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I · Cómo iniciar la narración
ОглавлениеCÓMO INICIAR LA NARRACIÓN. Me prometí objetividad, más que eso: me exigí veracidad, contar las cosas tal como sucedieron, ser honesto, sobre todo hablar de los sentimientos y pasiones que movieron cada acto de mi relación con Tantadel, los pensamientos que nunca se convirtieron en palabras o en hechos, que permanecieron agazapados entre actitudes falsas o detenidos antes de llegar a la superficie por causa de la cobardía de seres lamentablemente conformados. ¿Podré hacerlo? Hay cosas que parecen irreales, producto de la imaginación, de una imaginación fatigada de trabajar en busca de un mundo habitable. Lo que me detiene quizá sea el hilo de los sucesos, los recuerdos no fluyen en línea recta ni con la exactitud necesaria. Tampoco puedo precisar cuándo nació la idea o la inquietud de escribir esta historia: de dónde el deseo de ponerla en cuartillas, revisarla y, secretamente, aspirar a los lectores, uno, dos, cinco, diez, sólo Tantadel, los que sean: nadie escribe para sí mismo. En fin.
Conocí a Tantadel en la escuela: efectivamente: ahora la veo: está en el jardín, junto a la biblioteca, borrosa, distingo su sonrisa; a su alrededor no hay nadie: es extraño, debería haber clases y maestros y alumnos: yo mismo no aparezco por ningún sitio; ella habla y gesticula; no escucho sus palabras, ignoro qué dice, a quién se dirige, cuáles son los tipos que la oyen y la miran. Su sonrisa es brillante aunque no basta para disipar las brumas, esa neblina molesta que la rodea o protege y le concede un aspecto fantasmal. Después, la figura se desvanece y no vuelvo a verla, no vuelvo a saber de Tantadel. Ya no ocupa otro espacio en mi vida ni en los recuerdos que conforman mi pasado, mi memoria. Luego, cinco años más tarde y hace unos meses solamente, por azar, por azar y por Ignacio (quien me fue presentado en una reunión de exalumnos de Ciencias Políticas), la reencuentro; él pronuncia de nuevo el nombre mágico: Tantadel.
(Tantadel, ¿mujer o título de unas hojas?, ¿ambas cosas? ¿La habré imaginado o en efecto existió y juntos dimos origen a una pesadilla dantesca llevando el infierno a cuestas? ¿O escribí sobre un ser ficticio que ahora ha cobrado vida, como la estatua de Pigmalión? Si fuera esto último, ¿deberemos unirnos para convertir en realidad la fantasía y cumplir cabalmente con lo escrito: ocupar un tiempo lleno de absurdos, caótico, y luego reproducirlo en cuartillas? ¿Qué fue primero: Tantadel o estas páginas? ¿Cómo podría saberlo? De no aclarar la interrogante tal vez concluya dudando de mi propia existencia.)
Ignacio, casi al llegar a mi casa: ¿Recuerdas a Tantadel?
Francamente no, pero el nombre me es familiar, no es común.
Ella se acuerda de ti.
Hice un esfuerzo, nada.
Participaba en actos políticos y culturales y andaba con los puros snobs de humanidades. Tampoco. Bueno, prosiguió Ignacio, la veremos mañana: hay una fiesta y Tantadel irá. Lo que presupone que nosotros también iremos, ¿no? Sí, habrá trago y muy buenas niñas de la Universidad. Eso me convenció. El exhibicionismo de nuestros recién enriquecidos había llegado al colmo de sacar a sus hijas de las escuelas confesionales para meterlas en la Facultad de Filosofía y Letras o en Ciencias Políticas. Es más elegante, dije casi indignado, y al concluir sus pésimos estudios pueden emplearlas en altos cargos gubernamentales. O bien pueden pescar marido y no concluir, añadió Ignacio. De cualquier forma, estimable amigo, no olvides que si algo debemos envidiarle a la burguesía no son sus talentos sino sus mujeres. Iremos. La casa de la fiesta no aparecía. Ignacio y yo recorrimos las calles marcadas Paseo del Pedregal, pero el número requerido para beber y bailar continuaba oculto en alguna parte. Bueno, espeté fastidiado, no habrá fiesta ni muchachitas ramplonas ni Tantadel. Debieron darme mal la dirección, explicó Ignacio aún más desolado. Sin embargo, por ahí, cerca de nosotros, había gente peinando la zona con evidentes caras de buscar dónde divertirse: veían puertas, número, interrogaban transeúntes. Sigue, hablé esperanzado. Tiene que estar por algún lado. El coche de Ignacio iba con lentitud. Al frente otro auto apagó y prendió sus luces varias ocasiones. Es Tantadel, aclaró mi compañero. Nos acercamos. Ella estaba con un amigo. La reconocí en seguida. En efecto, la conozco, exclamé para convencer a Ignacio y convencerme a mí de la realidad de Tantadel. Miré su cabellera rubia, su rostro bellísimo —mientras descendíamos de los coches e íbamos al encuentro—, su vestido largo hasta el suelo; nos saludó festiva, eufórica, exagerada; después descubriría que esos ritos formaban parte de su personalidad, muy sociable, como en una persona que ha estado sola por mucho tiempo y al encontrarse con un semejante (Robinson Crusoe y un “pobre salvaje” como Viernes) enloquece de contento. Tampoco encontraban la dirección, así que todos juntos mandamos la fiesta al diablo y decidimos buscar una emborrachaduría de mala muerte para pasar emociones fuertes, dijimos riéndonos. Ése es el principio, Tantadel. De esta manera comenzó nuestra historia, la que deseo contar para que sepas cómo vi la relación, cómo la veo, para que te enteres de lo que guardé por temor a herir tu susceptibilidad o porque a veces no puedo decir las cosas; quiero que ahora comprendas cuánto te odié en unos momentos y cuánto te quise en otros. Sorprendente, ignoro los sentimientos que hoy padezco por ella, son confusos o más bien una mezcla de varios: amor, desprecio. Cuando rompió conmigo sentí ahogo, una angustia sofocante que se adueñaba de mi estómago, de mis pulmones, de mi garganta, que impedía el trabajo rutinario; no razonaba, y por muchos días no supe qué hacer; sólo pensaba en Tantadel caminando por los lugares que en el pasado frecuentamos; vagaba por nuestros sitios. No deseaba encontrarme con ella; me hubiera conformado con verla a distancia, aunque estuviera acompañada de un amigo: placer doloroso, masoquismo puro; muchas veces me vi a punto de llamarla telefónicamente, de oprimir el timbre de su departamento, de espiarla; nunca lo hice. Hoy tengo el control de mis emociones (al menos eso supongo) y no me interesa su amistad; la tuve íntegra; tenerla nada más para escuchar su voz o para que ella oiga la mía carece de atractivo. Quizá por ello nunca he mantenido amistad con examantes. Luego de una entrega completa, donde ambos ponen todo de su parte para intentar la pareja perfecta (aunque sea efímera), no tiene sentido ceder a la amistad, porque amistad es relación vulgar y desprovista de interés. Me parece que la forma más extraordinaria de amistad se halla en el amor.
Nos metimos en un cabaret de cuarta categoría: prostitutas, obreros, rufianes, policías secretos y nosotros. Se trataba de emborracharnos. O al menos eso entendimos Ignacio y yo pues bebimos desmesuradamente. Yo me senté junto a Tantadel y luego de probar que podía ser simpático la saqué a bailar. La estreché con ternura y emoción recordando lo asediada que era en la escuela y lo selectiva que fue: siempre a su lado los muchachos más destacados: los que apuntaban al éxito en política o en alguna actividad cultural o los que por su simpatía y talento eran admirados. La música cesó. Un burdo cambio de luces, transformaciones obvias en el decorado, y vino la variedad: maricones bailando: blanco de las burlas de los machos que frecuentaban el sitio; jovencitas que intentaban cantar mientras hacían un penosísimo estriptís; chistes vulgares contados por payasos; de todo, hasta un viejo y reaccionario cantante cubano venido a menos, ya sin voz, que repetía fatigosamente las canciones que lo hicieron célebre años atrás. La variedad era entretenida —psicológicamente, sociológicamente— en su lamentable transcurrir, en especial para quienes la veíamos por vez primera y provistos de cierto buen gusto. No dejaba de ser interesante, aun dentro de la borrachera que poco a poco iba capturando mi cuerpo, mis sentidos, dominándolos, observar que la mayor excitación se produjo cuando apareció una muchachita con rostro de más muchachita vestida a la usanza de una novia: de blanco, velo y un ramo de flores artificiales: con entereza —y dotada de alguna majestuosidad primitiva—, como si estuviera caminando hacia el altar, dio varias vueltas a la pista; en el centro pusieron una silla y ahí comenzó a desvestirse, lentamente, en tanto la multitud aullaba, gritaba groserías y exigía ver los vellos del pubis.
Al finalizar el “espectacular chou” yo tenía entre las mías la mano de Tantadel, sin que me importaran sus comentarios pedantes sobre lo sucedido en el escenario. La música de fondo pasó a ser danzón y los borrachos sacaron a las putas a bailar y yo a Tantadel. Y bailamos igual que borrachos y putas, apretándonos fuertemente, tratando de que los sexos quedaran lo más juntos posibles.
Mientras intentábamos liquidar la segunda botella, nos indicaron que había llegado la hora de cerrar. Qué tragedia. A buscar otro sitio. Nos encaminamos a los coches. Esta vez me metí en el de Tantadel. Su compañero original (que por fortuna no hablaba más que para afirmar o negar) utilizó el Volkswagen de Ignacio. Fuimos hasta un cabaret de primera, de esos con horario amplio. Ahí bebimos una o dos copas. Súbitamente decidí acariciar las piernas de Tantadel. Guardó silencio, no hizo el menor movimiento de rechazo y fingió escuchar una anécdota de Ignacio. Esa discreción me dio ánimos para continuar. El seudo restaurante era siniestro y sin la honestidad del primero, con pretensiones de elegancia; un guitarrista tocaba flamenco y en distintas mesas borrachines hispanizantes berreaban siguiendo la música. Al fin llegó la hora de partir. Ignacio se despidió y junto con el amigo de Tantadel salió dando traspiés. Ella y yo nos retrasamos. Capturé su cuerpo con mi brazo derecho y la conduje a su auto. Me preguntó:
¿Quieres que te lleve a tu casa?
No. Quiero que me lleves a la tuya, contesté con seguridad: había bailado con ella, toqué sus piernas, le dije que desde la escuela me gustaba muchísimo; además, a esas alturas no era un secreto el que vivía sola. Sin titubeos me condujo hasta su departamento. Entré siguiéndola y como pude me introduje en la cama. Tantadel todavía tuvo ánimos para desmaquillarse. Una lámpara de buró, con un foco de reducidos watts, me permitía ver la habitación donde dormía Tantadel: desordenada, llena de objetos extraños, sin conexión unos con otros (floreros de vidrio soplado, reproducciones de museos europeos, figuras de bronce, de paja, de barro, ceniceros y estatuillas ultramodernos, juguetes indígenas..., un bazar de antigüedades en el que por descuido depositaron piezas actuales), sin ningún sentido del decorado, con libros en todos los rincones y la pared frente a la cama colmada de muñecas que me observaban con ojos fijos, inmóviles; traté de corresponder las miradas pero los rostros de las muñecas estaban borrosos, no podía distinguir sus facciones, sus colores. Se me ocurrió que aquellas mujercitas que ahora servían de adorno eran el pasado de Tantadel: evidentemente unas eran muy viejas, otras no tanto y por último las había de reciente creación; la ropa, el cuerpo, las caras, los detalles arrojaban luz sobre la época en que fueron fabricadas. Seguro pertenecieron a la Tantadel niña, a la Tantadel adolescente, a la Tantadel adulta. Cuántas serían. Ni siquiera me esforcé en contarlas. Ahora mismo recuerdo que jamás supe el número exacto de muñecas, tampoco averigüé su procedencia. Tal vez fueran treinta o treinta y cinco. No lo sé. En cambio, se agrada rememorar las más llamativas, las que estaban en los extremos: las horribles y maltratadas; las corrientes; las bonitas; las finas y lujosas, de vestidos ricos, regalos de amigos o amantes, resultado de un amorío. Había una negra de trapo, el clásico juguete de las niñas pobres, de ésas que venden en cualquier mercado por doce pesos: pañoleta roja en la cabeza, blusa blanca, falda de cuadros, delantal: una sonrisa amplia, estúpida, y graciosas formas de chocolate; finalmente la versión deleznable que da la gente blanca (o casi) de la raza negra. Dejé de mirarlas cuando Tantadel puso a mi alcance su cuerpo desnudo: la besé en la boca, en los senos; mis manos por impulso propio recorrieron sus piernas, sus caderas, su cintura... Infructuosamente traté de hacer el amor: quedé dormido sin importarme sus reacciones ante mis caricias. Al día siguiente me lo reprocharía duramente calificándome de egoísta.
Cuando desperté vi el lugar donde estaba: nada me era familiar y solamente la pared de las muñecas me resultó conocida. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Tantadel, pese a mis movimientos, continuó dormida. Fui a bañarme con agua muy caliente. En el botiquín había toda clase de artículos para hombre, desde máquinas de rasurar hasta lavandas y desodorantes masculinos. Bien por esta mujer, es precavida, vale por dos. El chistecito idiota no me hizo gracia. Al salir, Tantadel estaba esperándome. Sonreía como cuando iba a la escuela. Efectué algunos comentarios sobre la borrachera y lo divertida que estuvo; en realidad careció de gracia: fue vulgar y aparatosa, grosera como todas las borracheras antes y después que Baudelaire lo consignara. Luego intenté impresionarla, pero no como acostumbraba deslumbrar a otras mujeres: Tantadel era distinta; intentaría nuevos recursos. Le dije, entonces, que estaba casado y enamorado de mi esposa. Tantadel no pareció sorprenderse y siguió preparando el desayuno mientras yo ponía tazas, platos y cubiertos en la mesa. Vagamente recordaba que una muchacha, poco antes, me preguntó, tal vez dudándome soltero, si yo también tenía el cuento estúpido del esposo incomprendido, que deseaba divorciarse, sólo que los niños, la integridad de la familia, los principios religiosos, la sociedad. Pensando en ello inicié un número menos gastado. Tantadel escuchaba, con sus grandes ojos claros puestos en mí, sus manos entre las mías, dejando enfriar el té, sin probar las galletas, las cualidades de mi inexistente mujer. Hablé y hablé inventando el encuentro, el noviazgo, el amasiato, el matrimonio. Pronuncié un nombre al azar y seleccioné estudios. Dije que por ahora vivía en Estados Unidos, en curso de postgrado. En un momento dado supuse que estaba yendo muy lejos y corté la conversación sin darme cuenta de algo aterrador: había contraído matrimonio de la manera menos usual. Lavamos los trastes y pusimos un poco de orden en el departamento. Ambos teníamos compromisos para el mediodía, por lo tanto hicimos cita para el anochecer.
En mi casa medité lo sucedido (luego de oír los consejos de mi madre y los consabidos, sobadísimos, y nunca atendidos sermones paternales de boca de un señor prácticamente desconocido: esto no es un hotel... no te mandas solo... cuando trabajes/). No podía quitarme de encima la imagen de la excompañera de escuela. La lectura no solucionaba mis inquietudes: cada renglón hablaba de Tantadel y cada grabado se convertía en su cara. Tomé el teléfono y marqué el número de Ignacio. Primero saludos y el qué onda agarramos ayer, manís. En seguida solicité información sobre Tantadel. Los datos eran pobres, no obstante pude crearme una opinión amplia de la mujer que ocupaba mi mente por completo: estuvo casada, sin hijos, vivió con un tal Jaime por varios meses, después de Ciencias Políticas estudió Historia sin concluir, se jactaba de liberal, despojada de prejuicios, trabajaba en alguna dependencia de Educación Pública y sus amigos la veneraban, Ignacio entre ellos.
A medida que avanzaba el tiempo y se aproximaba la hora de la cita me ponía más nervioso. A las seis —faltaban aún sesenta minutos— me dirigí a casa de Tantadel: estuve caminando por los alrededores, por las calles laterales, hasta que dieron las siete y cinco, momento en que toqué el timbre sin hallar respuesta. Seguí tocando, debe estar dormida, tiene que estar, pero no, no estaba. Me alejé entre avergonzado y furioso por el plantón, y me metí en casa de una amiga: trataba de olvidar a Tantadel. Me decía, venganza ingenua: al menos supo que era casado, que adoraba a mi esposa. Mi amiga y su madre jugaban canasta o alguna de esas cosas que se juegan con naipes. Tratamos de establecer (traté, más bien) una cierta conversación; platicar cualquier tema, aceptaría lo que fuera con tal de zafarme de Tantadel, pero ellas estaban volcadas en un duelo de cartas y yo sobre mi fallida cita. Como a las nueve hablé a mi casa preguntando si alguien me había llamado. Sí, Tantadel que se excusaba por el retardo, que me esperaba. Antes de colgar escuché una recomendación materna: no llegues muy noche, hijo, tu padre está molesto. Solicité un taxi, aquellas mujeres continuaron el juego y yo pude llegar con la dama de las muñecas. Hola. Y le inventé una visita a casa de un poeta amigo mío, Juan Rejano, ¿lo conoces? Vive a unas cuantas calles de aquí, sobre Mazatlán; luego pasé a ver si por casualidad estabas. Mentí por orgullo infantil. Lo importante es que al fin la tenía a mi alcance. Nos besamos. Nos besamos muchas veces y por primera vez en mi vida pedí hacer el amor. Ahora, sin alcohol, podía contemplar a Tantadel desnuda: extraordinaria; lo mejor sin duda eran sus piernas o quizá resulte que yo tenga verdadera devoción por las piernas femeninas. Recordé un concepto de Céline, memorizado en plena adolescencia:
...sus piernas alargadas, rubias, magníficamente delineadas y tensas: piernas nobles. Dígase lo que se quiera, la verdadera aristocracia humana está en las piernas; ellas la confieren, sin lugar a duda,
válido también para mí. Hacía tiempo que no estaba tan contento. Tantadel era la persona llena de cualidades físicas e intelectuales que esperé. Ahora que escribo, noto que en el principio del amor sólo existen virtudes; cuando el proceso desamoroso comienza aparecen los defectos y uno resulta intolerante y no los acepta: la (el) compañera(o) es puesta(o) bajo el microscopio y las fallas, las imperfecciones aumentan cientos de veces hasta ser colosales, y aplastan con violencia provocando repudio, desilusión, desprecio, qué sé yo cuántas cosas se concentran en el rechazo. De ahí que en aquellos momentos de euforia, de intensísima felicidad, de sensación triunfal, encerrado en un departamento y a salvo de cualquier problema, Mahler en el radio, no me importara el hecho de que Tantadel tardara mucho en culminar el acto sexual.