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ОглавлениеIntroducción. Europa 2017
Europa en la encrucijada
La historia de la Unión Europea nunca ha sido fácil. Lo comprobaremos a lo largo del presente texto, en el que precisamente se describen con cierto detalle muchos de los inconvenientes, zozobras, saltos adelante y retrocesos que configuran su camino desde el 25 de marzo de 1957, y aun antes, hasta alcanzar nuevamente una situación crítica, la que da título a este apartado de nuestra propuesta.
En su sexagésimo aniversario, la Unión Europea actual se enfrenta a amenazas de una envergadura sin precedentes. A la salida, tras cuarenta y tres años, del Reino Unido, una pieza clave en términos demográficos, políticos, económicos y sociales de la arquitectura europea. Se convocó un referéndum con el convencimiento de que la respuesta a la salida del Reino Unido sería negativa, pero por un estrecho margen sucedió lo contrario. Por supuesto que la salida de un estado miembro está prevista en los tratados en vigor, concretamente en los artículos 49 y, sobre todo, 50 del Tratado de la Unión. Una previsión sin duda alguna necesaria en una asociación de estados, como en cualquier contrato de adhesión, pero que nadie pensó, al menos explícitamente, que sería necesario aplicar.
Los efectos del llamado Brexit se desconocen en sus dimensiones exactas, tanto en lo que se refiere al propio Reino Unido como en lo que concierne a sus repercusiones en el resto de los estados miembros, en cada uno de los socios y en el conjunto de ellos.
Los resultados del referéndum de 2016 dibujan un mapa complejo en el propio seno del Estado que abandona, que se desconecta. Las llamadas devolved nations: Escocia, Gales e Irlanda del Norte, no coinciden con los objetivos del Gobierno británico, comprometido a invocar el artículo 50 del Tratado de la Unión y emprender el largo camino de la negociación de las condiciones para la desconexión con la Unión Europea. Subyacen las propuestas de estos tres elementos que conforman el actual Reino Unido y que por razones diversas prefieren su permanencia en las estructuras institucionales europeas; en primer lugar por su relación con el mercado único, en segundo lugar por el crecimiento de sus aspiraciones nacionalistas, con la aspiración final de Escocia de tener un Estado propio, lo que obtuvo un significativo resultado en el referéndum pactado con Londres en 2015; de la misma manera que la singularidad de Irlanda del Norte, en pleno proceso de paz, encuentra lógica su pertenencia a la Unión Europea a la vista de los resultados obtenidos por sus compatriotas de la República de Irlanda. Y finalmente Gales, sometida a la desindustrialización y el sostenimiento de una economía agraria que comprueba los efectos beneficiosos de las transferencias de los Fondos Estructurales europeos sobre su bienestar.
De confirmarse la propuesta del libro blanco del Gobierno de May, podría renovarse el conflicto del Úlster, una consecuencia nada inverosímil, lo que significaría la trascendencia de los efectos de la decisión británica en el propio Reino Unido y, por supuesto, en el conjunto de la UE.
Otro tanto ocurre con las grandes ciudades, Londres en particular, y las actividades económicas que se desarrollan en ella, por ejemplo, y no es el único, respecto a las transacciones financieras internacionales y, en especial, a las plazas económicas continentales.
El inesperado resultado del Brexit puede conducir al Reino Unido a una crisis institucional sin precedentes, o lo que es lo mismo, al establecimiento como mínimo de nuevas relaciones entre sus componentes históricos. La «doctrina» de las instituciones de la Unión Europea hasta ahora ha sido inflexible: se trata de asuntos internos, incluso constitucionales básicos, de los estados miembros, al menos en lo que se refiere al Consejo Europeo, a la Comisión y a sus órganos dependientes. No así en lo que concierne al Parlamento o a los órganos consultivos, como el Comité de las Regiones, ya que existe cierta inquietud por parte de los estados que tienen en su seno problemas derivados del reconocimiento de las naciones sin estado o amplias reivindicaciones autonomistas que llegan incluso a proponer la secesión, sin cuestionar por ello la necesidad de su integración en el espacio institucional de la Unión Europea.
La evolución futura de estas reivindicaciones es, sin duda alguna, uno de los retos que deberá afrontar la UE en los próximos años. Además de las devolved nations británicas, están planteadas, en diversos grados, las reivindicaciones de Catalunya y la dificultad experimentada en Bélgica ante su larga interinidad gubernamental y las consecuencias del establecimiento de un estado federal complejo en el propio corazón de la sede de las instituciones europeas. Hay antecedentes que el realismo de los gestores de la UE logró encajar: la reunificación alemana de 1991, con la inclusión de un nuevo estado, la República Democrática de Alemania, o la pacífica secesión entre Chequia y Eslovaquia; en ambos casos, con la ruptura de la doctrina de la continuidad de los estados. Esto seguramente se extenderá a elementos como el reconocimiento de Kosovo, o el pleito griego con Macedonia.
Sin embargo, y antes de pasar a otros retos, el que acaso recorra el conjunto europeo con mayor incidencia es el de la desafección de la ciudadanía. Toda la arquitectura institucional, política y económica, es percibida como algo lejano y ajeno a la ciudadanía. Ni siquiera el enorme paso de la elección directa, por sufragio universal y secreto, del Parlamento Europeo ha animado a la ciudadanía a interesarse con detalle y profundidad por las instituciones de la UE.
A lo sumo se perciben algunas ventajas, en especial en aquellos ámbitos territoriales en los que el flujo de recursos mediante los Fondos Estructurales se traduce en elementos tangibles para sectores de la población o territorios.
La desafección ha tenido, entre otras causas, una creciente reestatalización de las políticas europeas, y un deseo nada oculto de establecer el balance positivo en la cuenta de la gestión de los representantes estatales en las instituciones de la UE. Resulta anecdótico y a la vez significativo que en los carteles que anuncian tal o cual obra, infraestructura o programa, figure de modo discreto el anagrama del Fondo Europeo correspondiente sobre el azul de la bandera de las estrellas, y que el elemento destacable sea siempre el del Gobierno o región del Estado miembro.
La pedagogía democrática está ausente respecto a los valores estatales que se vienen a considerar inmutables, pues en la práctica, como veremos más adelante, su papel es decreciente, y todavía lo será más. Los valores de paz, seguridad, libertad y prosperidad compartida, junto con los de respeto y protección de las minorías, de los refugiados, de los inmigrantes, no forman parte del acervo común, propiedad de la ciudadanía.
De este modo, la percepción ciudadana de las instituciones de la UE en el mejor de los casos se circunscribe a la recepción de subvenciones, a la mejora de las infraestructuras, o a la libertad más o menos restringida de circulación de las personas, así como al pago liberador del euro, y no en todos los estados miembros.
Desde luego la desafección ciudadana no concierne tan solo a las instituciones de la UE. Debido a las crisis, de la política como instrumento para la solución de los conflictos humanos, y de la democracia como elemento constitutivo de la organización política, estas han sufrido y sufren, con mayor intensidad, ataques directos a sus valores y principios básicos. La presencia de la historia y el olvido de las consecuencias devastadoras de las crisis económicas y políticas, a las que aludiremos más adelante, conforman un horizonte poco esperanzador. La amenaza de involución, con medios de comunicación más eficaces que en el pasado, es más cierta que nunca no solo en los estados miembros de la UE, sino acaso y por primera vez a escala global.
La paciente reconstrucción de las relaciones entre los enemigos de ayer mismo en España, consecuencias de la Guerra Civil, o en toda Europa, con el choque entre las democracias y el fascismo y, más tarde, con el totalitarismo estalinista, fue obra tanto de los intereses como de las convicciones, en ambos casos extensamente compartidos por la ciudadanía. El horror del pasado inmediato, la necesidad de cubrir la brecha abierta por la desigualdad y la aspiración a la prosperidad en libertad actuaron de modo conjunto para obtener resultados plasmados en el Tratado Constitutivo de la Comunidad Económica Europea, primero, y a partir del salto adelante de Maastricht en 1992, para sentar las bases constitucionales e institucionales de lo que hoy conocemos como UE.
Si la primera fase de la recuperación continental fue tildada por la izquierda no socialdemócrata de «Europa de los mercaderes», con la extrema derecha acallada por los efectos del fascismo, la última, sobre todo a partir del fracaso constitucional de 2004 (Tratado para una Constitución europea, no se olvide), podría ser calificada de la resurrección de los intereses estatales, de las minorías económicas y sociales que ejercen su poder por encima de los propios gobiernos representativos. En especial cuando la crisis sistémica de 2008 dejó sentir sus efectos letales sobre los pilares fundamentales de la propia UE: el bienestar compartido, la seguridad del empleo y los servicios sociales, la solidaridad interterritorial, la aplicación efectiva de los valores ampliamente compartidos respecto a los flujos de refugiados e inmigrantes, o el desarrollo y la aplicación de las políticas efectivas de igualdad de género en todos sus aspectos, personales, como el matrimonio y la reproducción, o salariales.
El lento camino de la cesión a instituciones europeas de parcelas de soberanía estatal, como la moneda, las fronteras o la igualdad efectiva de derechos para todos los ciudadanos, está gravemente amenazado de retroceso. La propia moneda, el euro, en vigor desde el 1 de enero de 2002, y solo en 19 de los 28 o 27 estados miembros, está amenazada por la ausencia de un estado, o de la UE como tal, por lo que se viene a decir que es «la única moneda sin respaldo de un Estado», carente además de un Tesoro Europeo, y de una fiscalidad homogénea entre economías dispares, y con un banco, el BCE, que a duras penas ejerce en plenitud como banco central.1
La crisis de la desafección ciudadana, en parte debida al desinterés institucional por acercar los valores, principios y, por supuesto, también los intereses de la ciudadanía, ha permitido el resurgimiento de los fascismos, ahora bajo el nombre de extrema derecha y de nacionalismos estatales, cuya evolución presagia amenazas ciertas sobre la libertad, la paz, la seguridad y el Estado del bienestar, tal como se conoció al menos hasta el comienzo de la crisis de 2008 en Europa.
El objetivo último de estos movimientos neofascistas es la destrucción en sí del edificio moral e institucional de la Unión Europea. El asalto al Estado, una vez más en trágica repetición histórica, para enfrentar a la ciudadanía, primero con los recién o no tan recién llegados, los inmigrantes, y después con «el otro», revestido de amenaza terrorista, y que justifica el cierre de las fronteras, el recorte de las libertades ciudadanas.
El America first no tiene nada de original, ya llevan años predicándolo los estrategas de la extrema derecha en Europa con la resurrección de los viejos mitos de la superioridad, el encierro en las fronteras estatales y la exclusión de la diferencia, sea de raza, religión o costumbres, en contradicción con el generoso y a la vez conveniente e interesado proceso de comprensión, asimilación en algunos casos y convivencia en la mayoría.
La fragilidad de las propuestas económicas de esta caterva no parece preocupar. La necesidad de renovación demográfica, por ejemplo para asegurar la estabilidad de las pensiones públicas, la falta de mano de obra en determinadas ocupaciones, por hablar de temas nítidamente egoístas, no parecen ser de su interés. Cuentan con la desesperación de los obreros industriales, condenados al paro permanente en función de la deslocalización de las empresas «nacionales», y la sencillez aparente del mensaje: impuestos para los empresarios que contraten inmigrantes, cierre de las fronteras en todo caso. Y vuelta a las proposiciones de autarquía económica en el justo momento histórico en el que se consolida, o va camino de hacerlo, la globalidad. Enarbolar los mitos nacionalistas, estatales en este caso, conforma el paquete capaz de atraer a millones de electores, e incluso amenazar pura y simplemente con la eliminación a los disidentes.
Los responsables políticos, estatales y ahora también comunitarios de las instituciones de la Unión Europea se encuentran atenazados. De un lado, por la amenaza cierta de los auténticos antisistema, las organizaciones fascistas Front National (‘Frente Nacional’, Francia), Alternative für Deutschland (‘Alternativa para Alemania’, Alemania), Partij voor de Vrijheid (‘Partido de la Libertad’, Holanda), Chrysí Avgí, (‘Amanecer Dorado’, Grecia), Magyar Polgári Szövetség/Fiatal Demokraták Szövetség, Fidesz (‘Unión Cívica Húngara’ / ‘Alianza Jóvenes Demócratas’), etc., una auténtica multinacional negra que en otras partes se agazapa en las instituciones estatales o se alberga en el seno de partidos y movimientos sociales de derecha de respetabilidad democrática. De otro lado, por unos y otros, estados miembros e instituciones de la UE, sometidos a una ortodoxia económica de escaso fundamento pero de resultados letales sobre la economía y la sociedad, sobre la ciudadanía en definitiva. Inscribir la austeridad en los textos constitucionales no deja de ser una insólita manera de proclamar la inutilidad de la política, lo que conduce a más desafección ciudadana.
Los efectos de la ortodoxia se han dejado sentir con brutal repercusión sobre la vida y hacienda de la ciudadanía, incluida aquella parte que con su voto incrementa las amenazas sobre el sistema económico, social y político que hemos considerado como propio de la democracia avanzada y participativa.
El incremento pavoroso de la desigualdad no solo genera desesperación entre amplias masas de ciudadanos, desposeídos de su horizonte seguro, de servicios sociales, educación, salud o pensiones. Genera además la precarización del empleo, la desigualdad de acceso a este, una precarización que pulveriza los avances conseguidos en la retribución igualitaria entre mujeres y hombres y que devuelve a la mujer, con faldas –como requiere el nuevo presidente de Estados Unidos–, a tareas secundarias, y al hogar, por supuesto heterosexual: Kinder, Küche y Kirche, tan fáciles de asimilar a la organización racista norteamericana KKK.
El precariado, además, no estimula la demanda interna, con lo que los profetas de los viejos tiempos fascistas entran en contradicción: la recuperación económica pasa por la globalidad, y no por el encierro autárquico. Con mayor razón si se aprestan a la guerra comercial o a la especulación financiera, con la creación de paraísos fiscales, como los que emprendieron actuales responsables de la UE cuando rigieron sus países, como Luxemburgo y J. C. Juncker, u Holanda y Dijsenbloem. O la no menos discutible acrobacia del presidente Durao Barroso, cuyas consecuencias, en todos los casos, inducen a la desconfianza de los ciudadanos.
El 25 de marzo de la Unión Europea dista de ser una celebración de un éxito innegable, como lo fuera en Roma en 1957.
A las amenazas internas, que enumeraremos con mayor detalle más adelante, se agrega otra de efectos imprevisibles: la nueva política de los Estados Unidos de América, con el presidente Trump al frente. A manotazos se ha desprendido, o pretende hacerlo, de décadas de colaboración transatlántica, no siempre bien comprendida a ambos lados del océano. Sus propuestas políticas, que no son de ahora mismo,2 descarnan la envoltura intelectual y política de las relaciones norteamericanas con el resto del mundo, con especial referencia a las europeas. Es la política neoconservadora provista de las envolturas de la oleada democrática, el fin de la historia, el soft power, o incluso la política líquida. Los intereses norteamericanos, en su singular visión, que no es otra que los intereses de las empresas petroleras más contaminantes, y una renacionalización contradictoria con la presencia mundial de las empresas más emprendedoras de Estados Unidos. La zafiedad añadida permite el aplauso de la derecha europea, embarcada en la recuperación de sus señas de identidad fascista, como hemos visto.
Estos hechos, someramente descritos, requieren la respuesta de la ciudadanía europea, y por supuesto de los estados miembros y de las instituciones de la Unión Europea. Acaso, por ese orden, aunque no tenga la convicción de que vaya a producirse a partir de una sacudida ciudadana sobre los gobiernos de los estados, ni de estos, que son los protagonistas, sobre las instituciones de la UE. La construcción, no se olvide, partió de la voluntad de los estados, eso sí, con la participación activa de dos formaciones políticas continentales de amplio arraigo ciudadano, la democracia cristiana y la socialdemocracia. Es cierto que la implicación de la ciudadanía se produce mediante los estados, sus instituciones democráticas. La agenda europea, a diferencia de recientes experiencias, formaba parte del discurso ante la ciudadanía, y buscó y encontró respuesta positiva en la ciudadanía. Resulta cuando menos sospechosa la falta de discusión europea, por ejemplo, en las recientes convocatorias electorales españolas; desde luego, a partir del hito de 1986 el decrecimiento ha sido constante.
La ilusión de que el fin del comunismo abría una etapa democrática a escala planetaria se ha convertido en eso, en una ilusión. Los profetas Huntington o Fukuyama interpretaron pro domo la convergencia de la economía de mercado en sus aspectos más extremos, envueltos en el celofán de los sistemas de ecuaciones de la escuela de Friedman, como el paradigma último de la culminación de la Historia, así, con mayúscula.3
Los resultados no han sido tales. La extensión de la democracia, entendida como la convocatoria y realización de elecciones, se ha visto vulnerada incluso en los procesos más elementales de su desarrollo, y desde luego, en los resultados no reconocidos cuando se desviaban de los designios de convocantes o cómplices. La desigualdad se ha acentuado en el seno de todas las sociedades, como caldo de cultivo para alternativas nada democráticas. Ello forma parte, asimismo, de uno de los valores y objetivos más destacables de la UE: la consolidación de los valores democráticos como signo de los valores europeos.
De algún modo, la extensión de las formas democráticas, que no de los contenidos políticos y morales de la democracia, ha consistido en una rebaja de la calidad de esta. Una igualación hacia abajo de los valores, formas y contenidos de la propia democracia. No se trata desde luego de una circunstancia estrictamente europea, pero sí de una ausencia clara de la voluntad política europea en lo que concierne a los derechos humanos y libertades básicas proclamadas en los propios textos constitucionales de la UE, el Tratado de la Unión y el Tratado de Funcionamiento de la Unión a partir de Maastricht 1992, tratado fundamental del que también se cumple el vigésimo quinto aniversario en este 2017.
De hecho, de acuerdo con las formas nadie puede discutir u objetar –salvo las trapacerías electorales, de las que no están exentas democracias de largo recorrido como la de EE. UU.– que Rusia no cumple la formalidad, incluso con cierto pluralismo político. De la misma manera que Hungría y sus gobernantes amordazan la libertad de expresión o fomentan la xenofobia, pero lo hacen desde el cumplimiento de las formalidades electorales establecidas.
Entre tanto, la UE, bajo el principio de la no injerencia en los asuntos internos de los estados, procura las relaciones con regímenes que nunca han tenido la intención siquiera de acomodar sus objetivos a unas mínimas formas democráticas, como las teocracias feudales de Oriente Próximo. La lógica de los intereses se sobrepone a la ética de las convicciones, y en este aspecto, sin miramiento alguno por los objetivos globales de la propia UE: son los estados, cada estado y sus élites económicas, los que procuran el beneficio de las empresas bajo el velo del empleo y la renta en sus respectivos ámbitos territoriales.
La sustitución de los valores democráticos, los republicanos desde las revoluciones del siglo XVIII, considerados la herencia europea de vocación universal, por los valores del mercado desregulado se ha extendido a la manera de una metástasis por todo el continente, señalando asimismo el camino para los recién incorporados a la convocatoria democrática universal.
La enajenación de la lealtad institucional por parte de la ciudadanía es el correlato con dos sendas opuestas: la rebeldía indignada con el sistema corrompido y sus representantes y la emergencia de movimientos sociales y políticos alternativos, con peligro real de la consolidación de movimientos de extrema derecha, alternativos al sistema democrático, profundamente nacionalistas contra toda integración supraestatal, a la que se culpabiliza de la exclusión de los nacionales de cada estado con la llegada de migrantes, ya se trate de refugiados huidos de la guerra o de los que buscan una alternativa a la desesperación de la miseria.
Retos y amenazas
Las páginas precedentes nos han puesto sobre aviso de algunos de los problemas con los que se enfrenta la Unión Europea en su sexagésimo aniversario. Por supuesto que la enumeración dista de ser exhaustiva. Trataremos de resumir algunos de los retos, y, por supuesto, de las amenazas que se ciernen sobre el futuro de la UE, el inmediato y el más lejano en el tiempo. En este último caso, bajo la perspectiva de la supervivencia de la propia UE, en la que el autor se sitúa por convicción, fundamentada tanto en la necesidad como en los intereses de la ciudadanía europea.
En este último aspecto, la lectura de la primera parte de este texto contribuirá a iluminar los orígenes de las instituciones europeas, situándolas en su contexto histórico tras las violentas confrontaciones del siglo XX.
Retos y amenazas tienen componentes internos y externos. Internos a los estados miembros y a la propia Unión Europea y a sus instituciones. Externos derivados de la nueva perspectiva global, de los desplazamientos geoestratégicos, así como los derivados de los objetivos y comportamientos de agentes mundiales, de China a Estados Unidos, y nuevos actores cuyo desarrollo incipiente todavía arroja incertidumbres.
Algunos de los retos y amenazas derivan de la propia trayectoria institucional de la UE como asociación de estados. Esta trayectoria está basada asimismo en la experiencia histórica de las confrontaciones devastadoras del siglo XX y de la influencia innegable de la división de Europa en dos bloques opuestos hasta 1989-1991, con prolongaciones que alcanzan el presente.
La primera, la debilidad europea en el ámbito de la defensa, puesta de relieve de modo descarnado por el nuevo ocupante de la Casa Blanca: «Los europeos deben pagar su defensa y no los contribuyentes norteamericanos». Es un modo diáfano de subrayar una carencia innegable. Por supuesto, ignora, de modo deliberado, los orígenes de la «debilidad» y la contribución de Europa occidental, con sus amenazas más vecinas, a la defensa del conjunto cediendo el territorio, objetivo militar, sin duda alguna para el bloque oriental, para la URSS, y la exposición de su población a los riesgos de la confrontación entre bloques durante décadas.
Los orígenes internos de la falta de una comunidad europea de defensa hay que buscarlos en un complejo conjunto de causas concatenadas. Así, antiguas potencias imperiales que forman parte de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, Francia y el Reino Unido, deciden mantener su poder militar, e incluso aventurarse en acciones militares, como Suez en 1956, o en las guerras coloniales sucesivas desde Argelia hasta Vietnam o Kenia, con el amparo asimismo de Portugal y sus luchas coloniales. De hecho, el Reino Unido y Francia incorporan a su estrategia de defensa el arma nuclear y un despliegue reducido a escala planetaria. Los últimos coletazos en forma de intervenciones en Libia, funestas para el equilibrio mediterráneo, entre otras intervenciones africanas.
El segundo elemento que contribuye a explicar el desinterés europeo por la defensa cabe encontrarlo en la memoria de los efectos del militarismo, como expresión de los intereses de clase, y del seguidismo de los nacionalismos estatales, que confluyeron en dos guerras mundiales; y junto a los totalitarismos, el peor de los horrores en suelo europeo. Ni los gobiernos ni menos aún los pueblos podían formular una propuesta de defensa que implicara la totalidad de los requerimientos de una movilización universal. La amenaza soviética era contemplada no solo desde el punto de vista militar, sino más frecuentemente como una amenaza sobre el sistema democrático. Los gobiernos se apresuraron en garantizar bienestar a la ciudadanía como vacuna ante la tentación soviética.
Los recursos para la defensa constituyen un objetivo secundario para las poblaciones, sobre todo por sus consecuencias en forma de reclutamiento forzoso, por ejemplo, y desde luego cuando estos recursos pueden ser destinados a fines alternativos: en primer lugar, los destinados a la consolidación del Estado del bienestar.
Además, tras las catastróficas experiencias del siglo XX una cultura de paz impregna a las sociedades y alcanza a las cúspides gubernamentales. Al punto de que, en los tratados de la unión que analizamos, la paz figura como primer objetivo de las instituciones de la UE.
En paralelo a estos hechos, Estados Unidos, en su confrontación con la URSS, lanza su propuesta, y la desarrolla a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN. Una comunidad de defensa liderada, claro está, por el vencedor indiscutible por la parte occidental de la Segunda Guerra Mundial. El otro vencedor, la URSS, hará lo propio mediante el Pacto de Varsovia.
Los estados europeos, en definitiva y con brevedad, delegan el sistema defensivo en uno u otro de los organismos, de manera obligada en los países de influencia soviética, a excepción de la antigua Yugoslavia, y con algunas reticencias los del ámbito occidental. Reservas imperiales que ya se vieron, o residuos incómodos como las dictaduras nacidas con el fascismo, como en España y Portugal.
La «desaparición del enemigo soviético» no contribuyó a exacerbar los ánimos defensivos europeos, al contrario: se entendió que desaparecida la amenaza, la defensa debía ocuparse de nuevas amenazas, como las derivadas del terrorismo global, en especial el nacido al amparo del islamismo fundamentalista, radical. En todo caso, y a la vista de conflictos sobre suelo europeo, como los de la antigua Yugoslavia, se desarrolla una doctrina militar junto a una nueva perspectiva del derecho internacional, la que permite la intervención por razones humanitarias en los asuntos internos de otros estados, un derecho a la injerencia y a la vez una doctrina militar de contención, separación de fuerzas combatientes y de estabilización de las fuerzas opuestas con garantías para todas las poblaciones.
La permanencia de las doctrinas militares, ahora de defensa, en las estructuras operativas sigue siendo un elemento del que los estados no prescinden, más allá de las declaraciones de sus representantes y de los objetivos genéricos que señalan los tratados: un comité militar, alguna experiencia de colaboración en ciertas unidades, como la brigada franco-alemana, y poco más. El paraguas acomodado a todos es la OTAN, reservando a los ejércitos estatales funciones poco adecuadas a una defensa disuasoria ante posibles amenazas o agresiones exteriores.
El caso de España puede resultar ilustrativo. A las fuerzas armadas, por mandato constitucional, se les atribuye una misión interior, la de garantizar la «indisoluble» unidad del Estado.
La OTAN, tras el derrumbe soviético, se ha apresurado a ampliar su escenario original, y la UE ha seguido sus pasos de manera inequívoca. La ampliación de la UE hacia el este, en 2004, se produce al margen de consideraciones precisas como las que obligaron a estados candidatos en pasadas ampliaciones. No importaba tanto el rigor democrático de sus instituciones, las dificultades económicas de la integración, cuanto el desarrollo del cerco a Rusia avanzando sus líneas hasta la propia frontera rusa. Con cierta claridad los estrategas de la OTAN no creyeron en la debilidad rusa, al menos a medio y largo plazo, y no dejaron de pensar en el carácter de proveedor de energía, imprescindible para los nuevos socios y para los más antiguos.
La reserva de la competencia de la fuerza militar a los estados se desliza en paralelo a la reserva de las relaciones internacionales. Los estados miembros son celosos de ambos aspectos, en la medida en que entienden que representan su honor e imagen, por un lado, y la defensa de los intereses que juzgan nacionales, esto es, compartidos por la inmensa mayoría de sus ciudadanías, por otro. Con el añadido de la industria del armamento, las exportaciones de material bélico y la transferencia de tecnología, así como la presencia de empresas «nacionales» en el mercado global de las obras públicas, la industria aeronáutica o las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
Pese a los avances institucionales, como la creación del Alto Comisionado para las relaciones exteriores de la UE y la definición de sus funciones y objetivos, la debilidad de la voz europea en el escenario global es evidente. En el apartado de defensa ni siquiera este rango institucional, como veremos reducido a un Comité Militar ocupado ante todo en formular estudios y propuestas.
La reserva de los estados miembros de la UE en lo que respecta a la defensa y las relaciones internacionales implica un papel menor como actor en el escenario mundial, nada acorde con su importancia económica. Con idéntico resultado por lo que respecta a la difusión y extensión de los valores y objetivos políticos y sociales que constituyen el fundamento de su origen y la dimensión de referencia como espacio de paz, libertad y prosperidad compartida que proclaman sus tratados.
Nada augura cambios al respecto. En primer lugar, en cuanto se refiere a defensa los mismos intereses norteamericanos, en especial de contención de Rusia y el avispero de conflictos en Oriente Próximo, pese a proclamaciones altisonantes y precipitadas, siguen constituyendo objetivos básicos de la estrategia de defensa y el liderazgo global de EE. UU.4 Ello pese al desplazamiento de los intereses hacia Asia-Pacífico, determinante de la estrategia norteamericana para mantener su liderazgo en el siglo XXI, como sus propios actores menos grandilocuentes proclaman y sostienen. Tanto Rusia como Oriente Próximo siguen siendo objetivos económicos para EE. UU., de modo singular cuando la apuesta que formula la nueva Administración republicana sigue priorizando el uso de los combustibles fósiles y sus empresas están fuertemente interesadas en ambas zonas.
Los acuerdos sobre el cambio climático pasan a un lugar secundario en la agenda de prioridades norteamericanas, tanto en su propio espacio como en estos dos que acabamos de apuntar: la sostenibilidad medioambiental no figura entre los intereses de las élites dominantes y ahora tampoco entre los responsables políticos norteamericanos y de quienes les aplauden y admiran. En consecuencia, el mantenimiento de la OTAN, que ha desbordado los límites iniciales de su tratado constitutivo, mantendrá sus objetivos de control de las fronteras occidentales de Rusia y sus intervenciones en el teatro de operaciones de Oriente Próximo, con intervención directa de EE. UU. en el caso de Israel, el incómodo aliado en una zona vulnerable y frágil.
De la misma manera, resulta previsible que la reserva de las relaciones internacionales respecto a los estados miembros de la UE continúe en no desplegar una acción exterior realmente común. Incluso para temas como la cooperación al desarrollo o la ayuda a los refugiados. En la primera parte, por cuanto se dijo de la incardinación de las relaciones exteriores en los intereses económicos, comerciales y financieros de los estados miembros. En el segundo, en las ayudas, en la medida que satisfacen las exigencias de la población y de las ONG, constituyendo la cara amable y solidaria de las intervenciones de los estados que vienen a esconder la realidad desnuda de la lógica de los intereses, una de cuyas manifestaciones más clamorosas es el ingente incremento del comercio de material bélico, como ya se subrayara.
El desplazamiento geoestratégico hacia Asia-Pacífico constituye una amenaza a la vez que un reto para la UE. El crecimiento sostenido de China, con todos sus inconvenientes, incluidos la sostenibilidad medioambiental, comporta un riesgo de competencia considerable, a la vez que una oportunidad para la presencia europea tanto en términos económicos, comerciales y financieros, como de influencia política, cultural y social ante una evolución paulatina del régimen de partido único, aunque sea a largo plazo. La potencia militar china, creciente a un ritmo superior a su propia dinámica económica, convierte a la República Popular en un actor mundial de primer orden, en clara competencia con EE. UU. Su penetración en la propia región es considerable, desde las relaciones turísticas con Australia hasta la capacidad de influir sobre los estados más cercanos, o en todo caso de imponer gracias a sus capacidades militares sus objetivos económicos y políticos. De la misma manera que constituye un elemento considerable en las inversiones en países fuera de su escenario tradicional, como las producciones agrícolas en África, o las relaciones internacionales económicas y financieras precisamente en el patio trasero de EE. UU., en la América hispana.
La capacidad económica acumulada por China lo convierte en un elemento clave para las economías de los países y regiones enunciados, pero también, mediante sus inversiones financieras, en un acreedor del propio EE. UU., lo que unido al despliegue militar y las inversiones reales –incluidos los chateaux franceses o los clubes de fútbol en toda Europa– convierte a la República Popular en un agente decisivo incluso para la vida y aficiones ciudadanas más ajenas a estas cuestiones.
En una primera fase, China fue contemplada como competidora por dumping social, esto es, como exportadora de valor añadido de mano de obra barata, y en consecuencia como espacio propicio para la deslocalización de empresas y actividades. Las repercusiones en el mercado de trabajo y en la actividad económica fueron considerables, pero mucho menores de lo que está ocurriendo y que sin duda alguna ocurrirá en un futuro inmediato. Esto es, que el desarrollo de las capacidades chinas, con un capital humano formado de alta cualificación, un dejar hacer a la iniciativa empresarial, con independencia de la obediencia debida al régimen, y una acumulación de recursos financieros sin precedentes constituyen una amenaza formidable, y una vez más, se insiste, una oportunidad para la UE. Frente a una lógica aparente de confrontación la lógica de la cooperación.
Claro está que ello exige una interlocución acorde con las dimensiones del tema y de los propios actores. Estado por estado, de modo individual, los resultados de la acción sobre el gigante vendrían a ser como la picadura de la pulga en la piel del elefante. La estrategia de los vetustos estados nacionales resulta a todas luces no solo anacrónica sino además insuficiente. Precisamente en este tema, como en otros, se requiere la ambición de una estrategia realmente común, con el peso de los avances en las tecnologías de la información y la comunicación, a punto de ser rebasadas por la propia China, o en campos como la aeronáutica, donde el desarrollo chino comienza a ser igualmente competitivo a escala planetaria.
A Xi Linping no le impresionan las testas coronadas, ni siquiera la de Inglaterra; su cultura viene de mucho más lejos y la voluntad de crecer e influir tiene antecedentes tan ilustrados o más que las epopeyas nacionales de los estados europeos o la norteamericana. La alternativa individual, incluso de los estados más avanzados en términos económicos y tecnológicos de la UE, conduce a todos a un espacio de subalternidad, al papel de subcontratistas de empresas chinas o incluso norteamericanas ya instaladas en el espacio chino. Sin duda alguna, el refuerzo, o mejor aún, la consolidación de una acción exterior de la UE en el ámbito de la potencia del siglo XXI resulta imprescindible para los objetivos propios de la UE y de sus estados miembros.
Éxitos parciales como la moda francesa, los automóviles o la construcción aeronáutica, con ser importantes, no equilibran la balanza de las relaciones que, a corto plazo, si no es en el presente, se inclinan a favor chino. Además de tejidos y confección, la telefonía móvil y los ordenadores, apenas un paso atrás de los avances más considerables de EE. UU. o de los elementos más punteros de Europa. Un paso que se puede convertir en delantero en un breve lapso temporal.
Del mismo modo, la participación efectiva de la UE en las organizaciones multilaterales de escala global constituye un objetivo, un reto y una amenaza. La liberalización del comercio mundial a partir de la Ronda de Doha y la Organización Mundial del Comercio constituye un primer instrumento, básico, para demostrar la eficiencia de la competitividad europea. La firma de tratados regionales, despliegue amparado por el desarrollo de los objetivos de la OMC, constituye asimismo un objetivo y un reto. Estar ausente de este proceso aboca a enfrentarse con una amenaza de múltiples cabezas.
La denuncia por parte de la nueva Administración norteamericana de los tratados regionales, el Asia-Pacífico, el NAFTA y la renuncia al TTIP, además de constituir una amenaza formidable, introduce una incertidumbre sin precedentes que a su vez retrotrae a la invocación de espectros nefastos, sobre todo para los países europeos. Unida la denuncia a la persistencia de la crisis sistémica desde 2007, los espectros adquieren corporeidad tanto para las relaciones económicas internacionales como para las percepciones de la ciudadanía en cada país, que como ya se vio se inclinan por los elementos más radicales de un pasado que debiera ser tan solo objeto de estudio por los especialistas.
Ciertamente, los tratados en cuestión, el CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement), aprobado por el Parlamento Europeo en febrero de 2017, que nos afectaba en primer lugar; el Acuerdo Transatlántico para las Inversiones y el Partenariado, y el TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership) no han sido explicados con transparencia a la ciudadanía. El secretismo, antes del manotazo iracundo de Donald J. Trump, pretendía camuflar las cesiones respecto al mercado laboral, los beneficios sociales, la dejación de las funciones jurisdiccionales en manos del arbitraje pagado por los demandantes ante los estados, la relajación de los controles sobre el sistema financiero o el carácter secundario de la sostenibilidad medioambiental. En pocas palabras, la liquidación de una parte considerable del acervo comunitario, expresión tan cara a los funcionarios europeos como amenaza cierta para la inmensa mayoría de los ciudadanos.
La desconfianza de la ciudadanía estaba en estos casos, como en otros, fundamentada, y los responsables no quisieron explicar y debatir, única forma de conseguir la complicidad imprescindible para objetivos de tanta envergadura y que además afectaban a la totalidad de la propia ciudadanía. Dieron prueba de una carencia democrática básica, de la que con razón se les ha reprochado en este caso y en otros muchos.
El resultado de la quiebra de las iniciativas a escala regional, inevitable si EE. UU. se autoexcluye, revierte las condiciones en una secuencia de guerras comerciales y económicas, y en el ejercicio de la competencia del más fuerte, que impone sus reglas a los demás. La capacidad de respuesta de la UE, aun cuando contara con los instrumentos necesarios, resulta a todas luces limitada. Repetimos, incluso en el supuesto, irreal, de contar con una sola voz y una autoridad potente capaz de obligar al conjunto y hacerse un espacio en el escenario global, aun así, la respuesta tal vez no fuera suficiente.
Por ello solo cabe buscar la cooperación entre los actores en liza. El Reino Unido, una vez más, ha echado mano de la «relación especial» con EE. UU., consolidada desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial; el futuro de esta invocación es azaroso, tanto por cuestiones internas, que ya se abordaron en su momento a raíz del Brexit, como por el carácter desusado e impredecible del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
¿Y los demás? El atractivo reaccionario de la nueva Administración norteamericana sin duda alguna atrae a los antiguos socios de la URSS: proliferación de enseñas norteamericanas en las protestas callejeras, proclamas gubernamentales contra la UE, sometimiento alborozado a las reglas inexistentes de mercado, en una palabra, un tránsito breve por la cultura política y social de la UE, con el temor declarado al vecino heredero del imperio soviético, Rusia.
El núcleo más estable, con democracias asentadas, en el resto de la UE, y las propias instituciones de la Unión, entre la perplejidad y la inacción. Los estados, a la espera que escampe el temporal, tímidamente reivindicando las añejas relaciones con la potencia hegemónica ahora discutida por la nueva. Y a la vez manteniendo el empeoramiento de las relaciones con el vecino más inmediato, Rusia, todavía proveedor de energía y socio desconfiado en ciertas estrategias compartidas, como la lucha contra el terrorismo islamista, y relegando a segundo término las relaciones humanas, culturales, que unen a todo el continente, desde el Atlántico hasta los Urales, al menos.
Frente a una satelización más o menos previsible, estado por estado, la conveniencia de recuperar los principios, en aras incluso de los intereses, es una necesidad para la UE, salvo que se prefiera echar por la borda una de las construcciones más fecundas de la experiencia política europea. O lo que viene a ser lo mismo, una más y mejor Europa, fortaleciendo los instrumentos para ser un actor internacional respetado más allá de admirado, en virtud de los atractivos culturales que las catástrofes no arrasaron.
Recuperar los principios y los valores, por supuesto. Y también el papel de los instrumentos. El euro y el Banco Central Europeo son cuestionados desde su misma entrada en funcionamiento. Abordar la consolidación resulta ser un reto imprescindible. Hoy no cabe ninguna duda de que la bonanza económica propició el despegue de la moneda única –no olvidemos que en diecinueve países– y que su botadura contenía una fuerte dosis de voluntad política, de dar muestras de un objetivo más profundo y duradero, la unión política que de modo explícito figura entre los más destacados, incluso en el Tratado de Roma.
Las objeciones varían desde la necesidad de eliminar la moneda, hasta las mejor intencionadas de revisar las bases sobre las que se sustenta. Soros, Piketty o Stiglitz,5 entre los objetores con intención de preservar el objetivo político esencial, han manifestado las debilidades a la vez que han señalado los posibles remedios. Los objetores se concentran en dos grupos fundamentales, los nacionalistas estatales de extrema derecha, que proponen el derribo de todo el sistema europeo, comenzando por la divisa, y los competidores, en especial EE. UU. En estos dos casos, fuertemente influidos, cuando no inspirados, por el pensamiento neocon, desacreditado en parte de la literatura económica, como la producida por los dos autores citados más arriba por los efectos catastróficos sobre la economía y la ciudadanía.
La apresurada cesión de soberanía nacional en la implantación del euro no fue seguida, ciertamente, por la consolidación de una fiscalidad común, dotada de instrumentos como un tesoro europeo. El Banco Central, muy mermado en sus competencias iniciales, ha demostrado una singular capacidad de adaptación, aun sin contar con los instrumentos básicos que requiere su función en los escenarios económicos y financieros de los estados.
La losa de la ortodoxia económica pesa sobre el desarrollo de las capacidades del BCE, en especial el temor recurrente ante la inflación, al que son especialmente sensibles por experiencia histórica los dirigentes alemanes. Esta losa ha demostrado nula eficacia ante los fenómenos de la crisis sistémica, la avalancha de quiebras encubiertas de las instituciones financieras y la ausencia de regulación y control democráticos de estas. De seguir la estela de las intenciones de la nueva Administración norteamericana, las restricciones reglamentarias están condenadas al olvido en aras de la resurrección de las formas extremas del capitalismo salvaje, incluido el financiero, causante inmediato de la crisis sistémica de 2007.
Además de recortar derechos y prestaciones, la austeridad proclamada ha creado más desempleo, ha precarizado el existente y ha generado el caldo de cultivo para la emergencia de la extrema derecha, con su secuela de xenofobia, racismo y exclusión, y para el conjunto de la ciudadanía, una desigualdad más acentuada que en cualquier tiempo pasado.
Desde luego el refuerzo de los instrumentos, del euro y del BCE exige reformas en profundidad de las propias instituciones de la UE, y por supuesto requiere la cooperación e iniciativa de los estados miembros que quedan tras la desconexión británica. Las reformas conciernen a elementos de alta sensibilidad electoral, a la que se atienen los gobiernos de los estados miembros, como no puede ser de otro modo. De ahí, la homogeneización fiscal, objetivo contenido en los tratados pero siempre sometido a las presiones correspondientes resultado de la volubilidad electoral interna. Reformas asimismo en la productividad, con el objetivo de tender a igualar (por arriba, no se olvide) el nivel de competitividad de las economías cada vez más integradas. Supone, también, la existencia de acciones eficaces para que las infraestructuras comunes alcancen la totalidad del territorio de la UE.
Estas reformas en profundidad requieren la construcción de una pedagogía democrática que implique a la ciudadanía en los objetivos, que la convierta en agente cómplice de una nueva etapa de la construcción europea. Se ha subrayado con reiteración la desafección ciudadana, su desconocimiento de las instituciones y su funcionamiento; en la UE constituye una amenaza que se une a un descrédito generalizado de la política como instrumento para resolver los conflictos humanos. Ambas desafecciones convergen en el tiempo y en el espacio, y se agregan a los efectos letales de la crisis sistémica, que más allá de los repugnantes efectos se contamina con la sustitución de los valores republicanos por los valores del mercado desregulado. Si se reprocha, con fundamento, el resultado de aplicar el mercado a la sociedad postsoviética, las propuestas que ahora emergen como universales consagran la economía mafiosa, con el corolario de la admiración por parte de la ciudadanía infectada y vulnerable.
La conclusión es una amenaza cierta para la democracia, el fundamento de la construcción institucional de la UE. En absoluto remota, las elecciones de 2017 en Francia, Alemania y Holanda constituirán una advertencia seria, porque además se pueden unir a los resultados de otros estados miembros de la UE, y aun en el caso de que la extrema derecha no obtenga los resultados que confía en algunos de los países fundadores, su influjo será tan considerable que modelará los comportamientos y acciones de los gobernantes, previsiblemente de la derecha democrática.
Se han enumerado algunos de los retos y amenazas más relevantes. En una síntesis apretada se subrayan los que siguen, además de los ya enunciados, en la perspectiva de los próximos años:
1. La sustitución de la multilateridad por la bilateridad en las relaciones internacionales.
2. El nacimiento de una nueva bipolaridad enfrentada, EE. UU.- China.
3. La crisis sistémica y la amenaza sobre el euro.
4. El nuevo papel de la OTAN y la defensa y seguridad de la UE.
Por supuesto que no se agotan en estos cuatro enunciados. Vimos algunos, como los efectos del Brexit, el crecimiento de la extrema derecha en los canales e instrumentos democráticos, la perversidad de las políticas de austeridad sobre el mercado laboral y el Estado del bienestar, la inquietante desconexión entre las dirigencias y la ciudadanía o la persistencia de los conflictos internos de los estados con referencia a sus minorías nacionales. Sin embargo, todos estos tienen mecanismos y cauces de gestión en las propias estructuras estatales y a partir de la acción, también, de las instituciones de la UE en ejercicio.
Los cuatro que ahora se recogen, sin embargo, requieren reformas profundas tanto en los objetivos como en los mecanismos de funcionamiento de los estados miembros y de las propias instituciones de la UE.
La sustitución de la multilateralidad por una nueva bilateralidad se desprende de las políticas aún no formuladas con precisión por la nueva Administración norteamericana. La denuncia o renuncia a los tratados internacionales de carácter multilateral constituye una formulación regresiva de las relaciones internacionales a escala planetaria. El ejercicio del liderazgo norteamericano pasa del soft power al strong power, en virtud del cual los intereses nacionales norteamericanos pasan a imponerse sobre cualquier otra consideración relacionada con compartir riesgos y beneficios a escala global.
El aislacionismo político y militar no es doctrina nueva en EE. UU., como el proteccionismo económico y las barreras arancelarias para el comercio. Bajo el sencillo America first se acogen temores seculares, enemigos exteriores –ahora económicos y laborales, por el momento–y el deseo de afirmación del poder imperial de EE. UU. No importa la existencia de beneficios ciertos, favorables en su conjunto a EE. UU., este nacionalismo de nuevo cuño y sabor añejo es capaz de ocultar los orígenes de la crisis financiera desencadenada precisamente por el capitalismo salvaje de los bancos de inversión norteamericanos y los sacrificios endosados, en primer lugar, a los propios ciudadanos de EE. UU. Permiten sobreponer a la realidad del precariado laboral, de la exclusión de cantidades ingentes de su población, el fracaso sin paliativos de las recetas neoconservadoras, paliadas en sus extremos más agudos por la regulación financiera y la reedición de un tímido Estado del bienestar de la Administración Obama.
Trasladado a las relaciones internacionales, el aislacionismo proteccionista supone la eliminación de las trabas que imponen los tratados, y el ejercicio directo del poder de EE. UU. en unas relaciones bilaterales que siempre serán necesariamente desiguales, con la inclinación de la balanza, se piensa, en favor de los intereses de EE. UU., o lo que es lo mismo, de las élites económicas y financieras de EE. UU., porque acaso por primera vez se cumple la sentencia marxista de que «los gobiernos son el Consejo de Administración de la burguesía» como en ninguna otra etapa de la historia. Algo que ha llevado a Die Zeit (5 de febrero de 2017) a preguntarse «¿Hatte Karl Marx recht?».
Trato entre desiguales, pues aunque el Reino Unido invoque su relación especial no deja de ser una porción menor ante las dimensiones de EE. UU., y, uno a uno, los estados miembros de la UE tampoco tienen garantías de un trato igual en el caso de consolidarse el nuevo ejercicio del poder norteamericano.
Por supuesto que esta perspectiva excluye, por su propia naturaleza, el recurso al sistema de Naciones Unidas en la prevención, mediación y solución de los conflictos, así como reduce el papel de los organismos especializados del sistema ONU. El análisis coste-beneficio más rudimentario puede que presida las decisiones de la nueva Administración norteamericana, y en consecuencia, como en el comercio, las finanzas o la producción industrial, el comportamiento norteamericano se ajuste a estas sencillas y catastróficas reglas. Mientras no peligren las cuentas de resultados en los balances de las empresas, tratados como el del cambio climático pueden ser pospuestos o incluso anulados si suponen una amenaza para los beneficios del nuevo Consejo de Administración. De la misma manera que pueden darse relaciones en apariencia contradictorias con los valores y tradiciones, como puede ser el caso de las conexiones de los intereses económicos por encima de cualquier otra consideración con Rusia, mercado de consumo y sobre todo de provisión de energía compatible con un acuerdo bilateral entre socios del negocio de los combustibles fósiles.
El camino hacia una nueva bipolaridad ya se ha emprendido, al menos por una parte, EE. UU. La República Popular China, como ya se vio en su originalidad política y económica, emprendió la senda de construcción de una gran potencia económica, con una férrea política interior, y el crecimiento y despliegue de sus capacidades militares. En una fase que puede concluir de manera cercana en el tiempo, porque depende de lo que ejecute el programa de la Administración de EE. UU., China eligió la multilateralidad como política internacional, tanto en sus relaciones políticas como sobre todo en las relaciones económicas y comerciales. Su papel creciente en estos ámbitos ya fue puesto de relieve en este mismo texto. Ahora bien, su capacidad intacta y creciente puede conducirla a ejercer de polo opuesto a lo que parece nueva estrategia de Washington, lo que supondría, asimismo, el ejercicio de su poder de modo bilateral, con efectos análogos para los estados miembros de la UE.
El asentamiento del poder chino en el espacio regional asiático no parece dar signos de repliegue; por el contrario, el ejercicio de su hegemonía económica y militar anuncia todo lo contrario, y este territorio es el de posible fricción con el otro polo, ansioso de mostrar al mundo el cambio norteamericano y el orgullo de su ejercicio con el valor añadido del control de los mercados.
Ante estos dos actores, contradictoriamente vinculados por la tenencia de activos financieros norteamericanos por parte de los chinos, solo algunos podrán adquirir un perfil propio y menor, Rusia y la India, por población, extensión y recursos. Los demás, incluso el resto de los motejados BRIC, menos emergentes, tendrán que optar por una subalternidad más o menos sobrellevada ante uno u otro de los dos poderosos.
La bipolaridad reedita con nuevas dimensiones y perspectivas la perversa lógica del enfrentamiento, y requiere nuevas lealtades y sometimientos. Hasta el presente China había optado por la persuasión y la penetración pacífica, salvo en su esfera regional, donde exhibe su músculo militar, y acogía los acuerdos multilaterales como política propia, siempre que no se objetara su singular sistema de partido único y economía de mercado. Sus capacidades están disponibles para un cambio de actitud y de comportamiento, con consecuencias impredecibles para el resto de los estados y sus ciudadanías.
El euro es una creación política, expresada de modo diáfano en los tratados de la Unión, un objetivo si no paralelo, al menos exhibido como el signo más profundo de la voluntad de constituir una unión política europea que arranca del Tratado de Roma, e incluso con antecedentes muy anteriores a 1957. Su implantación, pese al fracaso constituyente de 2004, fue el resultado del Tratado de Maastricht de 1992. Su despliegue se produce durante la última etapa de bonanza económica, incluso exagerada en términos de burbujas especulativas como la inmobiliaria. El objetivo político de la cesión de soberanía de los estados miembros, no todos, en un signo nacional tan enraizado en la cultura política europea, fue saludado como un éxito antes incluso de conocer los efectos sobre el sistema económico, sobre el consumo y sobre las vidas de los ciudadanos. El signo monetario, junto con la fuerza y las fronteras, constituían elementos esenciales, definitorios, de la soberanía de los estados. El mercado único, la movilidad de los capitales y las personas, el funcionamiento del espacio Schengen, eliminaban dos de los componentes tradicionales del poder de los estados. Fuera quedaban la fuerza, las capacidades militares y la reserva estatal de las relaciones internacionales.
El objetivo político se consigue sin grandes oposiciones internas, y la ciudadanía adopta como propia la nueva divisa supraestatal. Al menos hasta la manifestación de los efectos de la crisis sistémica en su vertiente económica, en que el recurso, por ejemplo, a las devaluaciones para incrementar la competitividad en el comercio internacional ya no es posible en virtud de la rigidez de la autoridad monetaria europea ejercida por el Banco Central Europeo.
Una moneda sin estado, algo insólito. Porque, en efecto, la unión política que debiera acoger los componentes de un estado no se ha consolidado, y además no lleva camino de hacerlo a causa, entre otras cosas, de la reestatalización, del nacionalismo de los estados miembros que suscribieron la iniciativa monetaria.
Ni unión política, ni a efectos monetarios unión fiscal y presupuestaria, imprescindibles para que la nueva moneda hiciera frente tanto a las necesidades como a las amenazas, tanto de especuladores como de los agentes estatales de otras partes, incluida la suculenta factura percibida por la City londinense. La baja inflación fue la prioridad fijada a la autoridad monetaria, impuesta por la larga tradición del trauma alemán de la Primera Guerra Mundial y sus efectos económicos. La independencia política de los gobiernos del BCE contrasta con la lógica de cooperación del Tesoro y la Reserva Federal norteamericanas con las autoridades políticas elegidas democráticamente, incluso para modular los flujos monetarios, fijar los tipos de interés con objetivos para el empleo o la reactivación de la economía, o para financiar el sistema público en las etapas de crecimiento exiguo o amenazado. La prioridad sobre el control de la inflación es sacrosanta, e impide acciones como la mutualización de la deuda, que sin duda alguna aliviaría tensiones como las producidas sobre todo en los países del sur de Europa.
Las divergencias entre las economías integradas en la zona euro constituyen un obstáculo formidable para la estabilidad y el funcionamiento de la propia moneda. Estas divergencias, de manera voluntarista, se orillaron con la confianza en que el crecimiento y las políticas activas de estímulo a la convergencia económica, mediante los Fondos Estructurales y las acciones del BEI y otros organismos especializados, dotados de recursos considerables, podrían eliminar las diferencias. La formación del capital humano y la productividad, en sus diferencias considerables, hacían presumir un camino menos placentero y de recorrido más largo que la apertura de los cajeros automáticos el 1 de enero de 2002.
Los estados miembros unieron el éxito del euro con una política nacional contradictoria basada asimismo en alguna experiencia histórica fallida, como la de la expansión de la deuda de las administraciones y el estímulo al crecimiento de la deuda privada con un sistema bancario poco escrupuloso. Esto es, austeridad pública que conducía al desmontaje del Estado del bienestar, y creencia en la expansión de la demanda interna de los consumidores, que comenzaban a ver su ruina en el horizonte inmediato.
El encogimiento de los estados a sus fronteras interiores, y el peso de la ortodoxia económica sin límites, como el que resultaba de la confrontación con la URSS, ha impedido en efecto la existencia de una fiscalidad y una política presupuestaria realmente a la escala europea, pese a encontrarse plasmadas ambas en los tratados en vigor.
El resultado ha sido el desplazamiento de la euforia de contar con un signo monetario europeo al desentendimiento de la ciudadanía, que incluso en ciertas partes ya lo ve como una amenaza para su presente y en mayor medida para su futuro.
El atraso en la convergencia real de las economías de la zona euro se ha unido a los efectos de la crisis económica global, y a los previsibles efectos del paso de la multilateralidad a bilateralidad, o a la nueva bipolaridad. El desconcierto ha sido suplido a duras penas por el refuerzo del BCE y en ocasiones merced a la activa decisión de su actual presidente, Draghi, y su equipo. Los gobiernos están sometidos al temor a una opinión pública cada vez más reacia a renunciar a sus niveles de bienestar cuando no atenazada por la precariedad, el desempleo y la tentación de la extrema derecha de liquidar no solo la moneda, sino todo el edificio institucional de la UE.
En cuarto lugar, y de modo más breve, se sitúa el papel de la OTAN y las posibles reformas que emprenda la nueva Administración norteamericana. De entrada, de la misma manera sencilla y abrupta, que Europa pague su defensa y seguridad. Con objetivos tan simplistas como que el gasto en defensa en cada estado suponga al menos el 2 % del PIB respectivo, lo que en la mayoría de los estados de la UE supondría un desequilibrio de las cuentas públicas o una merma aún mayor de los derechos del Estado del bienestar.
Con ser decisivo este último aspecto, no conviene menospreciar los anejos. El refuerzo de las capacidades, la integración de las fuerzas armadas de los estados, figura como una prioridad a largo plazo de una comunidad de defensa europea. Las prevenciones, desconfianzas, la presencia de confrontaciones no tan lejanas en el tiempo, aún están inscritas incluso en los manuales de formación de las fuerzas armadas de los estados. Con la objeción añadida de la escasa propensión belicista de la mayoría de las poblaciones, de la ciudadanía que guarda en sus recuerdos más recónditos la memoria de los efectos sobre la población de las confrontaciones bélicas. A todo ello hay que añadir las divergencias prácticas en cuanto a recursos operativos, su interoperabilidad, el aprovisionamiento de armamento y sus tecnologías y origen, así como el propio desarrollo industrial bélico en cada estado.
La pedagogía de la defensa dista de ser una prioridad para la ciudadanía. A lo sumo se ha abierto paso la intervención militar efectiva para supuestos de ayuda humanitaria o de injerencia ante graves e irreparables conflictos de los derechos humanos más elementales, o incluso como elementos complementarios ante las catástrofes naturales y como última misión contribuir a la seguridad ante las amenazas terroristas.
No es el caso de los objetivos y despliegues de la OTAN, aunque en algunos casos, como en los conflictos balcánicos, su acción haya resultado decisiva, al menos en la contención y fijación del conflicto o conflictos sobre el territorio. La defensa común transatlántica se definió como contención, y en su caso respuesta, a la URSS. Desaparecida esta, el objetivo territorial resultó ampliado a teatros operacionales, como el definido por la Administración norteamericana de Bush al Gran Medio Oriente, fundamento de las intervenciones en Kuwait, Irak y Afganistán, y sin todo el paraguas OTAN a Siria, o de manera unilateral en Libia y África subsahariana, de la mano de las antiguas potencias coloniales, Francia y el Reino Unido.
El cerco de Rusia ha sido el más espectacular de los despliegues de la OTAN en los últimos años. Con una hábil propuesta que incluía el diálogo y la cooperación con la propia Rusia, en términos militares, y mientras esta se recuperaba del trauma de la desaparición de la URSS y la recomposición de la nueva Rusia. El secretario general de la OTAN, Javier Solana, tejió pacientemente el marco de relaciones, de acuerdo con los intereses por supuesto de EE. UU.
El cerco se ha completado y los antiguos países del Pacto de Varsovia son ahora miembros de la OTAN, al tiempo que lo son, asimismo, de la UE en virtud de la misma apresurada incorporación en el caso europeo de 2003-2013.
En este escenario está por definir, más allá del exabrupto presupuestario inicial del presidente de EE. UU., cuáles serán los nuevos objetivos estratégicos que se asignen a las capacidades militares de la OTAN, y cuál el papel de la UE, aunque en esta materia serán los estados y sus gobiernos los actores principales, siempre un paso por detrás de las decisiones estratégicas que señalen los norteamericanos.
No es descartable que se asigne a las defensas europeas el papel de gendarmes de las fronteras y el control de los conflictos con el terrorismo, en especial el islámico fundamentalista, la bête noire para todos. Y que, sin embargo, EE. UU. y los aliados que en cada momento elija se ocupen de los escenarios más productivos, sobre todo en términos económicos, como Oriente Próximo o la propia vecindad norteafricana, dado que aliados como Marruecos siempre serán más obsecuentes que los picajosos europeos, con sus derechos humanos, sociales, medioambientales y demás.
Las alternativas
De modo conciso podría definirse una fundamental: más y mejor Europa. Esto es lo contrario a su destrucción pretendida desde fuerzas internas, en especial de la extrema derecha, y externas, como la competencia de EE. UU., la más cercana. De la misma manera, sacudir a una dirigencia perpleja ante los nuevos escenarios internacionales y atemorizada por las amenazas internas.
Esto es, una refundación de la UE, con retorno a los principios fundacionales y a la cooperación entre las corrientes de opinión mayoritarias, con la renovación de los cuadros dirigentes, y la inclusión de los movimientos alternativos que emergen por todas partes exhibiendo la necesidad de la cooperación, la solidaridad y la sostenibilidad medioambiental frente a la desigualdad, la precariedad y la exclusión por pobreza, persecución o por diferencias de creencias o color de la piel.
La pieza clave es la devolución del protagonismo a la ciudadanía, su centralidad en la formulación de los objetivos y el control de las instituciones e instrumentos políticos, económicos, sociales y culturales. La mejor de las construcciones, la más rigurosa de las formulaciones, la más brillante selección de objetivos, sin la complicidad de la ciudadanía está destinada al fracaso y en el mejor de los casos al olvido.
La otra alternativa es la satelización de los estados respecto de la potencia dominante más cercana, EE. UU., y el establecimiento de un modus vivendi con la otra, China, y con el vecindario, esto es, Rusia. Todo ello implica, necesariamente, el desmontaje, si es posible de modo pacífico, del andamiaje político, institucional, económico, humano y cultural acumulado durante sesenta años de esfuerzo tenaz y voluntad de construir sobre las cenizas de las destrucciones del siglo XX.
Situados en una perspectiva menos apocalíptica, podrían resumirse algunas alternativas, no con carácter exhaustivo por supuesto –una pretensión que no está al alcance del autor ni sería prudente–, atendiendo a los siguientes elementos:
1. Retornar la centralidad a la ciudadanía, lograr su complicidad.
2. Liderar la multilateralidad de las relaciones internacionales.
3. Acelerar la plena integración de la Unión Europea con el objetivo de una Unión política, social, económica, cultural y sostenible medioambientalmente.
4. Establecer una política de paz y cooperación en los escenarios vecinos y en las relaciones multilaterales.
En realidad, estas proposiciones no son originales ni se pretende que lo sean. Por el contrario, están inscritas en el origen y evolución de la actual UE, más aún, forman parte de los tratados de la Unión Europea en vigor. Requieren el impulso, de algún modo fundacional, para, con los instrumentos disponibles, implementar las acciones que contribuyan a su aplicación.
La devolución a la ciudadanía de su centralidad y protagonismo es un requisito básico para colmar lo que algunos críticos, con cierto grado de razón, han calificado de déficit democrático del edificio institucional de la UE, y concluir con el secuestro por parte del Consejo Europeo y de los organismos burocráticos especializados de esa especie de secreto en que se envuelven y autoprotegen los encargados de la gestión de los asuntos que afectan al conjunto de la ciudadanía. La gestión de las negociaciones del fallido por ahora TTIP ha sido objeto de duras críticas, fundamentadas, respecto a los contenidos, alcance y repercusiones de un tratado que afectaba a las PYME, a los derechos laborales, a elementos tan decisivos como las funciones jurisdiccionales, cuyo pilar fundamental, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, podía resultar postergado en favor de arbitrajes incluso en los litigios entre las corporaciones multinacionales y los estados miembros. Es tan solo un ejemplo.
La forma de recuperar la confianza de la ciudadanía, por ejemplo la pedagogía de la democracia, poco extendida en los estados miembros, puede consistir en algo tan sencillo como dotar al Parlamento de plena competencia legislativa, y sobre todo presupuestaria, incluyendo en esta última la relación permanente entre los parlamentos nacionales, las asambleas regionales y el propio Parlamento europeo.
Este, por lo demás, ya cuenta con el mecanismo de la elección directa, por sufragio universal, o lo que es lo mismo, ya es representativo de la ciudadanía. Sin embargo, las limitaciones en cuanto a la condición de asamblea colegislativa limitan la función primordial, y su carácter de algún modo de lectura consultiva del contenido presupuestario hace que resulte más pronto una caja de resonancia de inquietudes de las formaciones políticas representadas que de auténtico creador e impulsor de legislación, control y sometimiento de los órganos ejecutivos de la UE.
Como quiera que ya existe, el procedimiento consiste tan solo en una reforma de los tratados que precise las funciones propias de un Parlamento con todos sus atributos de depositario de la soberanía europea, esto es, de la ciudadanía europea, cuya definición en el Tratado de Maastricht quedó varada por el rechazo de la Constitución en 2004.
En el mismo capítulo, la Comisión, como órgano ejecutivo, debe ser responsable ante el Parlamento, así como su presidente. Es cierto que ya existe la previsión de la moción de censura por parte parlamentaria, pero no queda nada claro el procedimiento para la elección del presidente de la Comisión y de sus comisarios, que como es bien sabido pasan por el filtro previo de los acuerdos-recomendaciones del Consejo Europeo. La reforma consiste en aplicar las reglas democráticas en las que se inspiran todas las instituciones de la UE. La manera de hacer inteligible para la ciudadanía las responsabilidades, funciones, de modo directo y no por medio de alambicados y sigilosos procedimientos de selección, recluta, de unos representantes indirectos sometidos a un control que en muchos casos resulta recaer en manos de sus propios colegas, como en el supuesto de las incompatibilidades y las dedicaciones posteriores al ejercicio de sus funciones por el conocido sistema de las «puertas giratorias».
La Comisión, como gobierno efectivo de la UE, deberá contar con plena autonomía en el ejercicio de sus competencias, desde luego, pero siempre, como cualquier otro gobierno con responsabilidad ante el Parlamento, con transparencia y dación de cuentas, además de ser sometida al control y fiscalización parlamentarios.
Las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea o las resoluciones del Tribunal de Derechos Humanos han contribuido de manera eficaz al acercamiento de la ciudadanía y a su confianza en mayor medida que las acciones, eficaces, del resto de las instituciones de la UE. Debieran constituir el ejemplo, y descartar el turismo institucional, de las administraciones públicas y sus lobbies, en la peregrinación por los departamentos de la Comisión para obtener fondos y recursos para sus parroquias y propósitos electorales en sus respectivas circunscripciones.
La recuperación del protagonismo ciudadano mediante el Parlamento, dotado de plenitud de funciones como las que se han descrito de modo somero, evitaría el carácter de dádiva que con frecuencia se otorga a lo que es aplicación de derechos, de la misma manera que la responsabilidad de la Comisión como gobierno permitiría el conocimiento de los objetivos y los recursos asignados para su consecución sin necesidad de la peregrinación mendicante de administraciones y ciudadanos.
El rechazo a la bilateralidad y a la bipolaridad resultan asimismo imprescindibles, en la medida en que sus efectos resultan letales para los objetivos políticos, económicos, de seguridad y de bienestar en paz que han definido a la UE, y que cuentan en este caso con amplísimo respaldo ciudadano. La UE, por sus dimensiones demográficas y económicas, por un lado, y en razón de sus valores compartidos, por otro, está en condiciones de liderar una iniciativa contraria a la amenaza que supone la bilateralidad para el desarrollo económico, social, de bienestar y derechos, incluida la sostenibilidad medioambiental. Y en razón de la estabilidad, seguridad y paz, para rechazar una bipolaridad que lleva, de modo inexorable, a los enfrentamientos, primero económicos, pero que no pueden descartarse desarrollos imprevisibles hoy de carácter conflictivo. La escala de estos últimos puede comenzar en la gestión de conflictos crueles, como Siria, y otros encapsulados, latentes.
Finalmente conviene no olvidar que de imponerse la bilateralidad y la bipolaridad no se podría excluir una amenaza adicional, los acuerdos entre sí de las potencias globales o regionales, tal como resultaría, a ciertos efectos, en el caso de pactos entre EE. UU. y Rusia, o esta y China.
La capacidad de ejercer el liderazgo europeo remite a la cuestión de la comunidad de defensa por una parte y a la consolidación efectiva de las relaciones internacionales de la UE por otra. En el primer caso ya vimos las dificultades y el reto lanzado por la nueva Administración de EE. UU. respecto al papel, funciones y objetivos de la OTAN. Las limitaciones son importantes, y solo un empeño decidido puede contribuir a que la fuerza suceda a la razón, en especial en cuanto se refiere a las misiones de paz y seguridad en los escenarios próximos al territorio continental. Un despliegue planetario de la fuerza europea solo cabe en las mentes calenturientas de los nostálgicos de los viejos imperios, una doctrina anacrónica además de irrealizable en términos de esfuerzo económico, humano y tecnológico.
Por el contrario, en las relaciones internacionales, además de avanzar en la consolidación de la estructura política y burocrática, sin requerir grandes modificaciones, por así decir constitucionales, esto es, la enmienda a los tratados, se trata de la congruencia exigible a los estados miembros en el supuesto necesario del rechazo a la bilateralidad y el combate contra la polarización de la escena mundial. Esto viene a decir que los estados miembros han de ceder competencias de relaciones exteriores a la UE mediante la propia estructura institucional que ya opera de manera secundaria. La voz europea común, manifestación del peso demográfico y económico, tiene su razón de ser en el bagaje cultural, moral, de valores, de paz, que puede reclamar y hacerse oír en los organismos internacionales subsistentes, y ante los poderes que quieren resucitar la polarización de las relaciones internacionales.
La integración europea es otro de los elementos imprescindibles para sostener los niveles propios de prosperidad compartida, en libertad y en igualdad entre la ciudadanía y entre los territorios que componen la actual UE, con la anunciada exclusión del Reino Unido y el avance de las negociaciones para integrar estados en dificultad como los todavía pendientes candidatos de la antigua Yugoslavia, Serbia, Macedonia y Bosnia-Herzegovina, sin olvidar el tema pendiente de las negociaciones con Turquía.
La plena integración, como se ha visto, afecta a la defensa, la seguridad y las relaciones internacionales, para las que se ha esbozado un camino que no violenta la arquitectura constitucional que da base a la UE.
Se trata ahora de reforzar el carácter fundamental del euro, y de las necesarias reformas que aseguren su viabilidad a largo plazo, convirtiendo la política monetaria en otra herramienta para la competencia creciente que se avecina en el caso de consolidarse la bilateralidad como doctrina universal. Y no solo por ello, sino para convertirse en una herramienta para las finalidades propias de una Unión política en lo que concierne a la estabilidad de precios, salarios y rentas. Por supuesto que ello supone la necesidad de hacer converger las políticas fiscales de los estados miembros, y requiere la existencia de un presupuesto efectivo para la UE, sometido como se ha visto a la transparencia del ejercicio pleno de las funciones del Parlamento.
Estas finalidades se encuentran plasmadas en los tratados de la UE en vigor, por lo que su puesta en funcionamiento requiere la voluntad de los estados miembros firmantes y el depósito de las competencias subsistentes en los órganos supraestatales, esto es, llenar de contenido efectivo las funciones del BCE y la creación de un Tesoro a escala de la UE que tenga sus fundamentos asimismo en el espíritu y la letra de los tratados.
Sin duda alguna, y ante la amenaza cierta de la desregulación de los instrumentos financieros, cuyos efectos se han experimentado unidos a la crisis por ello mismo desencadenada, se impone una regulación profunda, transparente y conocida que evite asimismo la existencia de los paraísos fiscales en el seno de la propia UE, o que favorezca su implantación, por ejemplo en el Reino Unido tras la desconexión.
En este último sentido, el liderazgo europeo en el nuevo escenario global polarizado puede conseguir complicidades, más allá de las hegemonías que se vislumbran, entre los países y estados que por vecindario o afinidad nos resultan cercanos y que podrían sentirse aliviados ante las amenazas de los poderes globales.
De este modo se avanzaría en la homogenización y la igualdad hacia arriba de los desequilibrios entre las economías europeas, ahora todavía fuertemente desiguales en temas cruciales como la fiscalidad o la propia competitividad.
La desestatalización y la convergencia han de ir en paralelo, de modo que se proceda a un nuevo reparto de los poderes territoriales, lo que permitiría integrar de manera inequívoca aquellas regiones de fuerte personalidad, incómodas en las estructuras estatales subsistentes, o las que se han definido como naciones sin estado y que esperan ver reconocidos sus derechos, sin por ello renunciar a su pertenencia a la UE, o más aún, que encuentran la solución pacífica a sus desavenencias en el marco precisamente de la UE. En este punto, sin embargo, se impone la necesidad de revisar el modelo de acceso institucional a la UE, en la medida en que no se trata ya de esgrimir la fórmula de «cuestiones internas a uno o más estados miembros», sino de definir con precisión las condiciones de las eventuales secesiones y su integración en la UE. O lo que es lo mismo, introducir en la agenda de la UE la cuestión, y abordarla desde la perspectiva apuntada de reforzamiento y, en su caso, de refundación de los instrumentos y organismos ya existentes, el Parlamento, la Comisión con los contenidos y funciones que se han estimado básicos para una nueva etapa de la UE.
La sustitución de la ortodoxia de la austeridad por el combate contra la desigualdad y el impulso al retorno al Estado del bienestar resultan imprescindibles para obtener la complicidad de la ciudadanía y para asegurar el crecimiento y el mantenimiento de las prestaciones sociales, en particular en unas sociedades que se dirigen a un envejecimiento inevitable. Y a unas empresas que requieren seguir la senda de la innovación, el incremento de la productividad y, en consecuencia, de la competitividad en un escenario mucho peor que el que habían transitado hasta hoy mismo.
Ello tiene que ver con dos objetivos críticos para asegurar el éxito. La prosecución de las acciones sobre el territorio para la conectividad de las infraestructuras y la extensión de estas a la totalidad continental. Y de modo primordial, la formación del capital humano, de modo permanente, con la imprescindible incorporación de los conocimientos y habilidades relacionados con las nuevas tecnologías.
Nada de ello requiere modificaciones constitucionales. Exige, eso sí, el impulso político capaz de poner en funcionamiento efectivo cada uno de estos objetivos en cumplimiento del mandato contenido en los propios textos de los tratados.
El vecindario, como es bien sabido, no lo elige uno mismo, es el que es. La primera necesidad es la de establecer un marco de relaciones que alivien las posibles tensiones derivadas de las diferencias, y profundizar en la cooperación entre los diferentes. El ámbito mediterráneo es un espacio vinculado cultural, humana y económicamente a Europa. Espacio además de convivencia no siempre pacífica, con fuertes lazos culturales y humanos, incluso cuando las hegemonías han cambiado de una ribera a otra o de un extremo a otro a lo largo de una historia que comparte el mismo ámbito territorial. Conviene recordar la presencia turca en el corazón de Europa hasta el siglo XX, o la penetración europea en el norte de África, al punto de considerarse parte de estados europeos hasta 1962, como el caso de los departamentos franceses en Argelia, el primer caso de desconexión de una parte de la originaria Comunidad Económica Europea, la del Tratado de Roma de 1957.
La recuperación de la buena vecindad con Rusia es otro elemento fundamental de la multilateralidad europea que debe conjugar los intereses con los objetivos políticos y culturales. Una Rusia más europea conviene a la estrategia superadora de los enfrentamientos y la polarización, además de contribuir a la estabilización de los conflictos que se suceden en las fronteras de la propia UE o los conatos conflictivos en su propio seno. En cualquier caso impide o puede contribuir a alejar alianzas espurias con EE. UU. en detrimento del entendimiento entre poblaciones con afinidades culturales y políticas considerables.
Si además de los evidentes lazos culturales y económicos se añaden los intereses estratégicos y la presencia de una minoría numerosa de conciudadanos originarios de los países vecinos, sobre todo norteafricanos e islámicos, habrá que convenir que es un objetivo prioritario de la acción de la UE. No solo por estas razones, sino además en aplicación de los valores que fundamentan y justifican la propia existencia de la UE: la exclusión de la xenofobia, el racismo, cuyo recuerdo en suelo europeo todavía estremece las conciencias.
Desde una perspectiva de asentamiento de la paz y ausencia de discriminación de cualquier índole, el avance de las sociedades vecinas resulta, además de un objetivo democrático fundamentado en los valores revolucionarios ilustrados, de estricta necesidad, de justicia y de desactivación de los movimientos radicales y fanáticos.
La cooperación económica, tecnológica y cultural, como objetivos de la multilateralidad europea, tiene el camino abierto en la inmediata vecindad. El progreso del sur y el este del Mediterráneo contribuye a la estabilidad y el progreso de la UE y de todos y cada uno de sus componentes. Cerrar el paso a la evidencia, encastillarse, no ha garantizado nunca los flujos migratorios, incluidos los europeos hacia nuevos destinos que ahora parecen olvidarse: españoles, holandeses, franceses, irlandeses, ingleses, alemanes o italianos constituyen formidables aportaciones en la formación de América, de EE. UU., desde Alaska hasta el Cabo de Hornos. La paz y la seguridad no se garantizan elevando muros y cerrando fronteras, lección que debiera ser aprendida en una Europa que no hace tanto tiempo que fue hollada y devastada por estas mismas opciones.
En definitiva, como se señaló al principio, la alternativa es: más y mejor Europa. O dar crédito a los anacronismos reformulados cuya experimentación nos retrotrajo a la miseria, la devastación y el sacrificio de vidas humanas, con la amenaza efectiva para la libertad, la cultura y el bienestar de la mayoría de los ciudadanos. Más y mejor Europa o aceptar resignadamente la premonitoria sentencia de Margaret Thatcher: «There is not alternative», cuyo acrónimo, TINA, recorre de nuevo los pasillos del poder y resuena en las conciencias o malas conciencias de quienes nos quieren devolver al pasado.
Para llegar a las reflexiones que se han formulado en esta introducción es imprescindible analizar, en primer lugar, los orígenes históricos, la presencia de la historia en el largo camino de la institucionalización de la UE. En segundo lugar, analizar la situación actual en que nos encontramos, así como los datos de apoyo y los hechos que se producen cotidianamente en las instituciones de la UE. Y en tercer lugar, conocer el estado actual de tales instituciones, sus competencias, sus funciones, todo ello en el marco de los tratados de la UE y el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. A todo ello van dedicadas las páginas que siguen, con el ánimo de ampliar los conocimientos del lector y contribuir al debate cuando las amenazas y las crisis se ciernen sobre la propia continuidad del proyecto más ambicioso generado por Europa, por su ciudadanía.