Читать книгу El crepúsculo del materialismo - Richard Bastien - Страница 7
ОглавлениеINTRODUCCIÓN
LA CULTURA POSMODERNA QUE CARACTERIZA nuestra época no admite otra razón que la razón científica. Niega la posibilidad misma de toda razón metafísica y querría hacernos creer que la ciencia es incompatible con la fe cristiana. Esta incompatibilidad es un mito. Se puede amar la ciencia y amar a Dios también. Es lo que el lector descubrirá en las páginas que siguen.
Cada uno debe plantearse un día u otro la cuestión: «¿Por qué estoy yo en este bajo mundo?». Un ateo no puede responder a esta pregunta. Ciertamente, su vida no está necesariamente privada de sentido, pero si cree de verdad que Dios no existe, le es imposible creer que su vida tiene objetivamente un sentido —un sentido que existe con independencia de su propia voluntad—. Los grandes intelectuales ateos —Sartre, Camus, Michel Onfray…— están todos de acuerdo: la vida es en sí absurda. Si Dios no existe, nada existe fuera del mundo físico, lo que significa que cada uno de nosotros no es más que un accidente de la naturaleza. Somos el puro producto del azar, no hemos sido queridos por nadie, de modo que no tenemos ninguna razón de ser.
Pero eso no es todo. Si Dios no existe, no hay ningún absoluto de orden moral. Aquí aún, los ateos son los primeros en estar de acuerdo, como atestigua el escritor británico Richard Dawkins, según quien «no hay en el fondo ningún designio, ninguna finalidad, ningún mal, ningún bien, no hay más que fútil indiferencia». Por cierto, sería falso concluir de esto que todos los ateos son inmorales —algunos tienen un sentido moral muy elevado—. Pero la moral de un ateo no puede reivindicar ningún fundamento objetivo. A esto, los ateos responden a veces que una evolución sociobiológica que data de muchos millones de años nos ha conferido un sentido moral. Gracias a esta evolución, sabemos todos que está bien alimentar a un niño hambriento y mal dejarlo morir de hambre. Sin embargo, el ateísmo no puede explicar por qué pensamos así. Si Dios no existe, lo que llamamos el bien y el mal no es nada más que un azar de la evolución. Sin duda, esta puede explicar la supervivencia de las especies. ¿Pero cómo podría explicar el gesto de una persona que da su vida por el bien de otro?
Decir que la moral es un subproducto de la evolución humana equivale a decir que las normas morales no son nada más que convenciones sociales. Se sigue que el racismo, la intolerancia y la homofobia no tienen nada de malo en sí. Sucede simplemente que, en la coyuntura actual, parece oportuno o útil condenarlos. Pero puesto que todo debe juzgarse a la luz de la oportunidad o utilidad, y que no hay nada sagrado ni absoluto, podría ser de otro modo. Después de todo, ¿no están también las convenciones sociales llamadas a evolucionar?
La razón pone pues en evidencia la necesidad de dar a las normas morales un fundamento objetivo. Algunos creen que «el desarrollo de los seres humanos» puede constituir ese fundamento: si un comportamiento favorece nuestro desarrollo, nos dicen, es objetivamente bueno, y objetivamente malo en caso contrario. Pero entonces se nos plantea otra cuestión: ¿por qué el desarrollo de la especie humana? ¿Por qué no el desarrollo de la fauna o de la flora, como proponen los ecologistas radicales? ¿O por qué no el desarrollo del planeta, como proponen algunos antinatalistas virulentos? Y suponiendo que una mayoría quiera contentarse con «el desarrollo de los seres humanos» como fundamento de la moral, ¿quién determinará cuáles son sus componentes? Los bolcheviques rusos estaban convencidos de que la felicidad de la humanidad pasaba por el encarcelamiento o la muerte de millones de «burgueses», los nazis por la masacre de millones de judíos, y los fundadores del movimiento eugenésico por la esterilización forzosa de las mujeres pobres. Como afirma el filósofo canadiense Kai Nielsen, gran defensor del utilitarismo, la razón puramente práctica, incluso con un buen conocimiento de los hechos, no sabría llevarnos a la moral.
Si el ateísmo es verdad, nada —absolutamente nada— autoriza a juzgar que un comportamiento sea bueno o malo. La noción misma de moral pierde todo su sentido. ¿Y si no hay nada después de la muerte, para qué llevar una vida moral? Si Madre Teresa y Hitler han conocido la misma suerte al pasar de la vida a la muerte, la manera de vivir que han elegido no tiene ninguna significación objetiva. ¿Por qué entonces empeñarse en ser bueno y generoso?
A esta pregunta, el célebre filósofo británico Bertrand Russell respondía que tenemos que «construir nuestras vidas sobre el sólido fundamento de la desesperanza». Dicho de otro modo, un ateo serio está condenado a elegir entre la felicidad y la coherencia. Uno puede llamarse ateo, pero no puede vivir como un ateo y llamarse feliz —a no ser que pretenda que desesperación y felicidad pueden darse a la vez, lo cual es absurdo—.
Resulta de todo esto que, en nuestro mundo, solo los cristianos pueden ser a la vez felices y coherentes. Si el cristianismo es verdadero, cada uno de nosotros existe porque ha sido querido y creado por Dios, y la felicidad terrestre no es más que un pálido reflejo de la vida que nos espera después de la muerte. La vida entonces tiene un sentido, que viene de Dios.
De todo esto, no se puede concluir la verdad del cristianismo. Pero se puede al menos concluir esto con la mayor certeza: no hay vida humana que sea a un tiempo feliz y coherente fuera del cristianismo. Como afirma Russell, el verdadero ateo está condenado a fundamentar su vida en la desesperanza, lo cual parece imposible. De ahí su propensión a vivir como hedonista. Existe sin embargo otra vía y es la del cristianismo.