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Capítulo 2
ОглавлениеCÓMO era mi papá, tía Maudelle?
–No lo sé. Tú madre salía con muchos hombres, y lo único que sé es que él no estuvo presente cuando naciste.
–Yo fui la causa de su muerte, ¿verdad?
–Pero no fue a propósito. Y ahora deja de hacer preguntas y acaba de fregar los platos. Estoy cansada y tengo ganas de irme a la cama. Mañana tenemos que ir a misa.
–¿Qué es una misa?
–Una fiesta que se celebra en la iglesia.
–Pero a mí no me gustan las iglesias.
–No tienen por qué gustarte para que vayas.
–¿Y por qué no?
–El deber y el placer son dos cosas completamente diferentes. Eso te da carácter.
–¿Qué es el carácter?
–Hacer algo que no te apetece.
–¿Y entonces para qué lo voy a hacer?
–Porque Dios lo manda.
–¿Y quién es Dios?
–¿No lo sabes?
–No, pero sé quién es María.
–¿Y quién es?
–La mamá de Jesús. Él tenía la suerte de poder verla todo el tiempo.
–¿Quién te ha contado eso?
–Pierre. A mí me gustaría poder ver a mi mamá.
–Bueno, pero no puede ser, así que no debes pensar más en ello.
–Muy bien.
Andre se despertó muy inquieto. Había tenido una pesadilla y estaba sudando. Miró su reloj y vio que eran las cuatro y media de la mañana.
Se levantó del camastro del cuarto de huéspedes del monasterio, echó agua fría en un barreño y se lavó la cara. Luego, se pasó las manos por el pelo.
Por primera vez en su vida, no había soñado que perdía a su padre, solo a su madre. Así que estaba extrañado. Como extrañado y dolido estaba también por el silencio de su tía Maudelle durante todos aquellos años. Nunca le había hablado de su padre.
Aunque después de hablar con su padre, se daba cuenta de lo mucho que su tía debía de haber sufrido. Porque cuando él le decía que echaba de menos a su madre, ella debía de sentirse herida, ya que estaba poniendo todo su esfuerzo en ser como una madre para él.
Así que por una parte, hubiera preferido que ella no le hubiera confesado finalmente la verdad. Pero ya era tarde para decirle a su tía que sentía no haberla comprendido.
¿No había un antiguo adagio que comparaba la ignorancia con la dicha?
Pues hasta que su tía le confesó la verdad, él, si no dichoso, sí que había llevado por lo menos una vida agradable. Había recibido una educación y había elegido su modo de vida.
Pero de pronto, se encontraba atado a un trozo de tierra sin dueño, en medio de ninguna parte.
Porque si antes de saber la verdad, no tenía una verdadera sensación de identidad, después de conocer a su progenitor esa sensación había casi desaparecido.
Él y su padre eran dos personas completamente opuestas.
Su padre era un hombre sencillo que vivía del trabajo que hacía con sus manos. Amaba la naturaleza y podía vivir sin una mujer a su lado. Además, creía en Dios.
¿Cómo podía Andre ser su hijo?
¿Y cómo podía ser su madre una mujer que había estudiado solo la primaria, que había vivido toda su vida sin aspirar a nada, obligada a asistir a misa todas las semanas y cosiendo vestidos para las personas ricas?
Por lo que le había dicho su padre, ella había sido una muchacha muy bonita que tenía numerosos pretendientes, pero tuvo la mala suerte de enamorarse de un hombre que quería ser monje.
Todo aquello carecía de sentido para Andre. Seguramente, así se sentirían muchos niños cuando descubren la identidad de sus progenitores.
Se secó el rostro con una toalla y notó su barba incipiente. Tenía que afeitarse, ya que iba a verse con la señorita Mallory a las nueve. Una vez que diera el visto bueno a su artículo, tomaría un taxi para el aeropuerto.
Por muy bien que se hubieran portado los hermanos con él, no dejaba de ser un extraño allí, y ya era hora de marcharse.
Había pensado que le gustaría volar hasta Los Ángeles y desde allí, viajar a Alaska, lugar que siempre había deseado conocer. En su estado de ánimo, le apetecía ver las soleadas aguas del océano Pacífico.
Después de vestirse, salió a reunirse con los hermanos en los campos de labranza. Eran las cinco y ellos ya estaban trabajando. Tres o cuatro horas de trabajo físico le vendrían bien a su estado de ánimo, mejor que un libro. Al menos, así no tendría que pensar.
Durante sus numerosos viajes, Andre había conocido a muchas mujeres misteriosas y exóticas. E incluso había llegado a relacionarse con varias de ellas, pero desde que había llegado a ese monasterio, no había vuelto a pensar en ninguna, salvo en esa señorita Mallory. Aunque seguramente era solo porque sabía que tenía que ver el artículo.
Cuatro horas después, la mujer entraba en la tienda de regalos con una carpeta debajo del brazo. Andre descubrió disgustado que había estado esperando ansioso la llegada de ella y que su pulso se había acelerado nada más verla.
Ella no era la mujer más bella que hubiera conocido nunca, pero tenía algo diferente. Incluso bajo la luz tenue que los alumbraba, rebosaba salud.
–Buenos días –dijo ella con una voz ronca, que lo conmovió internamente.
–Señorita Mallory, puede dejar la carpeta en el mostrador –dijo, despejándola de objetos.
–Como puede ver, una foto del padre Ambrose abre el artículo. Lo conseguimos gracias a los archivos de la iglesia católica.
–Debe de ser como de hace veinte años. Estaba muy guapo con el hábito. Ha sido usted muy amable al permitirnos hacer este reportaje. Me gustaría regalar al monasterio las galeradas. Así podré… así la revista podrá agradecerle el tiempo que nos ha prestado.
Andre se fijó en el rostro bronceado y los ojos azules de su padre. Solo una mirada a ese joven monje borró de su mente la imagen del hombre que había muerto en sus brazos.
La señorita Mallory estaba en lo cierto.
Su padre había sido un hombre muy guapo. Se veía que había sido alto y tenía un aire distinguido. De pronto, el corazón de Andre se vio inundado por un inesperado orgullo filial.
Ella lo miró con una expresión preocupada en sus ojos verdes.
–¿Está usted bien?
Él se aclaró la garganta.
–Sí –respondió, agradecido por el regalo que aquella mujer le había hecho.
–Por favor… –dijo ella después de dudar un momento–. Lea tranquilamente el artículo. Yo iré a dar un paseo mientras tanto.
Él agradeció que lo dejara solo. Una vez que ella se marchó, leyó el artículo, maravillado por el trabajo que aquella mujer había hecho. Las fotos reflejaban perfectamente la calma y belleza que emanaban de la iglesia y sus alrededores.
Un gran dolor lo invadió al pensar que su padre no podría disfrutar de ese magnífico tributo a su vida y a su contribución al monasterio.
Estaba tan ensimismado al terminar de leer el artículo, que ni siquiera se dio cuenta de que la señorita Mallory había regresado hasta que notó el aroma de su perfume.
–¿Le gustaría cambiar alguna cosa? ¿O quizá no esté de acuerdo con algo? –le preguntó, mirándolo a los ojos.
–No. Estoy seguro de que al abad le hubiera encantado.
–Me alegro. Después de que lo publiquemos, traeré copias para todos los hermanos.
«Pero yo ya no estaré aquí», pensó Andre.
–Seguro que se pondrán muy contentos.
–Bueno, no quiero entretenerlo más. Y además, tengo que volver a mi despacho. Así que… Adiós.
Cerró la carpeta y se la volvió a poner debajo del brazo. Él se fijó en su cuerpo sensual, cubierto por un traje de color amarillo.
Así que, debido al nudo que se le formó en la garganta, ni siquiera pudo responderla. Se limitó a quedarse allí, quieto, como si ese mostrador le sirviera de refugio.
Bueno, así tendría una cosa menos de la que acordarse.
A Andre no le gustaba nada Salt Lake y no pensaba volver nunca.
Fran debería estar preparando su viaje. Iba a cubrir la gira del coro Lake Mormon Tabernacle por Los Ángeles y Australia, pero llevaba unos días impaciente porque saliera el número de julio. Aquella noche se la había pasado en vela, esperando a que amaneciera para llevar ejemplares de la revista a los hermanos del monasterio.
Después de su última visita al lugar, había decidido que enviaría las copias por correo. Le parecía lo más sensato, después de los sentimientos que cierto monje había despertado en ella.
Aunque había algo en su interior que le impedía hacerlo de ese modo.
«Tengo que ver a ese monje por última vez. Tengo que verlo».
Su madre se quedaría muy sorprendida si se enterase de aquello. Incluso ella misma se sentía sorprendida por su comportamiento.
Si se enterara el pastor de su iglesia, diría que aquello era obra del enemigo y que este atacaba donde uno era más vulnerable. Se lo había oído decir muchas veces desde el púlpito, pero nunca se lo había tomado en serio.
Y tampoco quería hacerlo en esos momentos, pero estaba segura de que no era correcto ir a visitar de nuevo al monje.
«Usted no es la primera mujer curiosa que ha venido, intrigada por nuestra decisión de permanecer célibes. Sin duda a alguien como usted, esto le puede parecer incomprensible».
Fran siempre se sonrojaba cuando se sentía avergonzada por algo. Así que al recordar las palabras de él, no pudo evitar sonrojarse.
Aquel monje parecía conocerla mejor que ella misma y lo más humillante era que iba a regresar a la escena del crimen. Y parecía que iba en busca de más de lo mismo. Quizá fuera por masoquismo o, simplemente, porque quería atraer la atención de ese monje célibe.
Aunque había más de cien hermanos en el monasterio, ella solo llevó un par de docenas de ejemplares. No era necesario llevar una copia para cada uno, ya que a los monjes no se les permitía tener posesiones personales. Pero sí quería que tuvieran suficientes ejemplares como para que todos pudieran leer el reportaje e incluso quizá quisieran poner alguno de exposición en la tienda de regalos.
Al llegar al monasterio, vio que había varios coches aparcados fuera, así como un autocar de turistas.
Frunció el ceño. No había pensado en que pudiera haber nadie delante cuando ella hiciera entrega de los ejemplares.
«Lo que quieres es estar a solas con él».
«Eres una estúpida, Francesca Mallory».
Salió del coche y se encaminó a la entrada de la capilla, llevando con ella las revistas.
Como ya se temía, la tienda de regalos estaba abarrotada de gente con gafas de sol y cámaras de fotos. Pudo ver a dos monjes atendiendo a los turistas, pero ninguno era el que le robaba el sueño.
Se sintió descorazonada y esperó a que la tienda se despejara un poco antes de acercarse a uno de los monjes.
–Soy Francesca Mallory, de Beehive Magazine. Le dije al monje al que entrevisté para el artículo sobre el abad Ambrose que les traería varios ejemplares de la revista en cuanto esta saliera.
El hombre se inclinó ligeramente.
–Es usted muy amable –dijo, agarrando las revistas.
Las cosas no le estaban saliendo como ella esperaba.
–¿Podría hablar un momento con el monje al que entrevisté?
–Él ya no está entre nosotros.
Fran se quedó perpleja.
–¿Quiere decir que lo han trasladado a otro monasterio?
–No puedo decírselo.
Sintió un escalofrío por todo el cuerpo.
–Ya me lo imagino. Es solo que siento mucho no poder darle las gracias personalmente.
–Yo se lo comunicaré.
–Gra… Gracias y adiós.
–Adiós.
Fran se dirigió al coche aturdida por la noticia. Tenía una enorme sensación de pérdida.
Para cuando se disponía a salir hacia Los Ángeles, dos días después, estaba furiosa consigo misma por haber permitido que el recuerdo de aquel hombre interfiriese en su trabajo.
Mientras subía a uno de los dos aviones contratados para el coro, decidió que debía olvidarse de todo aquel asunto y concentrarse en su trabajo.
Aquel viaje no solo iba a ser una gran aventura para ella, sino que podía ser muy importante para su carrera. Así que no iba a poner en peligro su trabajo por un simple monje.
Al llegar a Los Ángeles, una multitud recibió con gran entusiasmo al coro.
Como era una fan del mismo, Fran había asistido a bastantes de sus conciertos. Había ido a escucharlos los domingos durante años y conocía muchas canciones del repertorio. Algunas de ellas la emocionaban enormemente.
Había una canción en particular con la que siempre lloraba, acompañada del resto de la audiencia. Después había un silencio emocionado antes de que todos se levantaran y rompieran en aplausos. Para Fran ese silencio respetuoso era la demostración de una admiración mucho mayor que la propia ovación.
Ya por la noche, fue al concierto con su cámara, preparada para tomar algunos retratos de los asistentes. Quería hacer una fotografía que expresara la magia de la noche. Barney confiaba en ella. Si lo hacía bien, sería la portada de la revista, algo que Fran todavía no había conseguido. Aquella podía ser su gran oportunidad.
La canción que esperaba llegó poco después del intermedio. Había obtenido permiso para poder ponerse cerca de la orquesta y así, además de no molestar a nadie, podría hacer fotos frontales.
El director del coro levantó la batuta. Cuando todo el mundo se quedó en silencio, las sopranos comenzaron a cantar suavemente. La evocadora música llegó inmediatamente al alma de Fran. Y lo mismo les ocurrió a los demás espectadores.
Fran empezó a tomar fotos, de manera que cuando el grueso del coro comenzó, su cámara se detuvo en un rostro que irradiaba felicidad.
Era una mujer de unos sesenta años, de pelo gris y expresión dulce. Sus rasgos podían ser de Europa del este.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas rosadas y sus ojos parecían transfigurados por la música.
Fran tragó saliva y tomó una docena de fotos, una detrás de otra. No había necesidad de buscar en otro sitio. Algo le decía que esa mujer era lo que ella esperaba descubrir entre el auditorio. Ella reflejaba perfectamente los sentimientos de los demás.
Quizá Fran pudiera encontrar algo mejor en Australia, pero lo dudaba. Era un momento único e iluminador y sintió que el vello de la nuca se le erizaba.
Arrastrada por una extraña fuerza que no sabía de dónde provendría, comenzó a sentirse ansiosa por que el concierto acabara y se pudiera aproximar a la mujer. Detrás de aquel rostro tenía que haber una historia especial y Fran quería llegar a conocerla. No solo para el artículo, sino también para satisfacer su propia curiosidad.
Después de que el coro cantara la última canción, la audiencia aplaudió unos cinco minutos. Nadie quería que se acabara el concierto.
Con pasos decididos, Fran se sumergió en la muchedumbre y se dirigió hacia la mujer. Mientras la gente hacía comentarios sobre lo que acababan de escuchar, Fran se aproximó a ella.
–Fue un concierto maravilloso, ¿verdad?
La mujer, cuyo rostro estaba humedecido por las lágrimas, echó la cabeza hacia atrás.
–Ha sido tan maravilloso como cuando los vi hace años en Alemania.
–¿Los vio en Alemania?
–Oh, sí. Hace muchos años. Cuando yo era pequeña y vivía en Berlín este, mi madre me dijo que si alguna vez tenía oportunidad de hacerlo, debía marcharme a un lugar donde pudiera encontrar a Dios. Yo entonces no la entendí. Luego, años después, salí del país. Volé con mi familia a Frankfurt y allí escuché por primera vez esta música. Después, fuimos a vivir a Zurich y volví a escucharlos. Allí fue donde encontré a Dios. No puede imaginar lo que fue –añadió, moviendo la cabeza.
Pero Fran sí que podía imaginárselo. Incluso había capturado la expresión de éxtasis de la mujer con su cámara.
–Gracias por contarme su historia –susurró Fran–. Trabajo para una revista de Utah y he tomado algunas fotos esta noche. Algunas son de usted. ¿Le importaría que se publicaran?
–En absoluto.
–Gracias –murmuró Fran mientras veía a la mujer alejarse y reunirse con su familia.
Fran, con los ojos también húmedos, se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un hombre que podía ser el gemelo del monje al que había entrevistado en Salt Lake, aunque con el pelo más largo y con corbata y traje.
¿No había leído ella que todos teníamos un doble?
Desde luego, aquella noche parecía tener algo de irrealidad. Primero la mujer y luego aquel rostro de un hombre que pertenecía ya a su pasado y que había tratado en vano de olvidar.
Enfadada consigo misma por quedarse mirándolo, apartó los ojos y trató de pasar a su lado.
–¿Señorita Mallory?
Fran se quedó inmóvil. Aquella voz le resultó familiar.
–Si cree que soy una aparición, le aseguro que no es así.
Ella se dio la vuelta, confusa.
–Cuando llevé las revistas al monasterio, uno de los monjes me dijo que ya no vivía en el monasterio, pero no sabía que estaba usted en Los Ángeles.
–Me fui un día después de su última visita.
–No puedo decir que esté sorprendida. No le pegaba estar allí.
–Tiene razón.
Una vez más, la sinceridad de él la desarmó.
–¿Se escapó?
El hombre asintió ligeramente.
–Se puede decir así.
–¿Puede un monje hacer eso? –gritó, aunque en voz baja–. Quiero decir, ¿no hay ciertas formalidades que tienen que cumplirse para dejar la orden?
–Hay un sinfín de formalidades, incluyendo una petición de dispensa del Papa de Roma.
La información que Fran tenía acerca de la vida de los religiosos no era mucha. Lo poco que sabía lo había visto a través de las películas. Y dudaba que Hollywood hubiera hecho alguna vez una película sincera sobre la verdadera angustia que esa decisión implicaba.
–¿Ha… ha sido excomulgado?
–No, que yo sepa.
En ese momento, la mayoría de la gente estaba ya cerca de sus coches. Afortunadamente. La sorpresa de Fran habría sido evidente para cualquiera que hubiera estado observándolos.
–¿Está atormentado por su decisión?
–¿Está preocupada por la inmortalidad de mi alma?
Fran podía soportar cualquier cosa menos la burla de aquel hombre.
–¡En cierto modo sí! Después de su modo de tratarme el primer día en el monasterio, no entendía cómo podía sobrevivir allí.
–Eso quiere decir que ha estado pensando en mí.
Los ojos de Fran soltaron chispas.
–Está malinterpretando mis palabras.
–Me conmueve su preocupación.
Fran no pudo soportarlo más. Era evidente que ese hombre sufría, pero eso no tenía nada que ver con ella.
–Lo siento. He sido demasiado sincera. Es una de mis peores faltas.
–Esa falta me encanta.
Ella tragó saliva.
–No tengo derecho a decirle esto. No sé nada de usted ni de su vida. Simplemente me sorprende verlo aquí.
–¿Cree que no soy capaz de apreciar un concierto?
–Por supuesto que no. El canto gregoriano que escuché en el monasterio fue uno de los más bellos que he oído en mi vida. Pero no era eso lo que yo quería decirle.
–¿Qué quería entonces decirme?
–Creo que no tengo por qué explicárselo. Es una casualidad que hayamos venido los dos a Los Ángeles y es una casualidad aún mayor que coincidamos aquí.
–Yo estaba pensando lo mismo cuando la vi hablando con Gerda.
–¿La conoce? –preguntó sorprendida.
–Nos conocimos hace mucho tiempo. Cuando supieron que iba a estar en Los Ángeles, ella y su familia me invitaron a que viniera con ellos al concierto.
El hombre estudió con ávida intensidad los rasgos de la mujer, que apenas podía sostenerse en pie.
–¿Cómo es que se ha puesto a hablar con ella?
–Estoy aquí trabajando para la revista. Voy a cubrir la gira del coro por Australia. Además del texto, tengo que tomar fotografías que lo apoyen. Esta noche encontré lo que buscaba en el rostro de su amiga. Afortunadamente, me dio permiso para utilizar las fotos.
El hombre pareció sopesar sus palabras. Y ella no pudo evitar preguntarse por qué la miraba con esa solemnidad.
–Ha tenido suerte entonces. Es una persona muy especial.
Fran se preguntó dónde habría conocido él a la mujer y bajo qué circunstancias.
–Ya me he dado cuenta.
–¿Volará a Sydney mañana, entonces?
–Sí, será la primera ciudad que el coro visite en Australia.
–Le gustará.
–¿Ha estado usted allí?
–Sí.
Hubo una pausa.
–¿Vive en Los Ángeles ahora? –quiso saber Fran.
–No.
Fran pensó que no debería habérselo preguntado. Al ser un monje, él tendría que atenerse a ciertas reglas que seguramente le impedirían hablar de sus asuntos personales.
–Estoy deseando visitar Brisbane –dijo ella, tratando de continuar fluidamente la conversación–. He oído que las playas son allí cristalinas y los bosques, una maravilla.
–Todo eso es cierto. Pero haga lo que haga, no deje de visitar Great Barrier Reef. Es espectacular.
–También me han hablado de ello –Fran se aclaró la garganta–. Para alguien que ha vivido siempre dentro de un monasterio, el mundo debe de ser un lugar fascinante.
–Oh, sí que lo es. Y nunca tan fascinante como en este momento.
Si hubiera sido otro hombre, Fran se habría tomado el comentario como algo personal, pero tratándose de un monje arrepentido, decidió pasarlo por alto.
–Rezo por que encuentre lo que busca.
–¿Suele rezar? –preguntó él con gesto divertido.
Ella dio un suspiro profundo.
–Es una manera de hablar.
–O sea, que no reza.
–No he dicho eso.
–¿Qué es lo que trataba de decir entonces?
Fran se estaba cansando de tanta pregunta.
–Yo no soy la que tiene problemas espirituales. Y ahora me tengo que ir, el autobús me estará esperando. Dentro de poco, tenemos que estar en el aeropuerto.
–Adiós de nuevo. Y que se divierta en Australia.
Ella le dijo adiós y se dio la vuelta para marcharse, aunque no podía soportar la idea de que él la dejara marcharse sin llamarla. Tenía el horrible presentimiento de que no volverían a verse jamás.
«¿Qué otra cosa esperabas? ¿Pensabas de verdad que un monje atormentado te iba a pedir que pasases la noche con él?».
«¿Qué es lo que tanto te sorprende, Francesca Mallory?».
«¿Por qué estás dolida? ¿Qué puede significar él para ti o tú para él?».
«¿No sabías que eras una estúpida?».
«¿Cuántas veces he de decírtelo para que te enteres?».