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LA EXPRESIÓN DE UN DESEO

¿Y si…? ¿Y si Hitler hubiera muerto en un accidente de coche en 1930? ¿Habrían llegado al poder los nazis, se habría producido la Segunda Guerra Mundial, se habría exterminado a seis millones de judíos? ¿Y si no hubiera habido revolución estadounidense en el siglo xviii? ¿Se habría abolido antes la esclavitud y se habría evitado la guerra civil de 1860-1865? ¿Y si Balfour no hubiera firmado su declaración? ¿Habría llegado a fundarse el estado de Israel? ¿Y si Lenin no hubiera muerto a los cincuenta y pocos, y hubiera sobrevivido veinte años más? ¿Se habría evitado la crueldad mortífera de lo que acabaría siendo la época de Stalin? ¿Y si la Armada Invencible hubiera conseguido invadir y conquistar Inglaterra? ¿Habría vuelto el país al catolicismo y, en caso afirmativo, cuáles habrían sido las consecuencias para el arte, la cultura, la sociedad, la ciencia y la economía? ¿Y si Al Gore hubiera ganado las elecciones presidenciales estadounidenses del 2000? ¿Habría habido una segunda guerra del Golfo? ¿Y si –como especuló por extenso Victor Hugo en su extensa novela Los miserables– Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo? De hecho, ¿cómo pudo perder?, se preguntó perplejo el novelista.1 Las cosas que han ocurrido, como escribió Joyce en Ulises, no se pueden “suprimir con el pensamiento. El tiempo las ha marcado y, encadenadas, residen en el espacio de las infinitas posibilidades que han desalojado. Pero ¿pueden estas haber sido posibles, visto que nunca han sido? ¿O era posible solamente lo que pasó?”.2

La pregunta por lo que habría pasado siempre ha fascinado a los historiadores, pero durante mucho tiempo les fascinó, como observó E. H. Carr en ¿Qué es la historia?, las Conferencias Trevelyan que dio en Cambridge en 1961, como poco más que un entretenido juego de salón, una divertida especulación del tipo que memorablemente satirizó Pascal cuando se preguntó qué habría pasado si Cleopatra hubiera tenido una nariz más pequeña y por lo tanto no hubiera sido hermosa, y de ese modo no hubiera resultado una atracción fatal para Marco Antonio cuando este debía prepararse para vencer a Octavio, lo que provocó su derrota en la batalla de Accio. ¿Se habría fundado el imperio romano?3 Lo más probable es que sí, aunque de forma distinta y seguramente en un momento algo distinto. Intervenían fuerzas más amplias que el capricho de un hombre. Una intención satírica parecida puede encontrarse en el siglo xviii, en relatos muy leídos como Les aventures de Monsieur Robert Chevalier, publicado en 1732 en París y enseguida traducido al inglés, que imaginó que los indios americanos descubrían Europa antes de los viajes de Colón.4 Y Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, se burló de forma célebre de la universidad en la que según él pasó los años más ociosos e inútiles de su vida al sugerir que si Carlos Martel no hubiera derrotado a los sarracenos en el año 733, el Islam habría dominado Europa y “quizá la interpretación del Corán se enseñaría en las facultades de Oxford, y sus púlpitos demostrarían a un pueblo circunciso la santidad y la verdad de la revelación de Mahoma”.5 Queda claro que Gibbon pensaba que, al fin y al cabo, como mínimo en lo que se refiere a Oxford, las cosas habrían sido bastante parecidas a como eran.

Encontramos breves alusiones a posibles alternativas a lo realmente ocurrido esparcidas por las obras de una gran variedad de autores a través de los siglos, desde la especulación del historiador romano Livio sobre qué habría pasado si Alejandro Magno hubiera conquistado Roma a la novela Tirante el Blanco de Joanot Martorell i Martí Joan de Galba, publicada en 1490, que imaginó un mundo en que el imperio bizantino derrotaba al imperio otomano y no al revés. Escrita al cabo de pocas décadas de la caída de Constantinopla a manos de los turcos, fue la primera aproximación a una historia de fantasía que vio la luz y resulta evidente que en parte expresó un deseo. Sin embargo, durante mucho tiempo no tuvo seguidores. Una aproximación racionalista a la historia como la de Gibbon, que sustituía a la visión del pasado humano como el despliegue de la divina providen­cia en el mundo, era un requisito fundamental para especular detenidamente sobre posibles alternativas a lo ocurrido al escribir historia y no ficción. Como señaló Isaac D’Israeli en 1835 al tratar por primera vez la cuestión en un breve ensayo titulado “Of a History of Events Which Have Not Happened” [De una historia de los acontecimientos no ocurridos], el concepto de divina providencia no podía convencer a un observador imparcial cuando tanto católicos como protestantes lo reivindicaban para sí. Esta idea no era nueva, aunque D’Israeli intentó respaldarla mencionando una serie de textos históricos que especulaban, si bien brevemente, sobre qué habría ocurrido, por ejemplo, si a Carlos Martel lo hubieran derrotado los árabes, si la Armada Inven­cible hubiera desembarcado en Inglaterra o si a Carlos I no lo hubieran ejecutado. Lo que D’Israeli quería defender era que los historiadores debían sustituir la idea de “providencia” por los conceptos de “fatalidad”, tal como él lo llamaba, y “accidente”.6 Sin embargo, se necesitaba un paso más antes de que esas especulaciones pudieran desarrollarse por extenso. Gibbon, como otros historiadores de la Ilustración, todavía consideraba que el tiempo era inalterable y que la sociedad humana era estática: no cuesta imaginarse a sus senadores romanos como caballeros ingleses empelucados que debaten en la cámara de los comunes, y las cualidades morales que muestran son bastante parecidas a las que Gibbon encontró entre sus contemporáneos. Se necesitaba la nueva visión romántica del pasado como esencialmente distinto del presente, en la que cada época poseía su carácter particular, como creían el novelista Walter Scott y su discípulo historiador Leopold von Ranke, para que se planteara la cuestión de cómo podrían haber cambiado drásticamente las características principales de una era si la historia hubiera tomado otro camino.7

Previsiblemente, el primero en desarrollar esta idea por extenso fue un admirador francés del emperador Napoleón, Louis Geoffroy. De hecho, el propio emperador pasó buena parte de su estancia en la isla de Santa Elena, donde se había exiliado tras su derrota en Waterloo, imaginando cómo podría haber derrotado a sus enemigos. Si los rusos no hubieran prendido fuego a Moscú al acercarse la Grande Armée a sus puertas en 1812, suspiraba Napoleón, sus fuerzas habrían podido pasar el invierno en la ciudad, y luego, “enseguida que hubiera vuelto el buen tiempo, habría dado alcance a mis enemigos; los habría derrotado; me habría convertido en señor de su imperio […] ya que habría luchado contra hombres y armas, y no contra la naturaleza”. Había nacido la leyenda de la derrota de Napoleón a manos del “General Invierno”.8 A Geoffroy no le pareció necesario apagar las llamas de Moscú; en lugar de ello, en su panfleto de 1836 Napoléon et la conquête du monde [Napoleón y la conquista del mundo] hace que el emperador marche hacia el norte rumbo a San Petersburgo, inflija una severa derrota al ejército ruso, capture al zar Alejandro I y ocupe Suecia. Después de resucitar el reino de Polonia y completar la conquista de España, hace desembarcar un ejército en la costa de Anglia Oriental, al norte de Yarmouth, y pulveriza a un ejército británico de 230.000 hombres a las órdenes del duque de York en la batalla de Cambridge. Inglaterra se incorpora a Francia y se divide en veintidós départements franceses. En 1817 Napoleón ha borrado a Prusia del mapa, y cuatro años después derrota a un gran ejército musulmán en Palestina, ocupa Jerusalén, destruye todas las mezquitas de la ciudad y vuelve a París con la piedra negra que ha sacado de entre los escombros de la Cúpula de la Roca.9

Pero aquí no terminan sus proezas, ni mucho menos, porque al poco tiempo Napoleón conquista Asia, incluida China y Japón, destruye todos los lugares santos de las otras religiones, establece su hegemonía sobre África y somete América al control de Francia, después de una petición en ese sentido por parte de todos los jefes de estado de América del Norte y del Sur en un congreso celebrado en Panamá en 1827. En su discurso de coro­nación como “Soberano del mundo”, Napoleón proclama que su monarquía universal “es hereditaria en mi raza, de ahora en adelante hasta el fin de los tiempos solo habrá una nación y un poder en el mundo […] la Cristiandad es la única religión sobre la faz de la tierra”. Provisto de un nuevo título otorgado por el Papa, Sa Toute-Puissance, incluso vuelve a encontrar la felicidad conyugal, ya que la muerte de su esposa austríaca, con la que se había casado exclusivamente por razones políticas, le permite volver a casarse con su amada Josefina.

Finalmente, en 1832 Napoleón muere, tras haber conseguido más logros que cualquier otro estadista o general en toda la historia. Lejos de ser un dictador despiadado, ha conservado la asamblea legislativa y se ha demostrado un monarca liberal y pacífico. Como sugiere el vínculo entre la victoria de Francia y la victoria de la cristiandad, todo esto se debe ante todo a los designios de la divina providencia y como mínimo en este sentido, la aproximación de Geoffroy es bastante tradicional. También incorpora un elemento muy fuerte de inevitabilidad histórica, o quizá habría que decir pseudohistórica: un cambio en el curso de la historia, en Moscú, conduce inexorablemente a toda una larga cadena de acontecimientos que se siguen sin ninguna posibilidad de sufrir una desviación o un revés, de hecho, conduce al fin de la historia, tal como proclama Napoleón en su discurso de coronación como Soberano del Mundo. Ni Victor Hugo llegó tan lejos, ya que en Los miserables sostuvo que la Divina Providencia había decretado que ya no había lugar en la historia para un coloso como Napoleón, de modo que Waterloo, donde la naturaleza prosaica y poco imaginativa de un aburrido militar de corte técnico como Wellington se impuso al genio de Napoleón, marcó un punto de inflexión claro en la historia mundial en un sentido más amplio que el mero hecho de señalar el fin de la gloria militar francesa.10

Desde luego, como Geoffroy sabía perfectamente, la providencia decidió que Napoleón no debía gobernar el mundo, y en varios momentos el escritor recuerda la realidad a los lectores a través de la mención de una calumniosa historia alternativa dentro de su propio relato alternativo, que presenta a Napoleón derrotado en la batalla de Waterloo y exiliado en Santa Elena, o haciendo que Napoleón, a bordo de un barco en el sur del Atlántico después de conquistar Asia, divise Santa Elena en el hori­zonte, una visión que lo estremece y hace que levante un momento la vista más allá de su existencia ficticia hacia la realidad que de hecho le rodea. Los lectores sabían que Napoleón había sido derrotado antes de Moscú y que los rusos habían vencido en 1812 precisamente porque habían rechazado enfrentarse al emperador francés en una batalla campal. No obstante, a pesar de todas sus debilidades, la obra de Geoffroy es la primera historia alternativa extensa, reconocible y especulativa, y apareció en un momento, a mediados de la década de 1830, en que la leyenda napoleónica estaba en boga, a una década y media de su triunfo con los acontecimientos que siguieron a la revolución de 1848, sobre todo el golpe de estado de Luis Napoleón y su asunción del título de emperador Napoleón III. El capricho de Pascal o Gibbon había dado paso a una intención política seria. El propio Geoffroy estaba apadrinado por Napoleón I, que se había hecho cargo de él después de que su padre muriera en la batalla de Austerlitz, y su nombre completo no era Louis sino Louis-Napoléon. En cualquier caso, la fascinación y atracción que despertó el libro siguieron a través del siglo xix hasta el xx, y se reimprimió a menudo como recordatorio a los franceses de lo que hubiera podido ser, hasta el punto de que en 1937 el escritor Robert Aron contraatacó con un relato en el que Napoleón gana la batalla de Waterloo pero decide que la guerra y la conquista están mal, abdica y se exilia, aunque voluntariamente, en Santa Elena, mostrando su “grandeza interior” y su “comprensión de la necesidad”.11

Es evidente que el relato de Geoffroy era la expresión de un deseo a la mayor escala imaginable. Su premisa metodológica fue adoptada y sistematizada dos décadas después, en 1857, en una serie de artículos del filósofo Charles Renouvier que luego se publicaron en forma de libro. Renouvier le dio un título por el que desde entonces se ha conocido a este tipo de supuestos en francés y alemán: Uchronie. “El escritor compone una uchronie, una utopía del pasado. Escribe la historia, no como fue, sino como pudo haber sido”.12 Renouvier habría sido más sincero si hubiera dicho debería haber sido. Su aproximación era explícitamente política. Describió su método mediante un diagrama que mostraba una serie de fases, empezando por el momento inicial en que la historia imaginaria se desvía de la historia real, el point de scission que provoca la première déviation. Pero mientras la trajectoire imaginaire es una única línea que se extiende sin desviarse hacia el futuro imaginario, la trajectoire réelle se va bifurcando en líneas cortas que no llevan a ninguna parte, que solo se pueden unir conduciéndolas de vuelta a la línea principal de lo imaginario. El punto clave es el ángulo en que la trayectoria imaginaria se separa de lo real y Renouvier afirma que eso depende de la intención del escritor.13 En el caso de Renouvier se trata de impulsar la causa de la libertad haciéndola realidad a través de un pasado imaginario, un caso que ilustra repasando la historia de la religión desde los romanos con la vista puesta en el principio de tolerancia.

Después de describir la situación inicial (la intolerancia romana hacia el judaísmo, que el autor justifica de un modo que recuerda a los antisemitas franceses de mediados del siglo xix, califi­cando a los judíos de fanáticos religiosos que soñaban con “dominar el mundo”; y una intolerancia comparable hacia el primer cristianismo), emprende la première déviation haciendo que se dé erróneamente por muerto en una de sus campañas al emperador Marco Aurelio y que lo sustituya el general Avidio Casio, partidario de la república romana. Más adelante, junto a Marco Aurelio, que vuelve al trono, Casio inicia un programa de reformas que crea un campesinado libre en lugar de una clase de esclavos y finalmente, a través de muchas idas y venidas, conduce al imperio de occidente a una religión de estado basada en los dioses propios junto a la tolerancia de otras religiones. En el este triunfa un fanático cristianismo ortodoxo, que lleva a las cruzadas, no contra Jerusalén, sino contra Roma, a cuyos habitantes un ejército de cuatrocientos mil cruzados del este, rabiosamente intolerantes, intenta convertir a lo que creen las verdaderas enseñanzas de Jesús, y afortunadamente no lo consiguen ya que empiezan a pelearse entre sí por cuáles son exactamente esas enseñanzas. En el este, la intolerancia conduce al caos político y a la derrota a manos de los bárbaros, mientras que el estoicismo tolerante del imperio de occidente sobrevive a la declaración de independencia de galos, británicos, hispanos y otros que, libres de conflictos religiosos, crean una federación de estados europeos independientes. De forma parecida, en el este, los bárbaros victoriosos vuelven a introducir el cristianismo, pero un cristianismo reformado, sin confesión, sin purgatorio, sin monasterios y en general sin ninguno de los símbolos del catolicismo o la fe ortodoxa. La ciencia y el estudio florecen en todas partes y Renouvier termina con un llamamiento a la humanidad para que forme una liga de naciones con una corte internacional. Al contrastar esta historia feliz en una serie de apéndices con lo que le parecían las depredaciones inhumanas y coercitivas del catolicismo a través de las distintas épocas, Renouvier puso de manifiesto el contraste entre la historia ideal y la historia real; esta última debe su significado a la primera, y efectivamente el libro se presenta como la traducción de un viejo manuscrito, que una familia de inconformistas religiosos sometidos a persecución conservó para recordar que las cosas podrían haber sido distintas, y fácilmente habrían sido mejores.14

Ni el breve ensayo de D’Israeli, publicado en una oscura edición que ni siquiera apareció en Inglaterra, ni la fantasía vertiginosa de Geoffroy, por mucho éxito que tuviera entre ciertos lectores franceses, ni el difícil y densamente argumentado tratado filosófico anticlerical de Renouvier, dieron inicio a ningún tipo de moda consistente en especular sobre los distintos caminos que habría podido tomar la historia. Las contribuciones al género solo aparecieron de forma esporádica, como es el caso del ensayo del historiador británico G. M. Trevelyan “If Napoleon Had Won the Battle of Waterloo” [Si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo], escrito para un certamen celebrado en 1907 por la Westminster Gazette. Trevelyan retomó las especulaciones de Victor Hugo para sugerir que si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo, los británicos se habrían visto forzados a firmar la paz y las condiciones económicas y sociales se habrían deteriorado bajo el liderazgo del archiconservador lord Castle­reagh (a pesar de una rebelión de los trabajadores encabezada por lord Byron, que se habría sofocado y habría supuesto la ejecución del noble poeta). Los liberales británicos habrían huido a América Latina, donde un gobierno británico reaccionario habría unido esfuerzos con España en la lucha por la conservación de las colonias españolas, mientras que en Europa, a pesar de la influencia de Napoleón, el ancien régime habría seguido más o menos como antes con sus formas oscurantistas de siempre. Lejos de lanzarse a la conquista del mundo, Napoleón, enfrentado a una Francia y de hecho a una Europa agotadas por más de dos décadas de guerra casi ininterrumpida, habría decidido que ya era suficiente y habría optado por una vejez pacífica. En este escenario, Napoleón finalmente muere mientras se plantea una nueva guerra para unificar Italia, una guerra que no ocurrió.15 Trevelyan era un entusiasta de la unificación italiana, escribió tres enjundiosos volúmenes sobre su héroe, Giuseppe Garibaldi, y desde el punto de vista político era un liberal comprometido, formaba parte de una tradición whig que incluía a su tío abuelo lord Macaulay, uno de los más acérrimos defensores de la extensión del derecho de voto en 1832. Su relato de los acontecimientos que seguirían a una supuesta victoria de Napoleón está todo lo alejado que se puede de la expresión de un deseo; es más bien una historia negativa, que ilustra lo mal que habrían podido ir las cosas y por lo tanto, implícitamente, el hecho de que Waterloo, a pesar de una oleada temporal de represión política y dificultades económicas en Gran Bretaña, sentó las bases para los múltiples triunfos del liberalismo en el siglo xix al destruir la tiranía del emperador francés. De hecho, claro está, y Trevelyan lo sabía perfectamente, nada de esto era muy plausible, ya que la derrota de las fuerzas dirigidas por el duque de Wellington en 1815 no habría significado necesariamente el final de la guerra; los Aliados se podrían haber reagrupado y seguido luchando hasta una eventual victoria; al fin y al cabo, en aquel momento sus recursos superaban ampliamente a los de los agotados franceses. También en este caso estamos, por tanto, ante una historia alternativa impulsada principalmente por creencias y motivos políticos.16

Sin embargo, la función de la historia contrafactual como entretenimiento no estaba ni mucho menos agotada. En 1932 apareció la primera colección de ensayos del género, editada por sir John Collings Squire con el título de If It Had Happened Otherwise [Si hubiera sido distinto] y con una reimpresión del texto de Trevelyan sobre Waterloo. Squire era crítico literario y poeta, un personaje reaccionario que en la década de 1930 simpatizó con la Unión de Fascistas Británicos y que era furiosamente hostil a la modernidad literaria. Le gustaba proyectar una imagen de gentleman inglés amante de la cerveza y el críquet –de hecho, Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury solían referirse a él y a su círculo como “los hacendados” por el significado de su apellido, squire– y muchas de sus publicaciones eran desenfadadas y humorísticas. If It Had Happened Otherwise (publicado en Estados Unidos como If: Or History Rewritten) forma parte de esta categoría de libros.17 Los colaboradores eran en su mayor parte literatos (no había ninguna mujer entre sus filas). Muchos invirtieron el curso de la historia para entretener e impresionar: el divulgador histórico Philip Guedalla se divirtió de lo lindo imaginando el papel del Islam en Europa si los moriscos hubieran frenado el intento de expulsarlos de España en 1492,18 como se lo pasó en grande Harold Nicolson al especular sobre lord Byron como rey de Grecia. Más política era la contribución de monseñor Ronald Knox, que pintó un cuadro muy negro de cómo habría sido Gran Bretaña si la huelga general de 1926 hubiera triunfado; gobernado por los sindicatos y los socialistas de izquierda, el país se habría convertido en algo parecido a la Rusia soviética, con la libertad de educación y expresión abolidas y todo bajo el control del estado. Se trata de otro ejemplo de la versión distópica de la historia alternativa, tal como la había practicado Trevelyan muchos años antes.

No obstante, unos cuantos colaboradores del volumen de Squire aprovecharon la oportunidad para entregarse a la expresión nostálgica de un deseo. “La pequeña fantasía literaria”19 de G. K. Chesterton especulaba sobre qué habría ocurrido si don Juan de Austria se hubiera casado con María, la reina de Escocia… o, dicho de otra forma, si Inglaterra se hubiera mantenido católica, como el autor (el progreso de Gran Bretaña y Europa hubiera sido más rápido); el escritor francés André Maurois sugirió que si Luis XVI hubiera sido más valiente y hubiera conseguido evitar la revolución francesa, Francia se habría convertido en una monarquía constitucional como Gran Bretaña; el divulgador histórico y biógrafo alemán Emil Ludwig pensó que si el emperador alemán de tendencias liberales Federico III no hubiera muerto de cáncer a los pocos meses de su reinado en 1888, Alemania se habría convertido en una democracia parlamentaria y no habría seguido siendo el estado autoritario que entró en guerra en 1914, con consecuencias tan desastrosas para sí mismo, Europa y el mundo; sir Charles Petrie, otro historiador conservador cercano a los Fascistas Británicos (aunque siempre antinazi), en un capítulo reimpreso de una publicación anterior, pensó que las cosas le habrían ido mejor a Gran Bretaña, y especialmente a su vida literaria y cultural, si Carlos Eduardo Estuardo hubiera triunfado en su intento de arrebatar el trono a los hannoverianos en 1745; y Winston Churchill sostuvo que si Lee hubiera ganado la batalla de Gettysburg la consecuencia final habría sido una unión de los pueblos anglófonos, algo que él representaba en su misma persona como hijo de padre británico y madre estadounidense. La nostalgia y el pesar por una historia que había tomado un camino equivocado impregnan buena parte de los ensayos del volumen, lo que los convierte en algo más que un divertimento literario; una característica de las versiones alternativas de la historia que volvería con ganas muchas décadas después.

Es evidente que muchas de estas fantasías serían fáciles de cuestionar y no sería difícil derivar consecuencias de forma plausible en una dirección completamente opuesta a la que sus autores imaginaron que los acontecimientos tomarían. La Europa islámica que imagina Philip Guedalla (un tema que, como hemos visto, ya exploraron Gibbon y D’Israeli) no tenía en cuenta el catolicismo militante de los franceses, que podrían haber obedecido a un llamamiento del papa en favor de una nueva cruzada contra los sarracenos victoriosos en España; lord Byron probablemente no habría tenido más suerte en su intento de controlar a los banderizos y pendencieros griegos que su monarca de verdad, el príncipe de Wittelsbach que se convirtió en el infortunado rey Otón; los sindicatos británicos responsables de la huelga general de 1926 eran pragmáticos moderados a los que probablemente la idea de una Inglaterra soviética les habría horrorizado tanto como a monseñor Ronald Knox; un matrimonio entre María, reina de Escocia, y don Juan de Austria no habría contribuido de ninguna manera a que la reina escocesa fuera menos veleidosa, más sensata o más capaz de controlar a los protestantes, y se habría excluido al príncipe austríaco de la vida política británica con la misma firmeza con la que se excluyó a Felipe II cuando se casó con su homónima, María I de Inglaterra; ni Luis XVI de Francia ni ningún familiar suyo mostró la más ligera inclinación a convertirse en monarca constitucional y habrían restaurado el régimen absolutista enseguida que hubieran podido; una biografía reciente ha demostrado que la idea de que Federico III de Alemania era liberal es un mito, y en cualquier caso era un personaje débil con el que el implacable Bismarck, carente de escrúpulos, hacía lo que quería; puede que la posteridad haya considerado a Carlos Eduardo Estuardo como una figura romántica, pero él también era débil e indeciso y era poco probable que hubiera cambiado significativamente nada si hubiera llegado al trono; y Estados Unidos ya era demasiado fuerte e independiente en la década de 1860 incluso para que una Confederación victoriosa contemplara la unión con Inglaterra. Sin duda los ensayos no pretendían convencer, sino meramente entretener a través de la especulación; pero ya se demostraba que era necesario que los historiadores fueran más cuidadosos que los colaboradores de Squire en el establecimiento de condiciones plausibles para sus imaginaciones si tenían que convencer a sus lectores.

El volumen de Squire reflejaba de alguna forma las incertidumbres y los miedos de la política británica de finales de la década de 1920 y principios de la de 1930, cuando ningún partido era capaz de conseguir una mayoría en el parlamento y políticos como Oswald Mosley y Winston Churchill pasaban con facilidad de un bando a otro. A medida que los contornos de la política británica y europea se volvieron más nítidos con la ascensión del nazismo, este tipo de especulaciones desapareció. Ocasionalmente siguieron apareciendo ensayos contrafactuales, unos más serios que otros, en los años sucesivos. El enorme Estudio de la historia en varios volúmenes de Arnold Toynbee incluyó un puñado de intentos de especulación de este tipo, siguiendo los pasos de Gibbon y abordando cómo habría sido Francia si Carlos Martel no hubiera derrotado a los árabes, pero también imaginando las consecuencias de una invasión vikinga completa de Europa.20 En 1953 el escritor estadounidense Joseph Ward Moore publicó una novela, Lo que el tiempo se llevó, ambientada a mediados de siglo xx, después de la victoria de Lee casi un siglo antes en la batalla de Gettysburg durante la guerra civil estadounidense (el punto a partir del que el relato contrafactual diverge de la serie cronológica histórica). La Confederación victoriosa ha conquistado América del Sur y buena parte del Pacífico, pero los alemanes han ganado la Primera Guerra Mundial y se han convertido en la potencia rival. Se ha abolido la esclavitud pero los avances tecnológicos han sido muy lentos y no hay aviones, bombillas, coches ni teléfonos. Mientras la Confederación prospera, Estados Unidos se ha visto reducido a una zona relativamente pequeña de América del Norte y ha caído en la pobreza y la violencia racial. En este caso el objetivo, antes que proponer un escenario contrafactual plausible, es invertir los signos de la historia real con intención satírica; y la adscripción de la novela a la ciencia ficción se confirma cuando el protagonista descubre cómo viajar al pasado (de forma improbable, dado el atraso tecnológico que se nos había descrito), visita la batalla de Gettysburg y sin darse cuenta cambia el curso de la misma de modo que Lee pierde en lugar de ganar, con lo que la serie cronológica vuelve a ser la que conocemos: el Norte derrota a la Confederación y ocurre todo lo que ocurrió en realidad. De forma oportuna, en ese momento el protagonista queda atrapado en el pasado que ha creado, ya que el mundo del que ha venido desaparece sin dejar rastro.21

Durante la década de 1960 y 1970, pueden encontrarse es­porádicamente artículos, a menudo debidos a historiadores especialistas que especulan sobre su propio campo de investigación, en varias revistas y periódicos, sin que lleguen a iniciar una tendencia. En 1961 el periodista estadounidense William L. Shirer, autor del gran éxito de ventas Auge y caída del Tercer Reich, publicó un breve ensayo, “If Hitler Had Won World War II” [Si Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial], en el que sugería que los nazis habrían conquistado Estados Unidos y habrían iniciado el Holocausto de los judíos estadounidenses. Pensado para intentar reavivar el recuerdo estadounidense de la maldad del nazismo, el ensayo apareció en un momento en que el juicio en Jerusalén contra Adolf Eichmann, el teniente coronel nazi que fue el administrador principal del exterminio de los judíos europeos, volvía a despertar la memoria pública sobre los crímenes del nazismo. Shirer había sido corresponsal de prensa en Alemania durante los años treinta y fue testigo de primera mano del antisemitismo nazi. Convencido desde un principio de que Hitler disfrutaba del apoyo abrumador de la mayoría de los alemanes de a pie, no quería que se olvidara la historia del nazismo en una época de amistad entre Alemania Occidental y Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría.22 En una vena más académica, en 1976 el historiador británico Geoffrey Parker publicó un ensayo más serio sobre el contrafactualismo con un breve estudio sobre lo que habría pasado si la Armada Invencible hubiera conseguido desembarcar en Inglaterra en 1588: Felipe II de España habría conquistado el país y restablecido el catolicismo, y aprovechando los abundantes recursos de la economía inglesa para sus ambiciones globales, es muy posible que hubiera llevado a la contrarreforma a la victoria en Alemania y que hubiera asentado el control español de América del Norte.23

Parker iba a regresar a la historia contrafactual cuatro décadas más tarde con una colección de ensayos y un intento más sistemático de justificar las especulaciones de este tipo. Su ensayo, junto a las distintas recopilaciones que lo precedieron y siguieron, demostró un rasgo de la historia contrafactual, a saber, que en tanto especulación histórica siempre adopta la forma de ensayo, normalmente muy breve. Privados de verdadero material empírico, los historiadores no tardan en quedarse sin combustible. Las especulaciones contrafactuales más extensas casi siempre han adoptado la forma de novelas. El escritor italiano Guido Morselli llevó a cabo un intento especialmente notable de novela contrafactual en 1975. Su libro Contro-passato prossimo: un’ipotesi retrospettiva [Pasado condicional: una hipótesis retrospectiva] mezcla técnicas novelísticas, crónica e historia para retratar un mundo en que el ejército austríaco rompe el punto muerto en el que ha embarrancado la Primera Guerra Mundial en 1916 al utilizar un túnel secreto bajo los Alpes para invadir por sorpresa el norte de Italia y penetrar en el sur de Francia. Mientras tanto, un comando británico secuestra al káiser, cuya oferta característicamente megalómana de que lo intercambien por ochenta mil prisioneros de guerra británicos levanta tal indignación en Alemania que el jefe del gobierno, el canciller Bethmann Hollweg, se ve obligado a dimitir; lo sustituye el político liberal Walther Rathenau, que concluye un armisticio con las potencias aliadas después de que el ejército alemán haya penetrado en sus filas en el frente occidental y de que la marina alemana haya destruido a la británica en el mar del Norte. Las condiciones del armisticio de Rathenau que, para sorpresa de todos, no formulan reivindicaciones territoriales, sino que proponen la creación de una Europa federal sobre una base socialista, se rechazan en Alemania, donde un golpe expulsa a Rathenau entre manifestaciones antisemitas y lo sustituye por Hindenburg. El mariscal de campo impone leyes tan severas en los países derrotados que surgen movimientos de resistencia por todas partes y los sindicatos de toda Europa lo derrocan mediante una huelga general, lo que lleva a la vuelta de Rathenau y finalmente a la fundación de la confederación socialista europea.24

Morselli hace grandes esfuerzos por ofrecer detalles cuidadosamente documentados de los acontecimientos históricos de la guerra, pero desplazándolos un poco en el tiempo, de modo que el putsch de Kapp de 1920, en que una huelga general derrotó a un golpe derechista en Berlín, se desplaza hacia adelante y cae en manos de Hindenburg, y los avances militares en los frentes italiano y occidental siguen a una descripción detallada del estado de cosas que les precedió procedente de documentos históricos. Sin embargo, los hechos históricos alterados que sustentan el relato de Morselli son demasiado numerosos y arbitrarios para convencer al lector. El túnel secreto que atraviesa los Alpes es por sí mismo una hipótesis osada, pero no es en absoluto seguro que hubiera dado a los austríacos la ventaja decisiva que Morselli describe; además, no se trata de una circunstancia histórica alterada, sino de pura invención ficticia. Y añadir a ello el secuestro del káiser hace que todo el escenario entre de lleno en el reino de la fantasía. Ciertamente Walther Rathenau creía en la unidad económica europea y en una economía dirigida y centralizada, pero lejos de ser socialista, fue un hombre de negocios de riqueza considerable, políticamente liberal; y la idea de que habría intentado fundar una confederación política europea en lugar de una confederación económica extiende de nuevo lo plausible más allá de límites razonables.25 Al fin y al cabo, el libro no es ni historia contrafactual ni pura ficción contrafactual. Ante todo, es un ejemplo de expresión de un deseo. La historia contrafactual de la guerra de Morselli sigue a Renouvier no solo al presentar un pasado modificado como utopía retrospectiva, sino incluso al terminarla con la realización de la idea de una liga de naciones. La única diferencia es que en el momento en que Morselli escribía, existía de hecho una organización internacional de este tipo, aunque ni mucho menos basada en el socialismo.26

Al año siguiente, en el ambiente de cauta liberación que empezaba a extenderse por España tras la muerte del dictador Francisco Franco, el escritor catalán Víctor Alba publicó un libro titulado 1936-1976. Historia de la II República Española, en que narraba, como si no hubiera habido Guerra Civil, las cuatro décadas que pasaron desde lo que en realidad fue la crisis final de la República. En lugar de caer víctima de un golpe militar fracasado que llevó al inicio de tres años de hostilidades entre republicanos y sublevados, el gobierno de Casares Quiroga detiene a los conspiradores, jubila antes de tiempo a Franco y a sus generales afines y apacigua a la izquierda nacionalizando casi un tercio de la economía. La alteración del punto de partida histórico depende de convertir a Quiroga en un dirigente político mucho más firme y decidido de lo que realmente fue (en realidad dudó demasiado tiempo y luego dimitió). Como Geoffroy, Alba intercaló en su relato vislumbres del curso real de los acontecimientos, si bien los presentó como el producto de una imaginación desatada. En la historia aparecen personas reales, incluido el propio Franco, que se reincorpora como jefe del estado mayor general del ejército cuando los alemanes e italianos invaden el país en 1940, al ver en la República una importante aliada de la Francia republicana. Los alemanes bombardean Guernica como ocurrió en realidad, García Lorca es asesinado y los acontecimientos de la Guerra Civil se transforman en acontecimientos de un supuesto conflicto entre España y las potencias del Eje.27 Este ejemplo republicano de expresión de un deseo tuvo respuesta en Los rojos ganaron la guerra, publicado por Fernando Vizcaíno Casas en 1989. Mientras que Alba hizo grandes esfuerzos para apoyar su libro en investigaciones académicas, el franquista Vizcaíno presentó a los republicanos, polémicamente y sin preocuparse demasiado por documentarse, como comunistas o sus cómplices conscientes, exageró las cifras de las masacres republicanas de prisioneros sublevados, minimizó o ignoró las atrocidades cometidas por su propio bando y difamó a los dirigentes republicanos tachándoles de asesinos de masas. Sin embargo, al entregarse a distorsiones tan obvias, socavó lo plausible de su propia construcción y dio pie a contrafantasías del otro bando todavía más extremas y polémicas, en las que Franco (por ejemplo) sufre una muerte espantosa al comienzo del conflicto ahogado en excrementos humanos. Las pasiones desatadas por la Guerra Civil y las décadas de gobierno autoritario que le siguieron encontraron expresión tras la muerte de Franco en escenarios contrafactuales españoles que volvían a luchar la guerra desde el comienzo y con creciente amargura.28

A veces este tipo de crisis y divisiones políticas profundas puede dar pie a historias contrafactuales bastante desesperadas. En 1972, en medio de las convulsiones políticas provocadas por la guerra de Vietnam, la historiadora estadounidense Barbara Tuchman imaginó que en enero de 1945 Mao Tse-Tung y Zhou Enlai habían escrito al presidente Franklin D. Roosevelt ofreciéndole ir a la Casa Blanca para hablar de la guerra en China y especialmente del conflicto entre sus fuerzas comunistas y las fuerzas nacionalistas de Chiang Kai-shek, que contaban con el respaldo de Estados Unidos. Tuchman publicó la carta falsa, supuestamente oculta hasta ese momento, en la revista Foreign Affairs, seguida de un ensayo sobre qué habría pasado si se hubiera aceptado la oferta: puede que se hubiera convencido a Estados Unidos de que no apoyara a los nacionalistas, es posible que Mao hubiera aceptado no considerar a Estados Unidos un país enemigo, “quizá no hubiera habido guerra de Corea con todas sus nefastas consecuencias […]. Puede que no hubiéramos ido a Vietnam”.29 Tuchman formuló la hipótesis de que la oportunidad se había perdido por la actitud de obstrucción del entonces embajador estadounidense en China. Sin embargo, el realismo del escenario era dudoso, en buena medida porque la hostilidad estadounidense hacia el comunismo ya era tan profunda que una alianza con Mao contra Chiang parecía extremadamente improbable.

En Gran Bretaña, la situación era muy distinta. La colección más bien frívola de Squire dominó el campo durante mucho tiempo. Seguramente E. H. Carr pensaba en los ensayos de If It Had Happened Otherwise cuando tachó este tipo de especulaciones de mero juego de salón.30 El divulgador histórico, escritor y presentador de la bbc Daniel Snowman, responsable de una larga lista de sólidas publicaciones históricas, intentó superar esta limitación en 1979. La fecha de publicación sugiere raíces políticas profundas en el clima de incertidumbre y examen de conciencia que dominó los años setenta, cuando el debate sobre la “decadencia de Gran Bretaña” estaba a la orden del día. Igual que Margaret Thatcher proclamó que podía ofrecer algo mejor a Gran Bretaña que lo que ofrecían las élites existentes, Snowman invitó a algunos historiadores a contar cómo lo habrían hecho mejor que los actores históricos del pasado. En la introducción a su colección If I Had Been... Ten Historical Fantasies [Si yo hubiera sido… Diez fantasías históricas], publicada en Londres en 1979, Snowman se quejó de que en las historias especulativas como la de Squire “no hay reglas respecto al grado de condicionalidad permitido, y los resultados pueden ser tan fantasiosos como a uno le apetezca”.31 Con la ayuda de diez historiadores profesionales, Snowman procuró reducir la arbitrariedad evidente de algunas contribuciones a la colección de Squire pidiéndoles

que evocaran un contexto histórico estrictamente auténtico y que recrearan tan exactamente como fuera posible la situación a la que se enfrentó la personalidad sobre la que trataba su ensayo. No podía haber deus ex machina, asesinatos inventados ni intervenciones melodramáticas del destino que dieran alas artificiales a la imaginación. Además, se pidió a los autores que se concentraran en un momento concreto del pasado y en el proceso de toma de decisiones que tuvo lugar entonces: la especulación sobre lo que podría haber ocurrido o no después solo debía ser una consideración secundaria. Por lo tanto, los ‘sis’ de este libro aparecen en un marco cuidadosamente circunscrito por los hechos históricos. Lo único que cambia es que se supone que el personaje principal de cada texto ha optado por una forma de actuar algo distinta, pero completamente plausible, de la que en realidad adoptó.32

La forma de proceder de Snowman introdujo importantes factores de restricción, que limitaban el grado de especulación de forma efectiva. Finalmente, pidió a los colaboradores (una vez más, todos eran hombres) que concluyeran su contribución con una reflexión sobre sus implicaciones. Todo ello dota a su recopilación de una unidad que encontramos en pocos casos.

Sin embargo, sigue presentando problemas. El primero, tal como reconoce Snowman, es que al escoger “grandes hombres” (y en efecto son todos hombres) da crédito a la desacreditada idea de que la historia la hacen los grandes hombres y poco o nada más, mientras que la mayoría de historiadores señalarían el papel de factores más impersonales además del impacto del individuo, o incluso en lugar de él. Desde luego, tal como admite Snowman, “solo un necio o un romántico incurable atribuiría los movimientos fundamentales de la historia casi exclusivamente a un puñado de dirigentes”. No obstante, finalmente el recopilador más que afrontar el problema lo esquiva y se limita a comentar que los ensayos del volumen “no pretenden adscribirse a un punto de vista en uno u otro sentido sobre el papel que han jugado los ‘grandes’ hombres de la historia, sino más bien proporcionar datos para un debate que a buen seguro seguirá muy vivo”.33 Quizá resulta más interesante que Snowman mencione la cuestión del libre albedrío y el determinismo, y señale que el presente es, o como mínimo parece ser, indeterminado, con un amplio abanico de posibles formas de proceder ante nosotros; no es hasta al cabo de un tiempo cuando empezamos a identificar las razones de tipo más general por las que escogimos una opción y no otra.34 Sin embargo, también en este caso deja la cuestión sin resolver, quizá como no podía ser de otra manera, ya que las condiciones en las que pide a sus colaboradores que imaginen que se escoge una opción distinta están cuidadosa y estrechamente circunscritas.

Lo que es más importante, tal como ha señalado Niall Ferguson, es que todo el volumen de Snowman cae en la trampa de expresar deseos.35 Ningún historiador, si le preguntan cómo se habría comportado si hubiera estado en la piel de un personaje histórico, dirá que no habría igualado la sagacidad, brillantez o valentía de aquella persona. La gracia del ejercicio es que lo hará mejor; no caerá en los errores de su personaje y tendrá éxito en aquello en lo que este fracasó. De este modo, Roger Thompson, en el papel de conde de Shelburne, evita la independencia de Estados Unidos; Esmond Wright, haciendo de Benjamin Franklin, impide que el descontento estadounidense de la misma época desemboque en una revolución; Peter Calvert, como Benito Juárez, salva al emperador Maximiliano, que los franceses endilgaron a los mexicanos, y trae décadas de paz a esa conflictiva tierra; Maurice Pearton es Adolphe Thiers y evita la guerra franco-prusiana de 1870-1871; Owen Dudley Edwards, que hace de Gladstone, resuelve la cuestión irlandesa; Harold Shukman, en el papel del demócrata liberal Aleksandr Kérenski, jefe del gobierno provisional en los meses que siguieron a la revolución de febrero de 1917 que derrocó al zar, evita que los bolcheviques lleguen al poder; Louis Allen, en la piel del general japonés Hideki Tojo, descarta bombardear Pearl Harbor; Roger Morgan es el canciller Konrad Adenauer y reunifica Alemania después de la nota de Stalin de 1952 que ofreció negociaciones; Philip Windsor, de Alexander Dubček, evita la invasión del Pacto de Varsovia que en realidad derrocó en 1968 al régimen comunista liberal que él encabezaba en Checoslovaquia; Harold Blakemore se encarna en Salvador Allende y salva el gobierno socialcomunista que este presidía en Chile, al impedir un golpe militar en 1972-1973.

Los historiadores del volumen de Snowman hacen lo que un historiador no debería hacer nunca: aleccionan a personas del pasado sobre cómo debían haber hecho las cosas. ¿Realmente pensamos que podríamos haber evitado los errores que ellos cometieron? Desde luego, es fácil caer en esa tentación. Pero debemos resistirnos. Como observa Ian Kershaw en su estudio de las actitudes de los alemanes de a pie hacia la dictadura nazi: “Me gustaría pensar que si yo hubiera vivido esa época habría sido un antinazi convencido comprometido con la resistencia clandestina. Sin embargo, en realidad sé que habría estado tan confundido y que me habría sentido tan indefenso como la mayoría de la gente sobre la que escribo”.36 Nos imaginamos que lo haríamos mejor que la gente del pasado porque tenemos el lujo de la perspectiva y, esto es crucial, porque somos personas distintas con ideas y supuestos distintos y formas distintas de tomar decisiones. Evidentemente, Snowman es consciente de este problema y por lo tanto insiste en que el comportamiento de los personajes históricos cuya identidad asumen los autores tiene que estar alineado con lo que sabemos de ellos por los datos históricos. Pero, como él mismo reconoce, esto no resuelve del todo el problema de ponerse en la piel de un actor histórico muerto hace tiempo.37 En la práctica, lo que estos historiadores hacen es desear un cambio de personalidad de las figuras históricas que abordan: Kérenski se vuelve más decidido de lo que en realidad era; Stalin se vuelve más sincero en su nota de 1952, en la que ofreció la reunificación alemana, de lo que realmente era; Allende se vuelve menos confundido de lo que estaba; Tojo se vuelve menos agresivo de lo que era; Maximiliano está menos desamparado de lo que estaba; y Thiers se vuelve más perspicaz de lo que era. Para que el truco funcione, hay que desobedecer la consigna de Snowman de respetar la personalidad de los individuos en cuya piel se ponen los colaboradores.

Sin embargo, en el contexto de un análisis de la historia alternativa, resulta más importante que cualquiera de estas consi­deraciones el hecho de que los colaboradores dicen poco o nada sobre las consecuencias de las decisiones alternativas que analizan. Cuando lo hacen, sus especulaciones son tan breves que constituyen poco más que sugerencias provisionales. Dos siglos después de que Shelburne consiga evitar la independencia de Estados Unidos, la máxima autoridad del país es la reina Isabel II; se cree que probablemente la victoria del emperador Maximiliano de México no habría provocado grandes cambios a largo plazo, con una serie de golpes de estado y dictaduras, aunque se apunta a la posibilidad de que no hubiera habido revolución mexicana en 1911 y que por tanto tal vez Estados Unidos no hubiera intervenido en la Primera Guerra Mundial, que también podría haberse evitado si no hubiera estallado la guerra franco-prusiana de 1870. Pero se omiten todos los años intermedios, y por consiguiente no se toma en consideración ninguno de los posibles acontecimientos o evoluciones que hubieran podido ocurrir en ese tiempo. De hecho, en última instancia, estas hipótesis a largo plazo son de interés secundario para los colaboradores, estrictamente subordinados a la tarea principal que se les ha encargado, es decir, examinar las decisiones y ponerse en la piel de los actores que les corresponden, y explorar su contexto histórico inmediato.38 Además, estas especulaciones ponen una enorme capacidad imaginativa en manos de políticos concretos, y les dan retrospectivamente los medios para desafiar o dar la vuelta a las grandes fuerzas históricas a las que se enfrentaron.

Muy distinto fue el intento de Alexander Demandt, historiador alemán especialista en la antigua Roma, de justificar la historia con­trafactual en 1984. En su breve tratado Ungeschehene Geschich­te [Historia que no ha ocurrido], sostuvo que “las referencias a posibles desarrollos alternativos nos descubren acontecimientos cruciales que fácilmente habrían podido terminar de otra manera”. El problema de esta idea relativamente banal es que en realidad esas referencias no son necesarias para descubrir los acontecimientos en cuestión. Los quince ejemplos de Demandt abordaron temas recurrentes como la derrota de Carlos Martel en 732 (una Europa en paz marcada por un avance temprano del conocimiento científico); la victoria de la Armada Invencible en 1588 (una Inglaterra católica, quizá liberal debido a la destitución del duque de Alba y la proclamación de la tolerancia religiosa); y la supervivencia del archiduque Francisco Fernando en 1914 (ni Primera ni Segunda Guerra Mundial). Por lo tanto, Demandt tenía tanta tendencia a expresar deseos como el resto de contrafactualistas. Sin embargo, introdujo una serie de cuestiones clave que iban a ocupar a los estudiosos del género por algún tiempo, con sus afirmaciones de que las “alternativas alejadas de la realidad son improbables”, “los acontecimientos están predeterminados en mayor o menor grado” y “los acontecimientos improbables van aparte”; en otras palabras, planteó el problema de hasta qué punto y de qué manera se puede restringir o limitar la imaginación contrafactual. “Hay que contrastar la fantasía histórica –señaló acertadamente– con la plausibilidad empírica. La medida de lo irreal es lo real”.39

El tratado de Demandt aportó una nota de seriedad alemana al tema, pero la frivolidad angloestaounidense no tardó en reafirmarse con un fino volumen que contenía veintidós ensayos de varios autores, en su mayor parte historiadores profesionales británicos y estadounidenses, editado en 1985 por el especialista en historia de Francia y profesor de Yale John Merriman, titulado For Want of a Horse: Choice and Chance in History [Por falta de un caballo: elección y azar en la historia], una referencia al pasaje del final de Ricardo III de Shakespeare en que el rey muere en una batalla porque no encuentra un caballo que montar, con lo que se da inicio a la nueva dinastía de los Tudor y en Inglaterra se pone fin a la Edad Media. Publicitadas en la cubierta como “especulaciones humorísticas”, la recopilación incluyó breves análisis de una gran variedad de temas, incluido el papel de las palomas en Francia, o del borsch, la sopa de remolacha, en Rusia, o, de forma más general, la mala suerte (como en el caso de los Estuardo, a los que les tocó más parte de ella que la que les correspondía), o el azar y la contingencia, como el giro equivocado del coche del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo en 1914, que resultó en su asesinato. De hecho, solo cinco ensayos son realmente especulativos, en el sentido de que se dedican principalmente a analizar cursos alternativos que hubieran podido tomar los acontecimientos en lugar de narrar los propios acontecimientos y subrayar el papel del azar y la contingencia en la forma como acabaron sucediendo.

Hay ensayos entretenidos sobre qué habría pasado si Fidel Castro, que en su juventud fue un talentoso jugador de béisbol, hubiera aceptado el contrato que le habrían podido ofrecer los Giants de Nueva York (no habría habido revolución cubana); o si Voltaire se hubiera instalado en Pensilvania (habría proporcionado ideas a la revolución estadounidense); o si la niña india americana Pocahontas no hubiera salvado al colono John Smith (Virginia habría fracasado, de modo que no habría habido ni revolución estadounidense ni guerra civil); o si la Confederación hubiera ganado la guerra (la “cortesía sureña” se impone en la Unión); o si Jaime II hubiera triunfado en 1688 (Inglaterra habría vuelto al catolicismo); o si el gobernador Hutchinson hubiera logrado evitar el motín del té (Estados Unidos se habría convertido en “otro Canadá”). Sin embargo, el sentido de todo esto, como dice el editor, es reintroducir “espíritu lúdico y buen humor” en la escritura de la historia y no mucho más.40 La derivación de grandes consecuencias a partir de pequeños acontecimientos forma parte de la diversión. Una vez más, en muchos casos se atribuyen capacidades casi sobrehumanas a actores individuales: ¿realmente pensamos que Jaime II de Inglaterra tenía la capacidad de convertir al catolicismo a los protestantes ingleses, la abrumadora mayoría de la población? Y también se requieren cambios de personalidad. ¿Realmente pensamos que Fidel Castro se habría olvidado de sus inquietudes políticas si hubiera llegado a ser un jugador profesional de béisbol?41

La frivolidad y el carácter caprichoso son dos de las principales razones por las que las historias alternativas no han sido tomadas en serio por los historiadores, incluso por algunos que han contribuido a ellas. Los historiadores siempre han considerado que su tarea primordial es averiguar qué pasó en realidad, no imaginar lo que podría haber pasado, y aunque la primera tarea entraña retos más o menos importantes, la última es prácticamente imposible, ya que la historia depende sobre todo de la aportación de pruebas, y en el último caso hay pocas o ninguna que aportar. Tradicionalmente los historiadores han desconfiado de la especulación, de modo que en general su reacción a los escenarios de “y si...” ha sido hostil o indiferente. Aviezer Tucker se ha preguntado con escepticismo: “¿Para qué sirve la historia contrafactual, aparte de para entretener nuestras facultades imaginativas?”. Tucker reconoce que los historiadores utilizan implícitamente un marco contrafactual cuando califican una causa de necesaria, con lo que dan a entender que si no hubiera estado presente, las cosas habrían acabado de otra manera. Pero añade acertadamente que en general los historiadores no son tan osados y, en cualquier caso, al calificar una causa de necesaria en lugar de posible o coadyuvante, casi nunca especulan sobre el curso alternativo que hubieran podido tomar los acontecimientos si esa circunstancia no hubiera estado presente.42

Y la pregunta de “¿y si...?” a menudo ha amenazado, por así decirlo, con dejar a los historiadores sin trabajo al reducirlo todo a una cuestión de azar. En efecto, algunos exponentes del género parecen deleitarse en atribuir pequeñas causas a grandes acontecimientos, en la línea de las especulaciones de Pascal sobre lo que habría ocurrido si Cleopatra hubiera tenido una nariz más pequeña; A. J. P. Taylor fue uno de los principales exponentes de esta aproximación, tanto en su explicación del estallido de la Primera Guerra Mundial en La guerra planeada (War by Timetable: How the First World War Began, Londres, 1969) como en su autobiografía A Personal History [Una historia personal], publicada en Londres en 1983. Pero si todo fuera producto del azar, sería imposible explicar nada, y de hecho el propio Taylor subrayó la inevitabilidad del nazismo en su libro The Course of German History [Los derroteros de la historia de Alemania], publicado en 1946. A ningún historiador se le ha ridiculizado más que a H. A. L. Fisher, que en su historia de Europa, escrita a principios de la década de 1930, concluyó con cierta desesperación que solo podía haber “una regla segura para el historiador: que debía reconocer el papel de lo contingente e imprevisto en el desarrollo de los destinos humanos” y admitir que “no puede haber generalizaciones”.43 El punto de vista de Fisher ha suscitado un amplio rechazo entre los historiadores porque la mayoría ven la generalización y la explicación como su principal cometido. Si los historiadores no explican las cosas, caen al nivel de cronistas.

Por otra parte, tal como hemos visto, la pregunta de “¿y si...” se ha vinculado a menudo a individuos, como en las especulaciones sobre qué habría cambiado si Hitler hubiera muerto antes o si Lenin hubiera muerto más tarde de cuando murió. Incluso E. H. Carr estaba dispuesto a admitir en sus últimos años que puede que la Rusia soviética se hubiera ahorrado los peores estragos de las grandes purgas de Stalin si Lenin hubiera vivido hasta la dé­cada de 1940, como era muy posible hasta que quedó gravemente herido después de un intento de asesinato durante la guerra civil rusa. Esta idea –otro ejemplo de grandes consecuencias derivadas de pequeños acontecimientos– delata una ingenua creencia en las capacidades extrahistóricas de los grandes hombres, o como mínimo los poderosos, que en sus primeros años Carr no hubiera aceptado. Puede considerarse la propia especulación de Carr sobre Lenin como un ejemplo de lo que el historiador criticó tan mordazmente en ¿Qué es la historia?: la expresión de un deseo. En el caso de Carr, delataba una tendencia quizá sorprendente a intentar salvaguardar la reputación y legitimidad históricas de la revolución bolchevique al sugerir que Stalin la había pervertido, y al culpar a un solo hombre y no al propio sistema soviético de la violencia, los asesinatos en masa y la hambruna intencionada de los años treinta.44 Al subrayar la importancia de individuos como Lenin y Stalin, Carr iba a contracorriente del alejamiento del enfoque centrado en los “grandes hombres” característico de la segunda mitad del siglo xx que tuvo lugar con el ascenso de la historia social y luego cultural, que, mucho antes del momento en que escribía Carr, proporcionó otra razón por la cual la pregunta de “¿y si...?” generaba desconfianza.

Por estas razones, por tanto, los historiadores han tendido en general a evitar la especulación sobre lo que podría haber pasado y se han centrado mayoritariamente en intentar averiguar y explicar lo que pasó. Como señaló el gran historiador alemán Friedrich Meinecke: “En la historiografía, uno suele evitar dar una respuesta explícita a la pregunta de qué habría pasado si un acontecimiento concreto hubiera terminado de forma distinta, o si una personalidad concreta no hubiera estado presente en la acción. Estas consideraciones se tachan de vanas y lo son”.45 Sin embargo, en las dos últimas décadas ha habido síntomas de cambio. Ha llegado de dos ámbitos. En primer lugar, de la historia económica cuantitativa o historia econométrica, y en este caso en especial del estadounidense Robert Fogel, cuya primera publicación importante planteó lo que él llamó una suposición “contrafactual”, es decir, construyó un modelo estadístico sobre qué le habría pasado a la economía de Estados Unidos si no se hubiera construido el ferrocarril, como hipótesis “contrafactual”, para mostrar estadísticamente cuál fue la contribución del ferrocarril al crecimiento económico estadounidense, o, en otras palabras, su importancia en la economía estadounidense. Se trataba de un ejercicio estadístico, en realidad no era un intento de imaginar unos Estados Unidos sin ferrocarril, o de caer en la nostalgia del oeste de Estados Unidos de los años anteriores a que el caballo de hierro atravesara las Grandes Llanuras, ni tampoco se trataba de sostener que había habido alguna posibilidad, por muy remota que fuera, de que no se hubiera construido el ferrocarril. No tenía nada que ver con lo que hubiera podido ser. El concepto de “contrafactual” correspondía en este caso a la literalidad de la palabra, a saber, desarrollar un elemento que no ocurrió para explicar mejor las consecuencias de lo que ocurrió. La fuerza de este tipo de análisis derivaba justamente de la imposibilidad de imaginar que el acontecimiento hubiera podido convertirse en, por así decirlo, factual.46

El análisis de Fogel era esencialmente estadístico: el ferrocarril aparecía, o más bien desaparecía, como un elemento de una serie de ecuaciones que producían a grandes rasgos el mismo resultado que si se incluía el ferrocarril; en otras palabras, Fogel mostró que el ferrocarril no fue tan determinante para el crecimiento económico de Estados Unidos. Se han utilizado métodos similares en otros ámbitos de la historia económica o econométrica, aunque se les ha criticado por aplicar a frágiles estadísticas del siglo xix un peso de procesamiento de datos numéricos que sencillamente no pueden aguantar, y por establecer una serie de supuestos no probados y quizá imposibles de probar sobre la vinculación o no de la construcción del ferrocarril a otros sectores de la economía, supuestos que al fin y al cabo acaban demostrando la tesis que se sostiene. Finalmente, cualesquiera que sean sus méritos o deméritos, la utilización de escenarios contrafactuales por parte de los econometristas no tiene nada que ver con el azar y la contingencia en la historia, sino más bien al contrario.47 En realidad, en este caso no estamos ante una pregunta del tipo “¿y si...?”, ya que no se plantea una verdadera alternativa a lo que pasó.

Hasta los años noventa, pues, las especulaciones contrafactuales se mantuvieron fundamentalmente en un nivel de entretenimiento, aparecieron de forma intermitente y no pretendían que las tomaran en serio. Sin embargo, en ese momento llegó un cambio desde otro ámbito. Apareció un caudal de nuevas colecciones y el flujo de publicaciones ya no se ha interrumpido. En 1997 Niall Ferguson editó una recopilación con el título de Historia virtual (Virtual History, Londres, 1997). Esta colección expresó y potenció un interés renovado por el género. Se publicó casi al mismo tiempo que una colección muy extensa de ensayos de historiadores estadounidenses, If the Allies Had Fallen: Sixty Alternate Scenarios of World War II [Si los aliados hubieran perdido: sesenta escenarios alternativos de la Segunda Guerra Mundial], editado por Dennis E. Showalter y Harold C. Deutsch (Nueva York, 1997). En 1998 salió un número especial de la revista Military History Quarterly dedicado al tema, reimpreso al año siguiente con el título de What If? The World’s Foremost Military Historians Imagine What Might Have Been [¿Y si...? Los principales historiadores militares del mundo imaginan lo que hubiera podido suceder], editado en Nueva York por Robert Cowley, un historiador militar estadounidense y editor y fundador de la Military History Quarterly. Las palabras “principales” y “del mundo” desaparecieron en las sucesivas ediciones, pero Cowley, ni corto ni perezoso, siguió con dos recopilaciones más: More What If? Eminent Historians Imagine What Might Have Been (Nueva York, 2001) y What If? America: Eminent Historians Imagine What Might Have Been (Nueva York, 2005). En 2004 Andrew Roberts sacó a la luz una colección titulada What Might Have Been: Leading Historians on Twelve ‘What Ifs’ of History (Londres, 2004). Dos años después, el trío compuesto por Richard Ned Lebow, Geoffrey Parker y Philip Tetlock publicó el ya mencionado Unmaking the West: ‘What-If?’ Scenarios That Rewrite World History (Ann Arbor, Michigan, 2006). Por lo tanto, a ambas orillas del Atlántico, la historia contrafactual se ponía claramente de moda hacia finales del siglo xx y principios del xxi.

La moda ha seguido hasta nuestros días. En el año 2006 también salió a la luz la colección de Duncan Brack President Gore… and Other Things That Never Happened [El presidente Gore... y otras cosas que nunca ocurrieron], publicado en Londres en 2006, una continuación de Prime Minister Portillo... and Other Things That Never Happened (Londres, 2004) y a la que seguiría Prime Minister Boris… and Other Things That Never Happened (Londres, 2011), ambas editadas conjuntamente por Duncan Brack y Iain Dale, que en el último caso se apartan de la historia alternativa y se adentran en el campo todavía más arriesgado de la predicción del futuro. El autor más prolífico del género, el exmilitar estadounidense de origen griego Peter Tsouras, ha publicado media docena de “historias alternativas” a las que dio inicio en 1994 con Disaster at D-Day: The Germans Defeat the Allies (Nueva York, 1994), seguida de libros sobre Stalingrado, la Guerra Fría, el frente de Europa oriental, la batalla de Gettysburg y una colección de ensayos titulada Hitler triunfante: once historias alternativas de la Segunda Guerra Mundial (Third Reich Victorious: Alternate Decisions of World War II, Nueva York, 2002). El divulgador histórico Dominic Sandbrook escribió una serie de artículos en la revista New Statesman en 2010-2011 en los que exploró historias alternativas parecidas sacadas de la historia de Gran Bretaña. Jeremy Black escribió un libro entero dedicado al tema de What If? Counterfactualism and the Problem of History [¿Y si...? El contrafactualismo y el problema de la historia], publicado en Londres en 2008. Seguro que ha habido más contribuciones al género aparte de estas; y seguro que vendrán más, sobre todo desde el mundo intelectual angloestadounidense.48

¿Cómo podemos explicar esta moda reciente de la historia contrafactual? En su esclarecedor libro The War Hitler Never Won [La guerra que Hitler no ganó],49 Gavriel Rosenfeld la atribuye en primer lugar a la decadencia y caída de las ideologías que dominaron el pensamiento occidental en los siglos xix y xx. Al desaparecer de la escena el fascismo, el comunismo, el socialismo, el marxismo y otras doctrinas o transformarse en ideologías más blandas y menos rígidas –cuando los ismos se convirtieron en cosa del pasado– también desaparecieron las teleologías y la historia se volvió algo abierto, lo que liberó un espacio para la especulación sobre el curso o cursos que podría haber tomado. Quizá podamos trazar un paralelo con el fin de la historia providencialista que permitió que escritores como D’Israeli, Geoffroy y Renouvier empezaran a pensar en la historia alternativa en el siglo xix. A finales del siglo xx, junto a las ideologías, el concepto de progreso también ha recibido un duro golpe, lo que ha quitado al futuro certidumbre o incluso probabilidad. Una nueva incertidumbre ha sustituido al optimismo de la generación de los años sesenta, al extenderse la sensación de desorientación y miedo ante amenazas como el calentamiento global, el terrorismo, las pandemias, el fundamentalismo religioso y muchas otras. La creciente desconfianza en la posibilidad de prever el futuro ha animado la especulación sobre el curso que hubiera podido tomar la historia en el pasado, cuando este también parecía abierto. Al mismo tiempo, el público lector y cinéfilo se ha entregado a la fantasía, con lo que llena el vacío dejado por la decadencia de las grandes ideologías.

Junto a estos cambios culturales generales se asistió al surgimiento del posmodernismo, con su escepticismo sobre la posibilidad de un verdadero conocimiento histórico, la difuminación de los límites entre pasado y presente, y hecho y ficción, y el cuestionamiento de la concepción lineal del tiempo. El posmodernismo recuperó la creencia en la subjetividad del historiador al tiempo que socavó la búsqueda científica de la objetividad tan característica de los historiadores de los años setenta. El historiador británico Tristram Hunt se quejó en 2004 de que conforme el rigor de la historia social daba paso a la empatía de la historia cultural, “lo que se nos ofrece en el mundo posmoderno de la contingencia y la ironía son una serie de discursos biográficos en los que un relato es tan válido como otro. Una historia es tan buena como otra y se difuminan los límites de lo factual, lo contrafactual y la ficción. Toda historia es historia contrafactual”.50 Aunque Hunt exageraba para llamar la atención, tenía parte de razón. La revolución digital nos ha permitido manipular a voluntad el registro fotográfico del pasado y crear películas en las que la mayor parte de lo que vemos está generado por orde­nador y no siempre corresponde a una representación de la realidad, mientras que el ciberespacio nos ha introducido en una realidad alternativa en la que las personas que nos encontramos no necesariamente son las que parecen ser. Hoy mucha gente aprende cosas sobre la Europa medieval principalmente a partir de representaciones fantásticas como Juego de tronos o El señor de los anillos. En televisión, la historia se presenta como una mezcla de información y entretenimiento, y los docudramas “basados en una historia real” se emiten con mucha mayor frecuencia que los intentos de representar la historia sin embellecimiento ficticio, que se dejan ver menos.51 Los juegos de guerra y las simulaciones por ordenador nos permiten participar en acontecimientos o escenarios del pasado y hacer que terminen de forma distinta a como terminaron.

Es evidente que una parte de estas representaciones puede englo­barse en la categoría del entretenimiento, pero está igualmente claro que aquí hay un nuevo potencial para un desarrollo más serio de la historia contrafactual. Sin embargo, muy a menudo estas historias se deslizan por la resbaladiza pendiente de la expresión de un deseo. En efecto, E. H. Carr pensaba que los contrafactualistas se dedicaban en buena parte a “saldar cuentas pendientes; regalarse fantasías; […] y sobre todo a estimular las emociones contrafactuales por excelencia: el pesar (por mundos mejores a los que faltó poco por hacerse realidad) y el alivio (ante destinos peores de los que escapamos por los pelos)”. Sería fácil volver esta crítica contra el propio Carr por su pesar ante la muerte temprana de Lenin.52 Según él, en el futuro se iba a imponer una economía planificada de estilo soviético y Stalin había dificultado la consecución de ese objetivo a través de sus crímenes. Las construcciones contrafactuales sobre el pasado casi siempre tienen implicaciones políticas para el presente, que pueden ser de varios tipos. Gavriel Rosenfeld ha sostenido que “los escenarios fantasiosos […] tienden a ser progresistas, porque al imaginar un pasado alternativo mejor ayudan a ver las limitaciones del presente, que implícitamente están a favor de cambiar”.53 Sin embargo, en un lugar y un tiempo en que domine el progresismo, el socialismo u otra variedad de doctrina política, gobierno o sistema no conservador, serán los conservadores los que querrán cambiarlo, como quedó claro en Estados Unidos durante la presidencia de Bill Clinton y en el Reino Unido siendo primer ministro Tony Blair.

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