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ОглавлениеUna vida valenciana en la segunda mitad del siglo XX: apuntes biográficos personales y profesionales
Cuando estaba más que mediada la redacción del primer borrador entregué una copia a mi amigo el profesor Sorribes Monrabal. Amén de atinadas observaciones que me han servido hasta el presente texto, me hizo un comentario que me sorprendió particularmente: «parece (parecía, pues ahora ya no es así) como si tu vida comenzara el 5 de octubre de 1979 (fecha de mi primera elección como alcalde), y que después del 30 de diciembre de 1988 (fecha de mi dimisión) hayas estado en el limbo, a la espera de otros encargos públicos». Esto por una parte. Por otra: «antes y después has hecho otras cosas, has tenido otras responsabilidades políticas o profesionales». Y como conclusión: «cualquier lector tiene derecho a conocer al autor y más cuando de memorias políticas se trata».
La rotundidad del argumento no solo me convenció, sino que me empujó a escribir las notas que siguen y que puede que un día tengan continuidad y mayor extensión.
Nací en València, en la calle Villanueva y Gascón número 4, segundo, el 27 de octubre de 1945. Era casa prestada para la ocasión, merced a las redes de solidaridad de los vencidos, ya que tía Pura y tía Encarna se habían alojado en Nàquera, en casa de tía Mercedes, La Castelara, durante la Guerra Civil.
Albina Casado me alumbró en la soledad de los solidarios. Se había casado con Ricardo Pérez Navarro en julio del mismo año y no fui bebé prematuro. Como era costumbre forzosa en la época, fui bautizado. En un antiguo almacén de plátanos, habilitado como parroquia del Buen Pastor, cercana a la calle de Historiador Diago. Fueron mis padrinos Leopoldo Alapont, tornero de los Talleres Girona y Devís, más tarde Macosa, y Amparo Miralles, vecina del cuarto piso del mismo edificio, que por cierto todavía no ha sido engullido por la vorágine de los tiempos.
Como es lógico, no recuerdo el entorno de mi nacimiento. Lo reconstruí en parte cuando por la prolongación de la solidaridad ocupé temporalmente un espacio mínimo de la reducida casa, en razón de la continuidad de mis estudios, a los que me referiré más adelante. La vecindad la constituía un siniestro cuartel de la Guardia Civil, el de Arrancapinos, visitado asiduamente por labradores, trabajadores, maestros, cenetistas, republicanos, comunistas, socialistas. También los descampados en los que puede jugar a veces con mis amigos, los tanderos Cuquerella; uno de ellos, Vicent, contribuyó a mi protección, con grave riesgo por su parte, el 9 de octubre de 1979. Él y sus hermanos me enseñaron el Mercado de Abastos, en construcción por entonces, y yo les enseñé los montes y barrancos de Nàquera en los veranos.
Provengo de una familia marcada, como muchas otras, por la Guerra Civil de 1936 a 1939; sus consecuencias me alcanzaron de lleno en más de una de mis vocaciones y dedicaciones. Los ecos del conflicto se traducían en la infancia en conversaciones susurradas por mayores que penaban o se alejaban. También por conversaciones con otros niños supe de inmediato que era de los otros, «rojo», y por tanto malo, y peor, vencido, con la crueldad con la que en la infancia y adolescencia se prodiga el baldón. No estuve solo porque el infortunio era compartido.
Tenía una singularidad. Albina Casado, mi madre, natural de Malpica de Tajo (Toledo) agregaba a su relación con los vencidos, y con uno especial, Ricardo Pérez Navarro, el hecho de que era «forastera» (en lenguaje coloquial de Nàquera, donde vivíamos, ‘ajena’, ‘extraña’) y el de ser «evacuada», término cuyo significado aprendí antes de enfrentarme, mucho más tarde, en 1996 y en Mostar, a lo que la jerga internacional califica como «desplazados» o incluso «refugiados», cuando la persecución persiste, como fue el caso durante años.
Tener dos parientes consanguíneos que no conocí, asesinados ambos, uno en el muro de Paterna, y cuyos nombres fueron proscritos, condenados al silencio de su recuerdo incluso por una parte de la familia, era todo menos tranquilizador. Pepe Capirroig y José Pérez Navarro, mi tío y su tío, compartieron destino trágico desde posiciones políticas que no iban más allá de las convicciones republicanas entre los autonomistas de Blasco Ibáñez o, con menor convicción, de las ideas de don Manuel Azaña, con raíces lejanas, como se apreciaba en la esposa de Capirroig, la Castelara, por serlo de don Emilio Castelar durante la Primera República española.
La traducción de este ambiente cerrado y silencioso no se hizo esperar. Progresé muy rápido en la Escuela Nacional de Niños de Nàquera, con todo el gentío de niños de todas las edades en una única aula. El bueno del maestro, Juan Bta. Zanón, creyó oportuno indicar a mis padres la conveniencia de que yo prosiguiera estudios más allá de la escolarización obligatoria. Por mi cuenta intenté tramitar la concesión de una beca. El funcionario de la Central Nacional Sindicalista me disuadió antes de comenzar, con simpatía y buenas palabras: «No te la darán nunca». No me hizo falta ninguna explicación más.
El P. Tena, S. J., excelente musicólogo, visitó el pueblo. Alguien le habló de mí y propuso que la Compañía becara mis estudios de bachillerato, supongo que a título de fámulo, lo que no me hubiera sorprendido ni menos disgustado. En casa, tampoco nadie quería saber nada de la araña negra, como decían los republicanos blasquistas en honor a una de las novelas de Vicente Blasco Ibañez. Un año más tarde, en 1981, pude abrir su Biblioteca Musical de Compositores Valencianos, junto a la Biblioteca Municipal de València. Fue un reencuentro más que emotivo.
Tuve que esperar a que la fortuna hiciera pasar el verano en Nàquera a las hermanas Arozena, Olimpia, Aurora y Pilar, y a sus bondadosos maridos, Álvarez Santolino y Francisco Frías. Cómo lo hicieron, lo ignoro. Mucho más tarde pude preguntárselo pero no supe cómo, y ahora ya es irreparable. Lo cierto es que convencieron a mi padre de un experimento difícil: una clase semanal en València, en su academia de la Gran Vía Marqués del Turia, donde se habían refugiado sus conocimientos tras la expulsión de sus respectivas y brillantes carreras académicas. Ahora me iban a enseñar los míos, esto es, los malos.
Mi padre decidió que había que compartir riesgos y convenció al secretario del Ayuntamiento, don Javier Pavía, de que su hijo sería un buen compañero. Javier Pavía Suay era de delicada salud y apenas me pudo acompañar antes de encontrarse con su funesto destino.
Las animosas Arozena y Frías se empeñaron y lograron que me matriculara como alumno libre junto a otros de sus pupilos (alguno todavía amigo, como el añorado Rafael Gómez-Ferrer, de ilustre familia valenciana) en el Instituto Juan de Ribera de Xàtiva. El primer año aprobé el ingreso, primero y segundo. Al año siguiente, tercero, cuarto y la reválida del bachillerato elemental, con un tropiezo que retrasó el examen de la reválida a la convocatoria de septiembre: suspendí Formación del Espíritu Nacional, la asignatura de adoctrinamiento del Movimiento Nacional, a cargo de un falangista irredento y panzón: el camarada Sanchis, creo recordar que se llamaba.
El ambiente de la academia era insólito: ¡niños y niñas juntos! Y provenientes de ámbitos diferentes: hijos de porteros o zapateros remendones junto a apellidos de larga tradición burguesa. Conservo relación con algunos, como es el caso del ya citado notario Rafael Gómez-Ferrer Sapiña, o los de Mezquita y Pedro, de destinos muy alejados. Además de la promiscuidad, estaba la cercanía de los profesores, de las hermanas Arozena y de Frías, que nos enseñaban los rudimentos del francés con Albert Camus (!). El choque con el resto de la semana estaba servido, dado que mis tareas desde el verano de 1957 eran las de cuidar viñas, algarrobos y olivos, que todavía formaban un reducido y entrañable patrimonio familiar.
Todo dio un vuelco cuando mi padre, pretextando la continuidad de mis estudios y la posibilidad de que Pepe, mi hermano, siguiera el mismo camino, determinó nuestro traslado a València, al Barrio de la Luz, recién estrenadas las primeras viviendas dejadas caer sin urbanización en medio de la huerta entre València y Xirivella, una vivienda adquirida a cambio de una sensible porción de olivos, frutales y pinos en las inmediaciones del núcleo urbano de Nàquera, camino de la Ermita, espacio que siempre atrajo mi atención.
La distancia en tiempo a pie, entre el Barrio de la Luz y la academia de las hermanas Arozena, en la Gran Vía del Marqués del Turia, junto a la plaza de Cánovas del Castillo, era mayor que la del desplazamiento desde Nàquera en autobús y ferrocarril.
Las razones de la operación eran, de una parte, la coyuntura económica que desmantelaba la ocupación paterna principal, la de las largas ausencias de otoño-invierno: la compra de desperdicios de esparto en las fábricas andaluzas de aceite para su venta, como materia prima, a las papeleras de Euskadi. El fin de la autarquía y la entrada de pasta de papel europea, como supe más tarde, fue decisivo. De otra parte, mi padre adujo que el traslado favorecía mis estudios, y más tarde los de mi hermano Pepe, lo que no explicaba es que también favorecía sus andanzas y escondía desavenencias hogareñas que así escapaban al control rural. Todo ello tuvo alguna consecuencia lamentable, como el pasar a ser una especie de «estudiante parásito» que además obligaba al padre a desprenderse sucesivamente de otras parcelas del patrimonio.
Este relato convencía a algunos de mis familiares, pese a que la coartada de los estudios no obvió el cuidado de las tierras a mi cargo. Prefirieron esta consideración hasta que redescubrieron a su primo y sobrino como alcalde de València, lo que les produjo algún alborozo interesado no exento en los inicios de la medicina que habían aplicado a los parientes condenados por el franquismo, sobre todo cuando la jauría de la derecha se desató contra mi autoridad democrática en octubre de 1979: «Quien no quiera polvo que no vaya a la era», dijeron de nuevo. La pesada losa de la dictadura franquista sin duda alguna influía, quiero pensar, en estas circunstancias, incluso más allá de la extinción biológica del fundador.
Antes de concluir con los estudios me detendré en un aspecto que ha marcado una parte sensible de mi vida. El medio rural de los años cincuenta en Nàquera solo se veía aliviado por la presencia temporal de los veraneantes, entre el 15 de junio los más madrugadores y el 15 de setiembre los más rezagados. Gentes que olían bien, endomingadas toda la semana y rodeadas de un séquito de servidumbre asimismo limpio, aunque con frecuencia uniformado y prodigando el uso del castellano, que por cierto, como se habrá deducido por los orígenes de Albina Casado, es mi lengua materna. La exhibición de la lengua contrastaba con el uso cotidiano de la lengua del país, del valenciano que desdeñaban, por parte de los habitantes del pueblo. Pero esta es una cuestión aparte que he podido tratar en numerosas otras ocasiones.
El resto del año, incluida la estación estival, lo marcaba la secuencia de la naturaleza y sus episodios de lluvia, sequía, frío e incluso a veces nieve. Y el renacer y morir de las plantas, junto a los sonidos de los animales, de las esquilas trashumantes, del paso de las aves, de los golpes de las herramientas, del rudo roce de las llantas de los carros. O el tañido de las campanas, de la tristeza o de los volteos festivos reducidos a las celebraciones señaladas. Un espacio para la aventura infantil y para los descubrimientos de la adolescencia.
Así, tengo un recuerdo vívido del frío glacial de 1956, creo que por febrero. Arrasó los cultivos. Los niños jugábamos a hacer cubos de hielo en los vasos en que nos distribuían la leche en polvo de la ayuda norteamericana, tras los Acuerdos de 1953 que habría de conocer y estudiar, como casi todo, mucho más tarde. La tristeza de las gentes fue mucha. Sin embargo, las viñas de moscatel, en la vendimia de 1957, fueron pródigas, aunque el año concluyera con la devastadora lluvia de octubre.
Y esa prodigalidad me permitió mi primer trabajo asalariado, desde mediados de julio a finales de septiembre. Los comerciantes eran de Sagunt, y la jornada se decía de «jornal y medio», esto es, desde el alba al ocaso, que en verano es un lapso de tiempo considerable. En esas condiciones obtuve amigos para siempre, lecciones, algún asombro ante el otro sexo y una procacidad contenida. Aprender siempre. Y pude estrenar un traje para la fiesta patronal del 4 de octubre en honor al poverello de San Francisco.
Y si se había comenzado, había que continuar, ahora con las tierras propias. Andar y frío. Andar y calor. Con las alpargatas de careta; las más lujosas y cómodas, las de cáñamo. En la casa el frío penetraba por todas las rendijas; el calor resultaba siempre más llevadero.
Conjugábamos todos los verbos de los cultivos modestos y de proporciones reducidas. Acompañar la labranza del matxo resignado y sobrio, compartiendo el recer humanos y bestias a cubierto del viento de poniente o de tramuntana (es inevitable el uso de la lengua de los trabajos). Cavar para estercolar, cepa a cepa. Sembrar almendras bordes para injertar el arbolillo años más tarde: toda la paciencia. Podar, esporgar, recoger y agavillar sarmientos y ramas. Rehacer los muros de piedra seca, los ribazos. Desbordegar, aixubrir, liberar el pie de la cepa de malas hierbas; asegurar que los racimos penderán y no tocarán el suelo. Arrancar la grama ahora en jardines, y la canyota, la cizaña, tan persistentes. Las malas hierbas, con la azada, sin pesticidas. Echar azufre antes del alba para que los racimos no se quemen...
Inolvidable.
Hierba para los conejos, caracoles para los patos. Y luego las cosechas y sus ritmos. Uvas, higos, ciruelas y melocotones. Algarrobas y aceitunas, estas últimas cuando los fríos asoman, con el consuelo del fuego permanente en la almazara.
Y vender la cosecha. Al alba a por los higos, y en una desvencijada bicicleta dos cajas y a la plaza en Serra. Una niña escuálida y algo traviesa en los escalones de la Iglesia: era Júlia. Mi amigo Paco Navarro Estellés, que me dice: «Es mi prima, pero nos tratamos apenas, ellos ganaron». En 1964 iniciamos un camino, la niña traviesa y yo, que dura hasta hoy. Y de la plaza de Serra al Mercado de Abastos y a los asentadores Corell, Piquer, o al Born, después de una larga noche de curvas por Vandellós, l’Hospitalet y el Garraf.
Contribuir a la dotación proteínica familiar. Los conejos establecían sus madrigueras según sus desconocidas normas, y había que proveerles de ramas, de hierba. A las gallinas, el maíz y el segó; a los patos gourmands, los caracoles.
En la escuela nocturna, el sueño nos vencía a todos. Se habían acabado los juegos en la plaza, las caídas y las cicatrices. No había más tiempo que el de la plenitud vital. El sueño siempre fue reparador.
Todas las miserias, algunas de las cuales he relatado, se funden en un recuerdo de paisajes y voces limpias, que evoca también el trabajo concienzudo y bien hecho para un margen o para un injerto. Aprendí tanto y de gentes tan buenas y diferentes –los buenos, los malos, vencedores y vencidos labrábamos la misma tierra y sufríamos la embestida del poniente en verano, de la tramuntana en invierno– que aún hoy no he olvidado algunas habilidades, y desde luego a ninguna de aquellas gentes: tío Blanco, tío Garnacha, tío Quelo El Barber, tío Patriarca... Como no olvido a mis compañeros de aventuras y expediciones o juegos, amigos de Nàquera y para siempre: los bessons de Parra, desaparecidos ambos en accidente de trabajo, los Ricardo, que éramos varios, y a tantos otros, con sus motes y a quienes veo todavía en la luz cegadora del verano o en los horizontes claros del otoño. O mis primos Pepe, Paco, Nieves, Vicenta, Manolo, Vicente y tantos otros que aguardan el recuerdo. Como testimonio permanente, Paco Navarro Estellés y Guillem Domingo Navarro, este en Serra.
El traslado al Barrio de la Luz alteró el sentido del desplazamiento. Cuidar de las tierras en la ausencia permanente del padre significaba dormir solo en la casa de Nàquera. O compartir albergue con familiares y amigos. Al poco tiempo, de hecho, opté por la soledad, y con el aviso de nuestro vecino, Paco el de Aurora, no tuve oportunidad de quedarme en la cama en las frías mañanas de invierno, cuando la poda de la viña exige apurar la jornada breve.
De regreso de esta tarea, un domingo del invierno de 1960/1961 acudí al viejo autobús de VASA y escuché a un grupo de jóvenes, de la capital sin duda, excursionistas, hablando en valenciano entre sí. Hecho novedoso, pues a los veraneantes los tuvimos siempre por castellanohablantes, y en general a todos los señoritos, que por tal los teníamos. Los interrogué sobre el hecho, y como además teníamos que tomar el tren de FEVE en Bétera, hubo tiempo de intimar. Ferran Martínez Navarro, Paco y Josep Codonyer y alguno más venían de excursión de fin de semana y habían dormido en un paraje intacto aunque de modestas proporciones, el Salt. Eran, aclararon, excursionistas de las juventudes de Lo Rat Penat, y deduje además que opositores a la dictadura.
Acordé, antes de separarnos en la estación del Pont de Fusta, visitarlos en su destartalada sede en la plaza de Manises.
Así lo hice, y amplié mi número de conocidos con Ferran Zurriaga, Antoni Bargues, Domènec Serneguet, Enric Tàrrega, Merxe Banyuls, Eduard Boscà y tantos otros, que además propiciaron mi encuentro con Vicent Ventura, Andreu Alfaro, J. J. Pérez Benlloch y, en fin, con Joan Fuster. Y con ellos, los universitarios Vicent Àlvarez, el ya citado Ferran Martínez, Eliseu Climent, Valerià Miralles y Alfons Cucó, y más tarde Josep V. Marqués, Josep Ll. Blasco, Ana Castellano y Raimon, por citar a algunos.
El encuentro tuvo dos caminos nuevos para mí: el aprendizaje voluntarioso del valenciano en la gramática de Carles Salvador y la oportunidad de probar una actividad política nueva. Un nacionalismo valenciano incipiente de fuerte arraigo popular y de izquierdas que enseguida me aplicaron Tàrrega y los hermanos Codonyer, y otro más matizado en punto a la izquierda, preconizado por Climent, Àlvarez, Zurriaga o Miralles. Por razones que no alcanzo a entender aún hoy, me incliné por el segundo, aunque mantuve y mantengo hasta hoy el afecto hacia todos.
En julio de 1961, antes de emprender la tarea de cosechar y vendimiar, junto con Ferran Zurriaga y Martínez Navarro iniciamos una caminata por lo que entonces se llamaba o llamábamos Serralada de Portaceli y que ahora se conoce como la Serra Calderona. De Olocau a Gilet/Estivella para acabar en Serra, después de pasar por Portaceli y su Monasterio y Nàquera. Esto reforzó los lazos de amistad y curiosidad compartida, pues los tres nos teníamos por naturales de Olocau, Serra y Nàquera, en una visión comarcal que apenas alumbraba. Treinta años más tarde, en 1991, repetimos la aventura con mejores medios y auxilios, pero también con menor ímpetu, claro está.
Entre tanto, yo tenía que proseguir el estudio del bachillerato superior. Con medios muy escasos y con la asistencia de mis eficaces y bondadosas Arozena, cursé quinto, sexto y reválida en un año escolar. Y obtuve mi primer título académico exhibible. Mi mesa de lectura era una contraventana de chapa apoyada sobre sendos pilares de ladrillos de las inmediatas obras de ampliación del Barrio de la Luz.
Cuando podía, de regreso a Nàquera, recalaba en casa de Eliseu Climent, en Barón de Càrcer, sobre todo porque en ella había calor de calefacción.
El problema mayor lo tuve cuando me empeñé en seguir los estudios. El curso preuniversitario exigía la matrícula como alumno oficial y requería la asistencia a clase. El campo se reducía al fin de semana y además necesitaba, por situación familiar que descubrí un poco más tarde y a la que ya he aludido, la cobertura de todos mis gastos.
Un amigo de casa me buscó un empleo vespertino en la calle Cirilo Amorós como auxiliar de contable. En el libro mayor tenía que asentar los gastos domésticos y archivar los comprobantes, por ejemplo de un sobre para agua de litines. Unos estudios tan apresurados dejaron lagunas que aún hoy duran. Para los esfuerzos en griego y latín me pareció que mis nuevos amigos serían de utilidad. Lo fue Joan F. Mira, con un admirable repaso del griego homérico, y a cambio de nada que no fuera ayudarme. Alfons Cucó confundió un poco más mi latín de Virgilio, lo que me costó algo más de la mitad de mis ingresos, tan escasos. Eso sí, pretendió que yo fuese un acusmático suyo, algo como oyente de su magisterio. Desde luego, no en latín. En junio de 1963 suspendí las pruebas específicas de latín y del curso preuniversitario.
Las tensiones familiares me condujeron a la caída de un padre mitificado como combatiente, amante de la cultura y liberal, lo que se unió, día a día, al fracaso escolar. Decidí emigrar y probar suerte en Alemania. Me encaminé provisto de una gramática, la de Otto-Gaspey-Sauer, editada en 1940, con letras góticas y textos del Völkischer Beobachter, el periódico nazi. Volví para los exámenes de septiembre, que concluyeron con un escueto aprobado en las materias suspendidas. Y repetí aventura en 1964. Encontré trabajo primero en el Grossmarkt, donde debía cargar y descargar fruta, que era algo de lo que ya sabía. Para mejorar, siendo una tarea descomunal, pasé a Naxos Union, que fabricaba máquinas herramienta, entre otras grandes rectificadoras de precisión. Obtuve permiso de residencia y me sindiqué en la DGB, aparte de alojarme en una residencia para trabajadores jóvenes, instalación modélica, en la que conocí a Manolo Montesinos, pariente de Federico García Lorca y que tenía dos objetivos: que me quedara en la RFA y que me afiliara al PCE, en el que ya militaba mi primo Salvador Casado, que vivía cerca, en Hanau-am-Main, y que fue quien le proporcionó noticia de mi presencia en Alemania, así como de mis inquietudes políticas. No hice caso, y volví a casa, a València.
Estimulado por Fuster y otros decidí probar suerte estudiando Económicas, que además me alejaba de casa y de las decepciones familiares, pues debía cursar en Barcelona, Madrid o Bilbao. La elección de Barcelona estaba cantada, pues podría contar con alguna ayuda en forma de trabajo. Por supuesto como alumno libre, al menos en el primer curso, el de 1963-1964, en el que todavía hube de compaginar el cuidado de las tierras con el estudio y la contabilidad retribuida. Y una intensificación de lo que ya era activismo cultural e incipiente dedicación política: así, el aula de teatro de Nàquera y la publicación de Terra Forta, un boletín a ciclostil, amparado por una fantasmagórica sección juvenil de Lo Rat Penat, que con los nombres de Xúquer y Solc se publicó en las comarcas del Camp de Túria, la Ribera y la Vall d’Albaida.
La conclusión de todo ello fue mi captación para el Partit Socialista Valencià, con otro nombre todavía, en el altillo de Cafés Valiente, en la calle Pie de la Cruz, junto a la avenida de Barón de Càrcer, con la nómina inicial que sigue: Eliseu Climent, Vicent Àlvarez y Valerià Miralles, que desembocó en el accidentado acto fundacional de Cullera en el otoño de 1964. Accidentado porque una intensa lluvia obligó al desalojo del camping en el que nos hallábamos y a buscar refugio en Cullera, de la mano de Emili Gimenez Bou, Eiximenis, que albergó a los fundadores en una instalación de la Central Nacional Sindicalista, la Hermandad de Labradores y Ganaderos.
El éxito académico inicial tropezó con un escollo de formación, las matemáticas. Mi maestro Jordi Nadal solía inquirir a los primerizos aspirantes a economista: «Levanten la mano los que vienen de ciencias. Bien. Ahora los de letras. Bien. Ustedes ya no tienen remedio».
Por ello, en el otoño de 1965 probé suerte y decidí quedarme en Barcelona, con un modesto trabajo de corrector de pruebas de Edicions 62 de la mano de Max Cahner. De ahí pasé a colaborar en los inicios de la Gran Enciclopèdia Catalana, bajo la dirección del bueno de Jordi Carbonell, en un horario que me permitía la asistencia vespertina a la Facultad de Pedralbes. También comencé a militar en el MSC de Raventós y Obiols, con la correlativa en los movimientos estudiantiles que desembocaron en el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona. El campo ya quedaba para el verano, la cosecha y poco más, y Nàquera se alejaba con algunos malos recuerdos y todos los buenos desde la infancia.
No fue nada fácil. Los valencianos que estudiaban en Barcelona tenían el flujo de dinero de sus casas, pero el mío era al revés: tenía que enviar a mi madre algún ahorro escaso.
En 1966 las cosas se complicaron. En el encierro de profesores y estudiantes del Convento de los Capuchinos, en marzo, me asignaron los papeles de correo a otros distritos universitarios, como Madrid y València, y el de transmisor de noticias: un capuchino con hábito me traía al piso compartido con Juanma Álvarez Rubio, en la calle Borrell de Barcelona, los papeles del interior del convento. Provisto de direcciones fui a Madrid con los de la FUDE y a València con la improvisada ADEV, en la casa de Nacho Artal, en la calle de Gobernador Viejo.
La tensión se trasladó también al trabajo en la Enciclopèdia, donde solicité, y obtuve, poder trabajar en casa a tanto la página por entrada escrita. Jordi Nadal me sacó del embrollo enviándome al Centre d’Études des Sociétés Méditerranéennes en Aix-en-Provence, hasta el final del curso, en 1967. Inolvidable Georges Duby, e inolvidable no hacer otra cosa que leer, escribir, vivir en un entorno efervescente en el prólogo de mayo de 1968.
Por razones que ignoro, decidí proseguir los estudios desde València. Aunque apunto una: ya había conocido en 1964 y confirmado, por así decirlo, a la que iba a ser mi mujer, Júlia. Por las condiciones familiares, su movilidad era más que reducida, nula. Y el coste de vida en Barcelona, elevado. Así que desde el verano de 1967 volví a casa, con el agravante de una citación del Tribunal de Orden Público a raíz de mi solidaridad y la de muchos otros con Pep Rotger y otros universitarios, que habían sido detenidos.
Poco después tuve un encuentro afortunado con Alberto Peñín, arquitecto de la Diputación Provincial de València y profesor de la nueva Escuela Técnica Superior de Arquitectura, que me propuso dirigir unas prácticas de urbanismo consistentes en elaborar una propuesta del PGOU para el municipio de Ayora. Por su parte, Fernando Puente me incorporó a sus clases en esta escuela. En ambos casos apliqué una metodología por entonces poco conocida y menos utilizada en el ámbito profesional de los arquitectos, poco dados a la colaboración interdisciplinar, y que tenía su fundamento en mis estudios, poco productivos en términos académicos.
Se resumía el esquema como sigue:s
• Análisis del territorio y del medio natural como condicionante, y como evaluación de los riesgos, en una especie de precedente de los estudios de impacto medioambiental.
• La población, su dinámica y sus proyecciones en el horizonte temporal de la planificación urbanística.
• La actividad económica y el impacto de las previsiones a medio plazo con el análisis de fortalezas y debilidades.
• La capacidad financiera de la Administración local, las restricciones tributarias y las posibilidades de inversión propias, de otras administraciones y de los agentes privados.
• La evaluación de los costes de la propuesta y su financiación.
• La generación de plusvalías de carácter público producidas por la acción planificadora del urbanismo.
Todo ello en la fase informativa, previa a las discusiones sobre el ámbito de planificación, en la que intervenían los clientes institucionales y procurábamos también que lo hicieran las organizaciones sociales y empresariales cuando era posible.
En todos los casos el marco de referencia no era solo el municipio o la zona del municipio objeto de encargo. Todas las variables hacían referencia a la comarca o al país, de tal suerte, por ejemplo, que si se trataba de Torás, un pequeño municipio de la provincia de Castellón, obteníamos una radiografía de la comarca del Alto Palancia y de esta provincia.
La cantidad de información generada me permitió un mejor conocimiento del conjunto valenciano y aplicarlo en las clases que compartí con estos dos amigos de la ETSA y más tarde con alumnos como Vicente González Móstoles, profesor de esta escuela.
Es la etapa en que inicio mi colaboración con Joan Alemany, Marçal Tarragó o Pau Verrié en el CEUMT, una revista-escuela para muchos que más tarde ocuparían lugares relevantes en las administraciones locales democráticas, en especial bajo la influencia del PSUC.
Las colaboraciones con la Enciclopèdia y la estancia en casa permitían un cierto alivio económico que se vio incrementado con los artículos en Valencia-fruits y, junto con J. J. Pérez Benlloch, en El Correo Catalán. También gracias al encargo por parte de Vicent Ventura de una extensa contribución a la Estructura Econòmica del País Valencià.
Esta última me permitió conocer de cerca a Ernest Lluch y trabar relación, que se revelaría fructífera para el trabajo, con Manuel Pérez Montiel.
En 1968 Pérez Montiel, Juan Sánchez-Cuenca, José Granell y yo, junto con Alfredo Calot, fundamos una sociedad informal, Investigadores Asociados, con despacho compartido con los abogados Vicent Àlvarez y Antoni Pérez Gil en el pasaje de la Librería Dàvila. Las actividades eran publicidad y marketing, algo novedoso en València. Por mi parte, gracias a Fernando Puente, establecí una relación duradera con arquitectos e ingenieros para el urbanismo y el territorio, algo también novedoso por lo mismo, por su multidisciplinariedad.
Los estudios iban a medio gas, pues el trabajo me absorbía el tiempo. Además estaba la ruptura total del Servicio Militar Obligatorio, que en virtud de la gran afición que me tenían me llevó de un cómodo destino en València a uno nada fácil y con «recomendaciones» en Cartagena. Le sirvió de poco a un coronel Bosch y Boix Ariño, pero pude decirle que estaban enseñando a un enemigo del Régimen, puesto que tuve que aprender el funcionamiento de las armas y en algún caso corregir las tablas de tiro utilizando los conocimientos de estadística, la conocida desviación estándar con el riesgo de error, porque solo puedes hacer tres o cuatro disparos, lo que traducido a la elementalidad de entonces significaba: reglar el goniómetro mal para acertar el tiro. Me sirvió para un mes de permiso medio clandestino.
Años más tarde, cuando unos asesinos atentaron contra Juan Marco Arnau, que fue el oficial que me desvió del destino, pude hablar con él, además de insistir ante el ministro Narcís Serra para que le impusieran el fajín de general. Lo que se cumplió.
Mantuve el trabajo como pude. Aliviado en Alicante, en las escapadas de Cartagena, por J. J. Pérez Benlloch y más tarde J. M.ª Perea, ambos embarcados en sendas aventuras periodísticas, Primera Página, el primero, y La Verdad, de la Editorial Católica, el segundo.
A la vuelta, en marzo de 1970, Júlia y yo decidimos casarnos, única forma de compartir vida. Lo hicimos el 30 de abril.
Unos meses después constituimos el Gabinete Sigma de Economía y Marketing los antiguos Pérez Montiel, José Granell y yo mismo como socios «industriales». Mis acciones las adquirí con el cincuenta por ciento del salario que nos fijamos, inamovible hasta la conclusión de mi colaboración: 20.000 ptas. mensuales, y a casa 10.000.
La iniciativa fue de Vicent Ventura y arrastró al bueno de Joaquín Maldonado Chiarri y a Fernando Vicente Arche Domingo, catedrático de Derecho.
Sigma hacía lo que ya hicimos los «industriales» y mucho más que aportaban los socios y sus relaciones. Y además constituía un referente de connotaciones indudablemente políticas. Uno tras otro, los socios desertamos del trabajo. Primero Granell, que encontró acomodo empresarial. Luego Pérez Montiel, a quien sedujo el urbanismo tanto que concluyó como profesor en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura y al cabo como catedrático.
Al final yo mismo, cuando la entrada de nuevos socios desvirtuó el proyecto. En efecto, Ernest Lluch, desplazado a València, obtuvo gratuitamente un paquete accionarial. Y ya en el Consejo propuso una reducción salarial que en mi caso era del cincuenta por ciento: él partía de las veinte mil pesetas, es decir, que me quedaba a cero. La andadura de Sigma merecerá una atención singular en un posible recorrido más detallado por aquellos años, en especial con relación a la fundación del PSPV, que no es objeto de este texto. La consecuencia personal fue que me dejaron en la calle, y con cierta amargura por los lazos afectivos que me unían de modo singular a Vicent Ventura. Y de nuevo por libre, me proporcionó un estudio Juan Omeñaca, uno de los viajeros a Estados Unidos en 1965, en las visitas programadas para estudiantes por el Departamento de Estado. Con la fortuna desde entonces permanente de conocer y trabajar con Josep A. Ybarra, Jaime Santapau y alguno más.
Un primer trabajo y retomar la dedicación urbanística con mis amigos arquitectos e ingenieros. Hasta que mi amigo José M.ª Perea, de la mano del empresario Juan Bta. Torregrossa, pensó que era posible una Sigma en Alicante, al que llamamos NAU S.A., con sede en la calle de San Fernando. Urbanismo, estudios económicos, empresas. Y el trajín València-Alicante. De nuevo la política y el PCE, al que ya pertenecía Perea. Duró de 1974 a 1976, porque los vientos ya soplaban para todos hacia otros derroteros.
Decidí concluir algún estudio superior, con la atenta dirección y consejo de Jordi Nadal: «Necesita una patente. Por libre a Ud. le costará poco hacerse con el título de Ciencias Políticas». Lo conseguí y con buen expediente académico en 1976, en menos de tres años.
Pasé del entorno del PCE/Junta Democrática, presidida por Manuel Broseta Pont, siempre afable conmigo, a una propuesta de Manuel Girona de integrarme en un PSPV liderado por Ernest Lluch, y que ya tenía como objetivo su integración en el PSOE.
Me encaminé al original, es decir, al PSOE de la mano de Emilio Menéndez del Valle, cuñado de mi amigo Vicente González Móstoles. De ambos se habla en estas páginas en diversas ocasiones. En Majadahonda, un día de otoño y con Domingo Ferreiro Picazo de anfitrión, decidí el sí. Y a partir de aquí comienza el relato que el lector encontrará en el cuerpo central de este libro.
Si tiempo y ganas me lo permiten, aplicaré la memoria a reconstruir un periodo fecundo como pocos en la historia reciente del País Valenciano que viene a coincidir con bastante precisión cronológica con mi incorporación a las agitaciones culturales y políticas que eclosionaron en los años sesenta del pasado siglo.
Sin embargo, como de antecedentes e intermedios se trata aquí, hay que seguir el consejo de mis atentos prelectores. Porque desde enero de 1989 hasta ahora hubo nuevos intermedios.
El primero se inició ese mismo enero de 1989. La primera consecuencia: fui dado de baja de la Seguridad Social el mismo día de mi dimisión como alcalde. La segunda, que con Fernando Puente, que dimitió conmigo, y Vicente Blasco nos propusimos constituir y constituimos una sociedad con objeto social recurrente: estudios, asesoramiento y urbanismo, esto es, INIASA, que duró tres meses, cuando vimos que cada uno tenía que retomar su propio camino.
Alguna vez, cuando contemplo lo sucedido en los últimos años, me pregunto qué habría pasado de quedarnos las actas de concejal Fernando Puente y yo. O más complejo hubiera sido todo si Fernando se hubiera quedado. No lo sé, claro está. Pero después de tanta insidia estúpida la cuestión me hace gracia, tanta como poca debió de hacerles a quienes se obstinan en seguir ensuciando un acto de responsabilidad política y honorabilidad personal que no he dejado de agradecer; me refiero, por supuesto, a Fernando Puente.
Decidí pues instalarme por mi cuenta, consciente de mi condición de apestado para quienes tenían a la sazón todos los resortes para que alguien como yo encontrara trabajo: tuve información precisa de que los compañeros habían decretado que «a ese, ni agua», una frase cortijera que mi relator atribuyó a mi sucesora y a un secretario comarcal del partido tras mi dimisión y la de Fernando Puente Roig. Muy en este tono siguió la especie de mi enriquecimiento o la no menos fabulosa de que «los despachos profesionales son el nido del tráfico de influencias» (¿y por qué no los despachos oficiales desde donde todo parece resultar más cómodo, como se ha visto?) y otras por el estilo que no me sorprendieron. Desde luego, los infundios tuvieron su repercusión sobre una subsistencia precaria una vez más, la mía, y al ser prodigados por quienes estuvieron siempre a resguardo de las contingencias por fortuna, apellidos o puesto vitalicio. En algún caso la difusión de estas noticias alcanzó el grado de esperpento, como cuando se me atribuyó la propiedad de un chalet, fotografía incluida con un perro: casa y can que nunca poseí.
La fortuna quiso una vez más que un antiguo cliente de Sigma, y más tarde mío, José Ignacio Criado García, de profundas convicciones religiosas y conservador, me hiciera un encargo insólito: ayudarle en una transformación agraria en Extremadura. La lentitud de los viajes en tren me devolvió a una infancia remota, con el transbordo en la entrañable estación de Alcázar de San Juan. Nunca he sabido si fue un acto de solidaridad desde su perspectiva moral, pero me apliqué y obtuve nuevos conocimientos, lo que siempre es útil.
Y de nuevo la suerte salió a mi encuentro. Amparo Álvarez Rubio, profesora de Historia, me convenció de retomar estudios, ahora el doctorado en Historia. El encuentro no fue difícil, pues alquilé un modesto despacho en la calle Periodista Badía, 10, aledaña a la facultad. El consejo fue y ha sido para mí impagable, como en otras ocasiones en mi vida.
Estos dos casos vienen a desmentir lo que era y ha sido con frecuencia mi sentencia clásica preferida: donec eris felix multos numerabis amicos sed si tempora fuerint nivula solus eris, tan aplicable a la vida política y a las amistades que fluyen cuando uno se encumbra y de las que, en virtud de este aforismo, siempre desconfié.
Contraté a una secretaria que a los pocos meses entendió que su futuro, y el mío, eran inciertos. Por lo que no mucho después se fue.
La ocupación extremeña no justificaba el gasto de un despacho, amueblado de restos caseros y equipado a medida que podía percibir algún ingreso. Cuando decidí cerrarlo acudió a mí un amigo de la adolescencia, de familia asidua al veraneo en Nàquera, con un millón de pesetas, que devolví cuando mejoró la situación y con una explicación por su parte que conservo: «Mi amigo el alcalde de València ha de tener una puerta profesional abierta».
Seguí cursando el doctorado, con la afabilidad y pericia de Pedro Ruiz Torres, Ismael Saz, Isabel Burdiel, Joan Romero y otros, y contando además con la solidaridad de Jenaro Talens y de mis condiscípulos, poco dispuestos al principio a una presencia que les resultaba sorprendente cuando no les sonaba a competencia. Este último aspecto lo disipé de inmediato: mi objetivo era alcanzar el máximo grado académico sin más ambición que compensar una trayectoria personal y familiar.
Vicent Tarrazona fue alcalde ejemplar de l’Eliana. Él rompió el cerco profesional a que se me sometió. Su encargo de planeamiento urbanístico me permitió la recuperación de oficio y de ingresos, pues durante muchos meses estos solo provenían del menguado salario funcionarial de Júlia. Y además pude recuperar una buena parte de mis antiguos colegas de oficio, Guillermo Monfort Salvador y Juli Vila Liante, o incorporar a nuevos como Joan Blasco Costa, Alfredo Rodríguez Quiroga, biólogos, o M.ª Jesús Ripoll y Fernando Martínez Sanchis, economistas.
Se podía dar el salto sucesivo. Me reencontré con Salvador Castellano Vilar, hermano de mi amiga Ana, excelente profesional del Derecho y activista desde los años sesenta que se prestó a oficiar de madrina de nuestra boda. Decidimos constituir una sociedad mercantil. Atentos al signo de los tiempos, o a lo que parecía serlo, Salvador sugirió el nombre de European Investment Consulting, S. L., EIC para nosotros, y formalmente procedimos en febrero de 1991.
Producto de lo que parecía un deshielo obtuvimos algunos contratos, entre ellos una consultoría para el Ayuntamiento de Sagunto, regido por Manuel Girona. Y de algunas empresas que veían en nosotros más a unos intermediarios, por decirlo de modo suave, que a unos profesionales, y les defraudamos. Decidimos disolver la unión, adquiriendo yo y mi familia el ciento por ciento de la sociedad en 1993.
El desbloqueo prosiguió y Vicent Requena, alcalde de Ontinyent, recordó mi antigua dedicación, y además en su municipio, con el arquitecto Casas Arrufí, para encargarnos un amplio informe sobre el territorio, que llevé a término con los más jóvenes de mis colaboradores, en particular con Joan Blasco Costa.
De la Generalitat Valenciana solo obtuvimos un encargo: el análisis del Área Urbana de Castelló. Lo hizo la COPUT, en el momento que ya se ocupaba de esta Eugenio Burriel. Nos descartó del Área Metropolitana de València, que podíamos conocer mejor, y creo que el encargo, en este caso, recayó en el antiguo director de la Oficina del Plan de València. Eso sí, el trabajo de Castelló cosntituyó un esfuerzo notable y un reto considerable, con algunas conclusiones que de haber sido atendidas hubieran evitado algún suceso clamoroso, como el aeroportuario. Ignoro el destino del trabajo; tras los resultados electorales de 1995 puede que duerma en algún cajón olvidado y polvoriento.
Recibí un día una propuesta singular de Andrés Castrillo, que tenía por entonces una firma consolidada, Prodein. Lo conocía como de familia veraneante en Nàquera de muy antiguo. Y también por sus proyectos. Se había aprobado la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística por la Generalitat Valenciana. Me propuso que sin riesgo alguno nos constituyéramos en agentes urbanizadores, la mágica figura que habían urdido en la Consejería de Obras Públicas y Urbanismo, como bálsamo para impedir la especulación, movilizar el mercado del suelo y abaratar los costes de la vivienda.
La capacidad técnica para redactar los proyectos era incontestable, y el negocio sencillo: adjudicado el agente urbanizador solo se trataba de traspasar, o mejor vender, los derechos a los inversores y agentes promotores.
Dije que no porque nunca creí en los benéficos efectos de la LRAU, aunque ello me haya costado el reproche de anacrónico y otros peores. Los hechos y sus consecuencias se han visto a lo largo de los años y más en el periodo más reciente. Sin duda alguna, eso sí, perdí una ocasión para asegurar mis ingresos, aunque nunca ha sido mi modo de obtenerlos, pese a lo legal y legítimo del planteamiento que me hiciera el bueno de Castrillo, y la oportunidad que sin duda alguna perdía al rechazarlo.
La actividad me permitió contratar de nuevo a una secretaria. Seleccioné, mediante anuncio de prensa, a Núria Sapiña Cortés, muy joven. Ahora forma parte de mis amigos más próximos. Desde 1992 hasta el 2001 se ocupó de todos los asuntos de EIC y de alguno más, como ocurrió durante las ausencias que relataré de Mostar o el Medbridge. Ella y Evarist Caselles, incluso en sus disputas, forman parte de un entorno feliz y amistoso que el tiempo no extingue. De hecho, he podido afirmar que he sido becario en primer lugar de Júlia, que soportó la totalidad de los trayectos, y de EIC y su gente, que sostuvo la actividad y aseguró la continuidad.
En enero del 2000 pude al fin defender mi tesis doctoral Entre el pasado y el futuro. La ciudad en la era global, dirigida con paciencia y benevolencia por el profesor Pedro Ruiz Torres y ante un tribunal presidido por el profesor Jordi Nadal Oller, que no se abstuvo de sus hábitos irónicos, ya conocidos del lector, cuando me reprochó no haber citado expresamente a Lewis Mumford pese a hacer referencia a su obra fundamental Cities. En el tribunal académico hubo por supuesto amigos, como suele suceder cuando uno tiene ya una vida modestamente dilatada, pero todos competentes: Ismael Saz, que tanto me ayudó; Teresa Carnero; Josep Sorribes, y Pasqual Maragall. Ninguno se abstuvo de críticas acertadas, y un día se lo agradeceré, procurando un texto para la imprenta, aunque dadas las circunstancias académicas y de propiedades igualmente académicas dudo que lo consiga a corto plazo: no tengo acceso a la autopublicación de la que gozan otros cofrades políticos. Al cabo, aunque tarde, era el primero de los míos que alcanzaba el máximo grado académico.
Cuando en enero del 2000, aparte de defender mi tesis doctoral, anuncié el cierre de la actividad de EIC, todos aceptaron que era un nuevo destino para un equipo forjado en la solidaridad y el esfuerzo, aunque advirtieron con discreción que podía constituir una nueva equivocación por mi parte. Como tal vez así fue, a juzgar por los resultados que procuro reproducir en el capítulo 6, relativos a mi destino como diputado a Cortes Generales en la VII Legislatura (2000-2004).
Porque en 2004, con el portazo de Joan I. Pla, me encontré de nuevo en la calle. Solo la prudencia de mi buen amigo José L. Pérez de los Cobos, lamentablemente ya fallecido, me había salvado de una debacle cierta: sostuvo a su costa y esfuerzo la sociedad EIC, que devolvió de inmediato a los nuevos accionistas, mi breve familia. Ello me permitió recuperar alguna actividad retribuida. Pla se atrevió a ofrecerme un puesto que, en primer lugar, no estaba en sus manos, en segundo, ocupaba alguno de los dos exministros Albero y Asunción, y en tercero, iba a ser disuelto: se trataba de la Cartera de Participaciones de Bancaja/CAM. Es decir, me consideró imbécil.
La vuelta a EIC y la oferta generosa de Pasqual Maragall de presidir con dedicación parcial y siempre compatible el Instituto Europeo del Mediterráneo me permitieron recuperar ingresos y seguridad. Hasta la próxima.
Lo que ya me sorprendió menos. Aparqué toda actividad privada y, por los motivos que desgrano en el capítulo 7, «Penúltimos destinos», acepté ser comisionado del Gobierno para la celebración de la XXXII Copa del América de manos del ministro Jordi Sevilla. El golpe final estuvo a cargo de su sustituta, Elena Salgado. Y el resultado, que un 16 de noviembre del 2007 me encontraba en la cola del paro, que me amparó hasta el 30 de junio del 2008.
Sin deudas. Con obstinaciones compartidas en casa, de la lectura a los olivos y el aceite. Y con las pérdidas y esperanzas, de la madre Albina a la nieta Vera, me dispuse una vez más a algo tan sencillo como aspirar a ganarme la vida, lo que ya llevo haciendo al menos desde el verano de 1957.
Durante estos años traté con poderosos que hubieran aliviado más de una penosidad. No lo solicité y tampoco creo que me lo hubieran ofrecido, pues me conocían bien.
El sueldo de funcionaria menor de Júlia salvó los peores momentos, y eso que tuvo que pelear, con la asistencia gratuita de José Luis Martínez Morales, abogado y profesor, contra mis compañeros de una Consejería del Gobierno de Joan Lerma. La pericia contrastada de José Luis hizo que ganáramos, con gran alivio por nuestra parte.