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La encarnación femenina

Desde ahora, todas las generaciones me llamarán dichosa;
porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí, y santo es su nombre.

—Lucas 1:48-49

En este breve capítulo voy a tomar algunos riesgos, pero creo que será provechoso porque, para muchos, podría provocar la revelación más importante de todas. Como hombre, mi perspectiva de lo femenino seguramente es limitada, pero este es un tema tan crucial y usualmente ignorado que debo invitarnos a todos y a todas a reivindicar y honrar la sabiduría femenina, que a menudo es cualitativamente diferente de la sabiduría masculina. Aprovecharé mis propias experiencias con mi madre (yo fui su favorito), hermanas más pequeñas y grandes, muchas amigas y colegas mujeres a lo largo de los años, y la mismísima naturaleza de algunos de mis encuentros con Dios. Espero que esta perspectiva pueda invitarte a confiar también en tus propias experiencias con la feminidad divina. Para muchos y muchas es una apertura completamente nueva, ya que, de alguna manera —y erróneamente—, siempre asumieron que Dios es masculino.

A pesar de que Jesús era claramente del género masculino, el Cristo está más allá del género, así que es de esperar que la Gran Tradición haya encontrado formas femeninas para, consciente o inconscientemente, simbolizar la plenitud de la Encarnación Divina y darle a Dios una más femenina, tal como la misma Biblia suele hacerlo.1

Cada vez que voy a Europa, siempre me sorprende la cantidad de iglesias que llevan el nombre de María, la madre de Jesús. Creo haberme topado con por lo menos una iglesia “Notre Dame de algo” en toda ciudad francesa que visité, y a veces incluso dos o tres en un pueblo pequeño. Algunas de estas iglesias son grandes y ornamentales, la mayoría son antiguas, y en general inspiran respeto y devoción, incluso entre no-creyentes. Sin embargo, como católico, a veces me pregunto: ¿Quiénes eran estos cristianos que parecen haber honrado a María mucho más que a Jesús? Después de todo, el Nuevo Testamento dice muy poco de María. ¡No es de extrañar que la Reforma Protestante reaccionara tan enérgicamente en contra de nuestra obsesión ortodoxa y católica!

¿Por qué durante los primeros mil cuatrocientos años de cristianismo, tanto en las iglesias occidentales como en las orientales, se enamoraron perdidamente de esta mujer aparentemente ordinaria? Le dimos nombres como Theotókos, Madre de Dios, Reina del Cielo, Notre Dame, La Virgen de esto o aquello, Unsere Liebe Frau, Nuestra Señora, Nuestra Madre de los Dolores, Nuestra Dama del Perpetuo Socorro y Nuestra Señora de casi todo pueblo o santuario en Europa. Claramente, no estamos tratando con una simple mujer, sino un símbolo fundacional —o, pidiendo prestado el lenguaje de Carl Jung, un “arquetipo”—, una imagen que constela una gran cantidad de significados que no se pueden comunicar de manera lógica. Nada emerge de forma tan global ni durante tanto tiempo si de alguna manera no se basa en nuestro inconsciente colectivo humano. Sería tonto descartar algo así tan fácilmente.

En la imaginación mítica, pienso que María simboliza intuitivamente a la primera Encarnación, o Madre Tierra, si me lo permites (no estoy diciendo que María es la primera encarnación, solo que se convirtió en el arquetipo y símbolo natural de ello, particularmente en el arte, por lo que quizás la Madonna sigue siendo el personaje más pintado en el arte occidental). Creo que María es el mayor arquetipo femenino del Misterio de Cristo. Este modelo ya se había mostrado como Sofía o Santa Sabiduría (ver Proverbios 8:1ss., Sabiduría 7:7ss) y nuevamente en el libro de Apocalipsis (12:1-17), en el símbolo cósmico de “una mujer vestida de sol, parada sobre la luna”. Ni Sofía ni la Mujer de Apocalipsis son precisamente María de Nazaret; aun así, en muchos sentidos, lo son, y cada pasaje amplía nuestro entendimiento de la Divinidad Femenina.

Jung creía que los humanos producen en el arte las imágenes internas que el alma necesita para verse a sí misma y permitir su propia transformación. Solo intenta contar cuántas pinturas en los museos de arte, iglesias, y casas de todo el mundo muestran a una mujer maravillosamente vestida, ofrecida para tu admiración —y la de ella—, y, generalmente, a un bebé desnudo. ¿Cuál es la ubicuidad que esta imagen nos transmite al nivel del alma? Creo que es algo así:

La primera encarnación (creación) está simbolizada por la Personificación de Sofía, una María hermosa, femenina, multicolor y elegante.

Ella nos ofrece invariablemente a Jesús, Dios encarnado en vulnerabilidad y desnudez.

María se convirtió en el Símbolo de la Primera Encarnación Universal.

Entonces, ella nos entrega a la Segunda Encarnación, mientras permanece en segundo plano; el foco siempre está en el niño.

La Madre Tierra presentando al Hijo Espiritual, los dos primeros estadios de la Encarnación.

La Receptividad Femenina entregando el fruto de su sí.

E invitándonos a ofrecer nuestro propio sí.

En todo esto hay una plenitud que muchas personas encuentran de gran satisfacción para el alma.

Espero que no leas estas líneas de pensamiento como feminismo de moda, o simplemente un intento de abordar las preocupaciones de aquellos que han abandonado el cristianismo debido a los pecados del patriarcado, o del fracaso de la iglesia en reconocer y honrar una compresión femenina de Dios. Siempre tuvimos una encarnación femenina, de hecho, fue la primera encarnación, e incluso mejor: ¡se movió para incluirnos a todos y todas! María es nosotros y nosotras recibiendo y entregando el regalo. Nos agradó precisamente porque era una de nosotros, ¡y no Dios!

Creo que los cristianos y cristianas de los primeros mil años entendieron esto a un nivel intuitivo y alegórico. Pero, con el tiempo, para la época de la muy necesitada Reforma Protestante, todo lo que podíamos ver era “pero ella no es Dios”, lo cual es completamente cierto. Sin embargo, ya no podíamos ver el todo en su plenitud, por lo que no podíamos ver que, mejor aún, “¡ella es nosotros!”. Es por eso que la amamos, probablemente sin un entendimiento pleno del porqué. Gran parte de la raza humana puede imaginar más fácilmente el amor incondicional proveniente de lo femenino y lo maternal que de parte de un hombre. ¡Tengo que decirlo!

En muchas de las imágenes de María, los humanos ven su propia alma femenina. Necesitamos vernos en ella, y decir con ella “Dios me miró en mi soledad. Desde ahora en adelante, todas las generaciones me llamarán dichosa” (Lucas 1:48).

Me doy cuenta del peligro, y reconozco que, a todo efecto práctico, muchos católicos divinizaron a María, probablemente por sentimentalismo. De todos modos, te invito a considerar el mensaje más profundo y sutil. He dicho con regularidad que muchos católicos y católicas han tenido una pobre teología de María, pero una excelente psicología: los humanos amamos, necesitamos y confiamos en que nuestras madres nos den regalos, nos nutran y siempre nos perdonen, que es lo que queremos de Dios. Mis años de trabajo con grupos de hombres me han convencido de ello. De hecho, mientras más machista y patriarcal sea una cultura, más devoción hay hacia María. Una vez, conté once imágenes de María en solo una iglesia católica en Texas, un lugar vaquero. Lo veo como un intento inconsciente de la cultura, y usualmente no muy exitoso, por balancearse. Del mismo modo, ¡María les da a las mujeres en la iglesia católica una imagen femenina dominante para contrabalancear tanta masculinidad que desfila en primera plana!

La humanidad siempre ha estado recibiendo al Cristo en cada cultura y época, y las mujeres son vistas de forma natural como receptoras del Don Divino: piensen en Willendorf, Éfeso, Constantinopla, Ravena, el Monte Carmelo, Madonnas Negras, Valencia, Walsingham, Guadalupe; cada país tuvo su propia imagen femenina de alguien que recibió al Cristo en su propio cuerpo (¡no en su cabeza!). También presta atención al pronombre más bien universal “nuestra”: siempre es “Nuestra Señora”, nunca “mi Señora”. Esta es una señal reveladora que nos asegura que estamos tratando con una Personalidad Colectiva (una que representa el todo) y con una comprensión colectiva de la salvación. Lo mismo con “Nuestro Señor” o “Nuestro Padre”. Nunca escuché oraciones litúrgicas oficiales hablar de “mí Jesús” o “mí Señor”. Dios y María siempre se abordaron como una experiencia compartida, al menos en las iglesias históricas y antes de nuestra posterior individualización de todo el mensaje del Evangelio.

Encuentro interesante que los dioses masculinos tiendan a venir desde los cielos, y generalmente sean asociados con el sol, el firmamento, el poder y la luz. Pero en la mayoría de las mitologías y los cuentos de hadas, las diosas femeninas tienden a salir de la tierra o del mar y generalmente son asociadas con la fertilidad, la sutileza, la buena oscuridad y la crianza. “Hermano Sol” y “Hermana Luna” son invariables en género, ¡excepto en alemán! Si la creación es, en efecto, la primera Encarnación y la “primera Biblia” (Romanos 1:20), si la madre precede al hijo, entonces no es para nada sorprendente que los símbolos físicos, terrenales y encarnados sean reconocidos en la mentalidad, el arte y la tradición como “Madre Tierra” (nunca “Padre”). A partir de esta idea, en los primeros mil cuatrocientos años de cristiandad, Este y Oeste hicieron una transferencia fácil a María, quien fue invariablemente vestida en un flujo de hermosura y color, a menudo coronada por Jesús, y no fue más la pobre y simple doncella de Nazaret.

Otro emergente no-bíblico importante fue la difundida creencia de que el cuerpo de María fue llevado a los cielos después de su muerte (este es el único ejemplo que conozco en el que el Vaticano realizó una encuesta antes de proclamar una doctrina, en 1950: descubrieron que la mayor parte del mundo católico ya creía que esto era cierto sin haber sido enseñado formalmente, lo que se llama sensus fidelium). Los relatos de la Asunción de María no se encuentran en ninguna parte de la Biblia —a menos que quieras leer Apocalipsis 12 de esa manera arquetípica—, pero ya circulaban entre los cristianos en el siglo IV. Y, para el tiempo en que el Vaticano formalizó la doctrina, ¡Carl Jung consideró la confirmación como “el desarrollo teológico más significativo del siglo veinte”, porque proclamaba que el cuerpo de una mujer existe permanentemente en el terreno eternal! Guau. El panteón de las imágenes de los dioses masculinos se feminizó para siempre, y aún más, se declaró que los cuerpos humanos, no solo las almas o los espíritus, podían compartir el proceso de divinización. Esto tiene una importancia enorme. El símbolo de María reunió los dos mundos disímiles de materia y espíritu, la madre femenina y el niño masculino, la tierra y el cielo, nos guste o no. El inconsciente lo entendió, creo. Pero muchas personas se resistieron a ello de manera consciente (en mi opinión, para su propia pérdida). Hoy, gran parte del mundo ve al cristianismo como irremediablemente patriarcal.

Diciéndole sí a Dios

El punto es que, en cierto sentido, muchos humanos nos podemos identificar más con María que con Jesús, precisamente porque ella no era Dios, ¡sino el arquetipo para nuestro sí a Dios! No hay ningún acto heroico que se le atribuya, más que confiar en sí misma. Puro ser y no hacer. Desde su primer sí al ángel Gabriel (Lucas 1:38) pasando por el nacimiento mismo (2:7), hasta su último sí al pie de la cruz (Juan 19:25), y su plena presencia en el ardiente y ventoso Pentecostés (ver Hechos 1:14, donde es la única mujer nombrada en el primer derramamiento del Espíritu), María aparece en los momentos clave de las narraciones del Evangelio. Ella es Cada mujer y Cada hombre, y por eso la llamo el símbolo femenino de la encarnación universal.

María es el Gran Sí que la humanidad necesita por siempre para que Cristo nazca en el mundo. Incluso Paul McCartney inmortaliza esta idea en su canción “Let it Be”, aunque en primera instancia estuviera hablando de su propia madre, también llamada María:

Madre María viene a mí,

Hablando palabras de sabiduría: “Déjalo Ser”

Esa es la razón por la cual las personas en los primeros mil años la amaron tanto. En María vemos que Dios nunca se nos debe imponer, y que nunca viene sin ser invitado.

El Cristo universal

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