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ОглавлениеIntroducción. Un breviario felliniano
Ricardo Bedoya
Como editor de este volumen, me toca hacer una presentación panorámica de la obra de Federico Fellini. Es un aprieto, por supuesto, ya que resulta difícil sintetizar en cinco mil palabras lo que representan las películas de un autor cinematográfico de preocupaciones tan amplias, de un estilo tan complejo y de un mundo tan variado como Fellini. Rastrear su legado supone dar cuenta de sus vínculos con el neorrealismo, de su tránsito hacia una “nueva figuración”, de su conversión en un personaje de sus propias películas y de situar el último período de su obra, el más pesaroso y desencantado, entre otros asuntos.
Por otra parte, sus películas siempre generaron debates. Algunos esgrimen las mejores razones para preferir una u otra etapa de su carrera, como si no hubiera vínculos estrechos y continuidades muy visibles entre ellas. Hay quienes apuestan todo por el período que se inicia en 1950, año de su primer largometraje, Mujeres y luces (Luci del varietà), que codirigió con Alberto Lattuada, y se extiende hasta 1957, cuando realiza Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria). Otros, en cambio, sin desdeñar ese primo tempo, valoran sobre todo las películas que siguieron el camino iniciado en La dolce vita (1960).
En otras palabras, están los que aprecian su cercanía a la narración tradicional y el encuadre “realista” de Mujeres y luces, El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), Los inútiles (I vitelloni, 1953), Agencia matrimonial (Agenzia matrimoniale, episodio del largo L’amore in città, 1953), La calle (La strada, 1954), El cuentero (Il bidone, 1955) y Las noches de Cabiria, y los que se deslumbran —contando algunas decepciones de por medio— con La dolce vita (1960), Las tentaciones del doctor Antonio (Le tentazioni del dottor Antonio, episodio de Boccaccio 70, 1962), Ocho y medio u 8½ (Otto e mezzo, 1963), Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965), Toby Dammit (episodio de Historias extraordinarias - Histoires extraordinaires - Tre passi nel delirio, 1968), Fellini Satyricon (1969), A Director’s Notebook - Block-notes di un regista (1969), Los clowns (I clowns, 1970), Fellini Roma (1972), Amarcord (1973), Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976), Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra, 1978), La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980), Y la nave va (E la nave va, 1983), Ginger y Fred (1985/1986), Entrevista (Intervista, 1987) y La voz de la luna (La voce della luna, 1990).
¿Pero se dio ese giro radical hacia el barroquismo y la subjetividad que ven algunos, o se trató más bien de un cambio de acento, de un ajuste del punto de vista, de una adecuación al aire de los tiempos, o del desborde de impulsos, visiones, afectos y caprichos que estuvieron ahí desde siempre?
Echemos una mirada fragmentaria, en bloques, a la manera de un breviario de asuntos y motivos, al conjunto de la obra felliniana. Acaso así podamos acercarnos a esas líneas, frases, estilemas, melodías y obsesiones que aparecen y luego se ocultan para volver a asomarse, pero reescritas o compuestas de otra manera, en otro orden, distinto tono y un acento cada vez más grave.
NEORREALISMO
Los vínculos de Federico Fellini con el neorrealismo son estrechos desde los días en que colabora con Roberto Rossellini y trabaja con Cesare Zavattini en la publicación satírica Marc’Aurelio1. Pero en un momento de su carrera como cineasta, que se sitúa hacia La dolce vita, decide alejarse de ese “arte de la evidencia” que sustentaba las películas que lo formaron como guionista y realizador. Es un distanciamiento radical del realismo tal como lo practicaban Cesare Zavattini y Vittorio De Sica, sobre todo. Pero también Roberto Rossellini, ya que para el director de Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1950), el cine era el instrumento capaz de penetrar en el magma de lo sensible y encontrar ahí, sin forzar las técnicas de observación, momentos privilegiados de revelación espiritual y “epifanías de lo real”2.
De paso, en su disidencia, Fellini se lanza a incumplir los cánones de Cesare Zavattini y sus empeños por hallar una supuesta y esquiva esencia del cine en sus posibilidades testimoniales. Sin negar la fuerza del documento fílmico, Fellini concilia las convenciones del realismo con una dimensión visionaria que se preocupa cada vez menos por duplicar las apariencias inmediatas de lo tangible. Al hacerlo, refuerza su escepticismo o incredulidad en ese denominador común —del que son devotos los artífices del neorrealismo— que iguala a los seres humanos en la aflicción o en la desdicha. Decide, entonces, marchar en busca de lo diferenciador, hurgando en los signos particulares, registrando los rasgos de lo insólito y hasta de lo grotesco. Las fábulas realistas y piadosas de Zavattini y Vittorio De Sica se transforman, en manos de Fellini, en relatos de excepción.
El mundo del director se puebla, de modo progresivo, con payasos, artistas de feria, jóvenes a la deriva, simuladores, viajeros libertinos, nobles depravados, celebrantes enmascarados, figuras extravagantes, seductores taciturnos, saltimbanquis, locos encaramados a un árbol, magas y médiums espiritistas, telépatas, equipos de reporteros televisivos desconcertados, fantoches fascistas, videntes, impetuosos paparazzi, varones acosados y mujeres imaginadas, seductoras y temibles. El guionista de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), de Roberto Rossellini, voltea su mirada en busca de esas singularidades que aprendió a observar en cada quien cuando fungía de caricaturista. Una poética de lo excepcional, de lo estrafalario y hasta de lo monstruoso empieza a vislumbrarse en sus películas, aun cuando escarben en la marginalidad, como ocurre en La calle, en El cuentero o en Las noches de Cabiria.
Alguna vez, Jacques Rivette, por entonces cercano a las ideas de su mentor André Bazin, dijo, a propósito del cine de Howard Hawks, que “lo que es, es”. De un aserto de ese tipo, apología de un cine de las evidencias y del templado registro de lo “real”, y dictamen aplicado como juicio valorativo, es que se distancia Fellini. La realidad registrada por el arte en general y por el cine en particular es incapaz de generar certidumbres. Las imágenes que la representan lucen más bien traspasadas por la subjetividad del que la interpreta, y no solo del que la contempla.
ENCUESTAS
Películas crónica, películas reportaje, películas encuesta. Una franja de la obra de Fellini se ofrece bajo esas formas. Sea porque simule las técnicas de la aproximación periodística, porque se muestre como la recreación de épocas evocadas por un narrador-guía —a veces el propio Fellini—, o porque apele a algunas de las formas retóricas del documental. Y es precisamente con una película “encuesta” que el director desafía, por primera vez, y años antes de La dolce vita, el canon de la estética neorrealista.
Ocurre en Agencia matrimonial, uno de los seis episodios o “encuestas” que integran Amor en la ciudad, un proyecto fílmico a varias manos (las de Alberto Lattuada, Francesco Maselli, Federico Fellini, Carlo Lizzani, Cesare Zavattini, Michelangelo Antonioni, Dino Risi) impulsado por Zavattini con el fin de condensar el espíritu del neorrealismo, entendido como una crónica informativa, casi de índole periodística, en permanente sintonía con los sucesos de su tiempo. Tres años después de haberse iniciado como realizador cinematográfico, Fellini sigue las reglas del juego propuesto y, a la vez, las pone en cuestión. Es decir, participa en el proyecto de Zavattini, pero infiltrando en él un tratamiento ficcional que pergeña con el guionista Tullio Pinelli.
A primera impresión, Agencia matrimonial parece apegarse a la ortodoxia neorrealista: encontramos rodaje en interiores y exteriores naturales y a un grupo de actores sin glamur, aunque con alguna experiencia profesional. Tanto la conductora de un negocio de arreglos matrimoniales (Angela Pierro) como la joven ilusionada con el novio prometido (Livia Venturini) se definen con precisión como “encuestadas” y se presentan como “actores —actrices— sociales”, según la apelación con la que Nichols (1997, p. 76) designa a los personajes del documental. Pero sobre esa base testimonial se construye un punto de vista decididamente narrativo y dramático, el del reportero (Antonio Cifariello) que conduce la pesquisa y redondea la moraleja ética de la historia.
“Lo que estoy a punto de contar es un suceso verdadero. Me ha ocurrido a mí”, dice el periodista-narrador en una primera intervención que conjuga el verismo zavattiniano —el previo a Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) de Vittorio De Sica— con la subjetividad felliniana. La entonación del relator, su mirada sobre la agencia que investiga y los espacios que recorre, tanto como la fantasía del lupo mannaro necesitado de amor que preside su pesquisa le otorgan al cronista un relieve superior, el del creador de una ficción que se va modelando conforme las acciones se desarrollan. Las “personas comunes” son confrontadas con el relato fantástico y, al despuntar aristas melodramáticas inesperadas, las vemos adoptar decisiones fundamentales para su futuro. La densidad de lo imaginario, que incluye la improbable existencia de un licántropo, se superpone a la fuerza de la propuesta verista.
En películas posteriores, los procedimientos retóricos —mejor, las argucias— de las encuestas simuladas o de los reportajes subjetivos y trucados reaparecen en la obra de Fellini cuando el realizador decide activar toda suerte de fantasías, más o menos ancladas en sus evocaciones personales. O cuando despliega los asuntos centrales de su poética: el circo, el carnaval, la representación de la memoria y la mascarada en Los clowns, o las posibilidades de construcción de la ilusión en el cine realizado al abrigo de Cinecittà en Entrevista. O cuando recupera ambientes y gestos extraviados en el tiempo y el recuerdo, como lo hace el guía-narrador de Amarcord.
Cuando Fellini se filma filmando es porque quiere hablar de sí, contarnos de sus fobias, embustes, caprichos o manías, lucir su narcicismo y autoindulgencia, saturarnos con sus hallazgos visuales, mostrarnos algo de su experiencia vital, liberar su temperamento barroco, lucir sus impulsos impresionistas y compartir su percepción intransferible de algo muy preciado que el tiempo clausuró. Por tanto, el joven periodista de la precoz Agencia matrimonial es reemplazado por el mismo Fellini, acaso satisfecho de su propia notoriedad, quien aparece asistiendo a las representaciones finales de la tradición del Augusto y el clown Blanco, recorriendo con nostalgia las instalaciones de Cinecittà, o trazando un levantamiento topográfico mental y mapa afectivo de Roma, figurada como el lugar donde pervive el pasado mediato (el teatro de la Barafonda, la trattoria al aire libre) o el pretérito: la villa de dos mil años de antigüedad encontrada en las excavaciones del metro (una topografía que Eduardo A. Russo analiza de modo exhaustivo en este mismo volumen). El director también se muestra filmando cuando se convierte en testigo de las aprensiones del presente. Los “actores sociales” son, en esos casos, figuras del cine y de la cultura (Anna Magnani y Gore Vidal en Fellini Roma), o actrices o actores de sus propias películas, como Anita Ekberg y Marcello Mastroianni en Entrevista.
DESPLAZAMIENTOS SUBJETIVOS
Los desplazamientos subjetivos de la cámara, convertidos luego en estilemas fellinianos, los entrevemos en El jeque blanco, gracias a la furtiva, pero reveladora mirada que Wanda dirige a la agitada trastienda del mundo de las fotonovelas. Se prolongan en el final de Los inútiles, encarnados en la visión omnisciente de Moraldo (Franco Interlenghi), que asiste, como testigo silencioso e imaginario, al reposo de sus amigos y familiares desde el tren que lo aleja de su ciudad. Pero dominan en Agencia matrimonial, que apela a los dispositivos formales de los encuadres móviles en travelling subjetivo para identificar la mirada del cronista avanzando por los espacios del viejo edificio que alberga las oficinas de la agencia matrimonial: los “ojos” del reportero recorren los pasillos del inmueble, se asoman a los interiores de los deteriorados departamentos, aguaitan por las esquinas de los corredores de una edificación ruinosa. Un grupo de niños lo conducen al lugar que busca. Se topa entonces con el extravagante y verboso propietario de la agencia (Ilario Maraschini), definido en sumarios trazos fisonómicos que demuestran el oficio del Fellini caricaturista.
Similares desplazamientos subjetivos no son privativos de los filmes “reportaje”. Los reencontramos en sus fantasías barrocas: en Ocho y medio, en Giulietta de los espíritus, en La ciudad de las mujeres. Los travellings subjetivos recorren espacios realistas o ensoñados para registrar, de modo fugaz, apariciones insólitas o para anotar percepciones íntimas. Son vistazos de un “reportero”, a veces absorto ante el caos que lo envuelve o lo arrastra, que aparecen incluso en las fantasías más recargadas y delirantes.
MELANCOLÍA
Una vez más, la inicial Agencia matrimonial, a pesar de su brevedad, nos dice algo acerca de lo que vendrá en la obra de Fellini. Apunta a su vena melancólica y anuncia ese presentimiento del final que adquiere matices premonitorios en sus últimas películas. Es un afecto que comienza a dibujarse en los gestos de desencanto de la ingenua y solitaria Rossana al desechar su matrimonio con el licántropo.
La melancolía es una vivencia que no solo impregna las ficciones de Fellini. También se instala en sus “reportajes”. Vemos en ellos a personajes evocando las ilusiones que vivieron en sus encuentros iniciales con el circo, con la gran ciudad o con los estudios cinematográficos. Pero ahora las observan desde la vivencia de la desolación. Comprenden, entonces, que les será imposible volver a sentir el júbilo y el deslumbramiento de otrora. Y aparece la aflicción. En Los clowns, Fellini y el guionista Bernardino Zapponi se empeñan en convocar a los más distinguidos representantes de las galas del circo, pero sin lograr reanimar las técnicas anacrónicas de ese arte extinguido, por más que les ofrezcan una despedida estrafalaria. El entretenimiento popular de antaño ha sido reemplazado por la presencia contaminante de la televisión, y ya no hay vuelta atrás. En Fellini Roma, la pesadilla de los atascos en la vía periférica ha sustituido el entrañable desorden de los cines populares en los que se ofrecían espectáculos antes de las proyecciones. Y ya tampoco se podrá filmar El viaje de G. Mastorna, ese proyecto entrevisto en A Director’s Notebook - Block-notes di un regista.
La trompeta que oímos al final de Los clowns, prolongando el acento elegíaco de la melodía de La calle, lo resume todo. La música de Nino Rota evidencia la melancolía que impregna todos los “reportajes” fellinianos, yendo en paralelo con los acentos festivos y carnavalescos de su obra3. Por eso, Amarcord empieza con unas notas musicales que fusionan la fanfarria celebratoria y la música popular, acompañando el rito de la fogata en la plaza principal del pueblo, pero luego cede su lugar a la triste melodía que interpreta Cantarel, el ciego, en su acordeón. Es un lamento por el transcurso del tiempo, por el fin de los rituales que fluyen aparejados con la sucesión de las estaciones del año, y por la pérdida de esa candidez colectiva de los adolescentes de la provincia que se fascinaban con el contoneo de la Gradisca (como lo desarrolla Ana Carolina Quiñonez Salpietro en el artículo de acentos evocativos que ha escrito para este libro). La larga secuencia del matrimonio de la diva del lugar, acompañado por esa melodía tristísima, es la representación cabal de un sentimiento crepuscular.
En Fellini Roma, las memorias personales del cineasta, tan libérrimas como sus fantasías, se tornan insumos de la ficción. Para expresarse en plenitud, se liberan del corsé del relato tradicional y encuentran la forma del mosaico que mezcla el pasado y el presente, la realidad y la imaginación. Proliferan los cuadros, los episodios y las viñetas, que se alejan del costumbrismo por las vías de la ensoñación y la irrealidad; las escenas son “alveolos, imágenes compartimentadas, cabañas, nichos, galerías y ventanas”, según observación de Deleuze (1987, p. 123). Por ellas circulan las memorias y los gestos del pasado, los encuentros que se fingen fortuitos (como aquel con Anna Magnani, refractaria a la entrevista y que Fellini presenta como símbolo clásico de la ciudad, loba y vestal), el sentido de lo inesperado y lo extravagante (que tiene su punto más alto en la secuencia del desfile de modas eclesiástico) y la convicción de que el esplendor de la ciudad quedó atrás.
Pero el punto máximo de esa visión melancólica la hallamos en un momento de Ginger y Fred. Hasta la boca del lobo del estrafalario régimen televisivo impulsado por Silvio Berlusconi llegan dos personajes que encarnan el sueño y la memoria del espectáculo tradicional, ahora derrotado por la pantalla electrónica en la era de la “neotelevisión”. Son dos viejos imitadores de las rutinas fílmicas de Ginger Rogers y Fred Astaire —encarnados por Giulietta Masina y Marcello Mastroianni—, en busca de recuperar, en los escasos minutos de una agitada emisión, todo el esplendor de las luces de las variedades. Desechos de un anacrónico star system, caen en el centro de ese espacio espectral televisivo que apuesta a la simulación perpetua. Sobrevivientes de la ilusión del blanco y negro de Sombrero de copa (Top Hat, 1935), de Mark Sandrich, y de las pistas de baile relucientes de la RKO Pictures, ahora se enfrentan a la destellante luminosidad del color electrónico. Ginger y Fred, o Giulietta y Marcello, son los emisarios de la gracia fílmica varados en el electrónico vientre de la ballena audiovisual. Enfrentan la catástrofe televisiva con el ánimo apacible, entre embotado y perezoso, típico de Marcello, y la mirada desconcertada de Giulietta. Sobre el set y en el aire, ocurre lo imprevisto. La energía eléctrica se interrumpe y la emisión se detiene. Solos y en medio de la oscuridad —como el abuelo de Titta creyéndose muerto entre las brumas de Amarcord—, ambos tienen un instante de iluminación luego de transitar por un poso de melancolía. Mueren y renacen, se reencuentran, dejan atrás achaques, alcoholismo y dolores articulares. Al volver la luz y al restablecerse el flujo de la TV, los espectros del cine del ayer anudan una alianza vital que les permite ser auténticos una vez más, recrear una forma de espectáculo intemporal y paladear la eternidad4.
NUEVA FIGURACIÓN
Desde La dolce vita, escrita con Ennio Flaiano, Fellini se instala en el dominio de una “nueva figuración”, dando inicio a una etapa de su obra caracterizada por la abolición de la estructura tradicional del relato, la opción por representar lo alucinatorio y lo onírico, la atenuación del diseño psicológico de los personajes, el predominio de los artificios escenográficos y la proliferación iconográfica. En paralelo, la puesta en escena asimila las dinámicas circulares, festivas o delirantes del circo, el vodevil o la celebración pagana.
La dolce vita es la primera película que adopta una estructura en “moléculas largas”, como señala Legrand (1979, p. 218), que va a prolongarse en títulos posteriores, haciendo notoria la influencia de la construcción de los números del teatro de variedades y sus secuencias de autonomía relativa. Es una disposición en bloques-secuencias que alternan la fantasía, el humor, el onirismo o la alucinación. Cada uno de esos segmentos ofrece una composición visual singular, donde los protagonistas se entremezclan con el conjunto de comparsas que hacen las veces de coros movedizos, siempre inquietos y dispuestos en los diferentes términos del encuadre, conformando múltiples, simultáneos y dinámicos centros de interés visual, lo cual perturba la percepción de la amplitud del campo representado en cada encuadre. Cada uno de esos partiquinos tiene algún trazo singular o hipertrofiado en sus facciones, sus gestos, sus movimientos extraños o sus maquillajes. Para percibirlos, los espectadores debemos desparramar la mirada por el campo visual, de tal manera que se pulveriza cualquier posibilidad de focalizar nuestra atención en un único elemento.
La suma de esas singularidades colma el espacio visible del encuadre y crea un débil equilibrio entre la composición del “cuadro”, siempre saturado por esas presencias de notorio volumen físico y variedad cromática, y las impresiones de desorden y confusión causadas por las diversas velocidades con las que se desplazan, aparecen, se agitan o se desvanecen. Las imágenes alternan la abundancia y el ocultamiento.
A diferencia de otros barrocos, digamos Orson Welles (ese otro bugiardo), Fellini no apela al sistema retórico creado por las angulaciones intencionadas, los movimientos de cámara hiperbólicos o los contrapicados insistentes. Tampoco atraviesa la imagen con líneas de composiciones marcadas ni con la disposición simétrica del encuadre y sus componentes, para cargarlos de valores simbólicos, como el Joseph Losey de El sirviente (The Servant, 1963) y otras películas. Le interesa representar el desorden en sus diversas intensidades, en sus flujos imparables y con abundancia de ornamentos, siempre visibles y coloridos. Rehúye la simetría porque le atrae la representación de lo informe y lo caótico.
El clásico montaje en continuidad no se da abasto para representar la confusión felliniana. El cineasta, por eso, apuesta a una estructuración abierta y asentada en la autonomía de las escenas. La continuidad expositiva ni es causal ni respeta la lógica de los nexos espacio-temporales: una transición en corte seco liga sin más trámites la sala de la mansión de Giulietta al espacio indefinido y abstracto donde se escenifican sus visiones y se materializan sus “espíritus”. El montaje asociativo vincula las secuencias a partir de concordancias o similitudes rítmicas o de coincidencias o contrastes cromáticos, o las une tratando de alinear las excéntricas exhibiciones “performativas” de mujeres gigantescas, lunáticos de ojos desorbitados, cardenales disfrazados, un papa desfilando como cadáver momificado e insepulto, figuras de estaturas diminutas que posan al lado de enormidades, perfiles con apariencia de gárgolas, monjas enanas, batallones de Camicie Nere pasando como muñecos de cuerda o marionetas, o prostitutas llevando máscaras más que afeites cosméticos. En esa sumatoria se percibe la atracción, casi fetichista, por la superposición o acumulación de superficies: los colores de los vestidos, las texturas del mobiliario, los matices cromáticos de los decorados, los movimientos de los cuerpos, los significantes que atraen la mirada. Alejándose de la vocación de los narradores de historias o los fabuladores novelescos preocupados por redondear la coherencia interna de sus acciones, Fellini conecta fragmentos que a menudo tienen más potencia y energía que el todo. No es casual, por eso, que recordemos muchas de sus películas por algunos pasajes notables que se imponen sobre el conjunto.
En esa nueva figuración, el universo plástico de Fellini exalta el artificio. La fotografía expresionista de Gianni Di Venanzo en Ocho y medio pasa de la lechosa sobreexposición de la secuencia en los baños termales (donde aparece el ideal de la mujer angélica de Fellini, la etérea Claudia Cardinale) a los contrastes de la habitación donde juegan los niños, deteniéndose en las tenidas monocromáticas de Marcello. Luego convierte la pureza de ese blanco y negro en el explosivo cromatismo de Giulietta de los espíritus. Erradicando las fuentes luminosas naturales y saturando la gama cromática que se impone en las escenografías y vestuarios, el realizador acentúa la irrealidad del universo mental de la protagonista y su confusión ante la visita de su madre y sus hermanas, ante los invitados inesperados de su marido y ante los sueños, pesadillas, recuerdos e invocaciones espiritistas; cada secuencia trae consigo un patrón estilístico —expresado en la selección cromática y en la saturación del campo visual— que busca figurar las tribulaciones de la crisis íntima del personaje y los fantasmas que la asaltan (en su artículo, Giovanna Pollarolo desarrolla la presencia e importancia de la figura, personalidad y querencias de Giulietta Masina en la obra de Fellini).
Los referentes visuales del delirio en Giulietta de los espíritus provienen de la cultura psicodélica (presente también en Toby Dammit) y se asientan en las experiencias lisérgicas con LSD-25 a las que Fellini accedió antes del rodaje, tal como lo acredita Kezich (2007, p. 253) en su biografía del realizador. Efectos visibles en algunas otras de sus películas, como Fellini Satyricon, que expande la percepción de una Roma alucinógena, captada con un perfil arquitectónico que tiene algo de laberíntico, ruinoso y fragmentario; la escenografía de Danilo Donati imagina una Roma antigua que se ofrece ya como una suma de vestigios entrevistos en el curso de un sueño agitado.
Al mismo tiempo, Fellini abandona las escenografías naturales y se refugia en los estudios de Cinecittà. Quedan atrás los paseos por los suburbios romanos emprendidos con el director artístico Piero Gherardi para hallar las localizaciones de Las noches de Cabiria. El realizador abandona los afanes de plasmar con realismo los lugares por los que transitan sus personajes. Con el propio Gherardi, Fellini se lanza a recrear la Via Veneto en Cinecittà para La dolce vita. Desde entonces, la falsedad escenográfica se convierte en aspiración. La dirección artística se estiliza, lo mismo que ocurre con los vestuarios, los decorados, el maquillaje y la iluminación.
Roma se convierte en el escenario de trips que alargan o condensan períodos temporales, como ocurre en Toby Dammit, proponiendo una inmersión sensorial en espacios que lucen a ratos desolados y a ratos saturados, sin términos medios. De allí las impresiones de sobresalto e inquietud que provocan algunos pasajes de esa y otras películas de Fellini, con personajes enfrentados a las experiencias del perderse en la niebla o de encontrarse en terrenos baldíos (Amarcord, La voz de la luna), sin tiempos de referencia ni lugares reconocibles, en el colmo de la soledad, para pasar luego, y de repente, a la apoteosis de la celebración y los estallidos colectivos.
La ilusión se convierte en exigencia. La dirección de actores se separa de los patrones naturalistas. El sonido postsincronizado no tiene pudor de mostrarse tal cual, destruyendo la convención de la sincronía labial; los diálogos, como otros componentes de la banda sonora, adquieren texturas extrañas, irreales, que se perciben como amortiguadas, distantes, como si fuesen ecos provenientes de la interioridad de los personajes, sobre todo de Marcello y de Giulietta. Como si estuviesen murmurando confidencias.
El cineasta se sabe demiurgo y se muestra encaramado en una grúa, esa herramienta usada como soporte para los travellings de ascenso vertical y para el registro de los ángulos de altura, pero que Fellini transforma en la vara mágica de Mandrake, el mago, ese personaje de las historietas que tanto admiró. La grúa le permite ofrecer la mirada omnisciente y panorámica del fresco, remontar el tráfico romano al inicio de Fellini Roma, elevarse sobre la superficie inclinada del Gloria N en el naufragio de Y la nave va, encumbrarse para mostrar el paisaje de la mascarada veneciana de Casanova, trazar la topografía de la ciudad a la que llegó desde Rímini. Es, además, el instrumento que lo eleva para confirmar que su mirada es la del orgulloso y narcisista autor que pone su apellido al lado del nombre de la película.
FELLINI, EL PERSONAJE
En el período que inicia Ocho y medio en 1963, se imponen la autoficción, la reflexividad y la fantasmagoría. Fellini se convierte en personaje y se tematiza. Los años sesenta son los del paso al subjetivismo. Pero ello no trae consigo el diseño de un autorretrato. Al construirse como personaje, Fellini no se atiene a los datos objetivos y comprobables de su biografía. No es que descarte el realismo de lo verificable; más bien, lo amplía. “En un cierto sentido, todo es realista. No veo una línea divisoria entre imaginación y realidad. Pienso que hay mucha realidad en la imaginación”, afirma (Keel y Strich, 1978, p. 174).
Embustero, Fellini siempre sembró en las entrevistas pistas falsas sobre su propio pasado5. Lo que sabemos de él como persona es aquello que se desprende de su cine. Ahí encontramos a un regista que jamás estableció jerarquías entre “alta” y “baja” cultura, nutriendo su obra de las técnicas y modos de representación del circo, del teatro popular y del music hall, pero también de la estética de los fumetti o historietas, de la memoria de los musicales de la RKO de los años treinta, de las notas sensacionalistas de la prensa, de los péplums del cine mudo, de las aventuras de Flash Gordon y de Mandrake y la princesa Narda, del humor de los cómicos de la legua, de la pintura surrealista, de la comedia melodramática chapliniana, de la publicidad televisiva, de la fotonovela, de las películas de los estilistas del horror del cine italiano de los años sesenta, de los melodramas con Myrna Loy y Ronald Colman, de la cultura de la psicodelia, de la iconografía de las opulentas maggiorate del cine italiano de los años cincuenta, de la imaginería frívola aportada por los paparazzi, del humor escatológico de la comedia popular, de las representaciones visuales que activan las fantasías del varón que observa a las mujeres desde sus miedos más arraigados y desde los tabúes y alarmas morales inducidas por la educación católica, tal como lo hemos visto representado (y caricaturizado) tantas veces en la salaz comedia popular italiana de los años setenta. Ahí están las raíces de su imaginería. El personaje Fellini es el producto de todo eso6.
Amarcord, que cierra un ciclo de películas de autoficción cuyos títulos más importantes son Los clowns y Fellini Roma, da cuenta de esa mixtura de fabulaciones, influencias culturales múltiples y memorias recreadas. El “yo recuerdo” del título alude a la síntesis de la evocación de una biografía más imaginada que real y el retrato de las representaciones colectivas en tiempos de la Italia fascista. El clima de relajamiento y pereza de la vida en el pequeño pueblo que retrata Los inútiles es releído en clave onírica, satírica y grotesca en Amarcord. El relato, digresivo, alterna los diseños del caricaturista (la descripción de los profesores de la escuela), las anécdotas pintorescas (el paciente psiquiátrico que grita “¡voglio una donna!” encaramado en un árbol), los apuntes costumbristas satíricos (esas peleas familiares), las fantasías sexuales y masturbadoras compartidas por los muchachos del lugar a la vista de la Gradisca (Magali Noël), con epifanías en las que el tiempo parece detenerse y se produce la alquimia de lo fantástico (la aparición del pavo real, los muchachos meciéndose entre la bruma, la aparición del transatlántico). La memoria es como ese paisaje brumoso que un anciano confunde con la muerte. Y una caminata por la niebla conduce a la aparición inesperada de un buey; es decir, se produce el encuentro entre el azar y la magia. Fellini transfigura la realidad y convierte los paisajes cotidianos en espacios de extravío, brumas, confusión, trance o éxtasis.
RECTÁNGULO Y CÍRCULO
Dos formas del espectáculo popular aparecen ilustradas por Fellini a lo largo de su filmografía: la del teatro de variedades y la del circo. En ambas, su mirada se concentra en el marco de los escenarios y en la pista bajo la carpa. Y, sobre todo, en sus trastiendas.
Mujeres y luces nos lleva al mundo de los espectáculos musicales y cómicos que se representan sobre los escenarios de los teatros de provincias. Acompañamos a un grupo de artistas de revistas de variedades en sus viajes y caminatas. El paisaje de fondo es el de una Italia empobrecida, de terrenos baldíos, trenes atestados y locales de mala muerte. Son los escenarios de la posguerra italiana que registró el neorrealismo. Pero la situación del entorno no mella el entusiasmo de las representaciones, por más que en los camerinos y entre bastidores se evidencie la decadencia del espectáculo y la banalidad de los conflictos personales de los artistas, tironeados por las vanidades o los celos. Más allá de la miseria cotidiana, se impone la ilusión de las luces de las variedades y la singularidad de una corte de cómicos y bailarines de la legua que desfilan sembrando euforia, confusión y caos en los estrechos espacios del backstage. Todos ellos están filmados en planos cercanos y caracterizados a partir de algún rasgo físico prominente, en el estilo de los trazos gráficos de las caricaturas. Por eso, más que a la poética neorrealista, Mujeres y luces, como luego El jeque blanco, se acerca a la comedia popular italiana. Pero no a la commedia all’italiana de Los monstruos (I mostri, 1963), de Dino Risi, o Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976), de Ettore Scola, mucho más amarga en su vena satírica, sino a la tradición del vodevil con su galería de seres atípicos, fracasados o irrisorios, pero siempre dignos, luciendo con orgullo sus compuestos y hasta afectados modales teatrales. En el contraste entre el júbilo de la ficción y la grisura de la vida errante de los artistas, aparece el germen de esos desmontajes de lo ilusorio y lo espectacular que vemos, con registros diferentes, en El jeque blanco, en clave burlesca y grotesca; en La calle, en forma de melodrama; en Ocho y medio e Y la nave va, en acento autorreflexivo; y en Ginger y Fred, como lamento terminal.
Y están las incursiones circenses, que imponen su ritualidad en la obra de Fellini. Porque la fascinación inicial por el mundo del teatro de variedades deja su lugar a la presencia del circo como fuente de la ilusión, matriz espectacular y figura simbólica. Y eso empieza a ocurrir en La calle. Desde entonces, el escenario teatral aparece solo cuando de ahí proviene el hechizo de la ilusión o cuando se fabrica un simulacro, como en la secuencia de Cabiria siendo hipnotizada en Las noches de Cabiria, o en la evocación del teatro de la Barafonda en Fellini Roma. Una ilusión a la que le sigue la decepción, luego de desmontado el simulacro en el que se asienta la fantasía de la representación. El rectángulo de la boca de los escenarios es reemplazado por la circularidad de la pista circense. Una circularidad que marca la puesta en escena felliniana. Las rondas adquieren entonces un valor estructural en su cine.
Circular es el retorno de las estaciones, de los ritos y de las fiestas comunales que marcan el paso de la vida en el pueblo de la Romaña en Amarcord. Circular es la trayectoria de la cámara que sigue a las participantes en el serrallo de Ocho y medio, que asimila la forma de una ronda circense, con el personaje de Anouk Aimée convertida en directora de pista. Y es una ronda la que cierra esa película, en la que un círculo de luz proyectada de estirpe circense encierra al Guido niño que desfila tocando una flauta. Circulares son las mesas espiritistas de La dolce vita y de Giulietta de los espíritus, que sigue la forma en rondó para mostrar las recurrentes fantasías interiores de la protagonista. Y circular es la disposición de los comensales de la cena presidida por la efigie de la lechuza en Casanova, al igual que el espacio desde el que despacha el maestro vidente que aconseja técnicas del Kamasutra a Giulietta. Circulares son los travellings que muestran al público que asiste al circo en La calle. Circularidad que también ocupa el centro de Los clowns, y que preside el sentido de la trayectoria del movimiento de la cámara que revela la trastienda de la ilusión en Y la nave va. Son circulares los giros de la muñeca mecánica en la que se refugia Casanova. Y en Ginger y Fred es circular la pista de baile que se transforma en escenario de intimidad y cotejo melancólico para la pareja sentada en el suelo del estudio de televisión durante el tiempo que dura ese apagón, que es también un viaje introspectivo.
El circo es el punto de partida de los tránsitos iniciáticos en la obra de Fellini. Como el que emprende el niño que sale de la cama, somnoliento, para entrever la figura de la carpa levantándose en Los clowns (imagen evocada por Léos Carax en el comienzo de Holy Motors, 2012). O como el recorrido trágico que inicia Gelsomina, vendida por su madre a Zampanò (Anthony Quinn), para encontrarse atrapada desde entonces entre la bestialidad del hombre fuerte de la troupe y la cordura del Loco, ese funámbulo que le permite ver con otros ojos la vida.
La metáfora del circo —que es también un espacio liminal donde transcurre un período de aprendizaje y adecuación al mundo— se condensa en el imaginario felliniano en el equilibrio ideal, y por eso imposible, entre la fuerza bruta, la ternura y la racionalidad7. Si para Jean Renoir en La carroza de oro (Le carrosse d’or, 1953) los escenarios del teatro y la vida son espacios intercambiables, aquí lo son la pista del circo y las glorias y miserias del mundo. El espíritu de lo circense trasciende, pues, el espacio demarcado por los límites de una carpa y se transfigura en el desfile de modas eclesiástico de Fellini Roma, en los excesos del banquete de Trimalción y en el combate con el minotauro en Fellini Satyricon, o en el desafuero exhibicionista de la fiesta de El cuentero, que parece el “hipotexto” de la orgía de La dolce vita, con el personaje jugando al caballito mientras cabalga sobre la espalda de su pareja.
INTERTEXTOS Y REFLEJOS
Si la realidad felliniana se ofrece como un simulacro, la ficción revela la génesis de la ilusión. ¿Cómo lo hace? Algunas veces, proponiendo el diálogo entre sus películas, convirtiéndolas en “hipotextos” de las que vendrán, o recreando otras formas y expresiones de la cultura popular y el mundo del espectáculo. Otras veces, colocándolas frente a un espejo, poniéndolas en “abismo”, imbricando el mundo del cine en el interior de sus propias tramas o apelando a los mecanismos de la autoficción. En todas ellas asistimos a la creación de la ilusión y a su posterior desmontaje, o atisbamos la zona trasera del espectáculo.
Su obra nos conduce por un intrincado sistema de correspondencias y reflejos especulares entre algunas películas y aquellas que las precedieron. Así, Los inútiles hace las veces de un texto de origen para Fellini Roma, que empieza con la prolongación del periplo de Moraldo, el “novillo” que emprende viaje a la capital. La dolce vita cumple similar papel para Entrevista, como también para Fellini Satyricon, incursión retrospectiva por una Roma pagana que deja como vestigios las pinturas de aquellos que recorrieron un imperio menguante. Pinturas que aluden a aquellas que el aire de la modernidad extingue en Fellini Roma.
A su turno, el final de La dolce vita, con el extraño ser marino que aparece en la orilla como un signo de descomposición que sale del fondo del mar y que llega de mucho antes, acaso como una herencia ancestral y pagana, remite a los “monstruos” de Fellini Satyricon, mientras que las imágenes de las Termas de Caracalla ofreciendo un espectáculo de fiesta y paroxismo, en La dolce vita, anteceden a las bacanales de la Antigüedad imaginadas por Fellini en su versión libérrima del libro de Petronio. Y el mar, de presencia realista o fabulada como una construcción en estudio, es una presencia constante desde Los inútiles hasta La dolce vita, desde Fellini Satyricon hasta Y la nave va.
Ocho y medio encuentra una réplica invertida en Giulietta de los espíritus. Centrada en la figura de Giulietta Masina, actriz en siete películas de Fellini, ella se despoja de la careta chaplinesca (la admiración por Chaplin es una preferencia compartida con Cesare Zavattini), la figura de lunática (prolongación de Wanda en El jeque blanco)8, la intención dolorista y los gestos redentores de La calle y Las noches de Cabiria, para convertirse en la esposa burguesa que no renuncia a una fantasía de armonía conyugal, pese a que el comportamiento de su cónyuge la aleja de ello. Giulietta es asaltada por visiones delirantes y personajes extravagantes que están definidos por sus apariencias y vestuarios. Esos episodios alucinatorios parafrasean Ocho y medio, pero saturados de color, acentos barrocos, representaciones oníricas suntuosas y claves psicoanalíticas más bien esquemáticas.
Otras películas toman en préstamo recursos estilísticos añejos o experiencias del cine de su época. Los periplos de Guido en Ocho y medio derivan de las pesadillas expresionistas de iluminación más contrastada y de los repertorios de efectos visuales empleados por las vanguardias de los años veinte para dar cuenta de las experiencias oníricas. Toby Dammit remite al fantástico estilizado de Riccardo Freda y Mario Bava, pero también juega al pastiche del wéstern mediterráneo, con sus alusiones al rodaje en Cinecittà del primer filme católico del Oeste (José Carlos Cabrejo desarrolla esta relación con el cine gótico italiano en el artículo incluido en este libro). El recorrido del personaje encarnado por Terence Stamp traviste el periplo romano de Marcello Rubini, en La dolce vita, en clave tóxica y con un impulso autodestructivo que se ofrece entre humos de colores. Y Fellini Satyricon podría leerse como un péplum de autor (acaso en memoria de aquel Maciste all’inferno, 1926, de Guido Brignone, que Fellini recuerda como la primera película que vio en los brazos de su padre), pero imbuido de cultura pop y estímulos psicotrópicos.
Similares reflejos especulares se perciben entre situaciones, imágenes y personajes que se duplican, triplican o multiplican a lo largo de la obra de Fellini. Roma puede aparecer como una ciudad solitaria y nocturna, o diurna y atestada de visitantes, pagana o contemporánea, libertina o conservadora (las representaciones de Roma en las películas de Fellini son tratadas por Javier Protzel en el artículo respectivo). Las plazas públicas desiertas, como espacios nucleares, se muestran una y otra vez. Como aquella donde el recién casado y ahora cónyuge abandonado de El jeque blanco se encuentra con dos prostitutas festivas —personajes recurrentes—, y donde Augusto (Broderick Crawford) coteja a Picasso (Richard Basehart) en El cuentero (véase el artículo de Enrique Silva Orrego en este libro). O donde el doctor Antonio divisa el afiche del “Bevete più latte / il latte fa bene / il latte conviene / a tutte le età!...” en Las tentaciones del doctor Antonio. O las plazuelas de Rímini, como la de Los inútiles, que tiene un eco en la plaza de la iglesia de Amarcord. Y están las prostitutas, novicios y seminaristas, siempre movedizos y en tránsitos interminables, que se asoman en cualquiera de las representaciones romanas. Igualmente, los bordes del acantilado, del abismo o de la carretera polvorienta, transitados en La calle y donde se ambientan las escenas climáticas de caída y redención en El cuentero y Las noches de Cabiria. También está la muerte por suicidio que acecha a las familias patricias, tanto en La dolce vita como en Fellini Satyricon. Y la erótica felliniana, fijada en los grandes senos femeninos y las formas corporales masivas y opulentas de la Saraghina, Anitona (como llamaba Fellini a Anita Ekberg), la Gradisca, la estanquera de Amarcord, la hechicera Enotea de Fellini Satyricon. Y la Sandra Milo de siempre.
En la primera secuencia de Mujeres y luces, el encuadre que muestra a Peppino de Filippo interpretando una canción es seguido por un contraplano que nos informa de la situación “real”: un apuntador le está “soplando” la letra. Desde entonces, las películas de Fellini se afanan en presentar la otra cara de su creación y en visibilizar a los “apuntadores” haciendo su trabajo: exhibe los mecanismos que fabrican la ilusión espectacular. Es decir, exponen el encantamiento y el desencanto, siguiendo la ruta de Wanda en El jeque blanco, que sueña con su mundo de jeques y odaliscas fotonovelescas hasta que descubre que el jeque blanco no es más que el Alberto Sordi marrullero de siempre. Lo real es un embuste y Fellini lo exhibe, pero no sin antes dejar de fascinarse por la parafernalia del carnaval.
Entre Las noches de Cabiria e Y la nave va, el cine de Fellini se interroga sobre los mecanismos de la identificación y de la mirada. Construye una ilusión y la pone en el centro. Nos induce a ver las imágenes de su cine de la misma manera en la que el niño, al inicio de Los clowns, contempla la instalación de la carpa del circo, o como los asistentes del teatro de barrio ven a Cabiria interrogada por el ilusionista e hipnotizador, o como los personajes de Amarcord, en plena noche y lanzados a la mar, ven el paso iluminado del Grand Rex, el transatlántico del régimen fascista. Pero, al mismo tiempo, entre la Cabiria de 1957 y la nave que avanza en 1983, pasamos de esa ilusión a su desmontaje. El cambio se anuncia en Las noches de Cabiria, cuando el personaje de Giulietta Masina mira hacia la cámara y nos interpela. Al romper la cuarta pared, Fellini recurre al uso de un dispositivo que activa la conciencia metalingüística, pero también recrea un viejo mecanismo tomado del repertorio de la comedia teatral de variedades, una de sus fuentes formativas. Cabiria, como si fuese una actriz teatral, hace un “aparte” para solicitar la comprensión, la complicidad o para reclamar el juicio de los espectadores.
Cerrando el círculo abierto en esa escena de Cabiria y su mirada final, en Y la nave va, un desplazamiento inesperado de la cámara descubre al equipo de rodaje alejándose de la escenografía creada por Dante Ferretti para registrar la maquinaria del Gloria N depositada en una plataforma móvil del estudio de Cinecittà. Mucho antes, al inicio de la marcha de la nave, queda advertido el mecanismo de la ilusión cuando el sepia introductorio gira hacia el cromatismo. Y se vuelve a observar en la escena de los cantantes visitando el cuarto de máquinas de la nave, mientras los espectadores nos sentimos involucrados en ese descubrimiento de las entrañas del Gloria N9. Para no hablar, por supuesto, del mar de nailon agitado por ventiladores por el que surca la nave y del sol y la luna que lucen como grandes cartones pintados.
MUJERES
Una inquietud mayor en el cine de Fellini: la causada por la presencia de las mujeres, que fascinan y alarman al mismo tiempo. Una secuencia de Ocho y medio condensa ese vínculo que provoca enojo y placer.
Son tres misteriosas palabras las que la resumen: asa nisi masa. Las dice un niño y su entonación particular al pronunciarlas reverbera en el espacio físico en el que se encuentra. El fraseo provoca desasosiego y extrañeza. Las palabras se asocian al recuerdo de la actuación de un telépata. Algunos las han descifrado como un fraseo lúdico y descompuesto del término Anima, dada la admiración del director italiano por la obra de Carl Jung, y otros la han visto como un “Rosebud” felliniano, la incógnita que podría despejar la clave de su obra. ¿Pero importa acaso acceder al sentido oculto de esos tres vocablos mágicos?
Interesa más bien la cadencia de la pronunciación; el tono, el ritmo, la entonación y el carácter de hechizo que parecen tener. Al oírlas, creemos reconocer un conjuro mágico o la invocación de los iniciados en algún culto secreto. Tienen algo de abracadabra y de ábrete sésamo.
La invocación llega precedida por las imágenes de unos chiquillos que se resisten a cumplir las órdenes de unas mujeres mayores que los cuidan. Ellos corretean entre las sábanas colgadas en cordeles, por unos espacios de paredes altísimas y texturas rugosas que evocan la infancia vivida en la provincia, en la casa grande y rústica de iluminación contrastada y amplitud marcada por unas líneas de fuga que atraviesan las sombras proyectadas.
Es un fugaz esbozo de autoficción que evoca una época feliz de la infancia vivida al abrigo de mujeres, de la abuela y las nodrizas, que castigan de modo cariñoso las travesuras y rescatan a los niños del “baño de vino” que toman antes de dormir. Mujeres que abrazan a los niños, los envuelven en toallas, los calientan con sus cuerpos protectores mientras los acordes de la música festiva de Nino Rota adoptan los modos susurrantes de una canción de cuna. Formulada al calor del lecho, la invocación mágica de esas tres palabras abre el acceso de los muchachos hacia un mundo imaginario precedido por las imágenes de esas nanas generosas que encarnan el despertar de la sensualidad y el conocimiento de la calidez del cuerpo femenino.
Pero no olvidemos que esa placidez se encuentra de pronto con un estremecimiento de terror. La invocación asa nisi masa aparece para conjurar la aparición del espectro de un antepasado de la familia, representado en un retrato que adquirirá vida propia esa noche. Curiosa mezcla de evocaciones sensuales y temores nocturnos.
En otro momento de Ocho y medio, el personaje de Guido, ya adulto, enfrenta distintas presencias femeninas. Ahora son inquietantes, muy diferentes a las de las nanas. En la secuencia del harén —que transcurre en un espacio similar al del baño infantil— se cumple esa sustitución. El personaje de Anouk Aimée, esposa de Guido, con un pañuelo blanco envolviendo su cabello, lleva un depósito de agua caliente para preparar el baño, como lo hacen las nodrizas de la secuencia que culmina en el conjuro del asa nisi masa. Pero el niño engreído de otrora es ahora un artista en crisis que recibe la visita de las mujeres de su vida, agrupadas en una ronda circense que parece sellar su biografía de seductor consumado. Pero ellas no llegan para protegerlo; por el contrario, lo confrontan y le exigen una rendición de cuentas. “¿Tienes miedo?”, le pregunta el personaje de Rossella Falk. Guido responde que no, pero la inquietud va por dentro. Se sabe disminuido. Aunque empuñe un látigo de domador de fieras (el circo una vez más) y sus gestos vengan acompañados por la resonante “Cabalgata de las valquirias”, las mujeres son más fuertes que él y se imponen en la imaginación del cineasta.
Asa nisi masa es la contraseña de una sexualidad naciente y de una imaginería de lo femenino, a la vez deseable y temible, porque en la relación con las mujeres el imaginario felliniano es bipolar. Invoca a la mujer fantaseada, que ya no es protectora ni mimosa. No olvidemos que la otra remembranza infantil en esa película ubica a los escolares delante de la Saraghina, la mujer inmensa que baila y hace gestos obscenos por unas cuantas monedas ante los chicos fascinados y muertos de miedo. La iniciación en el mundo del sexo se da con mujeres que incitan de un modo salvaje y fascinante al mismo tiempo. Ahí está la piedra basal para sucesivas figuraciones de mujeres que atraen, amenazan, asustan o protegen a la manera de la loba que amamantó a los fundadores de la ciudad que Fellini retrató tantas veces. Si restableciésemos la linealidad quebrada de Ocho y medio, el clamor del asa nisi masa debería anteceder a las demandas de Guido por la Saraghina y las mujeres del harén.
REGRESIONES
El cineasta acosado de Ocho y medio, en plena crisis personal, se protege de las exigencias públicas y mediáticas —y de las exigencias en el gineceo— en el refugio de su mundo interior, en la memoria de su infancia y hasta debajo de una mesa para evadir las preguntas de los periodistas. Sus recuerdos se proyectan en escenarios espectaculares que albergan rondas carnavalescas y circenses. Refugiarse en la parafernalia del espectáculo y modificar la realidad para convertirla en ronda, fanfarria y parada es un modo de huir de las presiones mediante el encierro en sí mismo. Es el resguardo permitido por las ensoñaciones y las performances narcisistas, como las practicadas por El jeque blanco, Casanova y, por cierto, Snàporaz, el personaje de La ciudad de las mujeres.
A partir de La dolce vita, los personajes masculinos de Fellini acumulan signos regresivos (anunciados por el Alberto Sordi de El jeque blanco y Los inútiles). Hay algo infantil en ellos. Están siempre en movimiento y a la vez en una paradójica inamovilidad. Su deriva es circular; recorren el espacio, pero atados a un punto fijo que es esa etapa de la vida que no desean superar.
Los personajes interpretados por Marcello Mastroianni encarnan ese rasgo esencial. Entre la memoria de la infancia y la toma de decisiones, prefieren complacerse en lo primero. Entre la abulia y la pigrizia, Marcello avanza entre un laberinto de reclamos y exigencias que reverberan sin sentido. Los espacios parecen entreverse en los instantes de vigilia que despuntan en medio de esa somnolencia irresistible que encarna el actor.
Lo mismo pasa con Casanova, que recorre la Europa del siglo XVIII como un “‘italiano’ aprisionado en el vientre de su madre, sepultado allí dentro fantaseando sobre una vida que nunca ha vivido verdaderamente, de un mundo carente de emociones” (Pedraza y López Gandía, 1993, p. 281). El seductor recuerda a Anna María (Clarissa Mary Roll), desde el dolor de la mazmorra y en posición fetal, como clamando por una madre que no volverá a encontrar.
Y regresivo también es el doctor Antonio, en Las tentaciones del doctor Antonio, la primera película en color de Fellini y su incursión inicial en esa vertiente onírica que se acentúa en su obra con el correr de los años. Infantilizado, el severo Antonio ve con codicia y temor a Anitona, esa inmensa figura que ofrece la leche nutricia a los hombres que la admiran, transformados en niños golosos. Es un enfrentamiento entre la hiperbólica Anita y el pequeñísimo y disminuido Antonio, atenazado por los temores inducidos por un catolicismo que le inculcó desde siempre el temor al pecado de la carne y el horror ante las dulzuras lácteas que depara la vida10.
La fantasía del circo también es parte de esta vocación regresiva, ya que parece eternizar un momento de la infancia. Al inicio de Los clowns, el niño aparece temeroso por los sonidos que lo sacan del sueño y de la cama. Avanza hacia la ventana y descubre la instalación de una carpa circense. Más tarde, il regista, al convocar la infancia, evoca el deslumbramiento y el miedo que le acompañaron entonces. El temor por la llegada de los extraños se mezcla con el embeleso ante esa visión nocturna. Desde ese momento, la carpa circense será un manto protector, el resguardo para la memoria infantil, el refugio ante la vulgaridad de la subcultura televisiva y una suerte de vientre acogedor al que se podrá recurrir cuando las inseguridades y otros miedos asalten a los personajes masculinos del cine de Fellini, lo que incluye al propio Federico11.
DERIVAS
La deriva de los personajes de Fellini va aparejada con la representación de los espacios que recorren. En el diseño del fresco, los puntos de vista son siempre móviles, como los del testigo que da cuenta de una época, de un ambiente o de un mundo desaparecido o a punto de extinguirse.
El antecedente lo encontramos en Los inútiles, que marca el inicio de una forma de narración fragmentaria y elíptica conformada por incidentes que se desgajan de la línea central del relato, lo que dio pie a André Bazin para apuntar la vocación ambulatoria de sus personajes.
En El cuentero, los personajes están en el camino, sobre la carretera, apelando al disfraz y al transformismo para engatusar a esos italianos pobres de la provincia, desvinculados de la modernidad y huérfanos de la Europa del milagro económico. La fábula errante que protagonizan Augusto (Broderick Crawford), Picasso (Richard Basehart) y Roberto (Franco Fabrizi) convoca una mirada piadosa y compasiva. El primero de ellos, estafador itinerante, termina purgando sus culpas, solo, en el abandono, al borde de un camino. Fellini creía aún que el destino humano puede modificarse, aunque sea de modo póstumo, a través del dolor y la pena.
También emprenden derivas los personajes de La calle y de Las noches de Cabiria. Con un pie en la marginalidad y otro en la Gracia, sus recorridos se orientan hacia el derrotero de una posible redención personal. En Los inútiles, La calle, El cuentero, algunos personajes toman conciencia de sus comportamientos viciados y tratan de reorientarlos. Como ocurre con Moraldo, uno de los muchachos de Rímini, infantiles y dependientes, en el que despunta algún impulso de cambio y decide iniciar su deriva por la gran ciudad: ahí donde se convertirá en Marcello.
A partir de La dolce vita, la deriva cambia de signo y se desvanece cualquier rasgo que vincule a los personajes con aquellos del neorrealismo, humillados y siempre en busca de una oportunidad o de redención. Marcello, su protagonista, recorre la noche romana como en estado de suspensión. No busca su destino. Ni siquiera se deja arrastrar por el torbellino de todas las juergas, ni se deslumbra con el nacimiento de la era del espectáculo. No va en pos de algo concreto. Se mueve entre la estupefacción y el cinismo. Con el aire de un desencanto que incluye una pizca de lamento moralista, aunque desligado de su raigambre católica (Cristo es apenas una imagen suspendida en el aire que se convertirá en pasto de reporteros gráficos), recorre el escenario de una euforia y una decadencia que incitan al suicidio a ese angustiado escritor encarnado por Alain Cuny, un hombre de fe.
Los incidentes del periplo de Marcello se desparraman en una continuidad débil. La crónica, ajustada a la mirada del personaje, se ofrece como un retrato en piezas sueltas, de relativa autonomía, solo hilvanadas por el desapego de Marcello. Más tarde, veremos la gran deriva de Casanova, un tránsito que tiene algo de picaresco y mucho de trágico. Su viaje, siempre episódico, se desarrolla por salones y alcobas de una Europa que le debe más a las fantasías de Danilo Donati y a los recursos de Cinecittà que a la documentación histórica sobre la Europa libertina. Todo es espectral aquí, como el deseo del propio Casanova, que diluye cualquier emoción en la mecánica de sus gestos amatorios, repetidos como tics.
Al final de Fellini Satyricon, uno de los personajes principales parte, en derrotero incierto, acompañado por un conjunto de adolescentes de culturas distintas. Es un periplo propio de la apertura comunal hippie que Fellini, a fines de los años sesenta, reconoce en los jóvenes de la Antigüedad pagana. Acaso solo un gesto similar de desapego y apuesta pluricultural podrá alejarnos de la extinción12.
EL DETALLE Y LO ETERNO
¿Cómo representar el carácter eterno de una ciudad, de una manera de vivir, de los miedos y los goces de la infancia, de los ritos de la vida provinciana? Para Fellini, hacerlo significa evadir la monumentalidad de los edificios consagrados y fijarse en los detalles que se graban en la memoria. El gesto de las prostitutas aparcadas en los costados de las autopistas, el paso apresurado de los seminaristas por las callejuelas estrechas de la ciudad, el movimiento de las grandes caderas de la mujer que tienta a los escolares al borde del mar, el perfil de los músicos ambulantes que caminan al borde de los terrenos baldíos, los automatismos y poses de los profesores de una escuela, la ceniza que está a punto de caer del cigarro del espectador de un espectáculo teatral romano, la discusión familiar a grandes voces que asemeja una gran refriega, il miracolo que conmueve a los fieles y deja perplejos a los escépticos, el movimiento de los jóvenes que avanzan por la vía de un suburbio romano al compás de una rumba, las perlas y lentejuelas que se desparraman del atuendo de la vedete Jacqueline Bonbon, el pandemonio que se arma en un circo, los giros afiebrados de las caderas de la Volpina. La eternidad se encarna en la fugacidad de lo entrevisto. Así se manifiesta la vena impresionista de un barroco.
EL MUNDO Y EL SET
Italo Calvino (1999) dice:
Como en el análisis de la neurosis, pasado y presente mezclan sus perspectivas; como en el desencadenamiento del ataque de histeria, se exteriorizan como espectáculo. Fellini convierte el cine en la sintomatología de la histeria italiana, esa particular histeria que antes de él se solía representar como un fenómeno eminentemente meridional y que él, desde ese lugar de mediación geográfica que es su Romaña, redefine en Amarcord como el verdadero elemento unificador del comportamiento italiano. (p. 30)
No es cierto que Fellini se asilara en Cinecittà para protegerse del mundo y evadir el tratamiento de asuntos conflictivos o temas de actualidad. En tiempos de la industrialización acelerada de la posguerra, Los inútiles y La dolce vita mostraron la otra cara de la cultura de la satisfacción y la abundancia. Luego, en su obra encontramos la reprobación a la censura moral y el puritanismo de la democracia cristiana (Las tentaciones del doctor Antonio); la experimentación de la cultura de la psicodelia (Giulietta de los espíritus, Toby Dammit, Fellini Satyricon); la opinión sobre los años de la contestazione generale, la disgregación de Europa y la difícil gobernabilidad de Italia (Ensayo de orquesta, Y la nave va); el punto de vista sobre el perfil de las mujeres en una sociedad en tránsito, sobre los avances del feminismo y la estéril vanidad del macho italiano (Las noches de Cabiria, Ocho y medio, Giulietta de los espíritus, La ciudad de las mujeres, Casanova); la amarga crítica sobre la sociedad del espectáculo, la neotelevisión y la cultura mediática (La dolce vita, Ginger y Fred, La voz de la luna).
La imagen recurrente del neorrealismo es la del paisaje ruinoso habitado por personajes que se afanan en la supervivencia. Es una figura que atraviesa la obra de Fellini. Sus películas muestran los lugares y las circunstancias que sobrevienen a la catástrofe: el alba que sucede a la bacanal en La dolce vita; las tribulaciones posteriores a la interrupción de la energía creativa (Ocho y medio); las memorias murales del paganismo en Fellini Satyricon; la irrupción del aire contemporáneo que desvanece los más antiguos frescos romanos (Fellini Roma); la representación del duelo ininterrumpido entre el clown Blanco y el Augusto en Los clowns; la imposible seducción de la muñeca mecánica al cabo de una vida de conquistas en Casanova; la travesía sin rumbo de los deudos de la voz hecha cenizas de Edmea Tetua en Y la nave va; la devastación de la iconosfera en Ginger y Fred. Ensayo de orquesta es una alegoría sobre la irrupción de la fuerza del autoritarismo en medio de la compleja gobernabilidad de Italia. Una máquina de demolición destruye el muro de un oratorio del siglo XVIII. Luego de la destrucción se apunta a la posibilidad de la edificación de un nuevo orden, pero asentado sobre la base de una autoridad incuestionable, que no admite heterodoxias ni rebeldías.
Roma es el mejor lugar para esperar el apocalipsis, dice Gore Vidal, sorprendido en una calle de Fellini Roma. Sin embargo, para Fellini, el apocalipsis parece haber llegado ya. Su sombra se perfila en las siluetas de los bárbaros de casacas negras que recorren en motos la noche romana o en el viento agitado de la actualidad capaz de borrar todas las señas de la civilización que prosperó, alguna vez, en un tiempo muy lejano, en ese mismo suelo.
Milan Kundera, citado por Maillart (2014), dijo que las siete películas de sus últimos quince años son testimonios del implacable estado del mundo en el que vivimos. Casanova es la imagen de una sexualidad llevada hasta límites grotescos; Ensayo de orquesta, La ciudad de las mujeres e Y la nave va es el adiós a Europa en un barco que se dirige hacia la nada acompañado por aires de ópera; Ginger y Fred y Entrevista es el gran adiós al cine, al arte moderno y al arte todo; La voz de la luna es la despedida final (pp. 557-558).
Nota final. Este volumen incluye artículos escritos por Rafaela García Sanabria y Federico de Cárdenas, a los que recordamos en su admiración por la obra de Fellini. Esos textos fueron publicados originalmente en la revista La Gran Ilusión, 2, correspondiente al primer semestre de 1994.
REFERENCIAS
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