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Introducción

I

Repensar las relaciones entre música y filosofía es una labor fundamental de la teoría estética. Sin embargo, y por lo general, cuando se aborda la cuestión se tiende meramente a repasar las aportaciones de los grandes pensadores de la historia de la filosofía, entre los que destacan, si nos ceñimos a este problema específico, las obras de Platón, de Schopenhauer y de Adorno, por citar solamente tres ejemplos de referencia. Ahora bien, llevar a cabo la tarea inversa es también pertinente y necesario: ha habido grandes músicos cuya obra es muy poco comprensible, y sobre todo fue poco inteligible para sus coetáneos, si no se atiende a sus reflexiones estéticas. En efecto, las más radicales e innovadoras «revoluciones» artísticas a menudo han requerido la redacción de manifiestos que proporcionaran una guía explícita sobre aquello que los artistas de hecho hacían en las partituras. Esta es la opción que ahora desearíamos subrayar, en parte porque suele estar más desatendida por los filósofos, y en parte porque quizá sea hora de destacar también, para los propios músicos y profesores de los conservatorios, la inagotable riqueza teórica que en ocasiones contienen las obras de reflexión de algunos compositores.

Quizá no se sabe todavía suficientemente, o se es demasiado reacio a admitir, que ese polémico hombre llamado Richard Wagner (1813-1883), además de ser un reconocido músico y poeta, el imprescindible autor de los textos de sus impresionantes dramas musicales –esos sorprendentes logros de extraordinaria simbiosis entre palabras y música–, fue también no sólo un reiterado y monumental autobiógrafo, sino asimismo un notable escritor y pensador, un excéntrico ensayista de abundante producción, por no referimos a los miles de interesantísimas cartas que componen su epistolario, en parte todavía inédito. Como dice el profesor Ronald Taylor, de los catorce volúmenes de sus Obras completas –en la edición de 1914, preparada por Julius Kapp–, ni siquiera llegan a cuatro los que contienen las obras dramático-literarias, tanto las acabadas y musicadas, como las que son meros proyectos y esbozos, fragmentos o relatos más o menos ocasionales, como, por ejemplo, Die Sarazenin (La sarracena), Friedrich I (Federico I Barbarroja), Jesus von Nazareth (Jesús de Nazaret), Achileus (Aquiles), Luthers Hochzeit (La bodas de Lutero) o ese hermoso boceto, tan premonitorio, que es Wieland der Schmied (Wieland el herrero), cuya célula germinal, redactada como brillante conclusión de La obra de arte del futuro, más adelante podrá admirar el lector. Los restantes diez gruesos volúmenes recopilan sus escritos autobiográficos, sus ensayos propiamente dichos y sus abundantes críticas y artículos. Este enorme legado, perteneciente a ese género impreciso de la denominada «literatura de ideas», rebosante de reflexiones y sugerencias, resulta en opinión de su propio autor fundamental para poder comprender con un mínimo de seriedad y de rigor la decisiva empresa estético-musical llevada a cabo por el compositor. Tristan und Isolde (Tristán e Isolda), Die Meistersinger von Nürnberg (Los maestros cantores de Nuremberg), Parsifal y, sobre todo, el prólogo y las tres jornadas de Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) bien merecen, sin duda alguna, que el oyente verdaderamente estético y adulto, esto es, el oyente integral, aquel que percibe, siente y piensa ante una representación en un gran teatro, haga algunos esfuerzos de lectura complementaria para tratar de captar el sentido último de esas obras cimeras. El genuino goce del arte no está reñido con la inteligencia, con la sabiduría y la reflexión crítica, ni menos aún con la responsable capacidad de dar razón de los propios gustos y criterios. He aquí, pues, una buena oportunidad de aunar música y filosofía, o, si se prefiere, musicología e historia de las ideas.

Wagner fue siempre una personalidad muy independiente, un creador que acentuó incesantemente su originalidad, sus rupturas con la tradición, su inconformismo permanente. Su contradictorio talante de rebelde y de triunfador, de exiliado y de protegido, en una palabra, sus exigencias vitales en cuanto genuino y comprometido artista radical, pueden ser algunos de los motivos de que sus ensayos estéticos, culturales y políticos, tan desafiantes, poderosos y, por momentos, geniales, se encuentren, sin embargo, saturados de eclécticas manipulaciones y de grotescas relecturas del pasado histórico-artístico; concebidos con desmesurada autosuficiencia, a menudo desprecian la elegancia y la claridad expositivas, se atiborran de exageraciones impertinentes y de grandilocuencias aparentemente filosóficas, y se hallan, en definitiva, a gran distancia de la altura estética y reflexiva tanto del creador de este producto moderno, Montaigne, como de los espléndidos textos de sus mejores cultivadores en lengua alemana, llámense Schiller, Schopenhauer o Nietzsche. La amalgama que los caracteriza es un magma peculiarísimo que bien requiere, digámoslo así, mucha paciencia y mucha ciencia «geológico-genealógicas» para que su exigente lectura resulte provechosa y gratificante. No obstante, la experiencia merece el esfuerzo y aporta muchas satisfacciones y enseñanzas, y eso no sólo a quienes se apresten a vivirla desde una reconocida pasión por la música wagneriana: no se olvide que nos encontramos ante una parte central, quiérase o no, de la producción de la figura que quizá condense en mayor medida que ninguna otra el complejo cúmulo de tensiones y de ilusiones de los grandes creadores románticos de la pasada centuria. Esa gran producción literaria y musical ha convertido al autor alemán en obligado punto de referencia para toda la cultura romántica, como bien ha indicado ese gran maestro de musicólogos que es Enrico Fubini.

II

A lo largo de la vida creadora de Wagner, la unión y la íntima relación que en ella guardan reflexión teórica y realización práctica es constante. Sus obras poético-musicales no surgen a golpes de una pretendida y superromántica inspiración repentina e inconsciente, pulsional y supuestamente racial, sino que se engendran lentamente, después de haber dilucidado tras largas meditaciones el novedoso y revolucionario objetivo que con ellas se pretende conseguir y los medios más adecuados para lograrlo, que, por necesidad, habrán de ser también innovadores, complejos, inauditos y susceptibles de afectar el campo plural de la estética musical, la escritura poético-dramática, la puesta en escena, la dirección orquestal, la arquitectura teatral, e incluso la sociedad desde la que nacen y a la que van dirigidos. De ahí que su obra ensayística sea lo contrario de lo que cabría esperar de un profesor académico o un erudito especialista, sin que siquiera el difuso rótulo de «artista», expresamente reivindicado por su autor en múltiples ocasiones, le haga justicia, puesto que en ella, sin duda alguna, aborda cuestiones estéticas directamente implicadas en su labor de creación, como los mismos títulos indican, pero también, y en no menor medida, arduos problemas filosóficos, históricos, culturales, políticos, económicos, religiosos y sociales. No negamos que trata de resolverlos unas veces con el desparpajo del espontáneo que se atreve a pensar, otras con los refritos del intelectual informado que posee una selecta biblioteca, y otras con la soberbia del altivo genio que monologa y que declama con superlativos, reclamando ya desde su tono la aceptación incondicional de sus proféticos vaticinios. Podrá acusársele de pedante, de retórico, de megalómano, pero se caería en una flagrante injusticia si se le considerase un atolondrado y confuso artista que, compone desde el descontrol y las prisas, esto es, si se le redujera a un afortunado inconsciente, que desconoce lo que tiene entre las manos. Para convencemos de lo contrario, quizá no haya nada mejor que recordar este consejo que le escribió al crítico Eduard Hanslick en 1847: «No menosprecie la fuerza de la reflexión, la obra de arte producida de manera inconsciente pertenece a períodos que quedan lejos del nuestro: la obra de arte de nuestro elevado período formal no puede ser producida sin consciencia de la misma.» Un mínimo resumen de las principales circunstancias teóricas de su biografía artística lo prueba con palmaria claridad.

Ya en 1834, y como expresión de las preocupaciones que iba madurando durante el proceso de composición de sus primeras óperas Die Feen(Las hadas) y Das Liebesverbot (La prohibición de amar), de 1833 y 1834-36, respectivamente, publicó el ensayo Die deutsche Oper (La ópera alemana), en el que aparecen sus concepciones nacionales sobre este género, que, en opinión de Wagner, debe recuperar la altura musical que ya había en época de Bach, apropiándose para ello lo mejor de las posteriores aportaciones italianas y francesas, y volviendo a brotar desde las verdaderas cualidades del pueblo alemán, con toda la veracidad y el calor de la vida de este pueblo que aún no ha dado los frutos que puede y debe dar. Esta doble temática, la de una ópera que asuma lo mejor de la plural tradición europea y que responda a las maduras exigencias de los tiempos presentes, por una parte, y la de una fe nacionalista en las potencialidades todavía inéditas del pueblo alemán, por la otra, permanecerán como constantes a lo largo de toda la producción teórica de Wagner. Aquel mismo año, para el número de noviembre de la Neue Zeitschrift für Musik, de Robert Schumann, escribió el ensayo Pasticcio, en el que reclamaba la necesidad de «atrapar la cálida y verdadera vida» mediante un impostergable cambio en la manera de concebir y componer ópera. La función del canto y de los cantantes se había de transformar.

Un paralelo similar puede encontrarse entre las partituras de Rienzi (1837-40) y Der fliegende Holländer (El holandés errante) (1840-41) y los escritos que publicó entre 1840 y 1841 en la Gazette Musicale de la capital francesa, a saber, la indirecta pintura cuasiautobiográfica de Ein deutscher Musiker in Paris (Un músico alemán en París), en la que el trágico héroe de los tres vivos relatos –Eine Pilgerfahrt zu Beethoven (Una peregrinación a Beethoven), Ein glücklicher Abend (Una velada feliz) y Ein Ende in Paris (Un final en París)– no deja de reflejar las situaciones vitales y las opiniones personales del propio Wagner durante aquellos tensos meses de músico pobre en el extranjero, así como los artículos y ensayos breves siguientes: Ueber deutsches Musikwesen (Sobre música alemana), Der Virtuos und der Künstler (El virtuoso y el artista), Ueber die Ouvertüre (Sobre la obertura), Der Künstler und die Oeffentlichkeit (El artista y el público), además de una doble introducción sobre el estreno parisino de Der Freischütz (El cazador furtivo) de Weber, una concebida para aleccionar al público francés y otra para informar del acontecimiento a los alemanes. El respetuoso interés por la figura y el magisterio de Beethoven se expresa reiteradamente en estos artículos, así como la incesante reflexión sobre las peculiaridades de la música alemana, o sobre la historia de determinados géneros musicales, como la obertura, analizada aquí de Haendel a Beethoven, insistiendo siempre en las características distintivas del verdadero artista.

La tercera pareja de sus creaciones poético-musicales, fruto de sus años en Dresde, Tannhäuser (1842-42) y Lohengrin (1845-48), se compuso conjuntamente con los Autobiographische Skizze (Esbozos autobiográficos) de 1842-43 y con varios notables artículos programáticos, surgidos directamente de su trabajo práctico como Kapellmeister del Teatro de la Corte de la capital de Sajonia: Die Königliche Kapelle betreffend (En relación a la Orquesta Real), proyecto de reforma de 1846, y Entwurf zur Organisation eines deutschen Nationaltheaters für das Königreich Sachsen (Proyecto de organización de un Teatro Nacional Alemán para el Reino de Sajonia), redactado en 1848. Ambos quedaron en puros intentos sobre el papel, en meros proyectos bienintencionados sin ninguna repercusión directa ni sobre la Orquesta ni sobre el Teatro, a pesar de haber sido continuados por otros dos nuevos escritos dedicados a la detallada reforma del Teatro, redactados ya en 1849; pero al menos demuestran que el sueño llevado a cabo en Bayreuth no fue ningún capricho repentino, sino una necesidad largamente gestada y razonada desde el trabajo de un compositor que también se responsabiliza, como exigente director de la Orquesta y del Teatro, de la puesta en escena de varias óperas, tanto propias como ajenas, y que lo hace cuidando de todos los detalles. A esa etapa en Dresde pertenecen además no sólo muy aplaudidas direcciones de la Novena Sinfonía de Beethoven, sino otro par de artículos sobre esta magna y estimadísima creación, publicados en 1846, preludios del famoso ensayo que le dedicó al compositor de Bonn en 1870, Beethoven.

Desde abril de 1848, es decir, desde la finalización de la partitura de Lohengrin, el compositor guardó varios años de silencio musical, en un extraño y prolongado paréntesis, excepcional en su biografía, que no se explica solamente por la marcha de los trágicos incidentes de la rebelión popular de Dresde a comienzos de mayo de 1849, de los que tuvo la suerte de escapar ileso y libre, gracias a la colaboración de ciertos amigos, exiliándose luego en Zurich, con el consiguiente cambio de circunstancias vitales y laborales que ello trajo consigo. Esos cinco años significan la gestación del núcleo de toda la obra de madurez en general, y de Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) en particular, y la apretada gavilla de ensayos y artículos que entonces vieron la luz no se justifica en el fondo por las urgentes necesidades económicas del responsable de una familia anómala que aspira a vivir según los cánones de la comodidad burguesa, puesto que en todos esos escritos es bien manifiesta la necesaria y vital clarificación personal del proyecto futuro que desea emprender un gran artista en la plenitud de sus fuerzas: en ellos lo va perfilando y se lo va explicando a sí mismo, a la vez que lo expone al público para que éste disponga de los antecedentes necesarios para comprenderle en su innovadora labor de creación. Fracasada la revolución sociopolítica y habiendo logrado evitar la cárcel, el músico Wagner optó por dedicarse en exclusiva a meditar sobre el ideal artístico que había ido madurando desde su juventud. Ya no habrá, pues, ninguna etapa posterior tan rica como ésta en lo que se refiere a trabajos teóricos, sino una ininterrumpida serie de composiciones y estrenos afortunados, que con sus logros consolidarán las meditaciones centrales de este momento clave en la vida de su autor. Por lo demás, la redacción de libros y artículos, de ensayos y críticas y notas no dejará de acompañar la bulliciosa vida de este poderoso compositor, y sólo la muerte podrá interrumpir esta íntima necesidad de comunicar también con palabras sus concepciones sociopolíticas y sus planteamientos artísticos e incluso religiosos más personales, de convencer a la opinión pública y de aumentar de esa forma el número de sus amigos y seguidores.

Efectivamente, la abortada revolución en Dresde y el consiguiente exilio en Zurich produjeron muchos escritos, uno de los cuales, el segundo en importancia y extensión, es precisamente el ensayo que el lector podrá encontrar a continuación, Das Kunstwerk der Zukunft (La obra de arte del futuro). Fue redactado durante el mismo año 1849, pero se publicó por vez primera en Leipzig en 1850 con la célebre dedicatoria al filósofo Ludwig Feuerbach. Este libro está precedido y seguido por varios panfletos, artículos y ensayos menores, surgidos todos a lo largo de aquel año tan agitado, y como bloque se hallan centrados en dos ejes capitales, la inminencia de la revolución y el perfil de la actividad artística que ha de corresponder a las nuevas circunstancias, alumbradas por la revolución. Estos textos son: Der Mensch und die bestehende Gesellschaft (El ser humano y la sociedad existente), Die Revolution (La revolución), Die Kunst und die Revolution (El arte y la revolución), Das Künstlertum der Zukunft (La vida artística del futuro) y Zu «Die Kunst und die Revolution» (Para «El arte y la revolución»).

Esa fructífera labor ensayístico-articulística prosiguió en 1850 y 1851 con varios textos de obligada cita: Kunst und Klima (Arte y clima), Das Judentum in der Musik (El judaismo en la música) y, en especial, con la cima de toda la producción teórica de Wagner, el gran ensayo titulado Oper und Drama (Ópera y drama). Esta voluminosa producción de escritos, insistimos, no fue meramente «alimentaria» ni caprichosa, pues responde a profundas exigencias. Como dice en una reveladora carta de septiembre de 1849 a su amigo Theodor Uhlig, «es para mí absolutamente necesario realizar estos trabajos y enviarlos al mundo antes de proseguir mi producción artística inmediata; quienes se interesan por mi ser artístico tienen que coincidir conmigo, y yo también tengo que hacerlo conmigo mismo, en una inteligencia precisa, pues si no andaremos todos a tientas en medio de una fastidiosa semioscuridad, peor que la absoluta y torpe noche, ya que en ella no se ve absolutamente nada y entonces sólo queda agarrarse piadosamente al pasamanos de la barandilla que nos es familiar». Adentrarse en este bosque es difícil, pero, como bien ha dicho Martin Gregor-Dellin, «no queda más remedio que entrar a fondo en los escritos de Wagner, pues entre la maleza de su prosa se halla la llave de su pensamiento». Con este recordatorio pensamos haber proporcionado los datos esenciales que permiten situar en la biografía de su autor la gestación del libro en tomo al cual, a partir de este momento, centraremos nuestra atención y nuestros comentarios.

III

Las ideas y el estilo tan idiosincrásicos del Wagner ensayista son incomprensibles si no se tiene en cuenta el contexto intelectual en que tomaron forma. Es bien conocido el interés juvenil por tres pasiones que se confirmarán como esenciales y permanentes en la vida del compositor, a saber, la mitología griega, el teatro de Shakespeare y la música de Beethoven. Los grandes autores del romanticismo alemán y sus obras se entrecruzan a menudo en su proceso de maduración, comenzando por el magisterio del Fausto de Goethe y el teatro de Schiller, las narraciones de E. T. A. Hoffmann, los poemas de H. Heine, los estudios de los hermanos Grimm o el decisivo legado del filósofo Hegel entre la juventud del momento. Un influyente escritor y editor, miembro del movimiento llamado de la Joven Alemania, Heinrich Laube, con quien tuvo trato personal y cuyo periódico publicó su primer artículo sobre la ópera alemana, simboliza bien el conjunto de ideas que el joven compositor asumió en su juventud: la revolución antiautoritaria, la libertad personal, la lucha por la felicidad aquí y ahora, el optimismo saint-simoniano, cierta utopía libertaria, defensora de la fraternidad universal, la afirmación del amor físico, etc. En un tomo de su obra Joven Europa Laube había escrito que sólo aquel que pueda «amar plenamente el arte, la ciencia, la sociabilidad, la mujer y la llamada naturaleza» será el mejor exponente de nuestra época, dibujando así el perfil del ideario que por entonces asumió Wagner con abierta franqueza. Conviene apuntar que el nacionalismo o patriotismo germano en el que desde entonces militó no deja de entrar en contradicción con las premisas liberales, personalístico-cosmopolitas, a las que también deseó defender simultáneamente. Gregor-Dellin lo ha expresado con gran acierto y concisión: «Nadie debió experimentar en sí mismo, como Richard Wagner en todas las estaciones de su vida, cuán insoluble fue en el siglo XIX la cuadratura del círculo Nación-Estado-Sociedad-Humanidad.» El exilio parisino, con sus estrecheces y su penuria, ratificaron tales ideas y las extremaron: el genuino artista ha de estar dispuesto a morir por la realización de sus convicciones estéticas, sin hacer ningún tipo de concesiones frente a las intolerables exigencias de una sociedad decadente. En Wagner, ciertamente, la radicalidad estética es la máxima expresión del compromiso ético.

Parece ser que Wagner conoció las obras de Proudhon y de Feuerbach gracias a su amistad con el pobre y malogrado filólogo judío Samuel Lehrs durante su primera estancia en París, de 1839 a 1842. De la propiété (La propiedad), de Pierre-Joseph Proudhon, apareció en 1840, y en las míseras circunstancias del exilio ese informado amigo le explicó al compositor el verdadero significado de dicha institución: la propiedad es un robo, que perjudica a los débiles en beneficio de los fuertes y que corrompe a la sociedad y, de rechazo, al arte. Desde la propia experiencia de la pobreza y del fracaso como artista los ideales de revolución social del pensador francés comenzaron a tomar forma en el horizonte mental del apasionado compositor alemán: el oro pasó a ser símbolo del dinero y causa de la perversión de los ideales más nobles de los humanos.

En 1841 apareció Das Wesen des Christentums (La esencia del cristianismo), de Ludwig Feuerbach, ávidamente leída por el agudo Lehrs, gravemente enfermo de tuberculosis y vitalmente acuciado por el problema de la muerte y la inmortalidad. Las conversaciones que mantuvo en ese momento con Wagner le abrieron a éste el interés por las cuestiones filosóficas. Quizá de ellas proceda el tema del final de los dioses y –para decirlo con Feuerbach– el de «la reducción antropológica de la teología», así como el mensaje de una verdadera religión exclusivamente humana, la del amor, un amor corporal y material, sensible y sensual.

Los años en Dresde ofrecen otra amistad de características similares, la que unió al Kapellmeister con el director musical August Röckel, imbuido del ideario demócrata radical y anarcosocialista. En sus constantes paseos y diálogos reaparecieron sin duda las tesis de Proudhon y Feuerbach, así como las de otros jóvenes hegelianos «de izquierdas», por ejemplo, Max Stirner. Por entonces se publicaron Grundsätze der Philosophie der Zukunft (Principios de la filosofía del futuro) y Das Wesen der Religion (La esencia de la religión), obras de Feuerbach que ocasionaron grandes debates y que sirvieron de fundamento a las concepciones revolucionarias de Wagner, encendidos intentos de búsqueda de la dicha en la comunidad humana.

En 1845 el inquieto músico leyó con gran entusiamo al maestro Hegel, concretamente su Phaenomenologie des Geistes (Fenomenología del espíritu); el vocabulario de los ensayos de los años siguientes debe mucho a esa lectura. Pero por cierto testimonio de otro amigo, el pintor F. Pecht, bien se puede deducir que su apasionada inmersión fue eminentemente emotiva, sin comprender a fondo todo lo expuesto por el filósofo. No obstante, en el invierno de 1848-49 se sumergió en las Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (Lecciones sobre la filosofía de la historia), obteniendo así la enseñanza de saber estar a la altura de los tiempos, inclinarse ante su mandato, querer lo inevitable y disponerse a realizarlo. Parece ser que estaba totalmente convencido del triunfo de la revolución.

En marzo de 1849 conoció personalmente a otro personaje característico del momento, el agitador ruso Mijail Bakunin, figura capital del anarquismo y gran crítico de la civilización tradicional, a la que, en su opinión, había que destruir de raíz para poder propiciar una nueva sociedad libre, de inminente consecución. Durante semanas, a lo largo de muchos paseos, sin duda intercambiaron fervorosas esperanzas. El eco de aquellas conversaciones aún se escucha al leer ese panfleto wagneriano en el que la revolución se presenta en persona y grita su mensaje de destrucción y de nuevo comienzo, de transformación de la indigencia en dicha sobreabundante. Había que acabar con el Estado moderno, generador de todos los males.

Ya en el exilio, durante el verano, unos papeles pintados en la pared del «Café literario» de Zurich le recordaron los motivos de un cuadro de Buonaventura Genelli, Dioniso educado por las musas de Apolo, que tanto le había impresionado en la gran sala de la casa de su cuñado editor, en Leipzig, en la que años después, durante una visita, saludará a una joven promesa de la filología clásica que escribía críticas musicales y sentía pasión por la filosofía, cuyo nombre era Friedrich Nietzsche. La necesidad de la reconstrucción del prodigioso arte griego y su imprescindible magisterio para los genuinos renacimientos futuros de todo arte que merezca considerarse como tal es algo que ambos compartían, y que permite comprender la rápida amistad que, al punto, incendiará sus diálogos.

Antes de redactar los ensayos sobre arte se sabe que, como última influencia importante de esta etapa, tuvo la oportunidad de leer un texto que hacía meses que le habían recomendado, los Gedanken über Tod und Unsterblichkeit (Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad) del admirado pensador Ludwig Feuerbach. La radicalidad de sus tesis le acabó de motivar para el trabajo de clarificación previa que requería concebir una obra de arte que, como un verdadero mito de la Antigüedad griega, fuese imperecedera. El respeto por el filósofo se trocó en veneración al leer su obra capital y más voluminosa, Das Wesen des Christentums (La esencia del cristianismo), texto que motivó la redacción de la posterior dedicatoria de La obra de arte del futuro.

IV

Los ensayos de los primeros años en Zurich responden a una misma hipótesis de base, que podría formularse poco más o menos así: la humanidad ha vivido una decadencia progresiva desde ese fugaz momento de esplendor artístico-social que fue la Antigüedad griega, en cuyo seno florecieron esas dos magníficas creaciones que son la tragedia y la polis. Desde aquella lejana época y tras tantos siglos de mediocridad y esclavitud, ya ha llegado la hora de iniciar, mediante una revolución política y artística, esto es, mediante un arte revolucionario, una nueva experiencia de la comunidad humana, en la que la nueva sociedad y el nuevo arte se complementarán en recíproca ayuda: su fruto imperecedero será la obra de arte del futuro. Para entender la pasada decadencia y para programar la incipiente novedad, Wagner se centra en el drama, el cual, a sus ojos, ha jugado y juega un papel central en todo este proceso, puesto que, por un lado, requiere de la colaboración del conjunto de las artes y de los artistas, y, por otro, tal asociación de camaradas consagrados al arte integral será algo así como la célula paradigmática de la fecunda libertad de la futura sociedad y de sus maravillosos frutos. Como es obvio, los sueños de un artista revolucionario, que se sabe director plenipotenciario de esa futura asociación de colegas entregados y competentes, se combinan aquí, por una parte, con los sueños compartidos del socialismo utópico del momento, tanto los de raigambre germana –la izquierda hegeliana–, como los franceses –Proudhon– y rusos –Bakunin–, y con las necesidades histórico-nacionales de la época, por la otra, es decir, con la construcción del futuro Estado alemán y la adopción de una constitución plenamente burguesa que reconozca por fin los derechos de los ciudadanos. Sobre este doble plano general van tomando figura los diferentes ensayos que complementan la reflexión central de La obra de arte del futuro.

Este planteamiento tiene unas innegables dimensiones antropológicas, en tanto pretende legitimarse argumentando que su realización es el único camino que desarrolla y satisface las capacidades y las pulsiones del ser humano, entendido en cuanto realidad múltiple: Wagner concibe al ánthropos conjugando tres niveles, el sensible, el afectivo y el intelectivo, esto es, piensa al ser humano en cuanto poseedor de sentidos, sentimientos o corazón, y entendimiento o cabeza. Pero además de esta perspectiva, individual y descontextualizada, Wagner pone en juego otras dos instancias, la naturaleza y la sociedad, con sus respectivas necesidades. En cuanto ser natural, el ser humano es corporal, material y sensual; y en cuanto ser social, es, o mejor, puede y debe ser, sexual, familiar, comunitario, asociado, nacional y universal. No en balde la huella de las obras de Feuerbach es omnipresente. Este mensaje de revolución pregona, pues, no sólo un arte nuevo y una nueva sociedad, sino también un nuevo ser humano, una nueva humanidad, que ya no se enajene con los dioses y la religión, ni con la propiedad y el utilitarismo burgués, ni con las modas, el lujo, el egoísmo aislante y el poder del dinero, sino con las creaciones artísticas más originarias y auténticas, más comunitarias y más libres, obras totalizadoras, integradoras y asimiladoras de los mejores logros de los más grandes artistas del pasado. Serán como museos vivientes, alumbrados desde los afanes y las ansias que tenga la asociación de artistas del futuro.

El artista unidimensional cuyas obras de arte sean sólo música, o sólo pintura, o poesía exclusivamente, no tiene cabida en la concepción wagneriana de la obra futura, ya que ese nuevo arte soñado ha de sumar y potenciar las diferentes modalidades artísticas en creaciones multidisciplinares, en dramas mítico-ejemplares que otorguen permanencia al recuerdo y a la significación de los héroes, una especie de tragedias griegas redivivas y nuevamente musicales, que se escenificarán en los teatros que los arquitectos diseñarán para que los espectáculos se vean, se oigan y se entiendan de la forma en que lo exija el colectivo de sus autores. He aquí la meta última hacia la que La obra de arte del futuro apunta; y en la medida en que su consecución implica una crítica detallada de las insuficiencias de la ópera europea, contrastándola con esta nueva concepción del drama, exigirá aún la redacción de los ensayos posteriores, y tomará su definitiva forma teórica en Ópera y drama.

V

Una vez esbozado el itinerario que traza el libro de Wagner, hora es ya de comentar brevemente nuestra labor textual. Traducir la prosa de Wagner supone una permanente tensión muy difícil de resolver de forma satisfactoria: los problemas del original, de prosa tan prolija y alambicada, constituyen una constante invitación a las más osadas intervenciones. La tarea del traductor no debe ser nunca la del comentarista o glosador, sino la del mediador que se limita a posibilitar en el lector una clara mirada desde otra lengua a lo que nos está diciendo el autor. Ello requiere respeto y pulcritud, no siempre fáciles de mantener ante las peculiares características de la escritura wagneriana. Este juicio sobre la faceta ensayística del compositor lo mantienen incluso aquellos especialistas más allegados a su obra, como Martin Gregor-Dellin, quien puntualiza que, hasta en los mejores logros de su pluma, como la prosa de resonancias heinianas de los artículos parisinos de 1840-41, ya son perceptibles aquí y allá «la garrulidad y prolijidad del estilo, que después arruinarían casi todo». En efecto, los ensayos de 1849-51 están redactados de manera tal que generaciones de futuros lectores les han vuelto la espalda, comprensiblemente, por «la indescriptible palabrería», por «la indigesta sopa, fuertemente especiada, de la cancilleresca prosa wagneriana».

Al obstáculo estilístico hay que sumarle el propiamente conceptual: a pesar de todas las influencias arriba mencionadas y de su notable biblioteca, el autodidacta Wagner estaba poco familiarizado con el rigor en el uso de la terminología filosófica. Las diversas lecturas de esos años –Hegel, Proudhon, Feuerbach, Bakunin– se amalgamaron en «una maraña de axiomas apenas soluble». De ahí las contradicciones que se advierten, si se afína el análisis: determinismo y libertad, azar y providencialismo, individualismo y comunitarismo, etc., se afirman a la vez sin el menor rubor. Se ha dicho que sus páginas parecen los apuntes de un alumno despistado, que juega a la originalidad reproduciendo fuera de contexto algunos fragmentos que ha copiado de diferentes maestros. No en vano el texto peca de redacción muy alegre, al tiempo que excesivamente profética y convencida, como si expusiera un dogma de fe, de su fe en el futuro, en la sociedad futura y en el arte del futuro, algo así como una especie de socialismo utópico para artistas. Pero no todo es fruto de estos excéntricos injertos y tajantes soflamas: la fortísima personalidad del compositor emerge con afortunadas metáforas y con briliantes sugerencias, y hasta en los pasajes más apelmazados se detectan valiosas peculiaridades del artista que, entre nosotros, Angel-Femando Mayo ha sabido describir con gran acierto.

Muchas de las dificultades que tiene la lectura de los ensayos wagnerianos proceden de los traductores, de la destrucción que han llevado a cabo de su propio estilo tan singular, como bien dice nuestro reputado especialista en el epílogo a su traducción de Ópera y drama, añadiendo lo siguiente:

a veces, este lenguaje puede resultar en sí difícil, denso, incluso aparentemente farragoso. Pero hay que tener bien presente que Wagner no era un filólogo o un musicólogo. Su expresión se corresponde con las intuiciones del artista, difíciles de encerrar en palabras. Además, los largos períodos, los párrafos complejos tienen una estructura interna, musical y transicional… De ahí que la idea pueda aflorar sólo, en la traducción, si se respeta el estilo original. Entonces pueden descubrirse pasajes clarividentes, exposiciones sutiles y relámpagos geniales en medio del combate del excepcional «hombre del lenguaje de los sonidos» contra el menos dotado «hombre del lenguaje de las palabras»… Este estilo «sonoro» de Wagner es oral.

Justas palabras a las que nosotros, después de un prolongado contacto con los originales del presente ensayo, exigido por la labor de traducción, no podemos sino asentir.

En nuestra traducción hemos utilizado como base el texto reproducido en la edición de Dichtungen und Schriften de Richard Wagner en 10 volúmenes, conmemorativa del Primer Centenario de la muerte del compositor, del año 1983, la denominada Jubiläumsausgabe, publicada en Francfort por la Insel Verlag, a cargo de Dieter Borchmeyer. La obra de arte del futuro y la posterior Dedicadoria a Ludwig Feuerbach se hallan en el volumen 6, que recoge la primera parte de los denominados Reformschriften de 1849-1852, en las páginas 9-157 y 190-191, respectivamente. Hemos reproducido con exactitud los párrafos del original y sus separaciones, del mismo modo que hemos respetado escrupulosamente la relación de las frases y la puntuación, incluyendo en ello los guiones y demás signos ortográficos fuertes del texto alemán, así como los peculiares usos de la cursiva o del subrayado que caracterizan el estilo wagneriano, a pesar de que no suelen coincidir con nuestra actual manera de puntuar en castellano, tratando de no caer en la tentación de intervenir a menudo con añadidos de nuestra propia cosecha que suavizasen la literalidad de la versión e intentasen mejorar el original. Pensamos que el lector se acomodará sin dificultades a tales hábitos expresivos; téngase en cuenta que, en nuestra opinión, la lectura de este ensayo también es difícil para un germanoparlante de nuestros días, y que su comprensión requiere siempre mucha atención, una escucha atenta, un oído que poco a poco va adquiriendo sensibilidad para los frecuentes juegos de palabras, de simetrías y asimetrías, de inversiones y reiteraciones de términos que primero se introducen y luego van recibiendo su paulatina explicitación, en suma, para su extraña y grandilocuente musicalidad.

Esta versión de La obra de arte del futuro acaso es la primera traducción castellana que merezca tal nombre, al menos en contraste con cierta presunta traducción previa al parecer agotada, que a pesar de querer conservar la expresión original de Wagner, a menudo le hace decir justamente lo contrario de lo afirmado por el compositor. No obstante, nuestro trabajo no hubiera visto la luz sin una triple constelación de afortunadas coincidencias. La primera fue el cumplimiento de un viejo encargo de Josep Ruvira y Jorge García para una soñada colección oficial de textos musicológicos esenciales, que no pudo ni siquiera iniciarse por ciertas decisiones políticas difíciles de entender, sobre todo en una comunidad tan enamorada de la música y las fallas. La segunda, la participación en el Master de Estética y Creatividad Musical en el que la atenta escucha de varios profesores de conservatorio brindó gratísimas experiencias de comunicación didáctica y un deseado retorno hacia el problema de las relaciones entre música y filosofía, que ojalá algún día pueda repetirse en el marco de una licenciatura en musicología, todavía inexistente en esta ciudad. Y la tercera, la propuesta del profesor Román de la Calle, gracias a cuya acogida hemos tenido fuerzas para reemprender la traducción y darle un acabado quizá ya satisfactorio. Reciban todos desde aquí nuestro reconocimiento.

En nuestro contexto político-cultural, dedicarse a traducir un texto como el presente es una opción un tanto aristocrática, difícil de justificar. En primer lugar, incluso wagnerianos eminentes que recopilan cada versión discográfica de cada pieza del compositor y la comentan con gran sutileza, se limitan sistemáticamente a confeccionar una lista bibliográfica de las traducciones existentes, sin hacer el menor comentario sobre sus cualidades o defectos, quizá porque consideran que así como los oyentes tienen malos hábitos de escucha y requieren mucha información critica, en absoluto necesitan de guía cuando han de leer al escritor Wagner en supuestas traducciones castellanas que pueden dar gato por liebre. Las mejores revistas especializadas del ramo otorgan un espacio comparativamente ínfimo a los textos musicológicos que vertebran toda escucha inteligente, como si ésta sólo dependiese de la bondad de algunas afortunadas grabaciones. En segundo lugar, para nuestras autoridades académico-universitarias traducir tampoco merece la menor consideración: cualquier pequeño artículo es valorado como un mérito investigador muy superior, quizá porque sospechen, no imaginamos con qué fundamentos, que la traducción ya es tarea muy lucrativa de por sí. Se olvida que la elaboración de una traducción satisfactoria puede requerir muchos intentos y ensayos fallidos hasta conseguir un golpe de dados con suerte. Pero no todo es pura manía obsesiva y derrochadora, la confirmación de un fracaso anunciado y traicionero; el trabajo también tiene sus alegrías, y no sólo por el mutuo enriquecimiento amistoso que supone la consolidación de un dúo: ciertamente, ni en el fondo ni en la forma esta Introducción sería lo que es sin el ya largo diálogo con Francisco López y el cuidadoso esmero con el que la ha revisado. Como le dijo Nietzsche a Wagner en cierta dedicatoria, nadie nos podrá quitar el goce de imaginar lo mucho que ya disfrutamos cuando vemos las manos de varios de nuestros mejores amigos acariciando este volumen, entre los que no queremos olvidarnos de los miembros de cierto seminario irrepetible en la Universidad de Valladolid. Queremos manifestar nuestra gratitud a Sabine Ribka y, muy en especial, a Guillem Calaforra por sus consejos a la hora de resolver determinados problemas. Varios compañeros del Departamento de Metafísica y Teoría del Conocimiento de la Universitat de Valencia, como, por fortuna, suele ser habitual entre nosotros, han leído y comentado estas páginas, y les agredecemos su generosidad y sus pertinentes observaciones, sobre todo al amigo Julián Marrades. Por lo demás, si al adentrarse en estas páginas el paciente lector se siente entre algún laberinto, consulte, si lo tiene a bien, los pasillos del edificio original, antes de atribuimos malicias vengativas, que, en la medida de nuestras fuerzas, hemos procurado encauzar por otros derroteros.

Joan B. Limares Valencia, enero de 2000

La obra de arte del futuro (2a ed.)

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