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El amor
del comienzo
Al amor se lo conoce amando.
Padre Ricardo, MPD
El Señor nos invita a recobrar el amor del principio. Dice la Palabra: “Conozco tus obras, tus fatigas y tu constancia. Sé que no puedes soportar a los malos, que has puesto a prueba a los que se llaman apóstoles, sin serlo, y los has encontrado mentirosos; que eres constante y que has sufrido por Mi Nombre sin desfallecer. Pero tengo esto en contra de ti: has perdido el amor del comienzo. Acuérdate pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a obrar como antes” (Apoc 2,2-6).
Este pasaje del libro del Apocalipsis nos recuerda el amor que un día nos enamoró y echó por tierra nuestro orgullo. Es el amor que nos lanzó a jugarnos por el Evangelio, llevándolo a nuestra vida y a la de los demás. Aquel encuentro fue la experiencia de haber descubierto el centro de nuestra existencia: la Roca firme sobre la cual “edificar la casa”; la Piedra angular que desechan los constructores de este mundo y de la historia humana (Cf. Lc 20,17; Mt 7,24-25).
Se puede ser un “superapóstol” y, sin embargo, haber perdido el amor del encuentro original con Jesús (Cf. Apoc 2,4). Tal vez sucedió que fui apropiándome nuevamente de la vida que le había entregado a Dios y sin darme cuenta, entre cuestionamientos y autojustificaciones, hice más tibia mi entrega. Y así me encontré viviendo como antes de conocer al Señor: quizás hablando sobre Él, pero no teniéndolo como el “centro” de mi vida.
Puedo preguntarme si soy como la semilla que cae en tierra pedregosa: acepto la Palabra de Dios con alegría, pero en el momento de las pruebas me vuelvo atrás (Cf. Lc 8,13). Después de haber experimentado el profundo Amor de Dios, el Señor me invitó a concretar la entrega de la vida. Y de a poco –sin mirar la cruz– me pareció exagerado mi ofrecimiento. Entonces, retiré o “regulé” mi donación y terminé dándole a Jesús y a mi prójimo lo que a mí me parecía bien y no lo que Dios me pedía. ¿Me arrepentí alguna vez de dar menos de lo que Dios me pedía o de no sacrificarme con Jesús?
Si frente al dolor pudiese mirar la entrega amorosa de Jesús en la cruz, mi propia entrega parecería liviana, escasa, y podría dejar entrar la generosidad de Dios en mi corazón.
Cierto día me escribió una joven. En alusión al camino del seguimiento y la identificación con Cristo despojado del mundo, se preguntaba:
“¿Y ahora qué, Señor? Seguir confiando, seguir entregando, seguir siendo cautivada por Ti con más incertidumbres que antes, pero confiada a la providencia y misericordia del Padre. Hay que sentir una renuncia en cada acto de amor; renunciar un poco a mí misma para que Él crezca. Si me preguntaran por qué lo hago, no sabría contestar: yo solo sé que Él me ama y yo lo amo”.
En la intimidad del amor, en la permanencia del encuentro original con Jesús, en la sencillez genuina del niño interior es en donde está la respuesta y el camino a seguir. Es en la falta de amor de nuestra empobrecida naturaleza humana donde está la búsqueda de nosotros mismos, la vacilación y la pérdida del Centro que hace, de nuestra vida, un Evangelio de Cristo.
Puedo preguntarme: ¿me decido, me animo, a descubrir lo que es el amor de Dios, amando hasta el fin? ¿O me quedo paralizado, mirando hacia atrás? (Cf. Jn 13,1).
“Quien tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida que está en el paraíso de Dios” (Apoc 2,7).