Читать книгу Consejos para el progreso espiritual - Ricardo Sada Fernández - Страница 7

Оглавление

II.

DOS ACENTOS DE LA VIDA INTERIOR

HEMOS DICHO QUE LA ETAPA de los adelantados se caracteriza por la vía ascética y la de los perfectos por la vía mística. Esta terminología era desconocida para los Santos Padres y los teólogos medievales. La vida espiritual se concebía como un todo.

Pero desde el siglo XVIII, por múltiples razones, el planteamiento de la teología espiritual comienza a escindirse. El compacto bloque aparece dividido en dos apartados. Un punto de inflexión tiene lugar con la publicación del libro Direttorio ascético y, separadamente, el Direttorio místico, de Juan Bautista Scaramelli, S. J. (1687-1752). Dice en la introducción: «La ascética es la ciencia que dirige a las almas a la perfección por los caminos ordinarios de la gracia; se diferencia de la mística en que esta conduce a la misma perfección, pero según los caminos extraordinarios de la gracia»[1].

Parecería que la ascética fuera para el común de los cristianos mientras que la mística o contemplación se reservaba para quienes iban por caminos extraordinarios. No era ya la mística un momento del desarrollo progresivo de la gracia santificante, sino la constatación de fenómenos espectaculares: éxtasis, levitaciones, estigmas, raptos, toques sustanciales... Afortunadamente, una controversia larga y provechosa sobre esta distorsión, tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, produciendo fructíferas clarificaciones[2]. El Catecismo de la Iglesia Católica salió definitivamente al paso reafirmando la doctrina de siempre: «El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama ‘mística’, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos —“los santos misterios”— y, en él, en el misterio de la Santa Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con él, aunque gracias especiales o signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para así manifestar el don gratuito hecho a todos»[3].

Dios nos llama a todos a esta unión íntima con él. Lo extraordinario —y aquí aparece la confusión histórica— no es más que un signo o manifestación del don gratuito hecho a todos[4]. Los signos extraordinarios no son para todos; la plenitud de gracia santificante y la acción de los dones, sí. En la vida de algunos santos —y, por cierto, no en la mayoría— encontramos esos signos milagrosos, manifestativos del don gratuito que se ubica más allá de las categorías del orden natural. Pero la contemplación o Mystica theologia, como la llama san Juan de la Cruz siguiendo al Pseudo-Dionisio, es para todos[5].

Podemos en este punto preguntarnos si nosotros habíamos confundido la mística como algo reservado a una elite especial, y no para el común de los cristianos. Y preguntarnos, además, si nos la hemos planteado como meta personal. En caso negativo, seríamos cristianos con riesgo, según la conocida expresión de san Juan Pablo II[6]. Aparecería el peligro del enanismo espiritual que produce frutos amargos[7]. La Vida Nueva, proyectada al infinito, unida a la de Cristo, comenzaría a quedarse atrapada en los límites de su propia finitud.

Abundemos, pues, un poco más en los enfoques ascético y místico, teniendo siempre presente la unidad de la vida espiritual y la inseparabilidad de ambos: no se trata de clasificar a las personas en una u otra categoría, sino tan solo de señalar procesos.

EL ACENTO ASCÉTICO

La vida espiritual suele enseñarse y practicarse bajo dos modulaciones: una más teocéntrica o contemplativa; otra más antropológica o moralizante. Son meros acentos, no líneas paralelas ni mutuamente excluyentes.

El acento ascético privilegia la acción del hombre y sus obras. Este modo de entender la vida espiritual es más propio de temperamentos activos, emprendedores, llenos de confianza en las realizaciones humanas. Es preciso indicarlo en la pedagogía inicial de la vida cristiana, tal como debe darse en los adolescentes, y en quienes se hallan en los primeros estadios de la vida espiritual. Es momento de consolidar virtudes, señalar cauces e indicar sistemas. No es que Dios y su amor dejen de fundamentar el proceso, pero Él, en cuanto Persona amada, queda un tanto al margen. Se atiende más a los efectos que Dios produce que a Dios mismo.

La fe, en el acento predominantemente ascético, consistirá en un modo de plantearse la vida en términos de generosidad, servicio, entrega. Dios aparece remoto; no es el impulso inmediato de vida. El examen de conciencia consistirá en un análisis minucioso de las faltas y sus causas, buscando luego el remedio virtuoso: contra pereza, diligencia; contra gula, templanza; contra ira, mansedumbre... Orar será meditar, buscar la aplicación de la Palabra de Dios a la vida cotidiana, descubriendo qué se ha de hacer en tal situación o en otra. Se detiene con frecuencia en la introspección, entendida como propio conocimiento, con peligro de centrarse en el hombre con exceso.

Orientada a la reforma de la vida, da especial importancia a las aplicaciones prácticas. El hombre moderno, envuelto en el pragmatismo —incluso si ha hecho una opción radical de entrega a Dios—, suele emplear el modo de orar meditativo más que el contemplativo, donde el orante practica el solo ejercicio del amor y descansa en la fruición de la posesión del Bien deseado.

El asceta podrá medir sus logros: crecimiento en virtudes, avance en proyectos apostólicos, ausencia o disminución de pecados, defectos y errores. Juega un papel importante el examen particular [8]: se trata de lograr triunfos y evitar fallos. En este punto advirtamos que la otra directriz —la teocéntrica o mística— no relega o menosprecia la práctica de las virtudes, el apostolado o el examen particular, pero la lucha no será enfocada directamente, sino como consecuencia del Amor, es decir, cristocéntricamente[9]. En el místico, el ejercicio virtuoso vendrá dado al comprender los modos de amar del Corazón de Jesús y sus sentimientos.

En el modo ascético, el amor al prójimo puede desenfocarse y acabar siendo considerado el mayor de los mandamientos, semejante al amor de Dios y norma última de vida. De ahí la vigilancia sobre el egoísmo y la insistencia en la universalidad de la caridad. En la vía ascética o moralizante el acento recae sobre el hombre que sirve a Dios y al prójimo.

EL ACENTO MÍSTICO

El acento místico o contemplativo atiende preferentemente al ejercicio de las virtudes teologales —el ascético, dijimos, a las morales—. Repetimos de intento que ambos enfoques no se presentan en estado químicamente puro —serían herejías— sino con modulaciones. Resulta imposible separarlos y, dependiendo de los influjos educativos, de la época histórica, del temperamento y de la moda, escuelas e individuos privilegian uno u otro, manteniéndose sin embargo la autonomía del cristiano y la suprema libertad del Espíritu.

Teniendo como punto focal el Amor de Dios, quien transita por la orientación mística se fundamenta en dicho Amor y tiende siempre a él. Con el alma invadida por ese Amor —o, al menos, con el deseo de él—, desarrolla, en su despliegue, la práctica del amor al prójimo, así como el resto de las virtudes. La ascética pone el acento en el ejercicio de dichas virtudes, sin olvidar o relegar la acción constante de la gracia para practicarlas. La mística no desprecia lo humano y las realidades terrenas, sino que las integra en el amor: «Desde luego, has de seguir tu camino: hombre de acción... con vocación de contemplativo»[10].

La concepción contemplativa o teocéntrica se basa en la certeza del Amor divino vertido sobre cada hombre. El místico sabe que Dios lo ama antes y lo ama tal cual es, independientemente de sus méritos. Con ese fundamento comprende todo lo demás. Su fe será ante todo una relación personal y directa con ese Dios que se ha abajado hasta él, y tal acercamiento le dará la pauta para tratarlo con confiada intimidad. El pecado no será sino el desaire a Quien le ha ofrecido su amor: el rechazo de la unión.

En su examen de conciencia buscará ubicar momentos en que la comunicación amorosa se ha interrumpido, así como el desenfoque del corazón que la ha ocasionado. Se refugiará entonces en el canto a la misericordia de Dios que habrá de cantar eternamente. Para quien se siente cómodo en esta directriz, orar le resultará sencillamente trato de amistad, ejercicio unitivo, donde se dejará amar y encender por el fuego y la luz de un Amor sin límite ni medida. Tal resplandor se manifestará, con palabras o sin ellas, en su existencia.

Esta forma de plantear la vida espiritual no conlleva la pérdida de la propia personalidad, pero sí la de la propia voluntad, que busca hacerse una con la del Amado, incluidas las exigencias de vaciamiento y purificación que eso comporta. Ser humilde consistirá en permitir que la verdad propia se deje fascinar por la grandeza, belleza, bondad y amor de Dios. Su vida tendrá como meta la transformación en el Amado, para hacerlo presente de nuevo sobre la tierra. En una palabra, el acento recae en Dios, a quien el hombre mira, no en el hombre, que es transformado por Dios.

PROS Y CONTRAS

El acento místico o contemplativo entiende el cristianismo como vida, cuya fuente es Jesús. Sus efectos no suelen ser fácilmente mesurables ni tampoco rápidos. Como ha de asimilar una Vida que suple la suya, el proceso se va realizando paulatinamente, hasta que se haga presente la única Vida, la de Cristo. Atiende a lo hondo de la persona, a la raíz, desde donde llegará al tronco y a las ramas, y entonces producirá el fruto.

La ascética es una vía más fácilmente verificable. Puede ofrecerse como conversión rápida y visible, pero también más externa. No ha alcanzado al corazón sino, como dijimos, solo a la voluntad. Es absolutamente imprescindible para la mística, tal como señala san Josemaría en gráfica comparación: «No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos. —Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores»[11].

Ambas líneas tienen sus peligros y ambas han tenido sus partidarios en los grandes sistemas teológicos y en las distintas escuelas de espiritualidad. Por ambas se transita hacia la santidad, una en calidad de medio, la otra de fin. Como todo camino, en las dos aparecen riesgos: la contemplativa o teocéntrica puede desembocar en intimismo, quietismo y misticismo (en el sentido peyorativo de la palabra). Ilusiones, auto-engaño, soberbia espiritual que prescinde de reglas y controles. La otra puede deslizarse hacia el pelagianismo, es decir, a la inflación de lo humano con oscurecimiento de la acción divina que antecede, acompaña y sigue todo esfuerzo del hombre. El hilo negro de la soberbia aparece ahí, igual que cuando Adán quiso hacer del hombre un dios.

En la mera ascética, los éxitos y progresos en la propia vocación o en los frutos apostólicos —unidos al carácter resolutivo y empeñoso del sujeto—, podrán derivar en voluntarismo, jansenismo y humanismo, con los tintes propios de cada época, ambiente y temperamento. Por la ley del péndulo, muchas veces este planteamiento provoca decepciones, cuando el cristiano experimenta sus límites. Aparecerá tarde o temprano la sensación de fracaso al percibir la santidad como imposible, porque la entendió como autoperfección, o al comprobar esterilidad en su acción apostólica.

La mística es vivencia de las virtudes teologales de las cuales brotan las morales por desbordamiento; la ascética atiende más la acción del hombre. La una abre las alas para volar; la otra corre el peligro de cortarlas.

En estas páginas hablaremos del progreso en la vida espiritual. No resulta, pues, extraño, que recalquemos la forma mística o contemplativa. Por eso, nos detendremos en las premisas para lograrla. La crisálida no desea permanecer eternamente como gusano. No se contenta con andar paso a paso; buscará que le salgan alas. «Ya no tiene en nada las obras que hacía siendo gusano, que era poco a poco tejer el capucho; hanle nacido alas, ¿cómo se ha de contentar, pudiendo volar, de andar paso a paso?»[12].

[1] El planteamiento de Scaramelli no se da por generación espontánea. En el Apéndice I se relatan los avatares que dieron lugar a dicho planteamiento.

[2] Para un tratamiento amplio del tema, ver La cuestión mística. Estudio histórico-teológico de una controversia, JAVIER SESÉ-MANUEL BELDA, EUNSA, Pamplona 1998.

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n.º 2014. El subrayado es nuestro.

[4] Además de la enseñanza del Catecismo antes citada, el Magisterio enseña: «A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esta manera, llegar a una cierta experiencia de Dios» (Carta Orationis formas, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, n. 25, 15-X-1989). Recordemos que, desde el bautismo y mientras permanecemos en gracia santificante, poseemos todos los dones del Espíritu Santo.

[5] Aunque tienen matices que las diferencian, aquí emplearemos indistintamente los vocablos mística y contemplación. Así, san Juan de la Cruz: «Esta noche es la contemplación en que el alma desea ver estas cosas. Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida» (Cántico B, canción 39, n.º 12).

[6] «Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no solo serían cristianos mediocres, sino cristianos con riesgo. En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos» (SAN JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n.º 34).

[7] «El puro ascetismo, sin amor, ha fracasado siempre en la historia del cristianismo» (MELQUIADES ANDRÉS, Historia de la mística en la edad de oro en España y América, BAC, Madrid 1994, p. 127).

[8] Por examen particular se entiende la concreción de alguna meta espiritual: desarraigar un hábito, crecer en una virtud, rezar determinadas oraciones, etc.

[9] San Josemaría Escrivá enseña un modo concreto de vencer desde la óptica de la mística: «Si queréis aprender de la experiencia de un pobre sacerdote que no pretende hablar más que de Dios, os aconsejaré que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia —que es peor— se rebele y se encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino» (Amigos de Dios, n.º 302).

[10] Id. Surco, n.º 452.

[11] Camino, n.º 409.

[12] SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas 5, c. 2, n.º 9.

Consejos para el progreso espiritual

Подняться наверх