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LA SORPRESA Glatten 1967
ОглавлениеLa Selva Negra no es negra. Ni tan siquiera se puede decir que sea una selva. Ya no, al menos. Hace dieciocho siglos las tribus salvajes germanas de los alamanes comenzaron a talar esa masa sombría que tanto temor infundía en los romanos, ganando así terreno para su ganado y sus aldeas. Misioneros celtas llegados de Escocia e Irlanda, armados con hachas y fe, siguieron talando, bosque adentro, doblegando a la naturaleza y mermando su enormidad. En la actualidad, lo que todavía queda de su negrura sirve, sobre todo, como materia prima para pesadillas infantiles y relojes de cuco, además de haberse convertido en una espléndida marca comercial turística.
Multitud de gente de todo el país y más allá acude a esta cordillera que descansa en la esquina suroeste de Alemania, con la intención de arrancar de sus pulmones y corazones todo rastro de mugre urbanita. Tras la guerra, la Selva Negra se convirtió en lugar común para una industria cinematográfica en busca de escenarios vírgenes, localizaciones idílicas donde situar clínicas —tanto reales como ficticias—, y uno de esos lugares en los que fantasía y realidad podían fundirse como en un embrujo.
Aviso a los escépticos: no les quepa duda de que todo esto es cierto; al menos en esa perfecta ciudad de postal que es Glatten. Casas blancas con techos que parecen pan de jengibre y balcones de madera, superpuestas, como sin quererlo, frente a las colinas, vigilando las interminables laderas de hierba. «Los hay que, para demostrar su esplendor, construyen en lo alto de un monte. Pero los suabos construyeron sus hogares dentro de los cerros, para ocultar la realidad de su grandeza», explica Rezzo Schlauch, el que fuera político del partido de los Verdes, acerca de la mentalidad modesta de los habitantes locales, sus paisanos. «El Mercedes lo guardan en el garaje y dejan fuera el VW».
El río Glatt (que en alto alemán antiguo significa algo así como prístino o tranquilo) corre desde el norte hasta llegar a la pequeña ciudad a la que bautiza, dejando atrás la fábrica, revestida de acero, de J. Schmalz GmbH, dedicada a la tecnología de vacío. El río ejerce de discreta carabina para la calle alta (concesionario de coches, banco, panadería, carnicería, floristería y un puesto de doner kebab) y suministra, a duras penas, agua para la piscina natural, volviendo a manar después junto al campo de deportes pasado Böffingen, población que ha sido absorbida por Glatten.
La dura climatología —las lluvias son continuas durante el verano— hace de este un paraíso que hubo que luchar, no un regalo caído de los cielos. Esta es una tierra que da hierba, maíz, lechones y unas gentes de una resolución y frugalidad imponentes; son los alemanes llevados al extremo, que trabajan más allá del trabajo duro, que no se conceden el mínimo respiro. «Schaffe, schaffe, Häusle baue»: trabaja, trabaja, y después, te construirás una casa; así reza un famoso dicho de la región.
«Un rasgo muy característico de los suabos es que trabajan día y noche, con denodado ahínco», explica Schlauch. «Esto es así desde el principio de los tiempos, igual que su fama de grandes innovadores. En otras zonas el primogénito heredaba la granja de los padres. Pero en Suabia la tierra se dividía equitativamente entre toda la descendencia. Eso hacía que la tierra de cultivo fuera mermando hasta que ya no era viable trabajarla, momento en el que los descendientes se veían obligados a buscarse otro trabajo. Muchos de ellos se convirtieron en inventores y Tüftler, gente que trata de encontrar nuevas soluciones a viejos problemas».
La costumbre local exige que todo se haga de manera meticulosa y seria. Y eso incluye la diversión. Uno de los catorce clubes sociales activos en Glatten está dedicado al Carnaval. Otro se convierte en el punto de encuentro de los amigos del pastor alemán.
Los graneros se alinean en una pequeña calle surcada por el barro que dejan detrás los tractores; y ahí es donde se encuentra, justo al lado de un campo el Haarstüble de Isolde Reich, una pequeña peluquería, discreto lugar de encuentro y punto de venta de unos calcetines que una de las amigas de Reich teje de manera benéfica. Los beneficios se destinan a comprar calzado para los sin techo.
Isolde nació en Glatten en 1962, la más joven de dos hermanas. Su padre, Norbert, un portero de talento, era un enamorado de los deportes. Su carrera terminó antes siquiera de haber comenzado, frustrada por un padre de lo más adusto: «insistía en que Norbert debía buscar una verdadera vocación, no probar suerte con el fútbol» cuenta Reich. Pero jamás dejó morir sus anhelos deportivos. Jugó al fútbol de manera amateur, así como al balonmano y al tenis, e intentó inculcarle esa pasión a su familia. Después de que ni su esposa, Elisabeth, ni su hija mayor, Stefanie, demostraran inclinación alguna por el deporte, las esperanzas de Norbert se centraron en Isolde. Antes y después de su nacimiento («En mi álbum de fotos escribió ‘‘Isolde, en realidad, deberías haber sido un chico’’», sonríe). «Fui la primera niña de todo Glatten en acudir a la escuela de fútbol».
Norbert fue su entrenador, y sus métodos eran rigurosos y exigentes. Llevaba a Isolde, de cinco años, al campo de fútbol de Riedwiesen, que estaba junto al río y allí entrenaban los remates de cabeza colgando un viejo y pesado balón de una cuerda que ataba a una barra de hierro verde. Si no colocaba bien el cuerpo o elevaba demasiado los brazos, Norbert le hacía dar una vuelta al campo corriendo, como castigo. «Era duro, pero también era justo. Era un hombre de principios, lleno de pasión», dice Reich.
En el verano de 1967 su madre tuvo que abandonar la casa familiar durante un mes. Elisabeth estaba en avanzado estado de gestación y, ante el riesgo de posibles complicaciones, se vio obligada a acudir a una clínica de Stuttgart, a 80 kilómetros al noroeste. El hospital local de Freudenstadt, a apenas 8,5 kilómetros carretera arriba, no estaba preparado para efectuar cesáreas. Para Stefanie e Isolde fue muy complicado estar sin su madre durante tanto tiempo. «Nos prometieron: ‘‘Cuando regrese, mamá os traerá algo maravilloso’’».
Pero cuando Norbert y Elisabeth llegaron a casa lo único que traían en sus manos era un pequeño bebé que no dejaba de berrear. Apenas una hora después, las hermanas preguntaron si no sería posible que se lo llevaran de vuelta y lo cambiaran por otra cosa. Un hermanito llorón: ¡Pues vaya birria de sorpresa! Pero Isolde se dio cuenta muy rápido de que, aquel día, no solo le habían regalado un hermano pequeño que no dejaba de molestar con sus lloros. «De inmediato, mi padre centró en él todos sus esfuerzos deportivos. Me libré de tener que practicar remates de cabeza con aquel péndulo y, en lugar de ello, me dejaron asistir a ballet y atletismo. Lo cierto es que el nacimiento de Jürgen fue toda una suerte. Me hizo libre».