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El coronavirus y la visibilización de la clase trabajadora

Arantxa Tirado Sánchez

Una mujer, vestida de uniforme con el logo de la empresa que la subcontrata, limpia la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de una universidad catalana, ajena a la noticia: a partir del día siguiente, se suspenden las clases en toda la Universidad. Me cruzo con ella, le comento la noticia y se encoge de hombros. La empresa de limpieza, externalizada, no les ha notificado nada todavía. En cambio, los profesores de la Facultad tienen la información desde hace horas. Alumnos y profesores no podrán volver a las aulas. Pero, ¿qué sucederá con el personal de limpieza? Su respuesta, resignada, es elocuente: «Nos tocará desinfectar». Es el 12 de marzo de 2020, dos días antes de que el Gobierno de España decretara el Estado de alarma y estableciera el confinamiento de la población.

Esta anécdota ejemplifica la jerarquía laboral existente en el ámbito universitario. Nada nuevo para los marxistas: hay clases en la universidad, y diferencias intraclase. Por supuesto, también en la sociedad en su conjunto. Pero a la vez nos muestra algo que el coronavirus se ha encargado de develar, como tantas realidades que estaban ahí pero no queríamos mirar, pasando igual de desapercibidas que las trabajadoras de la limpieza. A saber: cuando la cosa se pone seria, hay trabajos prescindibles y trabajos que parecían menos importantes pero que son indispensables para que el mundo no colapse. ¿Era que no mirábamos o que no veíamos? Quizá sí las veíamos con los mismos ojos que ahora, pero sin el filtro que empañaba la visión. Un filtro en forma de escala de valores y prioridades que ha sido arrancado por el virus de manera brutal. Aun así, todavía hay quienes se niegan a verlo y siguen vagando, metafóricamente hablando, cual ciego del Ensayo sobre la ceguera de Saramago.

En medio de una pandemia sanitaria, que pone en jaque a la sociedad y al sistema económico, lo imperceptible que vivía en las sombras está emergiendo frente a lo superfluo que acaparaba los focos. Todos aquellos que estaban ahí, y cuya función se daba por hecho o se ignoraba, son los que nos están salvando hoy. Las invisibles, los nadie, los que hacen con su trabajo que todo esté listo para que otros puedan también trabajar, son los protagonistas de esta historia. Aquellos que, en muchos casos, cobran el salario mínimo o, en otros, no contaban con el suficiente reconocimiento social, ni qué decir de visibilidad en los medios. Trabajadores y trabajadoras de súper, limpieza, repartidores/as, camioneros/as, enfermeros/as, teleoperadores/as, agricultores/as y un largo etcétera de trabajos sin los cuales nuestra vida no podría reproducirse ahora mismo. También están los médicos, que siempre gozaron de prestigio social y visibilidad, aunque en los últimos tiempos han padecido asimismo una precarización laboral generalizada, pero que, como sabemos, ha tenido distinto impacto social en función del lugar de partida. Ahora los aplaudimos en ventanas y balcones. Algunos los tildan de héroes y heroínas, pero no son seres míticos ni mágicos, es la clase trabajadora en acción, aquella que mueve el mundo y que también tiene capacidad de pararlo cuando se trata de exigir mejoras laborales o un orden económico y social distinto. Lo real maravilloso que reside en lo cotidiano y que algunos no podían ver con su mirada gris, tecnócrata y neoliberal.

Sin duda, hemos asistido a todo un proceso de desaparición forzada y demonización de la clase obrera, nada improvisado, cuya intencionalidad entendemos con mayor claridad en estos momentos en que la clase trabajadora se erige como actor imprescindible. Durante años nos invisibilizaron, ridiculizaron, denigraron, criminalizaron nuestras huelgas y reivindicaciones al grito de «¡privilegiados!». Decían que exigir salarios dignos y condiciones laborales mínimas era algo propio de egoístas. Nos trataron como parásitos sociales que no se esforzaban lo suficiente frente a un empresariado que asumía todos los riesgos y, encima, daba trabajo y generaba riqueza. Éramos prescindibles y éramos muchos para poder trabajar todos. Debíamos estar, por tanto, agradecidos. Todo un bombardeo para confundir nuestra conciencia de clase y acallar nuestro potencial político. A pesar de lo mucho invertido por el sistema y sus medios de construcción de hegemonía en convencernos de lo contrario, los trabajadores sabemos de manera empírica que esta riqueza sale, en verdad, de nuestro sudor y nuestras lágrimas, para luego ser apropiada por la clase que se lucra del trabajo ajeno. Una riqueza que se privatiza en tiempos boyantes, pero que, en cambio, cuando vienen mal dadas y el empresariado no puede seguir incrementando sus beneficios al ritmo que quisiera, se nos exige no sólo que asumamos entre todos sus pérdidas sino también su dolor. ¿Y quién se preocupa por el dolor de la clase trabajadora? ¿Quién pagará nuestras facturas, nuestros alquileres, hipotecas, comida, en esta profundización de la crisis económica?

Mientras Ana Rosa Quintana, en un ejercicio fuera de todo marco periodístico, pedía a la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que no fuera tan dura con los empresarios, más de un millón de trabajadores están ya afectados por Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) en España. El chantaje del sistema, que dispara su ideología a todas horas y desde todos los artilugios posibles, es perfecto, pero esta crisis está poniendo al descubierto sus falacias a un ritmo vertiginoso. Vemos noticias vergonzosas que nos hablan de ganancias in crescendo por especulación bursátil. Noticias que ponen el foco en «la salud de los mercados y la bolsa» mientras se ignora la de los trabajadores que exponen la suya para que no decaiga la orgía de beneficios. Vemos empresas que aprovechan la tragedia para especular con los precios en áreas tan sensibles y necesarias en estos momentos como los servicios funerarios o la venta de material médico imprescindible como los respiradores. Por increíble que parezca a quienes crean, en su ingenuidad, que el capitalismo se rige por elevados principios éticos, son las áreas vinculadas con la enfermedad y la muerte las que están padeciendo en mayor medida la especulación en medio de esta pandemia. ¡En medio de una pandemia! Nada más terrorífico y elocuente para mostrar que el capitalismo es un sistema de muerte, no de vida.

Pero el capitalismo es también un sistema que se sostiene por la alienación. El coloso textil Inditex no tardó en anunciar un ERTE a los pocos días del Estado de alarma. Como la decisión era muy poco presentable, Inditex tuvo que recular. A pesar de lo cuestionable de querer cargar los costos de los casi 48.000 trabajadores que tiene en territorio español a las arcas públicas por parte de una gran empresa que facturó sólo en España 1.650 millones de euros en 2019, hubo gente que salió a los balcones a aplaudir el día del cumpleaños de Amancio Ortega, agradecida por, suponemos, su «generosidad» (léase, caridad). Una imagen que recordaba la de los trabajadores de una de sus fábricas que, no sabemos si por voluntad propia o por presiones, le hicieron hace años un túnel de aplausos interminable mientras su hija lo paseaba dándole una sorpresa que grabó en vídeo y difundió en redes.

La visibilización de la clase trabajadora es también la visibilización de nuestras contradicciones. Esta crisis está dejando al descubierto la moral de esclavo de algunos, pero también la hegemonía que el discurso empresarial tiene en nuestros medios. Una lógica que se presenta como universal cuando responde solamente a los intereses de una de las partes y, dentro de esa parte, a un segmento minoritario de ella, porque entre las empresas también hay diferencias sustanciales. La equiparación de la realidad e intereses de pequeñas y medianas empresas con los de las grandes empresas pertenecientes al IBEX-35 es una de las estrategias en las que se sostiene esta lectura unívoca de cómo salir de la crisis económica en la que se ha montado el coronavirus. Una manipulación interesada que nos presenta a los trabajadores autónomos –muchos de ellos falsos autónomos, otros autoexplotados y precarios que dependen de los ingresos del día para subsistir– como empresarios. Su situación se pone encima de la mesa para evitar el debate de fondo sobre esos grandes empresarios que podrían estar haciendo mucho más esfuerzo del que hacen y tapan su codicia mostrándose ofendidos por televisión. No nos referimos a los pequeños empresarios que no tienen más remedio que cerrar temporalmente para garantizar que sus trabajadores cobren. Nos referimos a los listos que se montan en la ola y han optado por minimizar sus costos y cargárselos a otros, sea a sus trabajadores obligándoles a tomarse vacaciones o despidiéndolos, sea al Estado acogiéndose a ERTEs cuando con sus ganancias acumuladas podrían perfectamente asumir el costo salarial de sus trabajadores durante dos o tres meses. Si a una familia trabajadora se le cuestiona que no tenga ahorros para afrontar el descenso de su poder adquisitivo para afrontar estos meses, ¿por qué no se le exige lo mismo, públicamente, a las empresas?

Destino de empresas y trabajadores va de la mano, nos dirán. Ciertamente, sobre todo cuando hay problemas. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) anunció hace días que 25 millones de trabajadores podrían perder su empleo, a escala global, debido a la crisis del coronavirus. Pero, ¿y qué hay de los trabajadores que ni siquiera tienen un contrato, es decir, un empleo formal que perder? Esos también existen en nuestro país. Y son mayoría en otras latitudes. En México, se calcula que 6 de cada 10 trabajadores pertenecen al sector informal. En Argentina, esta cifra es del 30 por 100. Si miramos a América Latina y el Caribe, el impacto del coronavirus puede ser todavía más brutal en sociedades con precarios sistemas de salud pública (con excepciones como la de Cuba), protección social o derechos laborales. Si en las supuestas sociedades avanzadas de Europa y EEUU se prevé una crisis económica que hará palidecer la de 2008, con graves impactos sociales y políticos, en sociedades dependientes de dichas economías, y con menores recursos propios para atajar sus consecuencias sanitarias, sociales y económicas, podemos prever una auténtica hecatombe. A su favor juega una pirámide demográfica no tan envejecida como la de los países europeos, lo que podría evitar un desarrollo fatal del COVID-19 en muchos de los infectados. Buena parte de los pobres del mundo temen más al hambre que al coronavirus, con razón, lo que hace difícil garantizar las medidas de confinamiento en sociedades donde los trabajadores no se pueden permitir no trabajar siquiera un día.

Entre lo poco que desde Europa podemos atisbar nítidamente de la sociedad que vendrá una vez acabe el confinamiento, el incremento de la brecha de la desigualdad parece un elemento que no está sujeto a discusión. Ya tenemos desigualdad en el contagio del coronavirus, desigualdad entre los que pueden teletrabajar y los que no, desigualdad entre los que pueden permitirse no trabajar y los que no, desigualdad a la hora de afrontar el confinamiento, desigualdad a la hora de salir de él. En definitiva, desigualdad entre clases que se verá acrecentada tras la pandemia, pero también desigualdad entre los países del mundo. Una profundización de la brecha Norte-Sur, aunque quizá con un nuevo reparto del poder en el sistema internacional, que permita que distintos centros establezcan unas nuevas reglas del juego que ayuden a la humanidad a trascender el capitalismo. Suena utópico, pero veremos muchas cosas en los años y décadas por venir. Cosas que quizá no hubiéramos imaginado, como esta combinación de pandemia y crisis.

Sin embargo, si algo no ha cambiado ni se ha extinguido en estos tiempos aciagos es la lucha de clases, que en estos momentos se agudiza en la boca de quienes optan por salvar la economía por delante de las personas y piden sacrificios colectivos mientras son otros los que se sacrifican, nunca ellos. ¿Será el coronavirus la chispa que encienda la pradera, el elemento necesario para que se transforme la cantidad en calidad, aquello que provocará el cambio cuando, aparentemente, nada se movía? Difícil es saberlo. A veces, en momentos convulsos, el crecimiento de la conciencia es exponencial. Me aventuro a decir que así será con esta crisis para la clase trabajadora, y creo que este elemento sí puede tener un impacto político no esperado. Nunca más evidente esa frase de «a tu jefe no le importas» al ver imágenes de trabajadores hacinados, como animales camino del matadero, en el primer lunes de la semana de confinamiento. Toda una lección para la conciencia política. Si verte expuesto al contagio personal, y posteriormente familiar, en medio de un paisaje propio de una película distópica no impacta en la conciencia, que venga Marx y lo vea. Por cierto, algún día deberíamos hacer un recuento del número de grandes empresas, de esas que no necesitan seguir produciendo para pagar al siguiente mes ni se dedican a sectores imprescindibles para la lucha contra el COVID-19, que han obligado a sus trabajadores a continuar con la cadena de producción, incluso teniendo casos positivos de coronavirus entre ellos. Seguramente no han sido casos aislados, porque responden a la lógica natural de comportamiento del sistema capitalista: un sistema en el que los beneficios están por delante de las personas, pero que, como dijo algún barbudo antes, cava su propia tumba con las contradicciones que alimenta a diario.

Mas ya nada volverá a ser como antes. Estamos viviendo un acontecimiento histórico de una magnitud tal que, aunque no podamos comprenderlo ni aprehenderlo por completo todavía, va a tener sin duda un fuerte impacto en la psicología de las masas, un impacto que será a escala global. Esto no significa que salgamos del coronavirus con una respuesta revolucionaria; puede que sea reaccionaria. Pero parece evidente que el coronavirus está resultando una bomba que ha hecho estallar los parámetros de comprensión del mundo… y al propio mundo. Sus jerarquías sociales, asociadas a una determinada escala de valores, están explotando y, con ellas, puede hacerlo también el sistema.

Seamos realistas, soñemos lo imposible, rezaba algún lema de hace décadas. El coronavirus ha llegado para decirnos que muchas de las cosas que nos vendieron como imposibles se pueden hacer si hay voluntad política para ello. Entonces, ¿qué nos impide hacerlo? El poder económico que impone su ley por encima de cualquier consideración humanitaria. Si, ni siquiera en estos tiempos que parecen apocalípticos, quienes mandan en el mundo son capaces de ver a la humanidad en su conjunto como un conglomerado de seres que deberían coexistir en igualdad, armonía y respeto, ¿por qué hemos de verlos a ellos como humanos? Quizá no lo son y es hora de señalarlos en su inhumanidad. En términos evolutivos, son un estorbo para la especie. Porque el coronavirus nos está mandando un mensaje, en luces de neón, pero no queremos verlo: para salvar a la humanidad y al planeta, hay que cuidar a los más débiles, colaborar entre países y vivir más armónicamente con el resto de las especies, animales y vegetales. Y eso pasa por cambiar nuestro modo de producción capitalista sustentado en la explotación del ser humano y la destrucción medioambiental. Ojalá aprendamos la lección: en manos de la clase trabajadora está el rumbo que tomará este cambio de era.

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