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El mandamiento
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El amor me lo ha explicado todo.
Juan Pablo II
En el Evangelio de Marcos nos encontramos con una enseñanza de Jesús que dice: “Un escriba se acercó y le preguntó a Jesús: ‘¿Cuál es el primero de los mandamientos?’. Él respondió: ‘El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos’” (Mc 12, 28-31).
En primer lugar, Jesús aquí nos enseña sobre las dos dimensiones del amor: el amor al prójimo y el amor a Dios. Esto quiere decir que el amor no puede separarse.
Por un lado, decimos que hay que amar directamente a Dios, porque de Él viene el amor que salva y hace bueno al hombre. Por otra parte, dice la Palabra en la primera carta de Juan: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1Jn 4,20b).
El amor a Dios no es solo un sentimiento más o menos cálido hacia Él, sino que supone una serie de actitudes: es quererlo, creerle, respetarlo y no temerle. También, es abrirse a su amor cultivando una relación humilde, cariñosa y de filiación con Él como Padre. Amar a Dios es entregarse confiadamente a Él, conociéndolo y sirviéndolo.
Dios es el único Ser absoluto. No es un objeto, una cosa o un ser más que existe. Por eso, no podemos amarlo de cualquier manera. Tampoco como cada uno lo sienta, le guste o le parezca. A Dios hay que amarlo como Él lo merece por ser Dios: con todo nuestro ser, absolutamente, sin condiciones.
Al encarnarse, sabemos que Dios está en el hombre y se ha hecho nuestro prójimo en Jesucristo. Esa es la dignidad mayor del ser humano, su riqueza. “Se hizo hombre y vivió entre nosotros” (Jn 1,14). Podemos decir que el camino –tanto de la santidad, como de la realización de la comunidad humana– es amar a Dios en el prójimo y que el prójimo sea amado por nosotros en Dios.
También, Jesús nos da la medida del amor a los demás: amar al otro como a uno mismo. El amor a nosotros mismos es el mayor amor que naturalmente tenemos: se enraíza en el instinto de conservar la vida. En algunas situaciones especiales, como en la amistad o en la pareja, nos atrevemos y nos exponemos a compartir ese amor, a darnos, y así nos enriquecemos con la respuesta del otro.
El Maestro nos enseña, que el amor al prójimo debe ser la actitud corriente y universal del encuentro con los demás. Se trata del amor de fraternidad, gratuito, total; el amor que perfecciona al hombre en la comunidad.
Amar al prójimo menos que a nosotros mismos es establecer una superioridad sobre el otro. Es una actitud de orgullo que descubre los defectos de los otros, los juzga y, consiguientemente, castiga a nuestro semejante con un trato hostil y frío.
El orgullo –presente desde el pecado original– está pronto a autojustificarnos y defendernos frente a los demás. Y de ese modo, sentimos que nunca tenemos la culpa nosotros. Siempre encontramos una razón que nos ampara.
Aun así, el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda y, sobrenaturalmente, nos enseña a amar. Esto es posible desde el amor de Jesús, que nos amó hasta el extremo de la cruz (Cf. Jn 13,1).
El desarrollo del amor al prójimo como a uno mismo devuelve a “nuestro yo” su verdadera y humilde dimensión de relación. Es el “yo” de la corrección fraterna: el que puede amar porque se deja amar, puede corregir porque se deja corregir; el que no se ensalza, sino que se ubica en la humildad de la comprensión, la paciencia y la sana tolerancia que construye al otro. Es el “yo” que no vive en rivalidad existencial, sino en cooperación de vida con los demás. Es el que puede ver los defectos del prójimo, pero sin enfadarse ni defenderse, porque también ve los propios. Puede amar al prójimo porque lo acepta en sus límites y se hace su amigo para el bien común. Por eso, también puede corregirse y ser santificado por el amor de Dios.
Si estamos convencidos de lo que la Palabra de Dios nos muestra, no estamos lejos del Reino de Dios (Cf. Mc 12,34). Al vivir su enseñanza, el amor de Dios puede permanecer dentro de nosotros y hacernos parte del mundo nuevo (Cf. Lc 10,28).