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CAPÍTULO III

Condicionantes sociales y culturales de los distintos tipos de pareja

En el ser humano, sobre los determinantes filogenéticos que señalé actúa la sociedad, la cual regula la descarga del instinto y da origen a una determinada cultura. Esta, a su vez, modula las formas de relación política, familiar, militar y religiosa de un grupo. A continuación describiré los condicionantes sociales y culturales que han influido en las diversas modalidades de pareja en la cultura occidental, desde nuestros ancestros más primitivos. Para cada período en que hemos evolucionado, precisaré el tipo de relación de pareja, las características afectivas de la relación, el poder y el control que se ejerce en ella, la valoración de la mujer por parte del hombre y la sociedad, la posibilidad de disolución del vínculo y cómo se da esto en caso de existir.

1. Desde la era de los primates hasta el elabón perdido (20.000.000 años —> 10.000.000 años a.C.)

• El tipo de relación de pareja es la promiscuidad. La relación es movilizada exclusivamente por la descarga del instinto, motivando una sexualidad entre todos los miembros de una comunidad, sin importar lazos sanguíneos. El vínculo afectivo es reducido, aunque el primate mantiene las conductas de apego observadas en los animales.

El control de la relación se obtiene por la vía de la fuerza y del instinto. Este último coopera con todas aquellas conductas predeterminadas biológicamente, que ayudan a seducir sexualmente a la pareja y, posteriormente, a criar a los hijos. La fuerza se aplica en la competencia, en la lucha con los demás, a veces por parte del macho para imponerse a la hembra, o por parte de la hembra para rechazar al macho. La hembra es considerada como objeto del deseo sexual y como medio de esparcir los genes a través de sus descendencia.

Prácticamente no podemos afirmar que ocurra disolución del vínculo, pues este es muy rudimentario.

2. Período del eslabón perdido (10.000.000 años —> 7.000.000 años a.C.)

• El tipo de relación de pareja es el harén. Un macho tiene a su disposición a varias hembras, quienes se le entregan sexualmente y crían a sus hijos. A cambio, él otorga protección, cuidado, alimentación y un espacio de territorio.

Las variables afectivas de la relación se caracterizan por el intercambio y la conveniencia mutua: el macho “provee” un afecto predominantemente paternalista; la hembra “provee” un afecto más bien filial e idealizador.

La relación es asimétrica, con el poder y el control por parte del macho —él es el dueño de los bienes y del territorio— y tiene la potestad de decidir la pertenencia o la exclusión de sus hembras en el harén; por consiguiente, su valoración respecto del aporte individual de la mujer que vive con él es mínima: lo que ella entrega puede ser sustituido por lo que suministra otra. Además, el hombre tiene una capacidad limitada de establecer vínculos profundos y comprometidos.

3. Período de los homínidos y de los humanos gregarios (7.000.000 años —> 3.000 años a.C.)

• El tipo de relación de pareja es la monogamia en serie. Tiende a establecerse por los factores que ya mencionamos en los condicionantes filogenéticos, a los que agregamos la necesidad de formar pareja sólo durante el tiempo suficiente para que las crías superen la etapa de absoluta indefensión.

Tal como sucede en muchas especies, los vínculos humanos de pareja se desarrollaron en un principio para extenderse únicamente por el lapso que lleva criar a un hijo dependiente; es decir, por los primeros cuatro años, a menos que un segundo hijo sea concebido. Estos primeros hominoides que permanecían unidos hasta que su vástago era destetado y criado, posiblemente sobrevivieron en mayor número en relación a los otros, y prepararon el terreno para una monogamia en serie, como tendencia instintiva, con su base genética y biológica.

Hay varios elementos que confirman esta hipótesis. Según señala H. Fisher, entre los miembros de las tribus de África meridional las madres mantienen una relación muy cercana con el hijo, y para evitar quedar nuevamente embarazadas realizan gran cantidad de ejercicios físicos, consumen una dieta baja en calorías, amamantan en forma permanente a sus hijos e incluso les ofrecen el pecho a modo de chupete, interrumpiendo así la ovulación. Todo esto, más o menos por tres años. En consecuencia, los bebés kung nacen cada cuatro años, el mismo período que entre los nacimientos de los aborígenes australianos que practican el amamantamiento continuo, y entre los gainj de Nueva Guinea. También los niños son destetados al cuarto año por los yanomamos de la Amazonía, los esquimales netsilik, los lepcha de sikkim, y los dani de Nueva Guinea (46).

Todos estos antecedentes han llevado a concluir, entre otros a la antropóloga Jane Lancaster, que el patrón de cuatro años entre partos era el modelo reproductivo habitual durante nuestro largo pasado evolutivo. En esta modalidad, la pareja establece un vínculo afectivo que tiene las características de lo que describiremos más adelante como el estado de enamoramiento, un amor destinado fundamentalmente a la procreación y a la crianza de los hijos (46).

En él las relaciones son simétricas: basados en el proyecto en común de criar a la descendencia, el hombre y la mujer se reparten las tareas. Originalmente se trataba de sociedades nómadas, cuya supervivencia se sustentaba en la recolección, y donde las mujeres adquirieron mucha importancia en las labores de acopio y suministro del alimento nocturno. Ellas salían rutinariamente del campamento para trabajar y llevar a la casa bienes preciosos e información valiosa.

Los investigadores Bachofen, Morgan y Engels plantean una relativa igualdad entre los sexos como regla en muchas sociedades preagrícolas antiguas. La antropóloga Eleanor Leacook, con información proveniente de todo el mundo, demuestra que en las comunidades prehistóricas, hombres y mujeres tenían las mismas libertades, “derechos” y obligaciones (46).

De lo descrito anteriormente se desprende que la mujer cumplía una importante función dentro del grupo social y en la relación monogámica en serie. Si bien durante el período de crianza debía abocarse a la tarea de amamantamiento y cuidado de la criatura, dentro de la economía doméstica de las sociedades nómadas —donde no hay cultivos—, era de su responsabilidad el acopio de los alimentos. Por su parte, el macho se ocupaba de salir a cazar animales.

Como señalábamos previamente, en este período la mujer se mueve con mucha más independencia dentro de su clan y, al no estar comprometida en un vínculo para toda la vida, una vez cumplida la labor de crianza queda en libertad para unirse con otro hombre. La relación de pareja se sostiene mientras se cría al hijo, hasta que este alcanza la suficiente habilidad e independencia para integrarse a los grupos de niños de los cuales la comunidad se hace cargo. Tal situación cambiará con el sedentarismo y la introducción del arado.

Todo esto nos hace pensar que, durante varios millones de años, el ser humano mantuvo relaciones de pareja monogámicas, pero varias en el transcurso de su vida.

4. Desde la invención del arado hasta la consolidación social de la Iglesia Católica (3.000 a.C —> Siglo IV d.C)

• El tipo de relación de pareja en este período es la monogamia única con infidelidad principalmente masculina.

Para Helen Fisher, la antropóloga que publicó Anatomía del amor —y de quien he tomado varios aportes en este capítulo— la invención del arado marca la diferencia desde una relativa igualdad entre los sexos a una relación marcadamente desigual.

El arado pesaba y requería ser arrastrado por un animal grande que, a su vez, exigía la fuerza de los hombres. Para la supervivencia de la comunidad, los hombres cazadores eran importantes, pero como labradores de la tierra se vuelven esenciales. Las mujeres, por su parte, pierden el papel vital que mantenían como acopiadoras de alimentos, pues ahora no interesan tanto las plantas silvestres como las cosechas de las plantas cultivadas. Durante siglos ellas habían sido las proveedoras del sustento diario, pero a partir de la incorporación del arado realizan tareas secundarias, como arrancar la maleza, cosechar y cocinar. Así, pues, el control por los hombres de los recursos vitales de producción contribuye a hacer declinar el poder femenino.

A partir de entonces, ni la mujer ni el hombre podrán divorciarse. Trabajan la tierra juntos; ninguno de los dos puede abrir a solas los surcos y, al mismo tiempo, abonar y sembrar la tierra, como en cambio sí pueden hacerlo juntos. Quedan ligados a la propiedad común y nace la monogamia permanente o única.

Fisher cita una revisión de 42 etnografías acerca de pueblos diversos del pasado y del presente, y en todos se verifica que el adulterio estuvo presente, incluso en aquellas culturas en que era castigado con la muerte. No existe cultura en la cual el adulterio sea desconocido, ni hay recurso cultural o código alguno que haga desaparecer la aventura amorosa. La infidelidad parece ser parte de nuestro arcaico juego reproductivo.

¿Por qué esta conducta infiel tiene tanta fuerza? A pesar de los azotes, los garrotazos, mutilación de genitales, amputaciones, divorcios, abandonos, muertes en la hoguera, por asfixia o por estrangulamiento, y todas las crueldades que la gente ha sufrido por la infidelidad, ella persiste.

Es fácil explicar por qué los hombres se interesan en la variedad sexual: su motivación instintiva los lleva a esparcir su carga genética, a querer depositar su semilla en distintas mujeres y en distintos lugares geográficos. Según esta hipótesis, las mujeres estarían menos motivadas biológicamente a la variedad sexual. El antropólogo Donald Symons proporciona un interesante argumento al respecto: estudiando la conducta de los homosexuales, advierte que muchos tienden a vincularse sólo por una noche, buscando el sexo fácil, anónimo y sin compromiso; las lesbianas, en cambio, que buscan relaciones más duraderas y comprometidas, tienen menos amantes, parejas semejantes y una sexualidad precedida de afecto más que de sexo por sexo (46).

Así, si los machos que gustaban de la variedad sexual fecundaron más hembras, procrearon más crías y enriquecieron su linaje genético, su infidelidad era adaptativa.

En el caso de la mujer hay cuatro razones que explican que pueda tener una determinación biológica hacia el adulterio:

• La subsistencia complementaria. Con una segunda pareja, la mujer podía conseguir más resguardo y alimento adicional, lo cual aseguraba su supervivencia y la de sus hijos.

• Si un marido abandonaba a su mujer o se moría, existía otro varón al que podía convencer para que la protegiera y ayudara.

• Si estaba emparejada con un cazador débil, con problemas físicos, enfermedades o trastornos de carácter, la mujer tenía la posibilidad de mejorar su línea genética teniendo hijos con otro hombre.

• El tener descendencia con distintos hombres aumentaba las posibilidades de sobrevivir que tenían los hijos dada la variedad genética para enfrentar los cambios del entorno.

Desde esta hipótesis, podemos pensar que aquellas mujeres que se escapaban al bosque con amantes furtivos sobrevivían más que las que no consiguieron compañeros ocasionales, y dejaron además de herencia para la mujer moderna la tendencia a ser infiel. Un antropólogo plantea incluso que la capacidad multiorgásmica de la mujer se relaciona con una táctica evolucionista ancestral de copular con múltiples parejas, para obtener así de cada varón la inversión adicional de protección paternal capaz de prevenir el infanticidio (esto es, llegar al coito con múltiples varones para hacer amistad). Posteriormente, las hembras pasaron de la promiscuidad a las cópulas furtivas, y lograron mantener el beneficio de mayores recursos y, al mismo tiempo, una mayor variedad de genes para sus descendientes (46).

En esta monogamia única con infidelidad, el amor de pareja presenta las características de una sociedad por conveniencia, a la cual nos referiremos más adelante cuando hablemos de la historia de la elección de pareja en Occidente.

Los hombres cazadores-acopiadores tienen poderosas tradiciones de equidad y solidaridad. Para gran parte de la humanidad, en este período las jerarquías formales no existen. Sin embargo, con el correr del tiempo la organización de la cosecha anual, el almacenamiento, la distribución, la planificación del comercio y la representación de la comunidad en las reuniones, dan pie al surgimiento de los líderes. Cabe inferir que los jefes de aldea adquieren poder con la aparición de los primeros asentamientos de comunidades no agrícolas. Y, más tarde, con la vida sedentaria, la organización política se hace más compleja y también más jerárquica. Sedentarismo, monogamia permanente y jerarquías masculinas van de la mano.

La guerra es otro factor que gravita en la declinación de los derechos de la mujer. A medida que aumenta la población se empiezan a defender las propiedades y los territorios; los guerreros adquieren gran relevancia, a la par que incrementan su poder sobre las mujeres (46).

En el lapso que describimos, el patriarcado se expande a través de toda Euroasia. El sistema predominante de relación es de tipo patriarcal, característico de las sociedades agrícolas, donde las mujeres se convierten en propiedad que debe ser vigilada, guardada y explotada.

En la historia cultural de Occidente, este largo período de tres mil cuatrocientos años puede ser dividido en tres grandes fases: una primera etapa tribal, luego el tiempo que corresponde a la Grecia antigua y, por último, gran parte del lapso histórico del Imperio Romano de Occidente.

En la estructura tribal, el individuo está siempre al servicio de la comunidad y de la sociedad. La familia es un ente destinado a maximizar las oportunidades de supervivencia; no hay cabida en ella ni para el amor ni para la intimidad emocional, sólo para la resolución de necesidades prácticas vinculadas a la caza, al cultivo, a la crianza de los niños, a la defensa y a la protección.5

Los griegos exaltaban la relación espiritual entre dos amantes, la cual sólo consideraban posible en el contexto de relaciones homosexuales, entre hombres adultos y muchachos jóvenes. El deseo carnal, como también el amor heterosexual o la belleza femenina, carecían de significado ético y de importancia espiritual. Para Platón y Aristóteles, las mujeres eran inferiores a los hombres, tanto en cuerpo como en mente. La ley las consideraba mínimamente, y carecían de los derechos propios de los ciudadanos griegos. Las funciones que la mujer desempeñó antes, ahora las realizaban los esclavos. Ya ni siquiera podían ser la compañera que luchaba por la supervivencia. El matrimonio por amor estaba ausente del pensamiento griego; la unión conyugal era un mal necesario, destinado a mantener la descendencia (14).

Para Nataniel Branden, los romanos, por su parte, tenían una perspectiva cínica del amor. Desde el estoicismo de su cultura, los compromisos pasionales parecían una amenaza para el cumplimiento del deber. Tampoco se casaban por amor. Se acordaban los matrimonios por motivos económicos o políticos, y se circunscribía el papel de la mujer a administrar la casa y criar a los hijos. Pero en esta preocupación por proteger la propiedad y conservarla, la familia adquirió una importancia distinta a la que tuvo en Grecia. La ley romana estipuló en forma escrupulosa la transmisión de la propiedad de una a otra generación. Esta cultura ensalzó la virtud de la virginidad en las mujeres solteras y la fidelidad en las casadas, e incluso se llegó a pedir fidelidad al marido (14).

En la Roma antigua se respira cierta consideración a la posición de las mujeres. Mejoran su estatus legal, se les otorga mayor libertad e independencia económica y por lo tanto, comienzan a darse los primeros pasos para alcanzar la igualdad en las relaciones de pareja. Los estudios de epitafios romanos y de correspondencia entre maridos y esposas muestran matrimonios duraderos, armoniosos e incluso afectuosos (57). Sin embargo, la relación apasionada que incorpora el amor sexual maduro, como lo concebimos hoy en día, no está aún integrada, y es en ese sentido que Branden plantea que se trata de uniones cínicas, por cuanto el sexo y el amor están disociados.

En otras culturas, como la mesopotámica del año 1100 a.C., un código indicaba que la esposa podía ser sacrificada por fornicación infiel, pero al esposo le estaba permitido copular fuera del vínculo matrimonial, siempre y cuando no violara la propiedad de otro hombre, es decir, a su esposa. En la India se esperaba que la viuda honesta se arrojara al fuego de la pira funeraria de su esposo. En China, a las niñas de clase alta, al cumplir cuatro años, se les vendaban los dedos de los pies —excepto el pulgar—, para que no huyeran del hogar de su esposo. En Grecia, las niñas de clase alta eran casadas a los 14 años, asegurándose de que hubieran llegado castas al matrimonio. En los pueblos bárbaros que invadieron Roma, las mujeres podían ser compradas y vendidas (46).

Los índices de divorcio fueron muy bajos durante la mayor parte de nuestro pasado agrícola. En Israel el divorcio era raro. En Grecia se permitía cualquier experimento en el terreno sexual, pero estaba prohibida toda actividad que pusiera en peligro la estabilidad de la vida familiar. El divorcio era poco frecuente. La disolución matrimonial era algo fuera de lo común en la primera época romana, cuando aún su población era agricultora, aumentando su práctica cuando algunas mujeres se volvieron ricas e independientes (14).

5. Desde la consolidatión de la Iglesia Católica hasta el Renacimiento (Siglo IV —> Siglo XVI)

• El tipo de relación de pareja predominante en este período es la monogamia única con infidelidad exclusivamente masculina. La Iglesia castiga estrictamente la infidelidad en la mujer, al considerar que su función esencial es la procreación de hijos, pero de hijos legítimos. Establece que la esposa debe estar sometida a la autoridad del marido, y al ser considerado pecado el sexo no establecido con fines de procreación, la mujer se convierte en temida fuente de deseo.

En este período, el amor y la pasión son aún conceptos reñidos con el matrimonio. Se trata de sentimientos que el hombre se permite fuera del matrimonio y que las mujeres apenas podían conocer. “Nada más infame que llamar a la esposa como a una amante”, decía san Jerónimo. Para la cultura dominante, el matrimonio nacido de la pasión sensual o romántica generaba expectativas que destruían la felicidad conyugal. Los sentimientos aceptados entre los cónyuges eran de respeto, caridad, protección y servicio. El amor cortesano era un juego lúdico, pero que no llevaba al matrimonio (51).

La prohibición del concubinato por parte de la Iglesia tuvo en esa época un carácter marcadamente formal. Su principal objetivo era evitar el reparto de la herencia entre los hijos bastardos de ser estos reconocidos, lo cual en muchos casos habría atentado contra la posibilidad de que los bienes fueran donados a la Iglesia. La prostitución era casi una modalidad aceptada, frente a la cual se hacía “vista gorda”. Incluso, en algunos casos, obispos y cardenales aconsejaban administrarla bien (55).

Esta nueva religión que invadió el Imperio Romano —religión de un profundo ascetismo, una gran hostilidad hacia la sexualidad humana y un gran desprecio por la vida terrenal— llegaría a producir un retroceso en la concepción del vínculo de pareja en relación con lo que se había logrado durante el Imperio Romano. Para la doctrina católica de la época, el amor ideal entre hombres y mujeres es altruista y no sexual. Amor y sexo son polos opuestos: el primero es de Dios; el segundo, del diablo, cuando se da fuera del ámbito conyugal y no ligado a la procreación.

Taylor, en su difundido libro Historia de la sexualidad, escribe: “La Iglesia medieval está obsesionada con el sexo hasta un grado insoportable. Los temas sexuales dominaban su forma de pensar de un modo que nosotros consideraríamos totalmente patológico (…) El código cristiano se basaba, sencillamente, en la convicción de que había que huir del acto sexual como de la peste, excepto en lo mínimo necesario para prolongar la raza. Aun cuando se llevaba a cabo con este propósito, seguía siendo una lamentable necesidad. Los que podían, eran exhortados a que lo evitaran, aun estando casados. En realidad, lo que se condenaba no era el propio acto sexual, sino el placer que producía, un placer condenable incluso cuando se practicaba el sexo con miras a la procreación” (113).

Aunque la Iglesia plantea que el matrimonio es un sacramento, en el momento que examinamos sigue siendo una institución esencialmente política y económica. Para la Iglesia, la integración de amor y sexo no era un noble ideal como lo consideramos hoy, sino más bien un vicio. Taylor dice: “porque a los ojos de la Iglesia, que un sacerdote se casara era un crimen mayor al de tener una amante, y tenerla era peor que entregarse a la fornicación con distintas parejas” (113).

Esta antisexualidad eclesial fue de la mano de un antifeminismo. Las mujeres perdieron los derechos que habían ganado bajo los romanos. Quedaron totalmente sometidas al mandato del esposo, quien las llegó a tratar como esclavas domésticas. Incluso se debatió si tenían alma o no. La mujer debía reconocer al hombre como su señor y obedecerle en todo. Esto se vinculaba, en parte, con el pecado original. La razón era que Eva provocó la caída de Adán, convirtiéndose así en la causa del desastre humano (113).

En los últimos períodos de la Edad Media, se establece una disociación en la imagen femenina. Se ensalza la imagen de María la Virgen, símbolo de pureza que ayuda a elevar el alma del hombre, opuesta a la prostituta que encarna la Eva tentadora y disoluta. Esta separación entre la prostituta y la virgen, entre la ramera y la madre, sigue dominando incluso hoy la mentalidad masculina machista, donde una es la mujer que se admira y madre de los hijos, y otra es la mujer que se desea y con la cual se tiene sexo.

Siempre en la Edad Media, las instituciones, las organizaciones, las estructuras gobernantes, se hacen cargo de lo que antes había correspondido a las organizaciones tribales. Se destaca el valor del grupo por sobre el individuo, y en ese sentido los sistemas dominantes se constituyen en fieros adversarios de la relación de pareja basada en la intimidad y en el amor apasionado, en cuanto recrean y cultivan un vínculo marcado por la individualidad. En la constitución del matrimonio son decisivos elementos como la propiedad agraria y la dote. Para conformar esta última, la mujer trabajaba desde niña en el campo, pues sin ella su posibilidad de enlace conyugal era mínima.

En la Edad Media la distinción entre lo público y lo privado era difusa. El Estado era débil y el poder, en manos de los señores feudales, se basaba en la propiedad de la tierra. La unidad social central era la familia ampliada, presidida por el jefe patriarcal. El deber del jefe era establecer alianzas que acrecentaran el patrimonio familiar y, en ese sentido, el matrimonio formaba parte de una estrategia destinada a aumentar la seguridad de la subsistencia, y de preservar e incrementar el patrimonio por medio de los matrimonios y herencias.

El dominio del hombre sobre la mujer, su conducta patriarcal y la autoridad desplegada, se refuerzan por la influencia de la religión católica que, inspirada en el Antiguo Testamento, plantea que la mujer ocupa un lugar secundario, y está destinada a la crianza de los hijos. La legitimidad de su descendencia es un elemento crucial. Lo que, sumado a las razones ya mencionadas, produce una valoración fundamental de la fidelidad femenina y de la virginidad (55).

En las comunidades agrícolas de prácticamente todo el mundo las mujeres están marginadas del poder social. Los sacerdotes, líderes políticos, guerreros, comerciantes, diplomáticos y jefes de familia son siempre hombres. La mujer es súbdita de su padre y de su hermano, luego de su marido y, por último, de su hijo. “Lava el cuerpo del niño al nacer y lava el cuerpo del hombre al morir” (113).

En el sistema feudal, los señores feudales entregaban tierras a los vasallos a cambio de fidelidad y compromiso militar, y esas propiedades pasaban de generación en generación en cada familia. Pero, además de tal concesión, el matrimonio seguía siendo la forma usual en que hombres y mujeres podían obtener o ampliar sus propiedades y asegurarlas para sus herederos (55).

En los pueblos sujetos a la Iglesia Católica existía la posibilidad de anular el matrimonio por causa de adulterio, impotencia, lepra o consanguinidad, con la restricción de que ninguno de los cónyuges podía volver a casarse. Ocurría, sin embargo, que, sin pareja, un agricultor no podía mantenerse apropiadamente, y de ahí que sólo los ricos se permitían el lujo de divorciarse. Y aunque los pueblos celta y germánico sí aceptaban el divorcio y la concertación de un nuevo matrimonio, la tasa de divorcio entre los pastores y agricultores europeos era muy baja (55).

Lo que la naturaleza y la economía ya habían determinado, fue ratificado y santificado por los líderes cristianos. Al considerarse el matrimonio como un sacramento, un mandato emanado directamente de Dios, el divorcio se volvió impensable. Esta situación no va a cambiar hasta la revolución industrial, en que se replantea la estructura de la relación familiar (55).

6. Desde el Renacimiento hasta la Revolución Industrial (Siglo XVI —> Siglo XIX)

• El tipo de relación predominante es la monogamia única con infidelidad habitualmente masculina. El amor cortés cantado por los trovadores medievales, que había ido construyendo una imagen de la mujer como objeto de amor y seducción, también refleja una participación más activa de ella en las relaciones eróticas. En esta época la mujer comienza a recurrir, aunque no con tanta frecuencia como el hombre, a la infidelidad. Como norma, en el imaginario y en la práctica se mantiene más bien la disociación masculina entre una mujer esposa y madre de los hijos, y otra(s) amante(s) sexual(es) y apasionada(s).

El descentramiento de Dios a partir del siglo XVI, y su otra cara, la concepción del hombre como centro del universo, según el modelo de la antigüedad clásica, revalorizaron el placer sensual y permitieron el desarrollo de una sexualidad conyugal en la que lentamente la esposa pudo ir asumiendo funciones físicas y sentimentales antes limitadas a la amante. Ya en el siglo XIX, en el período cultural que se ha denominado Romanticismo, el arte y la literatura muestran el empeño del ser humano por reconciliar el amor, el sexo y el matrimonio, sentando así las bases de lo que será el matrimonio moderno, una vez que la mujer adquiera igualdad de derechos y deberes ante la ley (51).

A partir del siglo XVI, la Iglesia pierde influencia. En su lugar rector se instalan la burguesía y el Estado moderno, cuyo poder encuentra un gran apoyo en el nacimiento de la imprenta, que lleva a la consolidación de los medios de comunicación como instrumento de control social. En el mundo de las relaciones sociales se mantiene el sistema casi patriarcal, aunque sin las características primitivas de la Edad Antigua; y las relaciones conyugales y familiares siguen estando dominadas, controladas y reguladas por el hombre.

A lo largo de este período, el afecto y la atracción comienzan a ser motivos de elección de pareja. Esto le otorga un nuevo poder a la mujer, cuyas cualidades físicas le dan acceso a espacios y relaciones que antes le estaban vedados. Si bien no cambia su relación con el ámbito público, el hecho de que la familia burguesa se convierta en lo que nunca antes había sido —un refugio del exterior; un espacio afectivo de protección de la infancia, en el cual el bienestar de los hijos y el afecto entre los cónyuges pasan a ser objetivos centrales y llevan a que la casa deje de ser un lugar público—, da valor a las tareas que la mujer desempeña en relación con el hogar: el cuidado y protección de su intimidad, así como su dedicación a los hijos, en una relación personalizada. Todo esto reforzado porque proviene del reconocimiento de la importancia de la educación, influencia de la cultura científica que nace a partir del siglo XVI.

Durante esta época, la gravitancia de la Iglesia Católica en las costumbres, tanto en los sectores reformados como en los contrarreformados, sigue siendo muy importante. No obstante, el concubinato informal, que podía ser privilegio de algunos señores feudales y otros nobles en épocas anteriores, se va extendiendo hacia sectores de la nueva burguesía con poder económico. Con cierta frecuencia, los hombres mantienen relaciones paralelas a su matrimonio con mujeres que se permiten un despliegue más libre de la sexualidad. Esta situación, sumada al control económico en el grupo familiar, conduce a que, por parte del hombre, se haga menos necesaria la separación. Para la mujer, aunque la disolución del vínculo pudiera ser deseada, es inviable, dada su completa dependencia económica respecto del marido, lo cual se traduce en bajas tasas de divorcio en el matrimonio burgués de este período (51).

7. Desde la Revolución Industrial hasta comienzos del siglo XX

• El tipo de relación de pareja predominante es la monogamia única y doble con infidelidad masculina. La independización del Estado respecto de la Iglesia y el fortalecimiento de un mundo laico que no sigue los preceptos religiosos, sumado a la creación de la pareja por asociación voluntaria de un hombre y una mujer —donde el amor pasa a ocupar un lugar central—, permiten concebir la convivencia como un proyecto cuyos objetivos no serán únicamente la procreación ni la obtención de bienes, sino también la recreación de un mundo afectivo estable y atractivo. Si estos objetivos se pierden, las parejas empiezan a separarse y a contraer un segundo vínculo, aunque es muy poco habitual la monogamia en serie, como la de los tiempos primitivos.

Un factor que facilita la posibilidad de la disolución del matrimonio es el ingreso de la mujer al mundo del trabajo, lo cual le da mayor libertad. Al mismo tiempo, y aunque en menor proporción que el hombre, también participa del adulterio y de la infidelidad. En este período aún no le están reconocidos sus derechos civiles.

Comienza a hacerse realidad el proyecto del matrimonio basado en el amor. Las parejas se buscan y se comprometen en torno a un proyecto centrado en la construcción de una familia y el desarrollo de una relación amorosa. Todavía hay mucha inhibición en cuanto a la sexualidad por parte de la mujer y persiste la tendencia disociativa en el hombre, que lo lleva a vivir relaciones dobles.

El Romanticismo constituye una influencia decisiva en la cultura occidental. Su aporte posibilitó el cambio desde una preocupación por el hombre como parte de un grupo y al servicio de las instituciones, especialmente de la Iglesia y posteriormente de aquellas construidas por la burguesía, a una preocupación por el sujeto como individuo. Posiblemente, con el Romanticismo comienza la era individualista, que considera a la persona como ser único y un fin en sí misma, agente libre que escoge el rumbo de su vida. Esto va de la mano de una preocupación fundamental por los valores que la persona elige y sostiene voluntariamente. A partir de este período, tales valores se erigen como elementos cruciales y determinantes de la existencia (51).

Comienza a validarse socialmente la preocupación por ser libre a la hora de elegir pareja. Y la pasión sexual se sanciona o no, dependiendo de si proviene de un amor verdadero, posición absolutamente contraria a la sostenida durante la Edad Media.

Para los románticos, el amor se constituye en el único punto de certeza y apoyo en un mundo caótico e impredecible. Y en la clase media del siglo XIX, el amor romántico pasa a ser un factor primordial que lleva a la elección de pareja para el matrimonio. Este último y la familia, se idealizan como instituciones necesarias para la sociedad, y la devoción conyugal se convierte en una obligación social (14).

Sin embargo, lo que no logra ofrecer el Romanticismo es la integración de razón y pasión. No alcanza el equilibrio entre lo objetivo y lo subjetivo. Le falta el aporte que se concreta a finales del siglo XIX y que marcará la evolución del siglo XX: la psicología. Es desde esta que se pueden armonizar los elementos subjetivos y objetivos de la realidad. Por ello, el amor, tal como lo concibieron los románticos del siglo XIX, llegó a tener un carácter que muchos críticos han determinado como apasionadamente enfermizo. Esto, tal vez, porque la exaltación del amor en su sentido subjetivo, apasionado e impulsivo lo hace colindar con lo trágico y lo destructivo, lo cual se presta para una interpretación que lo concibe como de carácter patológico.

A pesar de que la mujer ingresa al campo laboral y aporta con recursos, el hombre aún mantiene el control y el poder en la sociedad. En su gran mayoría, sin embargo, las mujeres son calificadas como amas de casa y su contribución a la economía familiar no es considerada un recurso como tal. En 1900, en los Estados Unidos, apenas el 20% de las mujeres, compuesto en su mayoría por inmigrantes jóvenes y solteras, integraba el mercado laboral (46).

El ideal de igualdad de la Revolución Francesa se va aplicando también a la relación entre los sexos: la ideal es aquella que resulta entre dos seres de igual capacidad y valor. A medida que la mujer sale a trabajar y adquiere poder económico, es más respetada. Las de la alta y mediana burguesía se liberan bastante del trabajo doméstico, se educan, leen, y van tomando conciencia de su condición, lo que da origen a líderes femeninas que inician las primeras demandas orientadas a mejorar su situación como género. Primero piden acceso a la educación y luego, en el siglo XX, exigen la igualdad en los derechos civiles, políticos, y enseguida acceso al trabajo y al poder público.

Helen Fisher señala que hay una correlación estricta entre el aumento de la tasa de divorcios y la autonomía económica femenina. Dicho aumento ocurrió incluso en la antigua Roma, cuando —por circunstancias de herencia— muchas mujeres tuvieron acceso a grandes riquezas. Las tasas de divorcio son altas en las parejas donde los ingresos del hombre son marcadamente inferiores a los de la mujer. Las mujeres con formación académica sólida y un trabajo bien pagado se divorcian con mayor facilidad. En Estados Unidos, actualmente el 60% de los juicios de divorcio son iniciados por mujeres (46).

El divorcio comenzó a aumentar cuando las mujeres de los granjeros emigraron hacia las fábricas, o cuando establecieron pequeñas empresas domésticas para obtener dinero adicional.

8. Desde el an̄o 1900 hasta la década de los 60

• En este período coexisten todos los tipos de relación que se han concebido a través de la historia, excepto la promiscuidad. Subsisten en forma paralela la monogamia única con infidelidad, la monogamia única con fidelidad, la poligamia y, como modelo de relación de pareja entre artistas y gente famosa, se instaura la monogamia en serie.

El aporte de la psicología refuerza el lugar central de la relación de pareja para la crianza de los hijos, la necesidad de que en este triángulo predomine el amor, y destaca las consecuencias de las separaciones. Se afirma el modelo de monogamia única, aunque en la práctica existe bastante concubinato informal. Se mantiene la disociación machista y gana terreno la infidelidad femenina, aunque todavía lejos de alcanzar las cifras de la masculina.

En este período se produce una oscilación del péndulo entre dos extremos: por un lado, en la década de los 50, el auge de la relación de pareja monogámica única, en que la mujer retoma su papel de ama de casa y la vida de hogar se pone de moda; por el otro, en la década de los 60 se impulsa una rebelión al modelo conservador anterior, representada en los movimientos hippies que pregonan el amor libre, la poligamia y la monogamia en serie. Los medios de comunicación se encargan de difundir las formas de vida de los artistas de Hollywood y su frecuente monogamia en serie: algunos llegan a tener más de seis o siete parejas a lo largo de su vida, lo que para algunos representa un modelo idealizado de la sociedad occidental (1).

El enamoramiento se considera una condición importante que lleva al compromiso posterior del matrimonio. La fuerza de la unión matrimonial estriba en el amor entre los cónyuges, y se refuerza a través de la protección, crianza y educación de la descendencia. Poco a poco, las mujeres se sacuden las inhibiciones sexuales arrastradas por siglos, y empieza a consolidarse la idea de una relación de pareja con absoluta fidelidad, en un vínculo de amor sexual estable.

La década de los 50 recomienda a la mujer quedarse en casa: el antropólogo Ashley Montagu, citado por Helen Fisher, dice: “Ninguna mujer casada y con hijos pequeños puede trabajar ocho horas fuera de su casa y ser, además, simultáneamente una buena madre y esposa”. La canción infantil típica es “bate las palmas, bate las palmas, hasta que papito llegue a casa, porque papito tiene plata y mamita no” (46).

El control de la relación de pareja yace en las manos del hombre, a pesar de que en el ejercicio de su poder tiene ahora muchas más limitaciones que antes; y si bien sus conductas no son despóticas, sigue siendo quien toma las decisiones importantes dentro del hogar y respecto de la pareja.

El gran logro de la mujer en este período es el derecho a voto. A esto se suman algunas conquistas de igualdad en el trabajo en relación con el hombre, además de su incorporación a los sistemas de educación superior que, con el tiempo, dará origen a sectores importantes de mujeres cultas y de clase alta que exigirán sus derechos.

En la década de los 50 en Estados Unidos, los índices de divorcio permanecen atípicamente estables, mientras declinan los índices de segundo matrimonio. Las tasas de nacimiento alcanzan el punto más alto del siglo XX (46).

9. Desde la década de los 60 hasta inicios del siglo XXI

• El tipo de relación de pareja al que se aspira en este período es la monogamia única con fidelidad. Este ideal monógamo de relación responde a un anhelo que, como señalamos antes, es compartido mundialmente por todas o casi todas las culturas, hecho confirmado por distintos estudios estadísticos. El agregado, a partir de ahora, es la exigencia de fidelidad mutua.

Podríamos llegar a plantear que este tipo de relación de pareja es un desafío para la sociedad del siglo XXI y que corresponde a la revolución de los jóvenes de hoy. Varios factores contribuyen a generar este anhelo: los métodos anticonceptivos, que favorecen el despliegue y desarrollo del amor sexual maduro sin las inhibiciones y privaciones que exigía la evitación del embarazo; el logro de una relación simétrica del hombre con la mujer, por el acceso al mundo del trabajo, a los derechos civiles, y la creciente conciencia de la importancia de las relaciones de igualdad, libertad y fraternidad para un compartir que sea mutuamente enriquecedor; y la aparición del aporte femenino en cuanto a inteligencia emocional, o de razón reparadora, que ha pasado a ser tan valorado como el masculino en su carácter de razón instrumental. También ha contribuido la emergencia del sida, que tiene un efecto atemorizante sobre la sexualidad con un tercero y lleva a que el deseo erótico se repliegue a la pareja original.

Los factores mencionados conducen a que se aspire a una relación donde amor, sexo, proyectos, comunicación y contención mutua, se busquen exclusivamente en la pareja.

Hoy se concibe el amor de pareja como lo he denominado acá, amor sexual estable, justificando la relación más allá de un vínculo destinado a la procreación y educación de los hijos. La fuerza de este lazo amoroso viene dada por la importancia de compartir con el otro todas las instancias del ciclo vital, en una intimidad que da acceso a un nivel de autoconocimiento y sabiduría afectiva que sólo es posible de obtener mediante relaciones con ese nivel de profundidad.

Aunque en la práctica queden resabios del hipercontrol masculino, heredado de los siglos y décadas anteriores, existe plena conciencia de la igualdad entre hombre y mujer, y se hace un esfuerzo creciente porque aquella se aplique a las condiciones laborales, a la política, a las artes y a todas las actividades humanas. Asimismo, se dan cada vez más garantías a la mujer para que pueda conjugar trabajo con crianza de los hijos, y el hombre asume cada vez más labores que eran tradicionalmente femeninas. Las decisiones son compartidas por ambos cónyuges, mientras el poder económico y las libertades individuales tienden a ser simétricas.

Se produce un acercamiento de los sexos como no había ocurrido antes en la historia de Occidente. Nace el concepto de que una identidad lograda es aquella con predominio de los rasgos característicos del género, sin exclusión de su contraparte. En esta perspectiva, un hombre realmente viril es aquel que es capaz de integrar los aspectos femeninos; y la feminidad no es sinónimo de fragilidad, pureza y candor, sino aquello que se da en la mujer que sabe integrar a su identidad rasgos de carácter masculino, como son la iniciativa, la actividad y la racionalidad. En este contexto se recomienda un ejercicio conjunto y solidario de las funciones parentales, estableciendo lo ventajoso que resulta para el crecimiento sano del niño el que dichas funciones estén escasamente diferenciadas y, por lo tanto, puedan ser desempeñadas por ambos padres con eficacia semejante.

Para este período, podemos describir un interesante estado social donde la mentalidad de la mujer ha llegado a veces a ser valorizada por sobre la aproximación de la razón instrumental masculina. Es “la voz diferente”, como la llama la profesora de Harvard Carol Gilligan. Esta razón, que funciona con un acento más reparador que instrumental, pasa a tener un espacio fundamental en la sociedad. Las mujeres van siendo cada vez más apreciadas por las características personales de sus formas de funcionamiento como género, tanto en las labores productivas como en las tareas afectivas de crianza, manejo y conducción grupal y política (52).

Georges Eid, sociólogo francés, en su libro L‘intimité ou la guerra des sexes. Le couple d’hier à demain (La intimidad en la guerra de los sexos. La pareja de ayer hacia la de mañana), plantea que la cultura occidental ha pasado a través de los siglos, del “despotismo doméstico” caracterizado por el hombre como propietario de la mujer y de los hijos, a la “monarquía doméstica”, en la cual el hombre es el jefe de familia y el príncipe encantador, “nobleza obliga”. A partir del siglo XX se establece la “democracia doméstica”, donde dicho príncipe se puede transformar en padre estricto y en un compañero capaz de brindar o generar intimidad (41).

Después de la década de los 50 surge el movimiento feminista, y entre los años 1960 y 1980 se duplica el número de mujeres que trabajan fuera de su casa. Esto lleva de la mano, como hemos señalado anteriormente, una duplicación de los índices de divorcio. En 1981, la tasa de segundos matrimonios alcanza los niveles que tenemos en la actualidad (17).

Podríamos decir que la generación actual de jóvenes aspira a la monogamia única con fidelidad, pero en el marco de una sociedad que acepta la alternativa de la separación.

La aceptación social y legal a la disolución del vínculo es lo que permite el acceso a una relación de amor auténtica, ya que esta exige como requisito básico la libertad. Y sólo se es libre cuando hay posibilidad de optar. Es a partir de mediados del siglo XX que la sociedad crea las condiciones para la construcción de una pareja en genuino amor sexual estable, porque este se puede dar en verdadera libertad amorosa y eso exige contar siempre con la posibilidad de partir. Es en este contexto que el compromiso adquiere su sentido más esencial, y no se traduce en un amarre conjunto que termine asfixiando.

La alternativa de vivir solo, de optar por la soltería, es cada vez más aceptada y valorada por la sociedad. Esto reduce la angustia y la desesperación por no estar acompañado, permitiendo cultivar desde la propia soledad un mundo interno que, sin desesperación, más tarde tal vez buscará a un otro. La base de la unión será compartir mundos distintos y no llenar huecos con impaciencia, precipitándose en la búsqueda de cualquiera. Esta posibilidad de elegir la soledad como una alternativa válida y aceptada, da lugar, a su vez, a la posibilidad de elegir la compañía para compartir en el amor.

Y otro elemento, no poco significativo, que ha contribuido a este crecimiento en la libertad de opción —el cual crea las condiciones para una relación de pareja en amor auténtico—, es la tolerancia de la sociedad de comienzos del siglo XX a las diferentes formas de abordar la existencia y, en este caso, la relación de pareja y la familia. Se aceptan distintas formas de convivencia, entre las cuales están: pareja monógama única leal, pareja monógama única con infidelidad ocasional, parejas monógamas con infidelidad sostenida, parejas monógamas con hipersexualidad, parejas monógamas sin sexualidad, familia monoparental mujer-hijo, familia monoparental hombre-hijo, hombre solo sin sexualidad, mujer sola sin sexualidad, hombre solo con sexualidad ocasional, mujer sola con sexualidad ocasional.

Se aceptan alternativas de parejas que viven separadas por distancias, que viven en casas distintas, en habitaciones separadas; de parejas homosexuales y lésbicas, de parejas que no desean tener hijos, de parejas que adoptan hijos, de padres que han procreado a partir de reproducción asistida, de “nuevos padres” que se incorporan a la familia, de parejas hombres o mujeres que contribuyen al cuidado de hijos de otros hombres y de otras mujeres. Incluso, está en la agenda de la sociedad actual la aceptación de padres gay, o de madres lesbianas.

Esta flexibilidad y tolerancia social a distintas alternativas de relación de pareja y familiar es diferente a la normativa impuesta hasta mediados del siglo XX. La sociedad de esa época planteaba como única alternativa viable el matrimonio monogámico heterosexual con las características que hemos descrito, imposibilitando así la construcción de dicha relación en libertad, porque la impone. Hemos ido transitando desde un paradigma de la simplicidad a uno de la complejidad (17).

Hoy en día, una pareja que construye una relación monogámica heterosexual única para toda la vida, está optando en libertad por uno de los caminos que se le ofrecen. En este contexto, resulta muy atingente intercambiar desde distintos vértices el sentido profundo de tales opciones, contribuyendo así a enriquecer la mirada y a dotar de aún más libertad a la decisión.

El amor después del amor

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