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LA COFRADÍA DE LA MANTEQUILLA NEGRA

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Una vez estuve viviendo en una ciudad extraña a la que el viento parecía darle de lado, trastornando a la gente, y donde un amigo repentino me descubrió, durante una noche de copas, un restaurante clandestino que se ocultaba dentro de otro restaurante menor, como un gigante de cuento que jugara a esconderse en el tronco de un árbol.

Era aquel restaurante (y supongo que sigue siendo) mucho más grande que el local principal que le servía de cobertura, al parecer un simple despacho de pizzas congeladas y de otras comidas rápidas. Digo al parecer porque, para participar de aquella organización oscura, mi amigo me exigió que aceptara llegar al lugar con los ojos vendados. Así que solo pude oler la entrada al establecimiento. Me descubrieron la cara cuando ya estaba en un pasillo, frente a una puerta estrecha, encajada junto a las dos habituales para los aseos y donde se leía un cartel de Privado similar al de cualquier otro negocio. Nada sospechoso, o fácil de localizar, pues.

Al franquear la puerta descubrías un inmenso salón interior alumbrado por una araña antiquísima y ocupado por una mesa única de roble, solemne, larguísima, en cuyos laterales se podían sentar a codos estirados decenas de comensales. La coronaba un descomunal cuadro colgado sobre la cabecera presidencial donde se dibujaban, cruzados, una varilla de cocina y un cuchillo cebollero, y bajo ellos, dispuesto en horizontal, lo que identifiqué como un sacacorchos. Sobre la mesa, candelabros de siete brazos, copas abigarradas, cubiertos de plata, flores, servilletas bordadas.

Mientras nos sentábamos, solos aún en aquella estancia inquietante, mi amigo el iniciador me explicó en voz baja que se trataba de la sede de una logia gastronómica que entendía la comida como el único placer superior capaz de asomar lo mejor de cada hombre o mujer. La lujuria puede descoyuntar el alma en mayor medida con su ardor puntual, en efecto, pero a menudo acaba gobernada por el egoísmo. La música, el arte o la lectura, aun proporcionando alturas incomparables, se disfrutan de normal en solitario, y además constituyen trampas placenteras que te acercan al misterio, pero que luego se escapan dejándote en ascuas, a punto de entenderte a ti mismo y al mundo. Un cuadro, un párrafo o una canción hermosa pueden emocionarte hasta el tuétano y sugerirte una verdad trascendente, pero esa certeza acariciada se esfumará de regreso a tu garganta cuando intentes verbalizarla, como le sucedería a un mensajero enmudecido por un hechizo. En cambio, la comida, no. En ese sentido, es completa. Desata el razonamiento sin pretensiones, acerca a quienes comparten mantel, abre los poros del entendimiento y ensancha, si no el mundo, sí al menos el espacio de alrededor.

Así se expresaba mi amigo, como se ve bastante moñas, amante de Proust y de Voltaire, de esos que se acostarían con María Moliner aun sin saber qué pinta tenía, un alma artística, y por supuesto un cofrade de aquel conciliábulo oculto en el desván de una pizzería. Mientras él me ilustraba y yo le escuchaba, por la puerta privada iban entrando personas de todo género y condición, que tomaban asiento sin apenas hablar entre sí. De pronto, aquello estaba lleno.

Todos asistían esa noche a una de las cenas que la logia organizaba alrededor de cualesquiera argumento culinario posible, alcanzando extremos que yo —entonces en mi más florida juventud— jamás había imaginado. Festines servidos sobre los cuerpos desnudos de geishas. Catas de vinos malditos utilizados en misas negras o consagrados a las distintas formas del Mal por sectas suicidas. Menús elaborados a partir de las últimas cenas que habían pedido monstruosos asesinos en la cárcel. Celebraciones pantagruélicas donde se reproducían bacanales históricas, con animales asados en las entrañas de otros animales más grandes, que se introducían y se asaban a su vez dentro de otros cadáveres, como perdices dentro de faisanes dentro de jabalíes y dentro de novillas, servidas en camillas, y rodeadas por mil frutas junto con la cabeza intacta y las pezuñas frescas aún.

Cuando no reproducían recetas utilizando, exclusivamente, especies en extinción.

Esto me estaba desvelando mi amigo cuando el señor que había ocupado la presidencia se levantó, pidió silencio, saludó ceremonioso a todos los presentes (unos cincuenta) e informó de que esa noche contaban con un invitado (yo) que había sido llevado bajo mortaja y que había jurado guardar discreción. Muerto de miedo, asentí ante la lluvia de miradas que de golpe recibí sobre mi cara de lerdo. Entonces, el presidente anunció el menú de esa noche: Raya a la Mantequilla Negra, «un plato que requiere una habilidad de orfebre, pues un solo grado de temperatura excesivo en la salsa la convierte en tóxica, y quizá mortal. Por eso habréis de firmar antes, queridos amigos, un documento aceptando el riesgo de su ingestión», avisó.

Casi me cago al oírlo.

—¿Y lo de las geishas? —le pregunté a mi amigo.

Pero entonces, de golpe, se asomó por la puerta un tipo gordo con un gorro de cocinero mustio y con un delantal ametrallado de arriba a abajo por manchas de tomate. Sin llegar a entrar del todo en el salón, gritó:

—¡Olvidaros de la raya esa de los cojones!

—¿Por qué? —preguntó el presidente, aún de pie, con cara de marqués contrariado.

—¡Porque se me ha quemado la salsa! ¡Que cada vez que venís, pedís las chorradas más grandes!

—¿Y entonces?

—¡Pues para el que quiera me quedan unos pocos escalopes…, y quizá algo de caldo!

Y desapareció, dando un portazo.

El follón que estalló entonces en el salón fue monumental. Todo quisque empezó a protestar en voz alta, arrojando las servilletas al suelo, levantándose entre aspavientos y dirigiéndose a la salida:

—Si es que siempre igual, no hay forma, cuando no es una cosa es la otra, coño.

—Ya lo creo, esto ya empieza a ser un cachondeo. Eso que nos dieron en la cena anterior no era pez globo ni de coña, vamos. Una perca de oferta manchada con salsa de soja, eso era.

—¿Y el vino de Charles Manson? ¿Desde cuándo Charles Manson produce vino? ¿Quién se creyó eso? ¿Dónde lo hace, en el váter de la celda?

—A la supuesta geisha del mes pasado me la encontré a los pocos días en la caja del colmado de debajo de casa. No veas qué apuro.

—¿De quién fue aquella idea de asar a las codornices vivas? ¡Y a fuego lento! Te juro que aún tengo pesadillas en donde las oigo chillar.

—Debemos de ser la vergüenza de la red de cofradías.

—Yo voy a dejar de pagar la cuota.

La mayoría acabamos cenando en la pizzería. Yo, por supuesto, con los ojos vendados.

La puta gastronomía

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