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LOS HERMANOS DE MOWGLI


Eran las siete de una calurosa tarde en los cerros de Seeonee, cuando papá Lobo empezaba a despertar de su siesta. Se rascó, bostezó y estiró las patas. Mamá Loba estaba echada con sus cuatro juguetones y pequeños lobos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.

–¡Augr! –dijo el lobo padre–, ya es hora de volver a cazar.

Iba a tirarse por la ladera cuando una sombra, no muy voluminosa y de gruesa cola, atravesó el umbral y exclamó con una voz quejumbrosa:

–¡Buena suerte, Jefe de los lobos, para ti y para tus hijos! ¡Que les crezcan dientes fuertes y que jamás se les olvide lo que es el hambre en este mundo!

El que hablaba era el chacal (Tabaqui, el goloso). Los lobos en la India lo desprecian, porque es un chismoso y se alimenta de desperdicios. Pero aunque lo desdeñan, le tiene mucho miedo, porque es propenso a perder la cabeza y entonces muerde todo lo que encuentra en su camino.

–Bueno, entra y busca –dijo papá Lobo–, pero te advierto que aquí no hay comida.

–Para un lobo no –contestó Tabaqui–, pero para un pobre como yo hasta un hueso puede ser un exquisito banquete.

¿Quiénes somos nosotros, los Gidur-log (el Pueblo de los Chacales), para andar escogiendo?

Rápidamente se dirigió hacia el fondo de la caverna, donde encontró un hueso de ciervo con restos de carne, y se puso a roerlo alegremente.

–Muchísimas gracias por la comida, estaba muy rica –dijo relamiéndose, y luego agregó con aire de despecho–: Shere Khan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Durante la próxima luna cazará, según me ha dicho, en estos cerros.

–No tiene ningún derecho a eso –protestó enojado papá Lobo–. Según la Ley de la Selva, no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente. Va a asustar toda la caza en quince kilómetros a la redonda, y yo..., yo tendré que trabajar doble en esos casos.

–Por algo su madre le llamó Lungri (el Cojo) –dijo mamá Loba en voz baja–; es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que ganado. Ahora los campesinos de Waingunga lo persiguen, y se ha venido aquí a molestar a los nuestros. Revolverán la Selva en busca de él cuando ya esté lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando enciendan fuego a la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy agradecidos a Shere Khan!

–¿Quieres que se lo diga? – dijo Tabaqui.

–¡Fuera de aquí! –replicó enfadado papá Lobo–. ¡Fuera de aquí! ¡Ándate a cazar con tu amo! Ya has hablado bastante por esta noche.

–Ya me voy –respondió suavemente Tabaqui–. Desde aquí se oye a Shere Khan allí abajo entre todos esos árboles. Veo que no era necesario que yo les trajera hasta acá la noticia.

Papá Lobo se puso a escuchar. En el valle que descendía hasta el río oyó un seco, rabioso y pérfido lamento de un tigre que, siempre que no ha podido capturar ni una sola presa, pierde todo pudor y no le importa que toda la Selva se entere.

–¡Imbécil! –exclamó papá Lobo–. ¡Qué manera de comenzar el trabajo metiendo semejante ruido! ¿Se imaginará que nuestros ciervos son como sus gordos bueyes de Waingunga?

–¡Chiss! No son bueyes ni ciervos lo que caza esta noche –contestó mamá Loba–. Lo que busca es al Hombre.

–¡Al Hombre! –exclamó papá Lobo, mostrando la doble fila de blanquísimos dientes–. ¡Faug! ¿Acaso no hay suficientes escarabajos y ranas en los estanques, que ahora se le ocurre comer carne humana? ¡Y además en nuestras tierras!

La Ley de la Selva prohíbe a toda fiera comer al hombre, ya que toda matanza humana significa, tarde o temprano, la llegada de hombres blancos, montados en elefantes y armados de fusiles. Entonces a todo el mundo en la Selva le tocaría sufrir. Dicen también (y es cierto) que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

El ronquido se fue haciendo cada vez más intenso y terminó, al fin, en el ¡Aaar! a plena voz que lanza el tigre en el momento que ataca.

Se oyó entonces un aullido lanzado por Shere Khan.

–Falló el tiro –dijo mamá Loba–. ¿Qué ocurre?

Papá Lobo corrió hacia fuera y a unos pocos pasos oyó a Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, mientras se revolcaba en la maleza.

–A ese estúpido se le ha ocurrido nada menos que saltar por encima del fuego de unos leñadores, y se le han quemado las patas –replicó papá Lobo gruñendo con mal humor–. Tabaqui está allí con él.

–Algo sube por el cerro –observó mamá Loba enderezando una oreja–. Prepárate.

–¡Un hombre! –exclamó papá Lobo con disgusto–. Un cachorro humano. ¡Mira!

Frente a frente de él, apoyándose sobre una rama baja, se erguía, completamente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: la cosa más tierna y pequeña que jamás se había presentado en la caverna de un lobo. Miró a éste cara a cara, y se rió.

–¿Es esto un cachorro de hombre? –preguntó curiosamente mamá Loba–. Nunca he visto ninguno; tráelo.

Papá Lobo estaba acostumbrado a mover de un lado a otro a sus propios cachorros, por lo que sin grandes esfuerzos tomó cuidadosamente al niño entre sus dientes, y sin daño alguno lo acomodó junto a sus pequeños lobos.

–¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo!... Y... ¡qué atrevido! –dijo con dulzura mamá Loba. El niño se abría paso por entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel–. ¡Ajá! Ahora come con los demás. Así que éste es un cachorro de hombre, ¿eh? Pues a ver si ha habido alguna vez lobo que pudiera vanagloriarse de contar con uno que estuviera entre sus hijos.

–De eso he oído hablar en varias ocasiones, pero nunca refiriéndose a nuestra manada ni a mis tiempos –contestó papá Lobo–. Está completamente desprovisto de pelos, y bastaría que lo tocara con el pie para matarlo. Pero observa: nos está mirando y ni siquiera tiene miedo.

El resplandor de la luna que penetraba por la boca de la caverna quedó interceptado, de pronto, por la enorme cabeza cuadrada y por parte del pecho de Shere Khan, que se asomaba por la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía con voz chillona:

–¡Señor, señor, se ha metido aquí!

–Shere Khan ¡qué honor su visita! –dijo papá Lobo, mientras sus iracundos ojos lo delataban–. ¿Qué desea, Shere Khan?

–Mi presa. Un cachorro humano ha pasado por aquí. Sus padres han huido. Dámelo.

–Los lobos son un pueblo libre –dijo papá Lobo–. Obedecen a las órdenes del Jefe de su manada, y no a las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro..., para matarlo si se nos antoja.

–¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! ¿Qué es eso de “si se nos antoja”? ¡Por el toro que maté, que es cosa de preguntar hasta cuándo he de estar oliendo su perruna guarida, para obtener lo que justamente se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que les habla!

El rugido del tigre sonó estruendosamente por toda la caverna. Mamá Loba se separó de sus pequeños lobos y se adelantó, fijando en los llameantes ojos de Shere Khan los suyos, semejantes a dos verdes lunas brillando en la oscuridad.

–Y soy yo, Raksha (el demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá para correr junto con nuestra manada y para cazar con ella; y, al fin y al cabo, mire, usted, señor cazador de desnudos cachorrillos..., devorador de ranas..., matador de peces...; al fin y al cabo, él será quien, a su vez, le cace. Así que ahora apártese, o por el sambhur que maté, le aseguro, fiera malvada de estas selvas, que va a volver al regazo de su madre más cojo aún que al venir al mundo. ¡Lárguese!

Shere Khan hubiera desafiado a papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba, porque sabía que en el lugar en que estaban, todas las ventajas eran para ella, y que lucharía hasta morir. Se retiró, pues, refunfuñando de la boca de la caverna, y cuando se vio libre, gritó:

–¡Cada perro ladra en su propia guarida! Ya veremos lo que dice la manada respecto a eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y al fin vendrá a parar a mis dientes, ¡ladrones!

Mamá Loba se dejó caer jadeante entre sus hijos, y papá Lobo le habló gravemente:

–Hay mucho de verdad en lo que ha hablado Shere Khan. Es necesario que la manada conozca a ese cachorro. ¿Todavía quieres guardártelo, mamá?

–¡Guardarlo! –contestó ella suspirando–. Desnudo vino, de noche, solo y hambriento, y, sin embargo, no tenía miedo. Mira: ha echado ya a un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo lo habría querido matar y luego escaparse al Waingunga, mientras los campesinos, en venganza, vendrían aquí a maldecir nuestras guaridas! ¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Ya llegará el día, Mowgli (porque Mowgli, la rana, le llamaré de ahora en adelante), en que no sea él cazado por Shere Khan, sino quien le cace a él.

–Pero ¿qué va a decir la manada? –exclamó papá Lobo.

La Ley de la Selva, prescribe terminantemente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada a la que pertenece; pero que a penas los cachorros puedan mantenerse en pie debe llevarlos al Consejo de la manada, con el fin de que los demás lobos puedan identificarlos. Después de esto los cachorros quedan en libertad, y mientras éstos no hayan matado el primer ciervo, no hay excusa para que un lobo mayor mate a alguno de ellos. En esos casos, el asesino es castigado con la pena de muerte.

Esperó papá Lobo a que sus cachorros pudieran correr un poco, y entonces los tomó junto con Mowgli y con mamá Loba y se los llevó al Consejo de la Peña. Akela, el enorme y gris Lobo Solitario, estaba echado sobre su roca y más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos los tamaños y colores. El Lobo Solitario los guiaba a todos desde hacia un año.

Poco se habló en la reunión de la Peña. Los pequeños lobos eran observados cuidadosamente por el resto de la manada, mientras desde su roca Akela gritaba: “Ya saben lo que dice la Ley, ya lo saben. ¡Miren bien, lobos!” Y las ansiosas madres repetían: “¡Miren! ¡Miren bien, lobos!”

Al fin (y en aquel momento se le erizaron a mamá Loba todos los pelos del cuello), papá Lobo empujó a “Mowgli, la rana”, como le llamaban, hacia el centro, donde se sentó, riendo y jugando con unas piedras que brillaban con la luz de la luna.

Akela, sin levantar la cabeza que tenía puesta sobre las patas, continuó con su monótono grito: “¡Miren bien!” Sorpresivamente un sordo rugido se elevó por detrás de las rocas; era la voz de Shere Khan, que gritaba a su vez:

–El cachorro es mío, dénmelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Akela no movía ni las orejas. No hizo más que decir:

–¡Miren bien, lobos! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con los mandatos de cualquiera que no sea el mismo Pueblo? ¡Mírenlo bien!

Se alzó un coro de gruñidos, y un lobo joven, de unos cuatro años, tomó la pregunta de Shere Khan, dirigiéndose otra vez a Akela:

–¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Ahora bien: la Ley de la Selva prescribe que en caso de que en la manada se disputa el derecho de admisión de un cachorro, deben defenderlo, por lo menos, dos de los miembros de ésta, que no sean su padre o su madre.

–¿Quién habla a favor de este cachorro? –preguntó Akela–. ¿Quién, que pertenezca al Pueblo Libre, habla a favor suyo?

Nadie contestó, y mamá Loba se preparó para lo que ya sabía ella que sería su última pelea, si al terreno de la lucha era necesario llegar.

Entonces, Baloo, el soñoliento oso pardo que enseña a los pequeños lobos la Ley de la Selva, el único animal de otra especie a quien se le permite tomar parte en el Consejo de la manada, el viejo Baloo que puede ir y venir por donde se le antoje, se levantó en dos patas y gruñó:

–¿El cachorro humano?... –dijo–. Yo hablo a favor del cachorro. Ningún mal puede hacernos. No tengo el don de la palabra, pero digo la verdad. Déjenlo correr con la manada, y considérenlo como uno de tantos. Yo mismo lo enseñaré.

–Necesitamos ahora que hable otro –dijo Akela–. Baloo lo ha hecho ya, y él es el maestro de nuestros pequeños lobos. ¿Quién toma la palabra además de él?

Una sombra negra se deslizó hacia el círculo. Era Bagheera, la pantera negra.

–¡Akela –dijo como susurrando– y ustedes, Pueblo Libre! Yo no tengo derecho a mezclarme en su asamblea; pero la Ley de la Selva dice que si surge alguna duda respecto a un nuevo cachorro, que no sea relativa a alguna muerte, su vida se puede comprar a un precio estipulado. Y la Ley no dice quién puede o no pagar este precio. ¿Estoy en lo cierto?

–¡Bien, bien! –exclamaron los lobos más jóvenes, hambrientos siempre–. ¡Que se oiga a Bagheera! El cachorro puede comprarse por un precio estipulado. La Ley lo dice.

–Como sé que no tengo derecho a hablar aquí, les pido permiso para hacerlo.

–¡Habla, pues! –gritaron a la vez unas veinte voces.

–Matar a un cachorro desnudo es una vergüenza. Por otra parte, les puede ser muy útil en la caza cuando sea mayor. Baloo ha hablado ya en su defensa. Ahora yo además les ofrezco un toro, gordo y recién cazado, si aceptan al cachorro humano, de acuerdo con lo que dice la Ley. ¿Alguna objeción?

Se levantó un clamor de docenas de voces que decían:

–¡Qué importa!, ya se morirá cuando lleguen las lluvias del invierno. Ya le abrasarán vivo los rayos del sol. ¿En qué puede perjudicarnos una rana desnuda como ésta? Aceptémoslo.

Y entonces se oyó el profundo gruñido de Akela, que advertía:

–¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!

Tan entretenido estaba Mowgli en jugar con las piedras, que no se daba cuenta de que uno a uno se le iban acercando para mirarlo atentamente. Al fin descendieron todos del cerro, en busca del toro muerto, excepto Akela, Bagheera, Baloo y los lobos que adoptaron a Mowgli.

Shere Khan rugía aún entre las sombras de la noche, rabioso por no haber logrado que le entregaran a Mowgli.

–¡Sí! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! –le dijo Bagheera en sus propias barbas–: o yo no sé nada de lo que son los hombres, o llegará el día en que esa cosa que está ahí tan desnuda te hará rugir en un tono muy distinto.

–Lo hemos hecho bien –observó Akela–. Los hombres y sus cachorros saben mucho. Con el tiempo podría ayudarnos. –Y añadió dirigiéndose a papá Lobo–: Llévatelo y adiéstralo, enseñándole la pertenencia al Pueblo Libre.

Y así fue como Mowgli entró a formar parte de la manada de los lobos de Seeonee, siendo un toro el rescate pagado por su vida y Baloo su defensor.

* * *

Alrededor de diez años más tarde Mowgli todavía llevaba una vida alegre y entretenida entre los lobos. Papá Lobo le enseñó su oficio y todo lo que en la selva había, hasta que cada crujido bajo la hierba; cada soplo del tibio aire de la noche; cada nota lanzada por el búho sobre su cabeza; cada ruido que producen los murciélagos, arañando, al descansar por un momento en un árbol; cada rumor que causa un pez al saltar en una balsa, significaron para él tanto como el trabajo de la oficina significa para el hombre de negocios. Ocupó también su puesto en el Consejo de la Peña, al reunirse la manada, y allí descubrió que mirando fijamente a un lobo le obligaba a bajar los ojos, lo que después hacía incluso por mera diversión. Otras veces arrancaba de la piel de sus amigos largas espinas que se les clavaban en ella. Descendía también por la ladera del cerro, en plena noche, hasta llegar a las tierras de cultivo, y miraba curiosamente a los campesinos en sus chozas; pero desconfiaba de ellos, porque Bagheera le había enseñado lo que eran las trampas. En cuanto tuvo edad suficiente para hacerse cargo de las cosas, Bagheera le enseñó que se abstuviera de poner mano en cabeza alguna de ganado, porque su propia vida había sido rescatada mediante la entrega de un toro.

Una o dos veces le dijo mamá Loba que desconfiara de Shere Khan, y que un día u otro tendría que matarlo; pero a diferencia de lo que hubiera hecho un pequeño lobo recordando ese consejo a cada momento, Mowgli, como niño que era, lo olvidó por completo...

Continuamente Shere Khan le salía al paso, porque como Akela estaba envejeciendo y perdía fuerzas cada día, el tigre cojo había llegado a tener gran amistad con los lobos más jóvenes de la manada que le seguían para recoger sus sobras, cosa que Akela no hubiera tolerado si se hubiera atrevido a ejercer fuertemente su autoridad.

En tales ocasiones, Shere Khan los halagaba manifestándose sorprendido de que tan jóvenes y excelentes cazadores se dejaran guiar por un lobo que estaba ya medio muerto y por un cachorro humano.

–Me han contado por ahí –les decía Shere Khan– que no se atreven a mirar a los ojos al hombrecito cuando se reúnen en el Consejo.

Y los lobos le contestaban gruñiendo, erizando el pelo. Bagheera, que parecía estar en todas partes, viéndolo y oyéndolo todo, llegó a saber algo de esto, y más de una vez le explicó a Mowgli, en pocas palabras, que Shere Khan algún día lo mataría; a lo que Mowgli contestaba riéndose:

–Cuento con la manada y contigo; y hasta Baloo, con toda su pereza, no dejaría de dar algunos golpes para defenderme. ¿De qué preocuparme entonces?

Un día de muchísimo calor, a Bagheera se le ocurrió una nueva idea, nacida de algo que había oído, y dijo a Mowgli:

–¿Cuántas veces te he dicho, Hermanito, que Shere Khan es enemigo tuyo?

–Tantas como frutos tiene esta palmera –contestó Mowgli, que, naturalmente, no sabía contar–. ¡Bueno! ¡Y qué! Tengo sueño, Bagheera, y Shere Khan no tiene más que mucha cola y muchas palabras...

–No es hora de dormir. Baloo sabe que es verdad; lo sabe la manada, y lo saben hasta los infelices, los simplísimos ciervos. A ti mismo, además, te lo ha dicho Tabaqui.

–¡Oh! –repuso Mowgli–. Hace poco vino con las impertinencias de que yo era un desnudo cachorro de hombre y que no servía ni para desenterrar raíces; pero lo tomé por la cola y lo golpeé contra una palmera un par de veces para enseñarle a tener mejores modales.

–¡Valiente tontería! Porque aunque Tabaqui es un chismoso, te hubiera dicho algo que te interesa mucho. ¡Abre esos ojos, Hermanito! Shere Khan no se atreve a matarte en la Selva; pero acuérdate de que Akela está muy viejo, y no tardará en llegar el día en que le será imposible cazar un solo ciervo. Ese día dejará de ser el jefe. Muchos de los lobos que te admitieron cuando fuiste presentado al Consejo son ya viejos también, y los jóvenes creen, porque así se lo ha enseñado Shere Khan, que un cachorro humano no tiene derecho a estar en la manada. Dentro de poco serás un hombre.

–¿Qué es, pues, un hombre que no puede juntarse con sus hermanos? –preguntó Mowgli–. En la Selva nací, su Ley he obedecido, y no hay un solo lobo, entre los nuestros, al que yo no le haya arrancado alguna espina de las patas. ¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

Bagheera se recostó y, con los ojos medio cerrados, dijo:

–Toca ahí, Hermanito, bajo mis mandíbulas.

Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y debajo de la suave barba de Bagheera encontró un espacio raído.

–Nadie, en toda la extensión de la Selva, sabe que yo, Bagheera, tengo esta marca..., la marca que deja el collar; y, sin embargo, Hermanito, yo nací entre los hombres, y entre ellos murió mi madre..., en las jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Este fue el motivo que me llevó a pagar por ti el precio convenido en el Consejo cuando no eras más que un desnudo cachorrito. Sí, también yo nací entre los hombres. La Selva era desconocida para mí, me alimentaban a través de los barrotes de la jaula, hasta que una noche despertó en mí el sentimiento de que yo era Bagheera, la pantera, y no un juguete para diversión de los hombres, y entonces rompí de un zarpazo la estúpida cerradura y me escapé; y precisamente porque sabía las costumbres de los hombres, llegué a infundir en la Selva más terror que Shere Khan. ¿No es cierto?

–Sí –afirmó Mowgli–; todos en la Selva temen a Bagheera..., todos, excepto Mowgli.

–¡Oh!... Tú eres cachorro humano –dijo con gran ternura la pantera negra–, y del propio modo que yo he vuelto a mi Selva, así debes tú volver, al fin, donde están los hombres..., los hombres que son tus hermanos. Esto, si no te matan antes en el Consejo.

–Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien va a querer matarme? –preguntó Mowgli.

–Mírame –contestó Bagheera. Y Mowgli la miró fijamente en los ojos. La enorme pantera, luego de algunos momentos, volvió la cabeza–. Por esto, hasta a mí me es imposible mirarte a los ojos, y eso que yo nací entre los hombres; y te quiero, Hermanito. Los otros te odian porque eres sabio, porque has arrancado espinas de sus patas, porque... eres un hombre.

–No sabía nada de eso –replicó con aspereza Mowgli, arrugando las negras y gruesas cejas.

–¿Cuál es la Ley de la Selva? Pega primero y avisa después. Hasta por tu propio descuido conocen que eres un hombre. Pero sé prudente. Me dice el corazón que en cuanto a Akela se le escape el primer ciervo sobre el cual se arroje, la manada se pondrá en contra de él y de ti. Se celebrará un Consejo de la Selva en la Peña, y entonces..., y entonces... Ya tengo una idea –dijo Bagheera levantándose de un salto–. Vete inmediatamente donde los hombres tienen sus chozas, allá en el valle, y toma una parte de la Flor Roja que allí cultivan, a fin de que en el momento oportuno puedas contar con un apoyo más fuerte que yo, o que Baloo, o los que bien te quieren en la manada. Anda y busca la Flor Roja.

Bagheera decía Flor Roja refiriéndose al fuego.

–¿La Flor Roja? –preguntó Mowgli–. ¿Es la que a la hora del crepúsculo crece fuera de las chozas? Yo la tomaré.

–Así deben hablar los cachorros de los hombres –dijo Bagheera con orgullo–. Acuérdate de que la flor crece en unas macetas pequeñas. Cortas una y la guardas para cuando la necesites.

–¡Bueno! –exclamó Mowgli–. Allá voy. Pero ¿estás segura de que todo esto es obra de Shere Khan?

–Por la cerradura que me dio la libertad, te aseguro que sí, Hermanito.

–Pues, entonces, por el toro que sirvió para rescatar mi vida, te prometo que voy a saldar mis cuentas con Shere Khan, y es posible que le pague aun algo más de lo que le debo. –Y diciendo esto salió disparado.

Mowgli había ido alejándose por el interior del bosque, a todo correr, con el corazón ardiendo en su pecho. Llegó a la cueva a la hora en que comenzaba a aparecer la niebla de la tarde, se paró para tomar aliento, y miró hacia el fondo del valle. Los pequeños lobos habían salido, pero mamá Loba, desde las profundidades de la caverna, conoció por el modo de respirar que algo le pasaba a su rana.

–¿Qué hay, hijo? –exclamó.

–Palabrerías de ese Shere Khan –respondió Mowgli–. Esta noche cazo en tierras de trabajo –añadió, y en seguida se hundió entre los arbustos, dirigiéndose hacia el lugar por donde corrían las aguas en el fondo del valle. Se detuvo allí, porque oyó los salvajes alaridos de la cacería en que se encontraba la manada; el mugido del sambhur cuando lo persiguen; el resoplar del ciervo que se ve acorralado. Entonces resonó un coro de perversos e insultantes aullidos que partía de los lobos más jóvenes.

–¡Akela! ¡Akela! Deja que el Lobo Solitario muestre su fuerza –decían–. ¡Paso al Jefe de la manada! ¡Salta, Akela!

Sin duda, el Lobo Solitario debió saltar equivocando el tiro, porque Mowgli oyó el castañeteo de los dientes y luego una especie de ladrido cuando el sambhur le hizo rodar por el suelo empujándolo con las patas delanteras.

No esperó ya más para ver lo que sucedía. Siguió adelante, y los gritos fueron oyéndose cada vez más débiles a medida que se alejaba en dirección a las tierras de cultivo, en las cuales vivían los campesinos.

“Bagheera estaba en lo cierto –se dijo al recostarse sobre unos forrajes que encontró bajo la ventana de una choza–. Mañana será un día importante para Akela y para mí.”

Pegó, entonces, la cara a la ventana, y miró el fuego que ardía en el suelo. Vio a la mujer del labrador levantarse y arrojar sobre las llamas unos pedazos de algo negro. Al llegar la mañana, cuando todo estaba envuelto en blanca y fría neblina, vio a un niño, hijo del campesino, tomar una especie de maceta de mimbre, llenarla de enrojecidas brasas, colocarla bajo una manta, y salir para cuidar a las vacas en el establo.

“¿Y esto es todo? –se dijo Mowgli–. Si un cachorro como éste puede hacerlo, entonces no hay nada que temer.”

Dobló la esquina de la casa, corrió hacia el hombrecito, le arrebató aquella especie de maceta y desapareció con ella entre la niebla, mientras el niño campesino se quedaba chillando de miedo.

“Son muy parecidos a mí –añadió Mowgli soplando en la maceta, como había visto que lo hacía la mujer–. Y esto se me va a morir si no lo alimento.”

Comenzó entonces a arrojar ramitas de árbol y cortezas secas sobre aquella materia de un rojo tan vivo. Un poco más allá en el cerro, se encontró con Bagheera.

–Akela ha fallado el tiro –le dijo la pantera–. Si no hubiera sido que te necesitaban también a ti, lo hubieran matado anoche. Fueron al cerro en tu búsqueda.

–Yo andaba entonces por las tierras de cultivo. Ya estoy listo. ¡Mira! –Y Mowgli levantó la especie de maceta llena de fuego.

–¡Bien! Ahora falta hacer otra cosa: yo he visto a los hombres arrojar una rama seca sobre esto, y al poco rato la Flor Roja se abría al extremo de la rama. ¿No tienes miedo de hacer eso?

–No. ¿Por qué tendría que temer? Recuerdo ahora como, antes de ser lobo, me acosté junto a la Flor Roja, encontrándola caliente y agradable.

Mowgli estuvo todo el día sentado en la caverna, cuidando de su maceta y metiendo en ella ramas secas, para ver el efecto que producían después. Encontró una a su gusto y, al anochecer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y le dijo, con harta rudeza, que lo necesitaban en el Consejo de la Peña, se estuvo riendo hasta que Tabaqui se puso a correr. Entonces se dirigió hacia el Consejo, pero riéndose aún.

Akela, el Lobo Solitario, estaba echado junto a su roca como signo de que la jefatura de la manada estaba vacante, y Shere Khan, con su serie de lobos empachados de sus sobras, se paseaba de un lado a otro con aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba echada junto a Mowgli, y éste tenía entre las piernas la maceta del fuego. Cuando estuvieron todos reunidos, Shere Khan comenzó a hablar, lo que jamás se habría atrevido a hacer en los buenos tiempos de Akela.

–No tiene derecho a esto –murmuró Bagheera–. Díselo. Ese es de casta de perro: verás cómo se atemoriza.

Mowgli se puso de pie.

–¡Pueblo Libre! –gritó–, ¿es acaso Shere Khan quien dirige la manada? ¿Qué tiene que ver un tigre con nuestra jefatura?

–Viendo que el puesto está vacante, y que me han suplicado que hable... –comenzó a decir Shere Khan.

–¿Quién lo ha suplicado? ¿Acaso nos hemos vuelto todos chacales para estar alabando a este carnicero, matador de reses? La jefatura pertenece exclusivamente a miembros de la manada misma –replicó Mowgli.

Se oyeron feroces aullidos que querían decir:

–¡Silencio, cachorro de hombre!

–Déjenle hablar. Ha observado fielmente nuestra Ley.

Al fin los ancianos de la manada gritaron con voz estruendosa:

–¡Dejen que hable el Lobo Muerto!

Cuando un jefe de la manada falla en el tiro, dejando de matar la presa que perseguía, recibe el nombre de Lobo Muerto por el resto de su vida.

Akela levantó con aire de fatiga la cabeza, mostrándose viejo y desgastado por los años.

–¡Pueblo Libre! –exclamó–, y ustedes también, chacales de Shere Khan. Durante doce temporadas los he llevado a cazar, y siempre han regresado sanos y salvos. Ahora he fallado en el tiro. Bien saben cómo ustedes mismos me llevaron a atacar un ciervo sin experiencia, para que así se viera más clara mi debilidad. Fueron muy hábiles. Tienen derecho a matarme ahora mismo, aquí, en el Consejo de la Peña. Por lo tanto no pregunto más que esto: ¿quién es el que va a quitar la vida al Lobo Solitario? Porque según la Ley de la Selva me corresponde otro derecho: el de exigir que se acerquen a mí uno a uno.

Se produjo un largo silencio, porque a ningún lobo le parecía muy agradable el tener un duelo a muerte con Akela.

De pronto Shere Khan rugió:

–¡Bah! ¿Qué nos importa lo que nos diga ese viejito sin dientes? ¡No tardará en morirse! El hombrecito ese es quien ha vivido demasiado ya... ¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primer día: dénmelo. Estoy cansado de seguir empeñándome en hacer de él un hombre-lobo. Durante diez temporadas no ha hecho más que molestar a todo el mundo en la Selva. Denme a ese hombrecito, o de lo contrario les prometo que vendré a cazar siempre aquí y no les daré ni un solo hueso. Él es un hombre, un jovencito de los que los hombres tienen, y yo lo odio más que a nada en el mundo.

Entonces, más de la mitad de los lobos que formaban la manada aullaron:

–¡Un hombre! ¿Qué tiene que ver con nosotros un hombre? ¡Que se vaya con los suyos!

–¿Y que vaya a levantar contra ustedes a toda la gente de los pueblos? No: dénmelo a mí, es un hombre, y ninguno de nosotros puede mirarlo fijamente a los ojos –replicó Shere Khan.

Akela levantó de nuevo la cabeza y dijo:

–Le hemos dado comida; durmió hasta hoy con nosotros; nos ha proporcionado caza y no ha hecho nada contrario a la Ley de la Selva.

–Además, yo pagué un toro por él cuando lo aceptamos. Poco vale un toro; pero el honor de Bagheera es algo por lo que estaría dispuesta a pelear –dijo la pantera suavizando su voz lo que más pudo.

–¡Un toro que fue pagado hace diez años! –gruñeron entre dientes los lobos de la manada–. ¡Que nos importan unos huesos roídos hace ya diez años!

–¿O, mejor, qué les importa una promesa? –observó Bagheera mostrando sus dientes blancos por debajo del labio–. ¡Bien les queda ese nombre de Pueblo Libre!

–Un cachorro humano no puede juntarse con el Pueblo de la Selva –rugió Shere Khan–. ¡Entrégenmelo!

–Por todo es nuestro hermano, excepto por la sangre –exclamó Akela–. ¡Y ustedes lo matarían aquí! Es verdad que harto he vivido. Algunos de ustedes se alimentan de ganado, y de otros he oído decir que, bajo la dirección de Shere Khan, van de noche, protegidos por la obscuridad, a robar niños a las mismas puertas de las aldeas. De ello deduzco que son unos cobardes, y que a cobardes les estoy hablando. Es cierto que moriré y que mi vida carece ya de valor, pero si lo tuviera ofrecería mi vida por la del hombrecito. Por el honor de la manada, yo les prometo que, si dejan a ese hombre-cachorro volver con los suyos, no les mostraré los dientes cuando llegue mi hora de morir. Esperaré la muerte sin resistencia. De esta manera, se ahorrarán tres vidas por lo menos. No puedo hacer más; pero si aceptan lo que les digo, no pasarán por la vergüenza de matar a un hermano que no ha cometido ningún delito..., un hermano cuya vida fue defendida y comprada, de acuerdo con la Ley de la Selva, cuando se le incorporó a nuestra manada.

–¡Es un hombre..., un hombre..., un hombre! –gruñeron los lobos y la mayor parte de ellos comenzó a agruparse alrededor de Shere Khan, que se golpeaba las caderas con la cola.

–En tus manos está ahora el asunto –dijo Bagheera a Mowgli–. Ni tú ni yo podemos hacer ya más que luchar contra todos.

Mowgli se puso de pie llevando entre las manos la maceta del fuego... Estiró los brazos y bostezó mirando hacia el Consejo; pero estaba loco de ira y de pena al ver que los lobos, procediendo como lo que eran, le habían ocultado siempre el odio que sentían por él.

–¡Escúchenme! –gritó–. No hay ninguna necesidad de que estén aquí conversando como si fueran perros. Me han dicho ya tantas veces esta noche que soy un hombre, que empiezo a comprender que están en lo cierto. En adelante, no los llamaré mis hermanos, sino sag (perros), como los llamaría un hombre. Lo que hagan, o dejen de hacer, no son ustedes los llamados a decirlo. Me corresponde a mí este asunto; y para que puedan hacerse cargo de él más claramente, yo, el hombre, he traído aquí una pequeña porción de la Flor Roja que tanto los atemoriza a ustedes, como perros que son.

Arrojó al suelo la maceta del fuego, y algunas de las brasas prendieron en un montón de musgo seco, que ardió de inmediato, mientras todo el Consejo retrocedía aterrorizado al ver elevarse las llamas.

Mowgli lanzó sobre el fuego la rama que llevaba, y cuando ésta se encendió chisporroteando, comenzó a agitarla rápidamente por encima de los acobardados lobos.

–Ahora tú eres el único amo –dijo Bagheera en voz baja–. Salva la vida de Akela; que fue siempre tu amigo.

–¡Bueno! –dijo Mowgli, mirando pausadamente a su alrededor–. Veo que no son más que unos perros. Los dejo para irme con mi gente..., si existen realmente. Como la Selva es ahora un lugar prohibido para mí, necesariamente tendré que olvidar esta amistad; pero voy a mostrarme más generoso que ustedes, por la sola razón de que, cuando yo sea un hombre entre los hombres, no los traicionaré, como ustedes lo han hecho conmigo.

Dio un puntapié al fuego, y el aire se llenó de chispas.

–No habrá guerra entre nosotros –prosiguió–. Pero antes de dejarlos, debo solucionar una deuda.

Se dirigió a grandes pasos hacia el lugar donde Shere Khan estaba sentado sobre sus patas, parpadeando con aire atontado al mirar las llamas, y lo tomó por el puñado de pelos que tenía bajo la barba. Bagheera siguió a ambos, para prevenir lo que podría ocurrir.

–¡Levántate, perro! –gritó Mowgli–. ¡Levántate cuando te habla un hombre, o de lo contrario te quemaré la piel!

Shere Khan bajó las orejas hasta dejarlas como aplastadas sobre su cabeza, y cerró los ojos, porque vio muy cerca de él la rama ardiendo.

–Este cazador de reses dijo que me mataría en el Consejo, porque no pudo matarme cuando yo no era más que un cachorro. Así es como nosotros pagamos a los perros cuando llegamos a ser hombres. ¡Si mueves solo uno de tus bigotes, Lungri, te hundo la Flor Roja en la garganta!

Le pegó a Shere Khan en la cabeza con la rama, y el tigre gimió lastimosamente, como agonizante de terror.

–¡Bah! ¡Ándate ahora, malvado gato de la Selva! Pero acuérdate de lo que te digo: cuando yo vuelva al Consejo de la Peña, como es bien que un hombre vuelva, será cubriendo mi cabeza con tu piel. Por lo demás, Akela queda en libertad de vivir, y del modo que más le guste. No lo matarán, porque no es ésta mi voluntad. Ni pienso, tampoco, que van a estar aquí más tiempo con la lengua colgando, como si fueran algo más que perros que yo arrojo de este lugar... Por lo tanto, ¡largo de aquí!

Ardía furiosamente el extremo de la rama, y Mowgli comenzó a golpear con ella, a derecha e izquierda, a los que formaban el círculo, con lo cual los lobos se pusieron a correr, aullando al sentir que las chispas les quemaban el pelo. No quedaron al fin más que Akela, Bagheera y unos diez lobos que se habían puesto al lado de Mowgli. Entonces sintió en su interior una pena que nunca antes había experimentado. Tomando aliento, sollozó, y las lágrimas corrieron por su rostro.


–¿Qué se esto?... No quisiera abandonar la Selva, y no sé qué me ocurre. ¿Me estoy muriendo, acaso, Bagheera?

–No, Hermanito. Éstas no son más que lágrimas, como las derraman todos los hombres –le explicó Bagheera–. Ahora sí que eres un hombre, y no ya un cachorro humano, como antes. Es verdad que la Selva se ha cerrado para ti desde hoy. Déjalas caer, Mowgli: no son más que lágrimas.

Mowgli se sentó, y lloró como si el corazón se le fuera a romper en pedazos. Era la primera vez que lloraba.

–Ahora –dijo– me voy con los hombres. Pero antes debo despedirme de mi madre –y diciendo esto se fue a la caverna donde ella vivía junto con papá Lobo, y sobre su piel derramó nuevas lágrimas, mientras los cuatro pequeños lobos aullaban tristemente.

–¿No me olvidarán? – les preguntó Mowgli.

–Nunca, mientras podamos seguir una pista –respondieron los cachorros–. Cuando seas un hombre, ven hasta el pie del cerro y hablaremos contigo. Nosotros iremos también, de noche, a las tierras de cultivo, y allí jugaremos juntos.

–¡Vuelve pronto! –agregó papá Lobo–. ¡Vuelve pronto, ranita sabia, porque tanto tu madre como yo somos ya viejos!

–¡Vuelve pronto! –repitió mamá Loba–, desnudito, hijo mío; porque..., oye lo que voy a decirte: siempre te he querido más a ti que a mis cachorros, a pesar de que seas hijo de un hombre.

–Sin duda que volveré –respondió Mowgli–, y cuando lo haga será para tender sobre el Consejo de la Peña la piel de Shere Khan. ¡No me olviden! ¡Díganle a todos en la Selva que tampoco me olviden nunca!

Ya era casi el alba cuando Mowgli bajó del cerro, completamente solo, para ir en busca de esos misteriosos seres que se llaman hombres.

El libro de la selva

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