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Típico

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Típico: Despiertas en un hospital, conectado a mil máquinas, y no te acuerdas de cómo llegaste ahí. Gracias a la sabiduría que proporciona estar más de ocho horas diarias frente a la tele, supones que sufriste un accidente. Buscas el timbre para llamar a la enfermera, quien —te imaginas: es lo típico— será joven y guapa, amable y tierna. Llorará sólo de verte (se habrá enamorado de ti durante las largas noches de cuidados intensivos) y te contará del incidente que no recuerdas: de la niñita que rescataste de un ataque terrorista o del presidente al que no arrolló una hummer porque lo empujaste justo a tiempo.

Pero —típico— la enfermera nunca llega.

Sólo cuando te has cansado de esperar te das cuenta de que hay demasiado silencio. Así que te quitas los cables que te cubren y te levantas, muy despacio. Sales del cuarto, caminas por los pasillos desiertos, encuentras un cadáver y luego otro y otro y otro, todos con el cráneo destrozado, y sólo entonces intuyes que algo anda realmente mal. Típico.

Así que buscas un pantalón y unos tenis, te los pones y sales a la calle que, típico, está llena de muertos redivivos, lentos y rígidos pero implacables, que no te quitan la mirada de encima y que comienzan a caminar directamente hacia ti.

Sientes miedo. No es para menos: hay cadáveres con el rostro destrozado, con fracturas expuestas, con caudas de intestinos polvorientos. Pero te repones del susto y te dispones a huir de ellos, porque piensas que los dejarás atrás. La parte ardua no puede ser ahora. Será más bien cuando —típico— hayas encontrado a una jovencita viva y solitaria, necesitada de amor y compañía.

Y corres.

Y te siguen.

Y te alcanzan.

Mientras destrozan tu cuerpo sientes dolor pero es más fuerte el enojo, más la tristeza, y más (todavía) la desilusión.

Típico, sólo ahora te das cuenta: todas las historias de zombis tienen miles de extras, y tú no eres más que uno

de ellos.

El ataque de los zombis

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