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II · La primera ocasión que estuve en casa de Tantadel
ОглавлениеNO. LA PRIMERA OCASIÓN QUE ESTUVE EN CASA DE TANTADEL no advertí las monedas tiradas por el suelo. En la segunda sí. Recogí algunas y las puse dentro de un cenicero. Había actuales de nuestro país: dos de veinte centavos, una de cinco, un peso de plata; extintas: diez centavos de níquel; extranjeras: veinte céntimos, cinco francos franceses, dos chelines, un centavo cubano, diez liras, una peseta; raras: una de 1922 con una perforación en el centro, otra ostentando las siglas RF. Mi idea original: Tantadel es afecta a la numismática, a un cierto tipo de numismática que obliga a poner las monedas en el suelo, desconocido para mí.
Tantadel interrumpió mi labor.
Déjalas.
¿Por qué?
Son de buena suerte, como los gatos negros de mala.
Supercherías.
No, es verdad.
Fetichismo trasnochado.
Oh, que no.
Bueno, tal vez son talismanes: yo estoy aquí.
Vanidoso. En realidad es cierto. Acabas de aparecer en mi vida y te necesito, explicó mientras sacudía sus muñecas y cambiaba libros de un lado a otro. (Estuvimos en la casa donde Tantadel vivió con su marido, marido es una palabra que no logro compaginar con la independencia y libertad de Tantadel; ahí estaban dos cajas con libros maltratados y polvosos que transportamos a su departamento; tales volúmenes ocasionaban el reajuste.)
Te equivocas: aparecí cuando estábamos en la escuela: desde entonces me gustas; la diferencia es que en aquel tiempo no me necesitabas: vivías rodeada de admiradores; tus amigos pertenecían a una generación genial. Yo era de proporciones modestas, como ahora/
Ay, necesitas música de fondo, tocaré el violín (e hizo la pantomima de manejar el instrumento).
Hablo en serio, Tantadel. Sólo que el brillo de esa generación concluyó: todos encontraron su vocación, coronaron sus estudios con una vulgar chamba en el gobierno. Disemino las monedas por el departamento; ya las quiero aunque no crea en ningún tipo de supersticiones.
Pues tendrás que creer en la astrología, en la influencia que los astros ejercen en nuestras vidas, dijo subiendo el tono de voz, fijándose en mis reacciones, atentamente, como si estuviéramos representando una pieza dramática.
Yo continué la tarea de Tantadel, poniendo libros de aquí allá; prolongaba su tarea interrumpida por las monedas.
Naturalmente, creo que las mareas son producidas por nuestro único satélite: la luna.
No te burles.
Estoy seriesísimo.
¿Qué signo eres?
Por favor, querida.
¿Qué signo eres?
Ni remedio: Escorpión.
Lo imaginaba. Es tremendo.
De acuerdo.
Es difícil definir a los escorpiones: son contradictorios:
pasan de la bondad a la crueldad con rapidez y eso es desquiciante. Son dominadores y apasionados; agresivos, les encanta manipular a las personas; son propicios al éxito; tienen suerte en el amor; son inteligentes y no les interesan la magia y las ciencias ocultas, mi vida.
Ahora sí me interesan; creo en el Zodiaco. Soy un típico Escorpión, según me has explicado haciendo gala de un talento increíble para esas cuestiones.
Sigues siendo un vanidoso redomado y un Escorpión. Claro. Pero hay más (poniéndose seria en tono burlón): Picasso, Voltaire y Alain Delon son de tu mismo signo.
Ya lo veo y no me explico qué demonios hago en medio de talentos.
Pasas a la modestia: el papel no te queda. Déjame decirte que una de las afinidades positivas para Escorpión es Sagitario. Sagitario es de temperamento fogoso, se entrega al amor con todas sus implicaciones y decide afrontar los riesgos que aparezcan en su vida. Sagitario y Escorpión se comprenden perfectamente, sobre todo en el aspecto físico, sexual. Por último, yo soy Sagitario.
Magnífico. En lo sucesivo leeré mi horóscopo. Lo prometo, afirmé poniendo el puño sobre el corazón e inclinando la cabeza en señal de respeto.
Tantadel sonrió.
Ayúdame, payaso.
Y me entregó un trapo mugroso con el que intentaba despojar de polvo sus libros, sus muñecas.
A los treinta días de comenzada la relación pude comprobar que Tantadel me excitaba demasiado y que no me aburría hacer el amor con ella. Pero. El fracaso de la primera noche no fue mi culpa, la tuvo el alcohol. El calificativo con que me lo reprochó (egoísta) era excesivo, finalmente fue una bobería. No es que hiciera el amor para mí solo. Una preocupación fundamental ha sido procurarle placer a mi pareja. Estaba bebido, sé que el amor es para dos y ambos tienen que llegar al clímax. Un reproche sin sentido. A cambio, Tantadel, yo podría traer a estas páginas otros momentos, cuando hacíamos un violento acto sexual, preludiado por cientos de caricias y besos, y yo pensaba en muchas cosas para olvidar lo que estaba llevando a cabo: trataba así de impedir el orgasmo, no me concentraba, y aquello se prolongaba por más de media hora y entonces —fastidiado— decidía terminar luego de haber llegado al límite, sin más paciencia. Qué mal, exclamé irritado, arrojando la almohada que soportaba el peso de mi cabeza. Ella repuso con suavidad: es cuestión de acostumbrarnos. Y lo creí, en verdad. No obstante, me desesperaba hacer ejercicio gratuito esperando que Tantadel concluyera. Era odioso y en esos momentos detestaba el sexo y el amor, y me prometía dejarla y luego trazaba la orden del día para la siguiente jornada de trabajo y durante los larguísimos minutos que duraba aquello deseaba echarla de la cama, quitármela de encima. Yo abría los ojos: el cabello rubio de Tantadel le cubría la cara y, a juzgar por su respiración acompasada, su rítmico e ininterrumpido movimiento sobre mi cuerpo parecía no fatigarla. Pero todo era salir del trance asfixiante, hablar con ella, mirar su cuerpo, volver a recomenzar y olvidaba por segundos su aborrecible lentitud hasta que el tiempo y el cansancio me la recordaban. Por su parte, Tantadel insistía en que nunca tuvo una relación tan completa, especialmente en el aspecto intelectual; decía que teníamos gran comunicación. Y lo repetía sin cesar cuando sus amigos le preguntaban qué veía en mí, de dónde esa necesidad de estar conmigo. E ignoraban los esfuerzos desplegados para mantenerla a mi lado, desconocían las tretas que utilizaba para que no se alejara más de lo indispensable. Imbéciles. Como si ellos la merecieran por derecho divino. Tantadel me pertenecía por conquista. Que la disputaran si la deseaban para consejera espiritual de su círculo.
Ocasionalmente Tantadel asumía posiciones escorpiónicas, si he de creer en la astrología, y tomaba iniciativas brutales para hacer el amor o para acariciarme. Yo la elogiaba: las mujeres, por su educación, por el sistema en que viven, porque no han sido capaces de superar tremendas barreras puestas por la historia o más bien porque no se lo han permitido, viven esperando que las besen, que las acaricien, que las tomen, que les hagan proposiciones, siempre aguardando decisiones masculinas, sin poder decidir cuándo, a qué hora, cuál sitio, cómo. En general, a Tantadel le fascinaba ser parte activa, quizá demasiado, en la cama, actuaba sin los ancestrales prejuicios femeninos. Pero en este punto también discutíamos. Yo la acusaba de dominante, de ir al extremo opuesto, de manifestarse autoritaria, y en el amor lo demuestras: se hace conforme quieres. Invariablemente me he plegado a tus deseos. Tantadel reaccionaba quejosa: ¿Sabes? en el sexo no eres tan Escorpión. Das la impresión de ser fogoso, bien erótico, y luego una descubre que no es así, que es una pose más para configurar tu supuesta originalidad. Es como tu espíritu burlón, tu humor satírico, el veneno que usas para calificar a la gente, la manera en que desprecias al país y a su sistema, a los mexicanos; en el fondo son defensas.
Puede que tengas razón, sólo que jamás pretendí ser ni un semental ni un garañón, hago el amor como puedo y cuando lo deseo. Es todo. En lo último, estás equivocada. No desprecio al país, desprecio a sus grupos gobernantes, a las personas que permanecen impávidas ante ellos; no soporto la podredumbre, la demagogia, la falsedad. Sabes bien que en materia política difiero bastante del capitalismo, lo hemos discutido y estamos de acuerdo. Las acusaciones son torpes. Parece que no me conoces. Es necesario ver a una persona en todos los casos, en todas las situaciones, cuando está alegre, cuando llora, cuando pasa por cada uno de los cientos de estados anímicos existentes. De otra manera nos limitaremos a una visión fragmentaria. Y tú, en treinta días, no has averiguado ni averiguarás qué causas mueven cada acto mío, cada reacción. Hasta hoy únicamente has visto ciertos aspectos de un todo, disculpa la pedantería, pero cada ser es una complicada cosmogonía por simple que parezca. Creo que nunca llegamos a conocer bien a la gente. Es difícil. O imposible. Pongamos un ejemplo tonto. Yo no fumo mariguana; si un día alguien ve que acepto un poco y varios meses después, por mera y mala coincidencia, observa que repito el hecho, sin duda creerá, ya nadie lo sacará de ello, que soy un vicioso.
Después guardé silencio meditando las palabras de Tantadel: no tenían sentido; habló con falta de tacto y con la seguridad y aplomo que le daban sus torrentes de cultura psiquiátrica, obtenida en pláticas con amistades que ella cultivaba esmeradamente y que se ganaban la vida (y muy bien) escuchando problemas de señoras burguesas y confundiendo más a cuanto ingenuo paciente tocaba sus puertas. Me sentí agredido. No era cuestión de virilidad o machismo, si yo quería dar una imagen o si era natural. Tantadel demostraba su desconocimiento acerca del hombre que decía querer, y eso me irritaba, me hería. Tantadel deseaba verme por dentro, descubrir el porqué de mis actitudes (a veces irrazonables, de neurótico). Pero el amor no es sujeto de sicoanálisis, es problema de amor aunque suene a perogrullada. Intentaba desesperadamente hallarle soluciones a todo, lo que resultaba grotesco, y esas necedades causaban desamor: por momentos la detestaba y durante horas buscaba la forma de hacerle pagar caro sus tonterías. ¿Sería posible que Tantadel echara por la borda la relación? Decía amarme, decía que nunca nadie le dio tanto, que no le importaba mi matrimonio (anoche estuve pensando en tu esposa, en el momento en que regrese, y llegué a la conclusión de que no te divorciarás, me dijo un día después de comer, mientras paseábamos por Chapultepec, mirando el castillo, los árboles, pero, ¿sabes?, decidí seguir amándote, decidí no separarme de ti hasta que ya no me quieras). Entonces por qué causas ponía barreras infranqueables. Empecé a dudar de la firmeza de su amor. Era obvio, contrario a lo señalado por la lógica zodiacal, no arrostraría ninguna dificultad y yo, en mí mismo, era una grave dificultad para ella: mis brutales cambios de carácter, mi afán por mantenerla sujeta, por absorberla, mis fobias hacia su exmarido, mi egoísmo en una palabra. A las interrogantes más complejas, Tantadel buscaba respuestas de molde, de papel carbón. Lástima. Y llegó el día. Luego de ásperas discusiones le pregunté qué deseas, qué buscas.
Guardó silencio tratando de ser clara en sus ideas o de envalentonarse para hablar. Aproveché la pausa.
Seamos francos, yo quiero vivir tranquilamente, rodeado de hijos, poseer las escrituras de una casita, dos automóviles, aspiraciones de cualquier imbécil pequeño burgués, repugnantes pero concretas e inobjetables, hasta legítimas, ¿no crees? No pretendo hacer la revolución ni participar en las transformaciones para salvar este país que es insalvable. Que se hunda en su corrupción y yo con él.
Tantadel me miró con esa mezcla de dulzura y enojo que le era característica cuando se molestaba y dijo arrastrando las palabras: yo espero lo mismo.
Me erguí. Rabioso. El sitio me pareció despreciable: un salón de cafecitos con crema y pastelitos, repleto de vejestorios. Qué hacíamos allí. Al menos qué estaba yo haciendo en tal lugar. Le había mentido y ella mordió el anzuelo para mostrar su verdadero rostro: esposa, madre, incluso ama de casa. Así no la concebía, más aún, así la rechazaría. La amaba justamente porque era lo contrario de las mujeres que llevan en la frente las palabras cocina, hogar, abnegación; las frases lavar pañales, cuidar niños, el precio del jitomate aumentó, dame mi gasto, guisar lo que tanto te entusiasma, vidita, porque nada tenía que ver con esos valores nauseabundos. Y ahora la detestaba porque ella, que decía conocer mi juego, que soltaba expresiones comunes para etiquetarme, que tenía la audacia de llamarle pose a cualquier gesto mío, volvía a caer en la trampa.
Pagué la cuenta y fui a dejarla a su casa. No hablamos durante el trayecto. La tarde era agradable; pese a mi indignación pude notarlo.