encarga de subirse a la escalera para actualizar la señal de días transcurridos desde el último accidente laboral, porque cuando se puso a colocar el cero gigante, se cayó de la escalera y se rompió el peroné; pero sí que son buenas noticias para mí, porque eso significa que puedo hacer turnos extra en la cantera. Lo que también es un arma de doble filo, lo sé, porque cuantas más horas trabaje, más posibilidades habrá de que tenga un accidente y me rompa el peroné, pero tal y como yo lo veo, las ventajas superan a los inconvenientes. Tal y como yo lo veo, las ventajas son:

1 Me hace parecer una persona ambiciosa y un buen trabajador en equipo a ojos de David y de David el de Dirección.

2 Me pagan más. Esta ventaja es clave, porque implica que así puedo costear los gastos no previstos que puedan aparecer, como, por ejemplo, que mi prometida de repente decida que quiere un Huevo Promesa Wojnowski o un Coro Aullante en la boda, aunque sepa que son cosas que no habíamos presupuestado.

3 Me pagan más. Esto está relacionado con la anterior ventaja, pero no es exactamente lo mismo. El anterior «Me pagan más» atiende a motivos prácticos, pero este tiene que ver más con un tema espiritual. Durante el tiempo que pase haciendo horas extra en la cantera podré pensar en que estoy ganando más dinero para así cubrir los gastos de la boda y los de la vida que voy a pasar con mi futura esposa. Esto me produce una sensación positiva, la de ser el sostén familiar, cosa que resulta muy vergonzosa y trasnochada, y si alguien me hiciera preguntas sobre el tema yo lo negaría, pero lo cierto es que sienta bien.

4 Me ahorro discusiones con Dorothy por cosas de la boda. Este punto me hace sentirme menos bien, pero lo cierto es que conforme más se acerca la boda, más discutimos. Nuestra desavenencia más reciente es si habríamos de participar en la tradicional Semana del Yacimiento con el Gran Cura Kenny Sorgenfrei.

«Tengo que yacer con el Gran Cura Kenny Sorgenfrei», dice Dorothy, «para que así pueda confirmarle a todo el pueblo mi virginidad».

«Pero es que no eres virgen», le digo. «No lo somos ninguno de los dos».

«El tema no es ese», dice. «Es una tradición. Si el Gran Cura Kenny Sorgenfrei no le dice a todo el pueblo que soy virgen, mi madre va a pasar una vergüenza tremenda».

Así que allá que va ella a yacer con el gran cura y yo a echar más horas en la cantera.

Voy a visitar a Frankie Scharff a su casa y le llevo un guiso. Quizás no haya sido muy buena idea, porque aunque Frankie se alegra mucho de ver a un colega del trabajo, la situación en sí me deprime bastante. Vive en un apartamento diminuto con su marido y sus tres hijos. Me sabe mal juzgarla, porque está claro que cada uno se apaña como puede, pero el fregadero está repleto de platos y las paredes tienen humedades (ojo, esto no es culpa de Frankie o de su marido, que parece un buen tío), pero lo peor de todo es el Huevo Promesa que descansa en un rincón. Me doy cuenta de que es uno de los huevos de cobre de la tienda (uno de los que estuve a punto de comprar para nosotros). En la tienda resultaba sencillo, modesto —hasta elegante—, pero en el apartamento de Frankie lo veo tal y como es en realidad: cutre.

Vuelvo a la tienda de huevos y compro el Wojnoswski. Lo cargo a dos tarjetas de crédito diferentes. Me hago la composición mental de que si me cojo todas mis vacaciones cuando no sea temporada alta, podré trabajar durante las vacaciones y que me paguen así horas extra.

¿Deseo pagar cincuenta dólares más para que graben nuestros nombres en el huevo de plata de ley Felix Wojnowski de 1954? Ya lo creo que quiero. ¿Deseo comprar también la urna especial que va a juego con el huevo? Hombre, por supuesto. ¿Y quién se va a encargar de sostener el huevo durante la ceremonia?

«Podemos contrataros a un eunuco de la Iglesia del Dios del Vino», ofrece Sabrina la Dependienta. «Saben lo que se hacen. El Wojnowski pesa más de lo que parece, y he visto cómo más de una boda se echaba a perder porque le pidieron a un primo segundo que sostuviera el Huevo Promesa y acabó cayéndosele a mitad de la ceremonia».

«Vale», le digo. «¡Pues hagámonos con ese eunuco!».

Esa noche estoy emocionadísimo y me cuesta dormirme, así que conduzco hasta un desfiladero y me pongo a contemplar el agua. Pienso en Dorothy, que en ese momento está yaciendo con el gran cura, sin tener ni idea de lo que su futuro marido acaba de hacer por ella. Sé que el huevo en sí no tiene importancia; sé que lo que de verdad importa es lo mucho que la quiero; pero el huevo es un símbolo de ese amor, y cuando pienso en el símbolo tan bonito que he escogido me siento orgulloso y afortunado y dichoso. Pienso en Dorothy —pienso en la forma en la que deja descansar su cabeza sobre mi pecho y nos vamos quedando dormidos— y me siento orgulloso y afortunado y dichoso.

Y entonces ocurre la peor cosa posible: Gavin Cachef­­ski dobla turno en la cantera, se queda pegado a un taladro eléctrico y cinco tíos se rompen el peroné.

David y David convocan una reunión a la que ha de asistir toda la plantilla.

«Se ha acabado lo de doblar turnos», dice uno de los Davides. El David que habla. «Se está rompiendo el peroné demasiada gente».

La muchedumbre protesta y el otro David, el que no habla, susurra algo al oído de David.

«Y además», dice David, «desde hoy mismo, no vamos a pagar la mitad más a los que trabajen en vacaciones».

«¡Pero eso no es justo!», grito. «Yo ya contaba con ese dinero».

«¡Y yo!», grita Jose, cuya cocina se hundió hace poco en un socavón.

«¡Y todos!», grita Deb, quien tiene un hijo con los huesos fastidiados.

«No es una cuestión dinero», dice David. «El tema aquí es vuestra seguridad. En la cantera somos todos una familia, y si seguimos rompiéndonos el peroné en el trabajo, las pólizas de seguro van a subir y entonces tendremos que empezar a despedir a gente. Y no queremos hacer eso porque, como ya os he dicho, somos una familia».

«¿Lo que nos estás diciendo entonces es que no podemos doblar en vacaciones?».

El David que no abre la boca susurra algo al oído del otro David y este asiente. «No, claro que se puede», dice. «De hecho, agradeceremos mucho que lo hagáis; lo único es que no podremos pagaros la mitad más en esos turnos, porque supondría que lo estamos incentivando».

«¡Madre mía!», dice Kath Chung.

Kath es una lianta de primera, y por un momento parece que va a empezar a liarla, pero antes de que le dé tiempo a ponerse con ello, el David que no habla dice sonoramente: «Esto no está abierto a discusión», y entonces todos nos damos cuenta de la gravedad de la situación, porque cuando el David que no habla habla, entonces puedes estar seguro de que las cosas se han puesto serias.

Regreso a la tienda de huevos. Sabrina la Dependienta me saluda con una gran sonrisa. «Ey, muchachote! ¿Quieres echarle otro vistazo a tu obra de arte?».

No soy capaz de mirarla a los ojos. «Tengo que devolverlo. Es demasiado para mí».

Me mira como si estuviera hablando en otro idioma. «No puedes devolverlo. Ya lo han grabado».

«Vale, bueno, pero ¿puedo recuperar el dinero del eunuco? No nos hace falta. Dejaremos el huevo en su urna».

«Aquello era una donación a la Iglesia del Dios del Vino. No puede devolverse sin más».

«Sabrina, tienes que echarme una mano. ¿No hay nada que puedas hacer?».

Sabrina mira a ambos lados, se inclina hacia mí y me susurra: «Puedo darte un vale para que te hagan un 20% de descuento en tu próxima compra».

Entonces exploto: «¡¿Y para qué querría yo comprar otro Huevo Promesa?!».

Sin saber qué otra cosa hacer, salgo pitando a la Compañía de Runas Divinatorias y cojo el ascensor hasta la última planta. El padre de Dorothy está en su oficina, mirando por la ventana que hay sobre la planta de la fábrica, supervisando cómo se pulen y santifican las Runas Divinatorias.

«¡Peter! ¿En qué puedo ayudarte?».

«Pues… Vengo por la boda».

«Ah».

«Necesito dinero».

«Ah».

Y yo blablablá no sé qué Huevo Promesa blablabla no puedo pagarlo.

El padre de Dorothy toma asiento. Parece afectado. «El Huevo Promesa simboliza el compromiso que contraes con mi hija, la promesa de que cuidarás de ella y de que la mantendrás a salvo. Si soy yo el que lo paga, ¿qué mensaje crees que estaría transmitiendo eso?».

«Te lo devolveré», digo. «Cuando acabe mi turno en la cantera, déjame que venga a trabajar aquí, en la cinta de pulido. Dorothy no tiene por qué enterarse».

Él toma una gran bocanada de aire y me mira como si fuese una ensalada en la que se acabase de encontrar un bicho muerto y estuviera tratando de decidir si merece la pena llamar a la camarera para que se la vuelvan a llevar.

«Peter, me gustaría mucho que lo reconsideraras, lo de las cabras».

Aquello me descoloca, porque llegados a este punto, la verdad es que pensaba que lo de las cabras estaba más que solucionado.

«Por lo que a las cabras respecta…», empiezo a decir, pero inmediatamente me chirría haber empezado una frase con la expresión «por lo que a las cabras respecta». Ha sido una pésima elección. Pensaba que estaba a tiempo de retirarlo. No lo estaba.

«Mira», dice. «Lo entiendo. En nuestra boda, queríamos hacer algo sencillo, así que solo sacrificamos doce cabras. Pero si vosotros no sacrificáis ninguna, el Dios de Piedra se va a cabrear y va a maldecir vuestra casa y vuestro primogénito nacerá convertido en una estatua. Y claro, eso es algo que no estoy dispuesto a permitir».

«Señor» le digo, y resulta extraño llamarlo señor, porque cuando Dorothy y yo anunciamos nuestro compromiso, me dio un gran abrazo y me dijo que lo llamara Papá, pero ahora mismo sé que resultaría todavía más raro llamarlo Papá. «Señor, con el debido respeto, ¿ha ocurrido eso alguna vez? ¿Alguien se ha saltado el sacrificio y ha dado a luz a una estatua?».

«Fue lo que le ocurrió a la mujer de Kyle, capítulo 12, versículo 8 del Libro de Kyle».

«Ya, claro. Obviamente, pasó en el libro de Kyle, pero me refiero, ¿le ha pasado a alguien que usted haya conocido a lo largo de su vida?».

Le da una calada larga a su cigarro mirándome fijamente a los ojos.

«Todas las personas que yo conozco ofrecieron un sacrificio al Dios de Piedra».

Saca un bolígrafo que probablemente cueste más de lo que yo gano en un año y empieza a garabatear en una chequera. «Te diré lo que vas a hacer», dice. «¿Queréis sacri­­ficar cabras? Yo las pagaré. Pagaré cuantas cabras queráis, e incluso añadiré un buen pellizco para el matarife. ¿Quie­­res pedirle a tu hermano que sea él quien sacrifique a las cabras y así usar el dinero que os doy para alguna otra cosa? Bueno, eso es cosa vuestra…».

«Se lo agradezco mucho, pero lo que necesito es…».

«Creo que mi oferta es bastante razonable», dice.

Asiento, avergonzado por el hecho de haber intentado negociar con el tío que básicamente dirige la filial de la Compañía de Runas Divinatorias.

«Y me tengo por un hombre razonable. Un hombre moderno, sofisticado y sensible. Pero ninguna hija mía va a celebrar una boda en la que no se sacrifiquen cabras».

Me dirijo a la Casa de Sorgenfrei. Kenny abre la puerta vestido con un albornoz. «Eh, tío».

«Tengo que hablar con Dorothy».

«Oh, no puede ser, amigo. El novio no debe ver a la novia mientras yace con el gran cura».

«Tengo que hablar con ella. Dile que ha habido una emergencia».

Kenny Sorgenfrei hace gestos de enfado, me mira de reojo y cierra la puerta.

Unos minutos después aparece Dorothy en albornoz. «¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?».

«Lo primero: hola. Estás muy guapa».

«Peter, ¿qué sucede?».

«He estado pensando en la boda y creo que deberíamos ofrecer un sacrificio caprino».

Dorothy rápidamente convierte la palabra furiosa en verbo y furiosea directa hacia mí: «¿Es esa la emergencia?».

«Bueno, la boda es en dos semanas y tengo que encargarlas en el outlet de cabras…».

«Vale, así que cuando soy yo la que quiere yacer con el gran cura, es una tontería pasada de moda, pero como tu hermano sacrifica cabras, entonces…».

«No, no es por eso».

«¿No eras tú el que quería hacer algo sencillo?».

«En realidad», digo, «eras tú la que quería hacer algo sencillo. Pero podríamos sacrificar solo tres cabras, ¿qué más da? Contentaremos a mucha gente».

Se ajusta el albornoz. «Si hoy decidimos sacrificar diez cabras, mañana serán veintiocho, y antes de que nos demos cuenta estaremos celebrando una de esas bodas con doscientas cabras en las que la mayor parte de la ceremonia consiste en sacrificarlas».

«Yo lo único que digo es que si el Dios de Piedra maldice nuestra casa y nuestro primogénito nace hecho estatua, la que va a tener que parirlo eres tú».

Dorothy toma aire y por un momento parece que todo fuera a terminarse ahí, pero entonces dice: «Mira», y si algo sé yo de las relaciones es que nada bueno empie­­za con la palabra mira. Nadie dice: «¡Mira, qué buena idea! ¡Tienes razón! Acabemos ya mismo con esta discusión».

«Mira», dice. «He estado dándole muchas vueltas. En parte yo sola, y en parte… hablándolo con el Gran Cura Kenny Sorgenfrei».

«¿Hablándolo? ¿Hablando de qué?».

«De muchas cosas, Peter».

«¿Por qué hablas de muchas cosas con Kenny Sorgenfrei? Se supone que solo tienes que yacer con él, no hay necesidad de hablar».

«A veces, después de yacer, surge la conversación».

«Pero eso no forma parte del acto. ¿Desde cuándo es eso parte del acto?».

«Hay gente», dice con un ligero tono de urgencia en la voz, «a la que le gusta hablar después, en lugar de ponerse a dormir. Lo cierto es que resulta agradable».

«Vale, así que conversáis. ¿Y sobre qué son esas conversaciones?».

«Como bien sabes, Kenny yace con muchas futuras novias —la mayoría de ellas, vaya—, y dice que, normalmente, las novias que ve no tienen tantas… dudas».

Bueno, si algo sé yo de las relaciones es que si hay algo peor que un mira, eso es un tengo dudas.

«¿Tienes dudas?».

«Pues sí, algunas».

De repente siento como si estuviera hablándole a otra Dorothy, una Dorothy nueva, diferente, con la que no sé comunicarme. Intento encontrarme con su mirada, pero no lo consigo. «Tienes conversaciones, tienes dudas… ¿qué te pasa?».

«Últimamente has pasado mucho tiempo en la cantera. Siento que nunca te veo, y… No creo que eso presagie nada bueno sobre nuestro matrimonio».

«¿Presagie nada bueno? ¿Pero quién habla así? ¿Ha sido Kenny Sorgenfrei el que ha dicho eso?».

«Bueno, él lo expresó con palabras, pero yo sola ya sentía que el presagio no era demasiado bueno».

«Me he estado dejando la piel en la cantera para poder darte la boda perfecta».

«Pues no es eso lo que parece. Parece que te quedaras trabajando hasta las tantas porque no quieres pasar tiempo conmigo».

«¿Crees que no quiero pasar tiempo contigo?».

«¡Digo que es lo que parece!».

«Vale, si no quiero pasar tiempo a tu lado, ¿entonces por qué me caso contigo?».

«¡No lo sé!», grita. «¿¡Por qué lo haces!?».

Inmediatamente pienso en cien Cosas que No Debería Decir, pero no consigo pensar en una sola Cosa que Debería Decir, así que en lugar de eso grito la menos mala de las Cosas que No Debería Decir que se me ocurren, que es: «¡Por todos los motivos normales!».

Jamás he escuchado a una persona pronunciar una frase con el desdén con el que Dorothy me devuelve el: «¿Por todos los motivos normales?».

«Sí», digo. «Los motivos normales. Pues que te quiero y que quiero pasar el resto de mi vida contigo. Los clichés manidos, como que aun cuando estoy enfadado contigo te quiero, o que el mejor momento del día es despertarme a tu lado. Y que no soporto que sean estas las cosas típicas y comunes a todos los enamorados, porque quiero pensar que nuestro amor es especial —que es más grande y tiene más interés que cualquier otro amor que alguien haya sentido antes—, pero la realidad desgarradora es que el amor que siento por ti es así de congruente y predecible y aburrido.

Percibo que Dorothy se tranquiliza un poco, lo que es bueno, ya que no tengo nada más que decirle.

«¿Es por eso por lo que quieres que haya cabras en nuestra boda?».

«Por lo que a las cabras respecta… Le he prometido a tu padre que sí que iba a haber. Tuve que pedirle dinero porque te compré el Huevo Promesa Felix Wojnowski y no lo podía pagar».

Dorothy se lleva una mano a la boca. Se le ilumina la mirada. «¿Me has comprado el Wojnowski?».

«Sí», digo. «Fue una estupidez. Toda esa historia es una chorrada. Pero… Te quiero».

Dorothy sonríe. «Bueno, eso no tiene nada de estúpido», lo dice en un tono desapegado que noto que intenta que resulte chulesco, pero como se le rompe la voz y los ojos le brillan por culpa de las lágrimas, suena como si fuese la cosa más sincera del mundo.

«¿No?», pregunto y ella sacude la cabeza.

«¿Estás de coña?», dice con suave dulzura. «Estoy encantada».

Ahora bien, dejadme que os diga, yo ya pensaba que Dorothy era guapa, pero cuando estoy de pie en el altar y la veo entrar en la Iglesia Buena vestida con su túnica nupcial —con las vidrieras detrás de ella—, en fin, podría llegar vivo a los cien años y seguiría siendo la cosa más hermosa que hubiera visto jamás. Y en ese momento pienso: esta es la mejor forma de celebrar una boda, porque es la clase de boda en la que, cuando tiene lugar, al final me caso con Dorothy.

Mi hermano pequeño se encarga del sacrificio de las cabras —nos plantamos en cincuenta, una cifra redonda— y todo sale según lo planeado, sin contar que media hora después, durante la lectura del poema de Gertrude Stein a cargo de la tía Estelle, resulta que una de las cabras no se ha muerto del todo y acaba saltando del altar de sacrificio y dando tumbos por el pasillo rebuznando, chillando y salpicando sangre por todas partes. Mi hermano pequeño salta y trata de atraparla, pero es un animalito resbaladizo, todo cubierto con la sangre y las tripas de las otras cuarenta y nueve cabras. La sangre salpica por todas partes y mi madre se inclina hacia mí y susurra: «Por eso hay que contratar a un profesional».

Y claro, todo esto desquicia a uno de los chicos del Coro Aullante.

Empieza a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos. Y entonces el chico que hay a su lado empieza a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos. Y antes de que te des cuenta, los doce han saltado de su bancada y están con los ojos en blanco, Llorando y Sacudiéndose y Proclamando Lamentos.

Mientras tanto, la tía Estelle todavía está leyendo el poema de Gertrude Stein, y como no sabe qué hacer, se pone a leerlo más y más alto.

Mi madre se inclina hacia mí y me susurra: «Por el amor de Dios, ¿puedes ir a echarle una mano a tu hermano?».

Y corro hacia el pasillo y mi hermano persigue a la cabra, que acaba entre mis brazos. Me resbalo con la sangre y caigo de culo, pero me aferro con fuerza al animal, que no para de retorcerse, para que no se escape. Mi hermano está temblando, y para cuando ya es demasiado tarde, me doy cuenta de por qué la mayoría de las parejas esperan a que llegue el final de la boda para darle el cuchillo ceremonial del sacrificio caprino al primo más pequeño y que lo tire por el barranco. Siempre me pareció algo cortarrollos cerrar con eso, que es el motivo por el que quisimos despachar pronto al pequeño Tucker, pero claro, ahora lo entiendo. Uno va a querer tener ese cuchillo bien a mano.

«¿Y ahora qué?», pregunta mi hermano.

«¡Y yo qué sé!», grito mientras me esfuerzo por agarrar mejor a la bestia, que no deja de convulsionar. «¡Se supone que eres tú el experto en cabras!».

Y entonces Dorothy grita algo, pero no consigo escucharla entre el caos y la tía Estelle. Dorothy vuelve a gritar y señala al eunuco que hay al final de la iglesia, y yo le grito a mi hermano: «¡El huevo!».

Él corre hacia allí y le arrebata el huevo de plata al eunuco de las manos. El eunuco ha jurado al Dios del Vino que protegería el huevo pasase lo que pasase hasta el final de la ceremonia, por lo que no se desprende de él con facilidad, pero entonces mi hermano le da un puñetazo en la cara que lo deja fuera de juego. Yo me revuelvo de pensar en cómo tiene que estar viviendo esto la familia de Dorothy, por no decir el Dios del Vino, si es que de verdad existe, y estoy seguro de que mi madre estará pensando que para qué nos había dado una buena educación, pero a veces hay momentos desesperados en los que uno tiene que darle un puñetazo en la cara a un eunuco para arrebatarle un gigantesco huevo de plata y así poder usarlo como arma.

Llegados a este punto, el Coro Aullante se ha puesto a Llorar y Sacudirse y Proclamar Lamentos por el pasillo, por lo que mi hermano no tiene más remedio que dar toda la vuelta corriendo entre los asistentes para regresar a donde estamos la cabra y yo.

Estoy tumbado de espaldas tratando de colocar al animal, que no para de retorcerse, de tal manera que mi hermano pueda aplastarle la cabeza rápidamente. Y cuando levanta el huevo, los ojos de la cabra se retuercen y apuntan hacia él y de repente mi hermano pequeño se queda chocado.

«¡Venga!», le grito, y entonces la cabra se sacude entre mis brazos y me da una patada en el estómago. «¿A qué esperas?».

«No puedo», dice mi hermano pequeño. «No puedo hacerlo».

Cae de rodillas y se abraza al huevo de plata como si fuese un bebe. Me da pena, pero a la vez no puedo evitar pensar en todo el dinero que mis padres han tirado a la basura al mandarlo a la universidad para que estudiase sacrificio caprino.

«A tomar por culo», dice Nikki, la mejor amiga de Dorothy. «Déjame a mí».

Nikki se abre paso hacia el pasillo y le arrebata el huevo a mi hermano, pero de la emoción tira una vela de altura creciente de la fila del pasillo, y cuando las llamas le alcanzan el bajo del vestido, se le prende fuego por completo como si aquello fuese una Pira Hibernal. Nikki deja caer el huevo y empieza a correr por todo el pasillo envuelta en llamas. Chilla, y las cabras chillan, y entonces el resto de asistentes empiezan también a chillar; todos menos la tía Estelle, a quien, Dios la bendiga, se le ha encomendado una misión y no va a descansar hasta que termine de leer su poema.

Yo miro a mi esposa, que sigue de pie en el altar, en shock, boquiabierta —muy boquiabierta—, pero que te aseguro que jamás en tu vida has visto una boca así de abierta.

Me mira con sus grandes ojos del color del bosque, como diciendo: pero ¿cómo es posible?

Y yo la miro, como diciendo: en fin, ¿qué esperábamos?

La cabra convulsiona entre mis brazos y Dorothy empieza a reírse. Y entonces levanta el brazo y adelanta la barbilla, como si fuese a dar comienzo la Danza del Duendecillo Cornudo del Bosque, y yo me empiezo a reír. Se ríe ella y me río yo, y juro por Dios que soy el hombre más afortunado del mundo. La miro, allí entre las llamas, cubierta de sangre, rodeada de los Aullidos del Coro y de los gemidos de una cabra moribunda y ojalá pudiese volver a casarme con ella. Ojalá pudiese volver a casarme con ella cien mil millones de veces más.

Alguien que te quiera con todas tus heridas

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