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CAPÍTULO 1 Actuación ministerial

La justicia al servicio

de la oligarquía y no del pueblo

LA IDEA de justicia y de la ley tardó varios siglos en tomar un cauce favorable para la sociedad. Durante largo tiempo fueron privilegio de unos cuantos: los que detentaban el poder y poseían riquezas, es decir, la oligarquía. Surgieron entonces quienes cuestionaron cuáles serían los mejores mecanismos para gobernar y extender los principios de justicia y legalidad. Heródoto, Platón y Aristóteles, por mencionar sólo algunos, centraron sus reflexiones problematizando y discutiendo sobre cuál sería la mejor forma de gobierno: “si entramos en esta investigación —escribió Aristóteles— es por no ser satisfactorias las constituciones actualmente vigentes”,3 Bien decía Aristóteles que es mejor que la ley, y no un solo ciudadano, gobierne, pues así incluso las personas encargadas de hacer valer la ley tendrían que obedecerla.4 Se podría decir que ésta es una de las primeras concepciones de lo que hoy conocemos como Estado de derecho y que parte de una premisa “fundamental: que el poder político, para mantener, en condiciones normales, el equilibrio entre la libertad y el orden normativo, se someta a éste y no traspase sus mandatos”.5

Con el paso del tiempo, las sociedades crecieron —en habitantes y extensión territorial—, por lo que se fueron volviendo más complejas, lo que trajo consigo nuevos retos que las viejas organizaciones políticas, los Estados, no podían enfrentar con éxito; hubo pues que modernizar al Estado. De nuevo surgieron muchos pensadores, particularmente después de la Edad Media, que estudiaron de dónde venía y hacia dónde debería encaminarse el nuevo modelo. Más allá de sus posturas para justificar los Estados absolutistas, podemos decir que dentro de la ciencia política se acepta que una de las primeras concepciones del Estado moderno fue la propuesta por Thomas Hobbes, precursor de la teoría del contrato social.

Para Hobbes, las ideas y modelos sociales que subsistían en su época habían hecho que el hombre fuera el lobo del hombre (homo homini lupus), por lo que una manera de cambiar esta situación era buscar una nueva forma de convivencia social que se centraba en una idea: que todas las personas pertenecientes a una sociedad entregaran, de manera racional y voluntaria, parte de sus derechos a una sola instancia, que sería la que podría tomar decisiones, buscando así que la paz reinara frente al caos o la guerra. Y aunque las ideas de Hobbes son hoy catalogadas como absolutistas, pues la democracia representativa no entraba aún en escena, lo cierto es que su pensamiento marcó el inicio de la idea de la sociedad civil —a través de este contrato social—, y con ella los riesgos que implicaba, especialmente, el peligro de que el soberano —en el cual se deposita la representación— utilice de manera incorrecta el poder que la sociedad le confiere.

Después de Hobbes muchas otras grandes figuras intentaron refinar las maneras en que las sociedades modernas podrían organizarse; ejemplos de ello son el inglés John Locke y el francés Montesquieu. Para Locke —a diferencia de Hobbes— el poder sólo se ejerce para preservar los derechos (a la vida, la libertad y la propiedad) de los integrantes de este contrato social, lo cual se logra a través de la ley.

Pues la ley, rectamente entendida, no es tanto la limitación como la orientación de las acciones de un agente libre e inteligente hacia su propio interés… el fin de la ley no es abolir o restringir, sino preservar y aumentar la libertad… pues la libertad consiste en estar libre de las restricciones y violencias de los demás.6

Montesquieu, en su emblemática obra El espíritu de las leyes, marcó una hoja de ruta con unas coordenadas muy claras que llevarían a las naciones a buen puerto. Esto no significaba que en el trayecto no fuera a haber tormentas, pero al menos ya se tenía un destino mucho más preciso para la nave cuya tripulación y pasajeros eran gobernantes y gobernados: era la nave del Estado. Estableció un principio básico que desde entonces es aplicable a cualquier modelo democrático: la división de poderes. Para él, “cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad [y] tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo”.7 Alertaba así del peligro que se corre cuando se concentra el poder en una sola persona, pues lo más probable, dada la naturaleza humana, es que se abuse de él. Esto se puede evitar de una manera relativamente simple, distribuyendo competencias y potestades entre distintos órganos de gobierno, en aras de un equilibrio que permita que, si hay desavenencias o algún intento de abuso, sea el poder quien enfrente al poder.8 Así pues, en la mayoría de los países poco a poco se fue cimentando la idea de la democracia representativa y la división de poderes.

México fue, por supuesto, imbuido de muchas de las ideas del Renacimiento y los esbozos de lo que sería el Estado moderno. Para muchos autores la influencia francesa fue la que predominó cuando los aires de cambio empezaron a sentirse desde finales del siglo XVII y principios del XVIII. Otros alegan, con cierta razón, que la independencia norteamericana y la discusión para la elaboración de su Constitución también tuvieron eco en la conformación de nuestro país. La mayoría de quienes se convertirían en nuestros excelsos defensores de la independencia y la libertad leían con fruición a Locke, Montesquieu, Rosseau; pero también a los norteamericanos Madison, Hamilton y Jay. Quizá Madison fue el más agudo de los tres al reflexionar sobre cómo debería ser la Constitución de su país. Para él, “la acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía”.9 Sabía también, “que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”,10 por lo que, “en todos los casos en que se ha de conferir un poder, lo primero que debe decidirse es si dicho poder es necesario al bien público, lo mismo que lo segundo será, en caso de resolución afirmativa, cómo precaverse lo más eficazmente que sea posible contra la perversión del poder en detrimento público”.11

Para algunos, todas estas ideas se vieron reflejadas en la Constitución de Apatzingán de 1814, impulsada por José María Morelos y Pavón, en la cual la separación de poderes fue la manera de no depositar todo el control en una sola persona.12 Algunas de las constituciones posteriores (desde la Constitución de 1824 hasta la de 1857, y finalmente la de 1917) trataron de generar mejores y más claros contrapesos, pero, aun así, el Porfiriato —la dictadura totalitaria en México— pudo echar raíces durante más de 30 años.

Después del Porfiriato, cuando quedó claro que la concentración del poder del Estado en un solo individuo y su uso indebido no podía ser contenido solamente por el hecho de que estuviera estipulado en la Constitución, las estructuras de control en México cambiaron notoriamente. La institucionalización de la Revolución intentó darle el poder a una institución política —y no a una persona— que en México se convirtió en un partido hegemónico. Durante ese largo periodo —más de 70 años— se pueden identificar a ciertos líderes cuya preeminencia nos regresó al punto de partida: el poder concentrado en las manos de un solo hombre, quien hacía y deshacía vidas y destinos, con la única diferencia de que sólo podía hacerlo durante seis años. Así se pervirtió el modelo. Más que señalar un culpable en particular, lo cierto es que los componentes del modelo hegemónico fueron los que impidieron que los postulados de la división de poderes se llevaran a la práctica. Desde el Porfiriato —con algunos breves interludios— hasta fechas muy recientes, los poderes Legislativo y Judicial estuvieron supeditados al jefe del Estado mexicano; en este hiperpresidencialismo, se llegó a hablar incluso de facultades metaconstitucionales,13 que en realidad lo que significaban era que el ejecutivo en turno hacía uso a su antojo de todo el aparato gubernamental. Lo cierto es que después de siete décadas, el modelo autoritario estaba agotado; sin embargo,

ninguno de los ocupantes de Los Pinos pudo o siquiera se propuso asumir la responsabilidad de transformar el sistema existente. Por el contrario, con diferentes estilos, todos y cada uno de ellos decidieron preservar la contradicción central de su gobierno y del régimen —ser democrático en la forma y antidemocrático en la esencia— [y] defender los privilegios de la clase política con todos los medios a su alcance.14

Y uno de estos medios fue mantener bajo la férula del Ejecutivo a los otros dos poderes, por lo que podemos decir que en México el Estado nunca alcanzó una verdadera modernización debido a que los contrapesos institucionales fueron, en la práctica, inexistentes.

Esto generó que el sistema de justicia del país no se desarrollara para garantizar la paz, la seguridad y el Estado de derecho, sino para proteger los intereses de una élite política y económica. El resultado principal de estas perversiones se divide en dos grandes rubros: el primero, una impunidad cercana al cien por ciento; el segundo, una persecución selectiva de supuestos delincuentes. Sobre este último punto es importante resaltar algunos aspectos.

En México, las personas más pobres y con menor preparación escolar15 son las que integran la población mayoritaria de las cárceles. Por décadas, la justicia en el país se fue atrofiando hasta volverse incapaz de perseguir con efectividad los delitos. Esto ocasionó que el sistema de justicia castigara con un sesgo evidente a quienes, sin necesariamente ser culpables, no contaban con los recursos para poder defenderse.

El problema radicó en que la falta de autonomía en la aplicación de la justicia provocó que ésta se convirtiera en el arma personal del ejecutivo en turno para perseguir a personajes incómodos, ya fuera porque se oponían a sus ideas o presentaban postulados diferentes. En las páginas de nuestra historia podemos encontrar un sinfín de ejemplos de estos comportamientos: la guerra sucia durante las décadas de los sesenta y los setenta; la persecución política a líderes de oposición; el intento de desafuero del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador, y un largo etcétera que incluye el caso de estudio de este libro.

Mi renuncia al PRI

A pesar de que muchas de las infamias se pueden urdir al bote pronto, algunas son largamente cocinadas en los peroles de la venganza y el rencor. Creo que éste es el caso. El volverme opositor generó odios y mezquindades que desembocaron en una grave pero infundada acusación. Todo comenzó en 1998.

Ese año, aunque afortunadamente contaba con una amplia base de apoyo de las y los zacatecanos, el partido al que pertenecía se negó a respetar los procesos democráticos, llevando a cabo la imposición de otra candidatura más cercana a las élites locales empresariales y al gobernador saliente.

Al no ser respetado el proceso de elección interno, los valores en los cuales siempre he sostenido mi andar político fueron violentados, por lo que en ese momento decidí contender por la gubernatura desde la izquierda partidista.

En ese entonces resultaba casi una utopía derrotar al partido hegemónico, pues aún controlaba ambas cámaras legislativas a nivel federal, contaba con la mayoría de las gubernaturas y con recursos casi ilimitados, pues los escasos controles que existían permitían aprovecharse del presupuesto público. A pesar de todas estas dificultades, yo sabía que el pueblo de Zacatecas me respaldaría y que no existiría cantidad de dinero capaz de doblegar esa voluntad.

Al poco tiempo, me convertí en un rival con grandes posibilidades de causar el primer descalabro al oficialismo, al contar con posibilidades reales de ganar una gubernatura desde la izquierda mexicana, por lo que las antenas de alarma se activaron en el centro del partido dominante: la reacción fue intentar desprestigiarme para frenar el cambio que se avecinaba en Zacatecas.

Desde muy joven he hecho mía una máxima de Goethe que dice que “es muy fácil pensar. Obrar es muy difícil, y obrar según nuestro pensamiento es lo más difícil del mundo”. También tengo como principio el ser autocrítico, así que mientras me encontraba militando en el PRI, mantuve siempre mi postura de señalar aquellas cosas con las que no estaba de acuerdo. Pero en ese instituto político eso no sólo no era bien visto, era mal recibido. Considero que, sin autocrítica, las democracias tienden a distorsionarse, lo cual no se puede permitir, y aun así, en ese entonces hubo quien no estuvo de acuerdo con el hecho de que me expresara libremente; con ellos había que seguir la consigna del marqués de la Croix: a callar y a obedecer. Negarme la candidatura fue una primera acción para tratar de detenerme, pero no fue la última.

Cuando desde Bucareli el entonces secretario de Gobernación me advirtió que me disciplinara, diciéndome que si me iba tendría que atenerme a las consecuencias, pues la maquinaria sería implacable, no me quedó duda de que el cariz democrático del partido estaba totalmente desvanecido. Los ataques no tardaron en hacerse sentir.

Días después, el presidente nacional del PRI, Mariano Palacios, en un mitin en Zacatecas, relató que su partido “no quiso postular, en una etapa de alta competencia electoral, a quien pudiera resultar vulnerable a críticas, a señalamientos político-electorales, por vínculos con un mundo de actividades turbias”, y al día siguiente, ya lejos de ahí, denunció con más precisión, pero sin aportar prueba alguna, que yo tenía vínculos con narcotraficantes que operaban en territorio zacatecano.16 Ahí comenzó a gestarse la infamia.

Hoy, a la luz de los años, estoy convencido de que en ese entonces la hidra de mil cabezas en la que se había convertido el PRI pensó que, como era costumbre con otros correligionarios, podrían atemorizarme y obligarme a que retrocediera en mi decisión de hacer valer la voluntad popular. No fue así. Un día después de las declaraciones de Palacios, convoqué a una conferencia de prensa en la que mostré el expediente que desde el PRI se estaba preparando en mi contra. Señalé enfáticamente que con trabajo y con honestidad, y con la ley en la mano, vencería cualquier intento de desprestigio. Desde entonces hasta ahora, estoy convencido de que el trabajo todo lo vence.

Este mismo expediente, con el que el que me cuestionaban sobre supuestas actividades ilícitas, nutrido de acusaciones falsas e inventos desproporcionados elaborados por el gobierno del PRI, fue enviado íntegro por el gobierno al entonces presidente del PRD, Andrés Manuel López Obrador, para que no se le ocurriera postularme debido a estos antecedentes. Era más que inexplicable que, habiendo sido dos veces diputado federal, senador y, en ese momento, representante legislativo ante el IFE, hasta entonces les resultara sospechosa mi trayectoria política. Para cualquier observador del acontecer político resultaba clara la sucia maniobra para tratar de eliminar a un contendiente.

Meses después, el propio presidente del PRD me confesó que este hecho intimidante y difamatorio le hicieron confirmar su intuición de que el PRD se alzaría con su primera victoria en Zacatecas.

En esa ocasión, las acusaciones se derrumbaron rápidamente. Pocos días después, el mismo Palacios se desdijo en cadena nacional, justificando la decisión de la imposición en excusas que nada tenían que ver con las acusaciones que él mismo formuló anteriormente, pues aseguró que mi expediente estaba limpio.

La maniobra no les funcionó, la voluntad popular se reflejó en las urnas. Con el 45 por ciento de los sufragios emitidos y siete puntos porcentuales arriba del candidato oficialista —mi más cercano competidor—, el voto de las y los zacatecanos me favoreció para ser su gobernador durante el periodo 1998-2004.17

Sin embargo, el andamiaje que se construyó desde la cúpula política en mi contra causó daños morales y políticos irreversibles. La elección en Zacatecas estuvo viciada de origen con recursos públicos en favor del PRI; había una clara intención de avasallar y aplastar la opción política de izquierda. Lograron hacer fraude en las comunidades rurales donde, por falta de recursos, teníamos dificultades para vigilar la totalidad de las casillas. A pesar de esto, en las zonas urbanas fue amplia la diferencia.

Aun el día de la elección, por instrucciones del presidente Ernesto Zedillo, se intentó vulnerar la voluntad política de las y los zacatecanos y arrebatar la elección de manera claramente ilegal. Meses después de los comicios, en una entrevista,18 el presidente nacional del PRD —y actual titular del Ejecutivo federal— describió la manera como el gobierno de la República intentó pervertir el sentido democrático y destruir la aspiración de cambio de las y los zacatecanos. Vale la pena hacer mención de ella a profundidad.

El “MURO 98”

La infamia contra nosotros fue tan significativa y descarada que, en aquella entrevista, Andrés Manuel López Obrador declaró que tuvo que intervenir durante el proceso electoral de Zacatecas para que el presidente Zedillo desmantelara el fraude que se estaba tramando desde la Secretaría de Gobernación, en contubernio con el gobernador estatal saliente. El hoy presidente de México narró las discusiones que entabló con Ernesto Zedillo durante las seis distintas reuniones que sostuvieron, en las que fue muy firme e insistente en que la democracia fuera respetada y reforzada en el país.

Conforme pasaba el tiempo, los encuentros entre ambos se fueron volviendo más ríspidos; Andrés Manuel insistía en que Zedillo debía ser la bisagra que diera paso a la democracia, y este último cada vez era más firme en la idea de que no podía ir en contra de su partido, y por ello, en el marco de la elección de gobernador en Zacatecas, el secretario de Gobernación trató de utilizar un método que les había resultado infalible: la cooptación, así que trató de hacer que dejara de lado la democracia, a cambio de un consulado en Miami.

Andrés Manuel López Obrador señaló también durante la entrevista, que recibió la advertencia de que si el PRD me postulaba se tendría que atener a las consecuencias. Una vez oficializada mi candidatura —narra—, las sospechas de fraude eran alarmantes, y por ello el PRD instrumentó una sigilosa estrategia para cuidar 300 casillas el día de la elección, a fin de que los operadores priistas no se apoderaran de ellas.

Un par de semanas antes de los comicios, las sospechas se confirmaron, pues en el documento denominado “MURO 98, capítulo Zacatecas”, fechado el 25 de junio —10 días antes de la jornada electoral—, se detallaban las acciones que deberían seguir la Secretaría de Elecciones y la Coordinación General de Información del CEN del PRI, y que coincidieron con lo que ocurrió el día de los comicios.

En el documento se estimaba que la votación real del PRI sería de 175,000 sufragios, y que la votación denominada como de seguridad sería de 223,000. La diferencia entre ambas, 48,000 votos, tendría que ser cubierta a través de la intervención en alrededor de 300 casillas, que podrían ser propicias para realizar las acciones de los fraudes del pasado, como rellenar urnas con boletas.

En el texto se precisa que esas 300 casillas se instalarían en los seis municipios donde la oposición no había presentado candidatos para ayuntamientos y en las zonas donde el traslado de la documentación electoral implicaba desplazamientos de más de 30 minutos, al ser de nula o escasa acreditación de representantes de la oposición, pues estaban ubicadas en zonas de alto analfabetismo, rurales, semirrurales o mixtas.

El fraudulento plan establecía también la manera en que se tendrían que seleccionar los representantes y funcionarios de las 320 casillas, estableciendo que el perfil de las personas indicadas debería ser proporcionado por la Secretaría General de Gobierno, y que los operadores electorales —a cargo cada una de cuatro casillas— estarían acreditados como asistentes electorales, y podrían participar en el traslado de las urnas, “facilitándose el trabajo de campo poselectoral donde así se requiera”.

En el documento también se constataba el cinismo con que operaba la oposición, pues refería que era recomendable que en la adulteración de las actas se le dieran algunos votos a la oposición, “para evitar las impugnaciones por casillas zapato”. En el colmo de la desfachatez, el escrito llegaba al grado de indicar que las líneas de acción para la Coordinación de Información y Propaganda eran las siguientes:

Concluido el periodo para hacer proselitismo, repartir propaganda adversa al principal candidato opositor; la Secretaría General de Gobierno “inducirá” declaraciones públicas de líderes de las cúpulas empresariales, la Iglesia y “dirigentes afines” de asociaciones civiles “demandando responsabilidad y madurez de la ciudadanía al momento de votar”.

Además, el día de la elección, según el plan, el diseño muestral de las encuestas de salida se realizaría en función de las 320 casillas seleccionadas, así como de “las casillas ubicadas en secciones electorales probadamente priistas”. La difusión de esas encuestas sería a través de televisión nacional, para lo cual —advierte el documento— se requería una negociación especial y superior con los directivos.

Por último, el texto señalaba que, de acuerdo con las circunstancias, el candidato del PRI podría comparecer alrededor de las 22 horas del domingo 5 (el día de la elección) ante los medios de comunicación para reconocer su ventaja irreversible, subrayando que serían las autoridades del Instituto Electoral del Estado de Zacatecas (IEEZ) las que difundirían los resultados oficiales.

Durante la entrevista, Andrés Manuel refirió también que estos lineamientos fueron aplicados rigurosamente y hubieran llegado a su objetivo de no ser porque un desconocido le entregó varias audiocintas el día de la elección. Como lo expresó el ahora presidente, cuando escuché las cintas, mi reacción fue de sorpresa absoluta, pues aunque sabía que las tendencias y la voluntad popular me favorecerían, la posibilidad de que se cometiera un fraude era latente y cercana.

En una de las grabaciones, poco después del cierre de las casillas, se escuchaba al gobernador saliente de Zacatecas, Arturo Romo (AR), quien comunicaba a José Ascención Orihuela (AO) —secretario de la Segunda Circunscripción Regional del CEN del PRI— la estrategia que había llegado “desde arriba”; por su relevancia vale la pena transcribir un segmento:19

AR: Bueno, falta un elemento, no solamente la protesta, sino que las encuestas de salida, de empresas serias, arrojan un virtual empate con ligera ventaja para el partido. Y en esa virtud nadie se puede pronunciar en estos momentos, sino hasta que se cuente.

AO: Aquí hay que decir que en los municipios donde se hizo la encuesta...

AR: ¿Saben qué, Chon? [lo interrumpe] Estoy pasando una instrucción de allá arriba.

AO: Está bien.

AR: Aquí mi obligación es decirte lo que así fue exactamente, ¿no?

AO: Okey.

AR: En ese sentido, en los municipios donde se realizó la encuesta, aún en ésos, tenemos una ligera ventaja, pero que, como somos un partido responsable, vamos a esperar...

AO: A que se den.

AR: ... a que den los resultados los órganos responsables. Punto. Hasta ahí, no más, mano. Y a las siete de la noche va a corregir ya la televisora, porque además no hicieron un trabajo serio. Me consta a mí.

AO: A todos, yo ya se lo informé al presidente.

AR: Sí. Y es importante que salga con fuerza esa declaración, ¿no?

AO: Muy bien.

Con base en la información de ésta y de las otras cintas, Andrés Manuel tomó la decisión de telefonear a la otrora residencia presidencial, Los Pinos. La llamada se dio alrededor de las 9:20 horas; al otro lado de la línea estaba Liébano Sáenz, secretario particular del entonces presidente Zedillo. Sin temor alguno, fiel a sus convicciones democráticas, Andrés le comunicó que tenía información de que se fraguaba un fraude electoral en Zacatecas: “Dile [al mandatario] que tengo unas grabaciones sobre ese operativo. Y como botón de muestra, que le pregunte a Labastida si habló con Salazar Toledano alrededor de las nueve de la noche sobre esto. Infórmale que si no dan marcha atrás, denuncio ahora mismo el operativo y doy a conocer las grabaciones”.

La respuesta del funcionario fue que se lo comentaría al presidente Zedillo, y que le hablara en media hora. Pasado ese tiempo, llamó nuevamente a Liébano. “Me quiso apretar —dijo Andrés Manuel— con el argumento de que era ilegal grabar conversaciones telefónicas”. Él le reviró que ése no era el asunto, sino que se exigía que se respetara la elección, a lo que el secretario particular contestó que el presidente no sabía nada, y que siempre actuaba con legalidad. Andrés terminó diciendo que lo que necesitaba era una respuesta, y que, si no se daba, haría público el operativo. Su interlocutor respondió con molestia, casi gritando: “¡Ten confianza, Andrés Manuel! Espera el reporte de la televisora a las 10 de la noche”.

Transcurrieron cuatro horas y había un silencio casi total de los medios de comunicación nacionales y locales, esperando que el fraude se impusiera. Aún recuerdo aquel momento cuando, a la hora señalada por Liébano, el locutor Guillermo Ortega salió al aire para decir que el PRD estaba arriba en Zacatecas. Entonces Andrés me pegó una palmada fuerte y me dijo: “¡Ciudadano gobernador!”. Después de tantos sinsabores, de angustias y frustraciones, de resistir ataques constantes, de mantenernos firmes, por fin empezaba a pensar que podría tomar un respiro.

Habíamos rentado dos habitaciones en el Hotel Emporio, en una se encontraban mi esposa María de Jesús, mis hijas Caty y María, y mi hijo Ricardo; y en la otra, Andrés Manuel y yo. El hotel está frente al Palacio de Gobierno, así que por vez primera lo vi de manera diferente, pensé que ese lugar sería mi segunda casa por seis años, y desde ahí podría impulsar todos los proyectos e ideas que había estado pergeñando durante tanto tiempo, parecía que el sueño se convertiría en realidad.

No puedo olvidar que en el hotel pasé las horas más angustiosas de todo el proceso electoral, pero al mismo tiempo las más excitantes y alentadoras: por un lado, conforme iban llegando las actas se iba confirmando que habíamos triunfado y, por el otro, la gente, muy entusiasmada, comenzaba a reunirse en la Plaza de Armas y a usar el claxon de sus vehículos expresando su apoyo por haber logrado una victoria que parecía imposible; nos habíamos enfrentado al régimen, y lo habíamos derrotado. La verdad fue que el carácter de AMLO, como dirigente político, defendió la voluntad popular de las zacatecanas y los zacatecanos, hecho que me vinculó políticamente con el movimiento que abanderó y dirigió.

Andrés Manuel recordó que había sentenciado lo que también se convertiría en una predicción para las elecciones en las que él mismo competiría para obtener la presidencia. Así lo anticipó al final de aquella multicitada entrevista: “Es indudable que fue una elección de Estado. Logramos pararla, pero es increíble que el presidente Zedillo no haya estado enterado de eso, como resulta increíble que no esté enterado de otras elecciones de Estado, como las de Guerrero, Quintana Roo y otros estados, en las que participaron los mismos mapaches”.

En aquel momento la magnitud del operativo en mi contra no se había limitado a las fronteras nacionales, pues —en una de estas actitudes propias del conservadurismo imperante en esa época— incluso se intentó involucrar a los Estados Unidos de América para que, mediante señalamientos falsos, me vincularan a actividades ilícitas; hecho que tiempo después fue confirmado por el entonces embajador de ese país en México, Jeffrey Davidow.

En su libro El oso y el puercoespín, el exembajador escribe:20

Las autoridades mexicanas querían involucrar a la DEA en una operación encubierta contra Monreal en los días previos a las elecciones estatales. La Fiscal General [de Estados Unidos] Janet Reno me pidió que pasara por su oficina. Ella me pidió mi opinión. Respondí que, si el tipo estaba sucio, también lo estaría después de las elecciones, pero que sospechaba que la información y el esfuerzo de colaborar contra él podrían haber sido motivados políticamente. Ella estuvo de acuerdo. No hicimos nada. Monreal ganó. El gobierno nunca volvió a plantear el problema.21

Después de la publicación de ese libro, fui convocado a una cena en la casa de Pablo Reimes, a la que también asistió Davidow, así como diversos integrantes de la clase empresarial de Zacatecas, como Pedro Lara, Isauro y Eduardo López, Ismael Gutiérrez, Guillermo Muñoz, Carlos Lozano y Juan Zesati, entre otros. Davidow habló —en entrevista— sobre este capítulo, señalando que:

En el caso de Monreal la información llegó a través de una agencia del gobierno de México, y había la sospecha en Washington que personas ligadas al PRI estaban intentando manchar a Monreal por haber dejado el partido para ser candidato por la izquierda. Y hubo gente del gobierno de México que quería que el estadounidense abriera una investigación antes de las elecciones. Mi punto de vista fue pedir más datos del gobierno de México, pero nunca llegaron.22

Ése fue el panorama previo a aquellas elecciones, y sería una constante con la que tendría que desempeñar mi mandato, al ser el único gobernador de izquierda del país.

Desde entonces, el bienestar social sería el hilo conductor de las políticas que promovería. Como resultado, los niveles de pobreza en el estado disminuyeron considerablemente. En 2000, dos años después de haber recibido la administración de la entidad, el 28.9 por ciento de la población zacatecana se encontraba en pobreza alimentaria, y el 56.3 en pobreza patrimonial. Al final de la administración, estos porcentajes disminuyeron el 20 y el 53 por ciento, respectivamente.

Debo confesar que los años de gobierno no fueron sencillos, pues muchas veces el trabajo de mi equipo se veía frenado por las restricciones y los obstáculos que desde la Federación se ejercían, además de haber recibido la administración del estado con un nivel considerable de sobreendeudamiento. La crisis económica nacional de 1994 golpeó duramente a Zacatecas; tan sólo en el primer año de gobierno de Ernesto Zedillo, las participaciones fiscales para la entidad se redujeron en un 17.7 por ciento en términos reales. El gobierno estatal de ese entonces enfrentó la reducción de recursos con la fórmula mágica propia del neoliberalismo: el endeudamiento público.23

Esta situación llevó a mi administración tanto a plantearse el sano manejo de las finanzas públicas como a encontrar mecanismos democráticos para exigir que la Federación cumpliera con las obligaciones que se negaba a refrendar.

Un claro ejemplo de esto último fue la falta de apoyo para llevar a cabo dos obras de gran trascendencia para el estado: la autopista Zacatecas-Aguascalientes y la autopista Zacatecas-San Luis Potosí. Consciente de la importancia de ambos proyectos para lograr una mayor y mejor conectividad de la entidad con el resto de la República, y ante la negación de la Federación por incluir las contribuciones acordadas, se llevó a cabo la llamada Marcha por la Dignidad de Zacatecas.

Si bien esta manifestación fue encabezada por el gobierno estatal, a ella se unieron presidentes municipales y diputados federales de todos los partidos políticos. El objetivo fue exigirle al presidente Zedillo el cumplimiento de su compromiso de construir las carreteras, y discutir con la Secretaría de Hacienda la manera como se estaban cobrando los adelantos que se le habían otorgado a la administración estatal anterior.

No solamente logramos que estos compromisos se cumplieran, sino que, además, y gracias al respaldo popular, al término de la administración la obra pública que benefició a nuestras comunidades se triplicó, comparada con varios sexenios anteriores.

A las dificultades financieras e intentos de sabotear la obra pública, se sumaba que tampoco contaba con un Congreso local favorable. En 1998, el PRD obtuvo seis curules por elección directa; este número aumentó a 10 en 2001, año en que el PRI obtuvo siete y el PAN una. De las 12 diputaciones asignadas por representación proporcional, tres fueron para el PRD, tres para el PRI, tres para el PAN, dos para el PT y una para Convergencia por la Democracia.24

En otras palabras, la mitad del mandato ejercimos un gobierno dividido. En los primeros tres años, el Congreso local se integró con 20 diputaciones de la oposición contra 10 del PRD, y en el segundo trienio con 17 curules opositoras y 13 de la bancada de izquierda. No obstante esta composición, las cuentas públicas del gobierno fueron aprobadas por unanimidad.

La infamia

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