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Prólogo EL NÁUFRAGO DE LA CUCHARA DE PALO

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Al autor de este libro lo salvó de la depresión una cuchara de palo, lo cual es manifiestamente injusto habida cuenta la cantidad de gente a la que él salvó una vez y cientos, y a los que nos habría gustado pagarle aquel rescate siendo esta vez su flotador. A su manera, David fue durante unos meses Chuck Nolan, solo en una isla, y su balón Wilson, expresión redonda de nuestro afán de amor, fueron un trozo de madera, un fuego y un puchero. En estas páginas devuelve el favor convirtiéndolas en una balsa improvisada con la que todos podamos volver al hogar, aunque Kelly Frears se haya casado con otro. Pero este libro no trata sobre aquellos meses en que David estuvo perdido en una playa emergida en mitad del mar sin apenas moverse, hablar o alimentarse. Este híbrido de diario, ensayo y colección de pequeños prodigios es un tríptico sobre la comida compuesto por imágenes superpuestas, no consecutivas, y aun así inteligibles.

La más obvia, la imagen central de la tablilla, es un fresco herético y devoto a la vez —la fusión imposible de lo pagano y lo fervoroso, ya lo verán, es una singularidad del autor— sobre la epifanía culinaria que ha vivido España en estas décadas aceleradas. Dibuja los perfiles del furor por las cocinas, la propia y las ajenas, y de la tontería rococó que ha generado esta fiebre a su alrededor, plasmada en esos documentales de miriñaque con los que los restaurantes de postín pretenden engalanar sus platos de filosofías y trascendencias de libro de autoayuda. Es una denuncia de la patochada solemne y de la súbita floración de especialistas del disgusto, dispuestos a protestar por un diente de ajo que se hizo demasiado amigo de una llama. Pero a pesar de ello, este libro no es una impugnación, no es la protesta airada de un señor enfadado con el presente ni mucho menos una elegía nostálgica a las cacerolas antiguas. El emperador va desnudo, proclama David, sí, pero el propósito de nuestro notario no es la descalificación de la mentecatería o la exposición de un cuerpo grotesco oculto bajo las sedas, sino, bien al contrario, señalar que detrás de los refajos y jubones habita un torso hermoso. Porque la revolución gastronómica española, la ubicuidad mediática de las aristocráticas cocinas Michelin y los interminables programas televisivos de enseñanza y concurso nos han ampliado el vocabulario, las mañas con el fuego y el frío, el catálogo de víveres disponibles, el gusto por la hermosura de los alimentos y los emplatados, y la concupiscencia exitosa de los días con el fruto de la vid. La gastronomía patricia ha soliviantado el orgullo de los menús plebeyos, ha descorchado una curiosidad infantil por combinaciones insensatas de productos y elaboraciones, y, en fin, nos ha ensanchado el paladar y la sobremesa a precios populares. Nos ha hecho más sensibles al placer de ser penetrados, vía oral, por innumerables habitantes de este planeta generoso. El emperador chef está desnudo, por supuesto, pero tiene un cuerpo esculpido por Praxíteles.

La segunda imagen del tríptico, que se barrunta bajo el paisaje gastronómico con solo retroceder unos pasos y entornar los ojos, es un retrato del país y del mundo. Una delicada voluta de pincel sobre la humanidad de hace un rato y la de hoy mismo. Hablando de los panes, la cocción lenta, la fermentación del vino o la curación del salchichón, bendiciendo tradiciones que inmediatamente viola, David acierta a levantar un asombroso mural en el que se leen sin leerse los nombres de nuestros quebrantos políticos, económicos y sociales, los apellidos culturales de esta contemporaneidad multiforme y apabullante en la que pugnan, en enfrentamiento mitológico, el buen humor y el ánimo solemne, la inteligencia y el cinismo, la alegría y el boato, la ligereza y la importancia, que son casi siempre —es hora de decirlo— pares antitéticos. Una disyuntiva que es necesario resolver para evadirse de tantos otros falsos dilemas como nos proporcionan este país y este mundo, llenos ambos de sacerdotes empeñados en que discutamos si el Cielo habita en el rabo de toro o en las gyozas, en el ceviche o en los Risketos, si la devoción por la paella está reñida con plantarle al arroz una buena chistorra —¡que no lo llamen matrimonio!—, y si la comida ha de vigorizar vikingos o deleitar feligreses de meñique tieso. Dualidades impostadas, reñidas con la doble condición de bestia y arcángel a la que estamos condenados desde Darwin. Porque en estas pocas páginas cabe el mundo sin empacho, del mismo modo que en nuestros estrechos cuerpos caben cocinadas la flora y la fauna todas, si somos metódicos y pacientes en la empresa vital de albergar en la tripa un bullicioso Arca de Noé.

La tercera ofrenda que componen esta muchedumbre de certezas redentoras, fábulas extraordinarias y medias verdades, este panóptico de cuentos y actas que levanta David, es otro desnudo, el de su autor. Procede una confesión, sabrán perdonar la obscenidad: el que suscribe no fue quien es hasta que se cruzó con este aragonés estrecho, llave allen del conjunto de tableros y bisagras que uno era y con los que anduvo hecho un trasto equivocado hasta el feliz encuentro. En su estupor sonriente ante el gozo, su propensión a la vitalidad, su valentía para convocar la catástrofe y reconstruir el mundo después, en su hambre de saberes y placeres y en su generosidad insobornable para evangelizarnos en la sensualidad halló uno mismo el mejor encaje de sus piezas. Como si uno hubiera venido al mundo incompleto, esperando sin saberlo una piedra de clave zaragozana para que su arco pudiera elevarse sobre la gravedad de lo anodino, lo mezquino, lo triste y lo ensimismado. David lo hace sin querer, sin ser del todo consciente de su don y su regalo. Por eso dedica muchas páginas a Patricio, cobaya improvisado de victorias y derrotas ante la encimera, y en su incondicional amor por ese Antínoo protestón, este Adriano de las brasas, que, como el emperador romano, es catedrático del sentido común, eleva una proclama de amor incondicional a la vida y a sus habitantes.

En cada página de este breve volumen late una batalla épica contra la tristeza, el malhumor y la afectación, y en su abundante erudición culinaria, enemiga fiera de la importancia, se contiene una oda al placer que reside en lo hermoso, lo inteligente y lo bueno. Este libro es sin pretenderlo un manual del comer y del cocinar desde un sacrílego desorden de las categorías, una guía para quemarse, cortarse y ensuciarse, para abrazar la gula con lujuria y viceversa, un viaje a lomos de un dragón blanco por otros muchos libros, lugares y comilonas, y una pauta para comer con los dedos, con palillos, con tenazas o con cuchara. Pero también y sobre todo es el cuaderno de bitácora de una vida glotona, un balón Wilson para cualquier naufragio y el menú degustación de un guisandero que engrandece, mientras se ata el delantal y nos sirve un vino, nuestro gusto, nuestra sabiduría y nuestra felicidad. Abran la boca.

Pedro Vallín

3 de enero de 2019

La puta gastronomía

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