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LA VERDADERA NATURALEZA DEL CONFLICTO ENTRE CIENCIA Y FE

DESDE HACE CASI CUATRO SIGLOS, una cierta escuela de pensamiento afirma que hay incompatibilidad entre fe y razón, entre ciencia y religión. Esta idea, proclamada a los cuatro vientos en el siglo de las Luces por filósofos como Voltaire, d’Alembert, Condorcet y Diderot, tiene una vida larga. En el siglo XIX, los escritos de Auguste Comte (1798-1857) y de Ernest Renan (1823-1892) contribuyeron a convertirla en una idea recibida en los medios intelectuales. En el prefacio a la primera edición de El porvenir de la ciencia, publicada en 1848, Renan llegó a pretender que «la ciencia no vale más que en la medida en que puede remplazar a la religión».

Su influencia no se limita al mundo francófono. Al final del siglo XIX, estaba bien anclada en el mundo germanófono, donde encontró su más perfecta expresión en los escritos de Max Weber (1864-1920). En una conferencia pronunciada en 1919 en la universidad de Munich y titulada El oficio y la vocación de sabio, comparaba lo que llamaba el «desencanto» de la ciencia moderna con la actitud de los intelectuales medievales y del siglo XVII que veían en la ciencia un «camino hacia Dios»:

¿Y hoy? ¿Quién, en nuestros días, cree aún —con excepción de algunos niños grandes que encontramos aún justamente entre los especialistas [de ciencias naturales]— que los conocimientos astronómicos, biológicos, físicos o químicos podrían enseñarnos algo sobre el sentido del mundo o incluso ayudarnos a encontrar las huellas de ese sentido, si existió alguna vez? Si hay conocimientos capaces de extirpar de raíz la creencia en la existencia de algo que se parezca a una «significación del mundo», son precisamente estas ciencias [las ciencias naturales]. En definitiva, ¿cómo podría la ciencia «conducirnos a Dios»? ¿No es ella la potencia específica irreligiosa? Este carácter, ningún hombre —lo manifieste explícitamente o no— lo pone en duda, en nuestros días, en su fuero interno[1].

Dicho de otro modo, ciencia y religión son intrínsecamente irreconciliables, debiendo ser esta relegada a las mazmorras de la historia por la ciencia. Los descubrimientos científicos nos revelan un mundo despojado de todo sentido, de todo valor humano o divino y, en consecuencia, desencantado.

Siempre en el siglo XIX, la idea emigró al otro lado del Canal y fue utilizada por el biólogo británico inglés Thomas Huxley (1825-1895), así como por sus discípulos, para combatir la influencia del clero anglicano en el seno de la Royal Society of London. Huxley, que se definía como el «bulldog de Darwin», concebía la ciencia, y sobre todo la teoría de la evolución de las especies, como la perfecta antítesis de la tradición católica. En un ensayo publicado en 1898, llega a sostener que «la contradicción entre la verdad católica y la verdad científica es completa y absoluta, y esto, independientemente de la verdad o falsedad de la doctrina de la evolución [que ocupa] una posición de antagonismo completo e irreconciliable respecto a ese enemigo vigoroso y constante de la vida intelectual, moral y social más elevada de la humanidad: la Iglesia católica»[2].

Se difundió también al otro lado del Atlántico donde, por influencia de Andrew Dickson White (1832-1918), presidente de la Universidad Cornell, adquirió una cierta notoriedad en la estela de la publicación de otra obra del propio White titulada Historia de la lucha entre la ciencia y la teología[3]. La misma idea vuelve en History of the Conflit between Religion and Science (1874), obra del americano John William Draper (1811-1882), que reprocha a la Iglesia católica su pretendida oposición a toda forma de progreso.

En nuestros días, la idea de una incompatibilidad entre ciencia y religión continúa siendo defendida por numerosos científicos. Peter Atkins, profesor de química en la universidad de Oxford, no duda en proclamar que no hay «ningún motivo para creer que la ciencia no pueda tratar todos los aspectos de la existencia. Solo los espíritus religiosos —entre los cuales incluyo no solo a la gente que ha tomado partido, sino también a los que están mal informados— esperan que haya un rincón oscuro del universo físico o del universo de la experiencia que la ciencia no pueda nunca iluminar»[4]. En cuanto a Yuval Noah Harari, catedrático de la Universidad hebraica de Jerusalén, es el autor de bestsellers mundiales que imaginan un mundo completamente gobernado por la inteligencia artificial y donde el big data sustituirá a las antiguas religiones[5].

La misma idea es promovida por la mayor parte de los grandes divulgadores científicos, tales como Carl Sagan, Michel Onfray, Richard Dawkins y Neil Tyssen, así como por los grandes tenores de la izquierda laicista americana como Sam Harris, Daniel Dennett y (el difunto) Christopher Hitchens. A su entender, los mil y pico años transcurridos entre comienzos del siglo V y mediados del XVI se caracterizarían por una ausencia total de pensamiento científico; en esta óptica, la gente que cree en Dios tendría que ser considerada como deficientes mentales. Estas nociones las recogen una multitud de revistas y de manuales escolares, sin mencionar los muchos documentales históricos difundidos en televisión e Internet. Hace ya algunos años, el filósofo americano Daniel Dennett publicó en New York Times un artículo en que proponía con la mayor seriedad del mundo que los laicistas adoptasen la etiqueta de «inteligentes» (en inglés, brights) para distinguirse de los creyentes que, a su parecer, no son más que obscurantistas[6].

Este complejo de superioridad es frecuente en los ateos. En una entrevista publicada por el semanario Le Point en diciembre de 2016, el filósofo francés Jean Soler respondía como sigue a la pregunta «¿Piensa usted que los ateos sean personas más inteligentes que los creyentes?»:

Desde mi punto de vista, sí. Los ateos tienen mayor apertura de espíritu y más lucidez que los creyentes. Estoy convencido. Evidentemente, usted me dirá que predico para mi cofradía, si se puede hablar de cofradía a propósito del ateísmo (risas). Pero me inscribo en la línea de los griegos, que habían decidido ser inteligentes. Comprender no es una cuestión de genes, sino de voluntad. El deseo de comprender es fundamental en los ateos. Cuando se pasa de la creencia a la increencia, desde mi punto de vista, sí, se ha dado un paso en la dirección de la inteligencia[7].

El gran sacerdote del ateísmo francés, Michel Onfray, no piensa otra cosa. En respuesta a un periodista que le preguntaba por qué tanta gente continúa creyendo en Dios, aunque el ateísmo haya sido defendido por los más grandes pensadores y numerosos científicos, explicó que los creyentes son espíritus débiles que «preferirán siempre un error que les tranquilice a una verdad que les inquiete. […] Siempre preferirán una ficción tranquilizadora a una verdad angustiosa —de ahí el parentesco característico de las sectas, de los creyentes de todas las religiones, de los comunistas, freudianos, lacanianos y otros sostenedores del pensamiento mágico, que devienen muy violentos en presencia de las lecturas racionales de sus mitologías—»[8]. Así pues, un Tomás de Aquino, un Francisco de Asís, un Juan Pablo II, un Benedicto XVI o una Madre Teresa no son más que cobardes existenciales que no se distinguen en nada de los chamanes y de los brujos, siendo su común destino ser incapaces de asumir «una verdad que les inquieta», a saber, que no hay nada después de la muerte. Bien entendido, Michel Onfray nunca ha podido ofrecer la sombra de una demostración de la «verdad» de su ateísmo.

Lo que es preciso comprender es que la pretendida incompatibilidad entre ciencia y religión no tiene nada que ver con la ciencia propiamente dicha, y que se trata en realidad de un colosal camelo, de un proyecto ideológico que trata de negar la existencia de Dios y neutralizar la influencia moral y cultural del cristianismo. Tal toma de conciencia es tanto más necesaria porque las mentalidades están hoy cada vez más influenciadas por las ciencias naturales. Esta influencia es en sí algo muy deseable, pues el espíritu científico puede ayudarnos a pensar correctamente, a distinguir entre lo que está controlado por la experiencia y lo que no lo está. En todo caso, comporta también un riesgo de talla: el de dar libre curso a la ideología cientista según la cual la sola y única vía de acceso a la verdad es el método científico. «Fuera de la ciencia, no hay conocimiento verdadero», afirma el cientifismo, que es, no un pensamiento científico, sino un imperialismo de la ciencia y, por decirlo todo, una gigantesca impostura intelectual. Al hacer desaparecer la distinción entre una auténtica actividad científica y las pretensiones de ideología cientista, se acaba por perder de vista la inteligibilidad de la fe cristiana.

Este libro tiene un doble objeto: de una parte, explicar cómo se ha llegado a pretender que ciencia y fe cristiana son incompatibles; de otra parte, mostrar cómo el cristianismo, lejos de haber perjudicado el desarrollo del pensamiento científico, lo ha sostenido y alentado.

Se trata pues de poner en claro que el viejo contencioso entre ciencia y religión no se apoya de ningún modo sobre consideraciones de orden científico o teológico, sino más bien sobre una oposición de naturaleza esencialmente filosófica entre una concepción del mundo y del hombre de inspiración naturalista, materialista, atea e irracional, de una parte; y de otra parte, una concepción del mundo y del hombre fundada en la filosofía griega y medieval, a la vez teísta y racional. Algunos pensadores laicistas («secularistas», según la terminología angloamericana) o ateos reconocen que es así como hay que interpretar el litigio en cuestión. Lo atestiguan las palabras siguientes del biólogo americano Richard Lewontin:

Nuestra disposición a aceptar las tesis científicas que son contrarias al sentido común constituye la clave que permite comprender la verdadera naturaleza del conflicto entre la ciencia y lo sobrenatural. Nos alineamos del lado de la ciencia a pesar del absurdo manifiesto de algunas de sus pretensiones, a pesar de su incapacidad de cumplir sus numerosas promesas extravagantes en materia de salud y vida, a pesar de la tolerancia de la comunidad científica respecto a «afirmaciones sin fundamento que reposan sobre un compromiso previo, un compromiso a favor del materialismo» […]. La cuestión no es que los métodos e instituciones de la ciencia nos obliguen en cierto modo a aceptar una explicación material del mundo de los fenómenos, sino, por el contrario, que estamos forzados por nuestra adhesión a priori a las causas materiales a crear un sistema de análisis y un conjunto de conceptos que producen explicaciones materiales, y esto, cualquiera sea el carácter contra intuitivo, cualquiera sea el carácter mixtificador que resulta de ello para el no iniciado. Además, este materialismo es absoluto, porque no podemos admitir ningún modo de presencia divina («we cannot allow a divine foot in the door»)[9].

Lewontin se encuentra así afirmando que su materialismo no se apoya en una convicción intelectual dictada por su trabajo científico, sino sobre una “adhesión a priori” a la doctrina materialista. El físico británico Paul Davies es poco más o menos del mismo parecer. Estima que «la ciencia adopta como punto de partida y plantea como hipótesis que la vida no ha sido hecha por un dios o un ser sobrenatural» y reconoce que, por temor de «abrir la puerta a los fundamentalistas religiosos […] muchos investigadores se resisten a declarar públicamente que el origen de la vida es un misterio, aunque admiten a puerta cerrada que la cuestión les asombra»[10]. En suma, en general se rehúsa admitir la incapacidad actual de la ciencia para explicar el origen de la vida, a fin de no tener que admitir siquiera la posibilidad de una realidad sobrenatural.

El temor del que habla Davies no es algo propio suyo. Según el filósofo americano Thomas Nagel, «el temor a la religión» pesa bastante sobre el pensamiento de sus colegas laicistas, hasta el punto de que ha tenido «consecuencias importantes y a menudo perniciosas sobre la vida intelectual moderna»:

Hablo por experiencia, añade, tengo yo mismo ese temor. Quiero que el ateísmo sea verdadero, y el hecho de que algunas personas de las más inteligentes y mejor informadas que conozco crean en Dios me produce malestar. No es solo que yo no crea en Dios y espere tener razón en este asunto. ¡Es que espero que no haya Dios! No quiero que haya Dios; no quiero que el universo sea así. Me parece que este problema de autoridad cósmica no es algo raro y que es el responsable de una buena parte del cientifismo y del reduccionismo de nuestra época. Una de las tendencias que alienta es la ridícula utilización desmedida de la biología evolucionista para explicar todo lo que puede afectar a la vida humana, incluido todo lo que concierne al espíritu humano[11].

Resulta de todo eso que el ateísmo es en algunos intelectuales lo que piensan que la religión es para los creyentes: un opio. Dicho de otro modo, al describir la religión como un opio, los ateos no hacen sino proyectar sobre los creyentes su propia fantasía.

Pero no solo son las afirmaciones de algunos científicos y filósofos lo que nos autoriza a poner en cuestión el viejo cliché de la incompatibilidad entre ciencia y religión. También están los datos históricos. ¿Cómo ignorar, por ejemplo, que muchos hombres de ciencia célebres, entre los que figuran los que se consideran padres fundadores de disciplinas científicas, creían en Dios y no tenían ningún escrúpulo en confesar su fe? Y aquí van algunos ejemplos:

— Nicolás Copérnico (1473-1543), padre de la cosmología heliocéntrica;

— Francis Bacon (1561-1626), científico y teórico del método experimental;

— Galileo (1564-1642), matemático, físico y astrónomo;

— Johannes Kepler (1571-1630), padre de la astronomía física;

— William Harvey (1578-1657), padre de la medicina moderna;

— Robert Boyle (1627-1691), célebre físico y químico;

— Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829), primer teórico de la evolución biológica;

— John Ray (1627-1705), uno de los padres de la historia natural moderna (mundo vegetal y animal);

— Isaac Newton (1643-1727), uno de los padres de la física clásica (descubridor de la gravitación);

— Louis Pasteur (1822-1895), padre de la microbiología;

— Gregor Mendell (1822-1884), padre de la genética;

— William Thomson Kelvin (1824-1907), uno de los pioneros de la termodinámica;

— Max Planck (1824-1947), padre de la física cuántica;

— Pierre Duhem (1861-1916); uno de los fundadores de la físicoquímica moderna;

— Arthur Eddington (1882-1944), uno de los más grandes astrofísicos del siglo XX;

— Georges Lemaître (1894-1966), padre de la teoría del Big Bang;

— Werner Heisenberg (1901-1976), uno de los fundadores de la mecánica cuántica;

— John Eccles (1903-1997), premio Nobel de fisiología y de medicina en 1963;

— Kurt Gödel (1906-1978), uno de los más grandes matemáticos y lógicos del siglo XX;

— Jérôme Lejeune (1926-1994), pionero de la investigación sobre las enfermedades cromosómicas;

— John Polanyi (nacido en 1929), premio Nobel de química en 1986;

— Francis Collins (nacido en 1950), director del proyecto de desencriptación del genoma humano;

— Stephen M. Barr (nacido en 1953), profesor de física y astronomía en la Universidad de Delaware.

A esta lista de personajes célebres podrían sumarse cientos de otros científicos menos conocidos. El hecho es que una parte importante de los científicos contemporáneos creen en Dios. Es lo que demuestra un sondeo efectuado en 2009 por el Pew Research Center entre los científicos miembros de la American Association for the Advancement of Science, la sociedad científica que cuenta con el mayor número de miembros del mundo. Según este sondeo, un poco más de la mitad (51 %) de los científicos americanos cree en Dios o en un poder superior. Más precisamente, el 33 % de los científicos dicen que creen en Dios, mientras que el 18 % dicen creer en un espíritu universal o un poder superior.

El análisis del Pew Research Center precisa que los resultados de este sondeo no son muy diferentes de los obtenidos en el pasado entre la misma categoría de personas. El sondeo más antiguo del mismo tipo se realizó en 1914 por el psicólogo suizo americano James Leuba entre unos mil científicos en los Estados Unidos. Leuba (1868-1946) había constatado entonces que la comunidad científica americana se dividía en dos partes iguales, el 42 % de las personas interrogadas habían declarado creer en un Dios personal, y otro 42 % adoptó una posición contraria. En 1996, Edward Larson, un historiador de las ciencias de la Universidad de Georgia, planteó a mil científicos las mismas preguntas que Leuba ochenta y dos años atrás. Con gran sorpresa para muchos, los resultados obtenidos se parecían a los de 1914, el 40 % de los científicos decía creer en un Dios personal y el 45 % decía no creer[12].

Es de notar, en el sondeo del Pew Research Center, que cuanto más joven es un científico, más es susceptible de creer en un Dios personal o en un poder superior, el porcentaje de los encuestados de esta categoría fue del 66 % en los comprendidos entre 18 a 34 años, del 51 % en los de 35 a 49 años, del 50 % en los de 50 a 64 años y del 46 % en los de más de 65 años.

Los resultados de estos sondeos concuerdan con los de un estudio sociológico sobre los motivos que condujeron a los pensadores laicistas británicos, en el curso del periodo de 1850 a 1960, a abandonar su fe cristiana. Apoyándose en los testimonios directos de unos ciento cincuenta no creyentes y más de doscientos relatos biográficos, el autor del estudio señala que la ciencia es un dato irrelevante entre los motivos invocados por las personas implicadas[13].

Si tantos científicos no tienen dificultades para conciliar su fe con su actividad científica, es que han comprendido que, conforme a la teología cristiana, Dios no se reduce a una entidad más elevada, más noble o más poderosa que los demás seres que existen en el universo. Han entendido que Dios es radicalmente diferente de este universo, que él ha creado ex nihilo, es decir a partir de nada, y que su acción creadora no es el resultado ni de una necesidad cósmica ni de un juego de azar, sino más bien el fruto de su «divina providencia», en virtud de la cual él «conduce con sabiduría y amor todas las criaturas hasta su fin último» (Catecismo de la Iglesia católica, 321). Aunque sea de un orden que supera infinitamente el de las realidades percibidas por nuestros sentidos (se habla de un orden sobrenatural), Dios está soberanamente presente en nuestro mundo y ninguna parte de su creación puede existir independientemente de Él. No hay pues concurrencia entre el orden natural y el sobrenatural, entre las causas llamadas «naturales» o «segundas» y la causa «primera». Bien al contrario, esta es la garante de aquellas.

La presente obra no se contenta con demoler el mito de la incompatibilidad entre ciencia y fe. Tiene también por objeto ilustrar la aportación del cristianismo al desarrollo de los conocimientos científicos. Contrariamente a las ideas recibidas, las raíces lejanas de la ciencia moderna se plantaron no en el siglo XVII, sino en el terreno fértil del viejo mundo grecorromano y del Occidente medieval cristiano, este se benefició también en cierta medida de una aportación de las culturas china, india y musulmana. Como bien lo explica el historiador americano de las ciencias Edward Grant, cuatro factores han permitido a la Europa medieval preparar la vía a la Revolución científica del siglo XVII: la traducción al latín de textos científicos griegos y árabes de los siglos XII y XIII, la creación en la misma época por la Iglesia católica de las universidades que utilizaron las traducciones latinas como punto de partida de un estudio de las ciencias naturales, la adaptación de la tradición cristiana a la enseñanza de estas ciencias y la transformación de la filosofía aristotélica. Un examen de estos diferentes factores evidencia que el cristianismo, y sobre todo la Iglesia católica, lejos de haber retardado o bloqueado el desarrollo del pensamiento científico, fue una importante contribución al mismo[14].

Lejos de ser incompatible con la fe en Dios, la ciencia, que no es otra cosa que la aplicación de la razón a la observación de los fenómenos naturales, no comporta ninguna verdad que pueda en principio serle contraria. Solo una falsa filosofía de las ciencias puede ir en su contra. En la medida en que ilumina la belleza y la integridad de su creación, la ciencia no puede más que reforzar nuestra relación con Dios.

[1] La conferencia en cuestión es una de las dos publicadas en francés con el título Le savant et la politique. Accesible online.

[2] Publicada inicialmente en 1896 con el título de A History of the Warfare of Science with Theology in Christendom, la obra tuvo una gran resonancia y fue objeto de numerosas reediciones y traducciones.

[3] T.H. HUXLEY, Darwiniana. Essays, Nueva York, D. Appleton and Company 1898, p. 146-147.

[4] P. ATKINS, Nature’s Imagination. The Frontiers of Scientific Vision, John Cornwell, Oxford University Press, Oxford 1995, p. 125. (Nuestra traducción).

[5] Y.N. HARARI, Sapiens. Une brève histoire de l’humanité, Albin Michel, París 2015; Homo Deus, Albin Michel, París 2017.

[6] D. C. DENNETT, The Bright Stuff, New York Times, 12 de julio de 2003. Disponible online.

[7] Le Point, 14 de septiembre de 2016. Disponible online (consultado el 12.10.18).

[8] Le Point, 22 de diciembre de 2011. Disponible online (consultado el 12.10.18)

[9] Se encuentra esta cita en un artículo de J. Budziszewski titulado The Second Table Project, publicado en la revista First Things, junio-julio de 2012.

[10] P. DAVIES, The Fifth Miracle. The Search for the Origin and Meaning of Life, Simon and Schuster, Nueva York 1999, p. 28 y 17-18. Davies sostiene que «tenemos una buena idea del momento y lugar donde se sitúa el origen de la vida, pero estamos lejos de comprender cómo apareció» (p. 17).

[11] T. NAGEL, The Last Word, Oxford University Press, Oxford 1997, p. 130-131.

[12] Pew Research Center, Scientist and Belief, 5 de noviembre 2009. Disponible online.

[13] S. BUDD, Varieties of Unbelief. Atheists and Agnostics in English Society, 1850-1960, Heineman, Londres 1977.

[14] Es la tesis que se presenta en: E. GRANT, The Foundations of Modern Science in the Middle Ages, Cambridge University Press, Cambridge 1996.

El crepúsculo del materialismo

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