Читать книгу La obra de arte del futuro (2a ed.) - Richard Wagner - Страница 8

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I.

El ser humano y el arte en general

1. Naturaleza, ser humano y arte

El arte se relaciona con el ser humano tal como éste se relaciona con la naturaleza.

Cuando la naturaleza se hubo desarrollado hasta ser capaz de contener las condiciones para la existencia del ser humano, éste también se originó de una manera completamente autónoma: y tan pronto como la vida humana generó desde sí misma las condiciones para que apareciese la obra de arte, ésta cobró vida también de forma autónoma.

La naturaleza genera y forma de acuerdo con la exigencia, sin intención y de una manera no arbitraria,1 con lo que lo hace por necesidad: esta misma necesidad es la fuerza generadora y formadora de la vida humana; sólo lo que carece de intención y no es arbitrario brota de exigencias reales, pues el fundamento de la vida radica sólo en tales exigencias.

La necesidad en la naturaleza sólo es conocida por el ser humano si pone en conexión todas las manifestaciones de ésta: mientras no capte esa conexión, la naturaleza le parecerá arbitraria.

En el instante en que el ser humano sintió su diferencia en relación con la naturaleza, instante en el que, en general, comenzó su desarrollo como ser humano al desprenderse de la inconsciencia de la vida animal de la naturaleza para pasar a la vida consciente –cuando el ser humano, por tanto, se situó frente a la naturaleza y desarrolló, a partir del sentimiento surgido aquí de pronto por vez primera de su dependencia respecto de la naturaleza, el pensamiento– en ese instante apareció el error como primera exteriorización de la conciencia. Ahora bien, el error es el padre del conocimiento, y la historia de la generación del conocimiento a partir del error es la historia del género humano desde el mito del tiempo primordial hasta el día de hoy.

El ser humano cayó en el error desde el momento en que situó la causa de los efectos de la naturaleza fuera de la esencia de la misma naturaleza, atribuyó al fenómeno sensible un fundamento no sensible, es decir, un fundamento humanamente representado como arbitrario, y tuvo al conjunto infinito de la actividad inconsciente y carente de intenciones de la naturaleza por un comportamiento intencional de la voluntad, de exteriorizaciones finitas e inconexas. El conocimiento consiste en la disolución de ese error, y es la comprensión de la necesidad en los fenómenos, cuyo fundamento nos parecía una arbitrariedad.

Mediante tal conocimiento la naturaleza se hace consciente de sí misma, y lo hace precisamente en el ser humano, quien consiguió conocerla al convertírsele ella en objeto; tal logro sólo fue posible a través de su autodiferenciación, separándose de ella: sin embargo, esta diferencia desaparece de nuevo cuando el ser humano advierte que la esencia de la naturaleza es también la suya propia, cuando reconoce la misma necesidad en todo lo que realmente existe y vive, así pues en la existencia humana no menos que en la de la naturaleza, y, en consecuencia, no sólo conoce la conexión mutua de los fenómenos naturales, sino también su propia conexión con la naturaleza.

Por lo tanto, del mismo modo que la naturaleza alcanza su conciencia en el ser humano mediante su conexión con él, y la actuación de esta conciencia es la vida humana misma – como, digámoslo así, presentación, imagen de la naturaleza –, de igual manera la vida humana misma alcanza su comprensión por medio de la ciencia, que la convierte de nuevo en objeto de experiencia; ahora bien, la actuación de la conciencia alcanzada mediante la ciencia, la presentación de la vida conocida por medio de ella, el reflejo de su necesidad y de su verdad es – el arte.*

El ser humano no será lo que puede y debe ser hasta que su vida no sea el fiel espejo de la naturaleza, el cumplimiento sin consciencia de la única necesidad real, de la necesidad interna de la naturaleza, y no la subordinación a un poder externo, imaginado e imitado por la imaginación,2 y por lo tanto no necesario, sino arbitrario. Pues sólo entonces será el ser humano verdaderamente humano, mientras que hasta ahora continúa tan sólo existiendo según predicados tomados de la religión, de la nacionalidad o del Estado.3 – Del mismo modo, tampoco el arte será lo que puede y debe ser hasta que no sea o pueda ser la fiel reproducción, presagiadora de conciencia, del ser humano real y de su necesaria y verdadera vida, es decir, hasta que el arte ya no tenga que tomar prestadas las condiciones de su existencia de los errores, de los absurdos y de las artificiales deformaciones de nuestra vida moderna.

Por lo tanto, el ser humano real no existirá hasta que su vida esté configurada y ordenada por la verdadera naturaleza humana, y no por las arbitrarias leyes del Estado; por su parte, el arte real no tendrá vida hasta que sus configuraciones precisen sólo ya subordinarse a las leyes de la naturaleza, y no al despótico humor de la moda. Porque así como el ser humano sólo se libera cuando se vuelve gozosamente consciente de su conexión con la naturaleza, el arte se libera sólo cuando ya no tiene que avergonzarse de su conexión con la vida. Pues el ser humano no supera su dependencia de la naturaleza sino en la alegre conciencia de su conexión con ella; y el arte sólo supera su dependencia de la vida si está en conexión con la vida de seres humanos libres y verdaderos.

2. Vida, ciencia y arte

Así como el ser humano configura la vida siguiendo de forma no arbitraria conceptos que se derivan de sus arbitrarias visiones de la naturaleza, y mantiene con firmeza la expresión no arbitraria de los mismos en la religión, así también tales conceptos se le convertirán en objeto de visión e investigación arbitrarias y conscientes en la ciencia.

El camino de la ciencia va del error al conocimiento, de la representación a la realidad, de la religión a la naturaleza. Así, en el inicio de la ciencia el ser humano se enfrenta a la vida de la misma manera que se enfrentó a los fenómenos de la naturaleza en el comienzo de la vida humana, que se diferenciaba de la naturaleza. La ciencia abarca la arbitrariedad de todas las visiones humanas, mientras que junto a ella la vida misma en su totalidad sigue un desarrollo necesario y no arbitrario. La ciencia, por lo tanto, asume los pecados de la vida y los expía en sí misma mediante su autoaniquilación: acaba en su pura antítesis, en el conocimiento de la naturaleza, en el reconocimiento de lo inconsciente, de lo no arbitrario, esto es, de lo necesario, de lo real, de lo sensual. La esencia de la ciencia es, por tanto, finita, mientras que la de la vida es infinita, de la misma manera que el error es finito, mientras que la verdad es infinita. Ahora bien, sólo está vivo y es verdadero aquello que es sensual y cumple las condiciones de la sensualidad. La ciencia, en su soberbia, comete el más grave de los errores al renegar de la sensualidad y menospreciarla; en cambio, su máxima victoria es el hundimiento de esa soberbia, logrado por la ciencia misma como culminación del reconocimiento de la sensualidad.

La ciencia concluye en lo inconsciente justificado, en la vida consciente de sí misma, en la sensualidad reconocida como sensata,4 en el hundimiento de la arbitrariedad en la voluntad de lo necesario. La ciencia es, por lo tanto, el medio del conocimiento: su forma de proceder es mediata, su finalidad es una mediación; en cambio, la vida es lo inmediato, lo que se determina a sí mismo. Y así como la disolución de la ciencia es el reconocimiento de la vida inmediata condicionándose a sí misma, es decir, pura y simplemente el reconocimiento de la vida real, así también tal reconocimiento logra su más sincera e inmediata expresión en al arte, o mejor dicho, en la obra de arte.

Es cierto que al principio el artista no procede inmediatamente: su crear es, no obstante, mediador, selectivo, arbitrario; ahora bien, precisamente allí donde media y selecciona, la obra de su actividad no es todavía una obra de arte; su forma de proceder es más bien la de la ciencia, la de la que busca e investiga y, en consecuencia, es arbitraria y errónea. Únicamente allí donde se ha hecho la elección que se debía y se ha elegido lo necesario – así pues, allí donde el artista se ha reencontrado a sí mismo en el objeto tal y como el ser humano perfecto se reencuentra en la naturaleza – tan sólo allí penetra la obra de arte en la vida, y sólo entonces aquélla es algo real, algo que se determina a sí mismo y que es inmediato.

La obra de arte real, es decir, la obra de arte que se presenta de un modo inmediatamente sensible, en el momento de su manifestación más corpórea, es también, por lo tanto y ante todo, la salvación del artista, el exterminio de las últimas huellas de la arbitrariedad creadora, la indudable determinatividad de lo hasta ese momento sólo representado, la liberación del pensamiento en la sensualidad y la satisfacción de las exigencias vitales en la vida.

En este sentido, la obra de arte en tanto acto vital inmediato es, pues, la plena reconciliación de la ciencia con la vida, la corona de la victoria que la vencida, salvada por su derrota, ofrece a la vencedora, gozosamente conocida por ella, rindiéndole homenaje.

3. El pueblo y el arte

La redención del pensamiento, la salvación de la ciencia en la obra de arte sería imposible si se pudiese subordinar la vida misma a la especulación científica. Si el pensamiento consciente y arbitrario en verdad dominase por completo a la vida, si pudiese adueñarse del impulso vital y utilizarlo con un propósito distinto al de la necesidad de las exigencias absolutas, la vida misma sería negada para ser incorporada por la ciencia; y de hecho la ciencia, en su excesivísima soberbia, ha soñado con semejante triunfo, y nuestro Estado actual, así como nuestro arte moderno, son los frutos asexuados y estériles de tales sueños.

Los grandes errores no arbitrarios del pueblo, tal como desde el comienzo se mostraron en sus visiones religiosas, y en la forma en que se convirtieron en los puntos de partida del pensamiento y de la sistematización, arbitrarios y especulativos, de la teología y de la filosofía, se han elevado en estas ciencias, sobre todo gracias a la mediación de su hermana adoptiva, la sabiduría del Estado, y se han convertido en poderes que no tienen menores pretensiones que las de ordenar y dominar al mundo y a la vida, en virtud de su inherente infalibilidad divina. Desde luego, este error seguiría sin enmendarse, victoriosamente destructivo, por toda la eternidad, si el mismo poder vital que de manera no arbitraria lo engendró no lo hubiese prácticamente aniquilado de nuevo por una intrínseca necesidad natural, y, en efecto, lo hizo con tanta claridad y determinación que la inteligencia, separándose con arrogancia de la vida, no tiene ya en último extremo, ante la locura real, más salvación que reconocer incondicionalmente lo único que es determinado y claro. Ahora bien, este poder vital es – el pueblo.

¿Quién es el pueblo? – Es necesario ponerse, en primer lugar, de acuerdo en la respuesta a esta cuestión, sumamente importante. El pueblo fue desde siempre la suma de todos los individuos que formaban una comunidad. Al principio, él fue la familia y las generaciones; posteriormente, las generaciones unidas por una misma lengua, en cuanto nación. En la práctica, por el Imperio Romano, que se tragó a las naciones, y en la teoría, por el cristianismo, que no admitió a los seres humanos nacionales, sino sólo a los cristianos, el concepto de pueblo se ha extendido tanto, o hasta se ha volatilizado de tal forma, que bajo él podemos entender o bien al ser humano en general, o bien, según una arbitraria acepción política, a una cierta parte de los ciudadanos de un Estado, por lo general la de los que no tienen posesiones. Este nombre ha recibido, aparte de un significado frívolo, un indeleble significado moral, por el que en épocas angustiosas e inestables todo desea figurar con gusto como pueblo, todos pretenden estar preocupados por su bienestar, y nadie quiere saberse separado de él. Por eso incluso en época reciente se ha planteado, en los sentidos más diversos, la siguiente cuestión: ¿quién es el pueblo? ¿Puede este nombre reservarse en exclusiva a una parte especial de la totalidad de miembros del Estado, a una fracción determinada de los mismos? ¿No somos más bien todos nosotros «el pueblo», desde el príncipe hasta el mendigo?

Así, esta cuestión se debe responder de acuerdo con el sentido decisivo, de ámbito histórico universal, que ahora le subyace:

El pueblo es la suma de todos aquellos que sienten una necesidad comunitaria. Por lo tanto, forman parte de él cuantos reconocen que su propia necesidad es una necesidad comunitaria, o al menos que se fundamenta sobre ella; esto es, todos aquellos que pueden esperar la satisfacción de su necesidad únicamente en la satisfacción de la necesidad común, y en consecuencia emplean toda su fuerza vital para satisfacer esa necesidad que han reconocido como común; – pues sólo es verdadera la necesidad que lleva las cosas al extremo, ya que únicamente ella tiene la fuerza de las verdaderas exigencias; ahora bien, sólo es verdadera una exigencia común; sólo quien siente una exigencia verdadera tiene derecho a satisfacerla; necesidad no es sino la satisfacción de exigencias verdaderas, y sólo el pueblo actúa por necesidad, esto es, de una manera irresistible, victoriosa, y únicamente verdadera.

¿Quién, pues, no pertenece al pueblo, y quiénes son sus enemigos? Todos aquellos que no sienten ninguna necesidad, y cuyo impulso vital, por tanto, consiste en exigencias que no crecen hasta alcanzar la fuerza de la necesidad, o sea que son imaginarias, falsas, egoístas, con lo que no sólo no se incluyen entre las exigencias comunes sino que, en tanto mera exigencia de conservación de lo superfluo – única forma en que pueden pensarse como tales exigencias carentes de la fuerza de la necesidad – se contraponen justamente a las comunes.

Allí donde no hay necesidad alguna, no hay tampoco verdadera exigencia; donde no hay verdadera exigencia alguna, no hay ninguna actividad necesaria; donde no hay ninguna actividad necesaria, hay arbitrariedad; donde impera la arbitrariedad, allí florecen todos los vicios y los crímenes contra la naturaleza. Pues la exigencia imaginaria y falsa sólo puede buscar satisfacerse reprimiendo, negando e impidiendo la satisfacción de las exigencias verdaderas.

Ahora bien, satisfacer exigencias imaginarias es un lujo, que no puede darse ni mantenerse sino en antítesis con, y a expensas de, la carencia de lo necesario en la otra parte.

El lujo es tan desalmado, inhumano, insaciable y egoísta como la exigencia que lo reclama, a la que, sin embargo, no logra calmar nunca, ni en su máxima elevación ni en toda la pujanza de su ser, precisamente porque tal exigencia no es natural y reclama una satisfacción excesiva, y además por la razón siguiente: porque, en la medida en que es falsa, no tiene ninguna antítesis verdadera y esencial donde pudiera desaparecer, esto, es aniquilarse, satisfacerse. El hambre sensible, real, tiene su antítesis natural, la saciedad, en la que desaparece – por la alimentación –: las innecesaria exigencia de lujo es ella misma ya un lujo, algo superfluo; en consecuencia, el error que contenga jamás podrá desaparecer en la verdad: atormenta, destruye, quema y mortifica, siempre insatisfecha; deja que el espíritu, el corazón y los sentidos se consuman en vano; devora todo el placer, la jovialidad y la alegría de la vida; por un único instante de deleite, inalcanzable a pesar de todo, disipa la actividad y la fuerza vital de miles de indigentes; viven del hambre, que sigue sin saciarse, de miles de pobres, sin poder satisfacer ni por un momento su propia hambre; retiene a todo un mundo en las férreas cadenas del despotismo, sin poder romper, ni siquiera por un instante, las doradas cadenas de ese tirano en el que ella misma se ha convertido.

Este demonio, esta loca exigencia sin exigencia, esta exigencia de exigencia – esta exigencia de lujo que es el lujo mismo — gobierna el mundo; él es el alma de esta industria que asesina al ser humano para utilizarlo como una máquina; el alma de nuestro Estado, que declara al ser humano sin honor para admitirlo de nuevo, en un acto de gracia, pero como súbdito; el alma de nuestra ciencia deísta, que entrega al ser humano, para que sea consumido, a un dios insensible, emanación de todo el lujo espiritual; él es – ¡ay! – el alma, la condición de nuestro – ¡arte! –

¿Y quién llevará a cabo la redención en condiciones tan funestas? –

La necesidad, – que permitirá sentir al mundo la verdadera exigencia, esa que, de acuerdo con su naturaleza, es la exigencia real y la que hay que satisfacer.

La necesidad acabará con el infierno del lujo; enseñará a los espíritus atormentados y carentes de exigencia, que este infierno encierra en su interior la sencilla, la simple exigencia del hambre y de la sed, pura y humanamente sensibles; nos remitirá, además, comunitariamente, al nutritivo pan, al agua clara y dulce de la naturaleza; los gozaremos realmente en común, y seremos, en común, verdaderos seres humanos. Además, concertaremos juntos la alianza de la sagrada necesidad, y el beso fraternal que la sellará será la obra de arte común del futuro. En ella nuestro gran benefactor y redentor, el representante de la necesidad en carne y hueso – el pueblo, ya no será una fracción separada y especial; pues en la obra de arte formaremos unidad – seremos portadores y sabios conocedores de la necesidad, sabedores de lo no consciente, volentes de lo no arbitrario, testigos de la naturaleza – seres humanos felices.

4. El pueblo como fuerza condicionante de la obra de arte

Todo lo que existe depende de las condiciones por las que existe: no hay nada, ni en la naturaleza ni en la vida, que exista de forma aislada; todo tiene su fundamento en una conexión infinita con todo y, en consecuencia, también lo tiene lo arbitrario, lo innecesario y lo perjudicial. Lo perjudicial emplea su fuerza en la obstaculización de lo necesario; su fuerza y su existencia se las debe sólo a esa obstaculización, y por ello no es, en verdad, otra cosa sino la impotencia de lo necesario. Si esa impotencia fuese continua, el orden natural del mundo tendría que ser distinto a como es; lo arbitrario sería necesario, y lo necesario, innecesario. Pero aquella debilidad es transitoria, y por tanto aparente; pues, en efecto, también la fuerza de lo necesario actúa y vive como única condición, en el fondo, de la existencia de lo arbitrario. Por eso el lujo de los ricos sólo existe gracias a la indigencia de los pobres; y la necesidad de los pobres es, precisamente, lo que brinda sin cesar nueva materia de consumo al lujo de los ricos, puesto que el pobre le ofrece al rico su propia fuerza vital por la exigencia que tiene de alimentarla.

Fue así también como, antiguamente, la fuerza vital, la exigencia vital de la naturaleza telúrica, nutrieron a aquellas fuerzas perjudiciales, o mejor, alimentaron el poder de existir de aquellas elementales asociaciones y producciones que impidieron que dieran de sí la exteriorización que, de acuerdo con su capacidad y su energía vital, verdaderamente les correspondía. La razón de ello está en cuanto en realidad hay de superfluo, en la exuberante sobreabundancia de fuerza generadora y de materia vital existentes, en la inagotable fecundidad de la materia: lo cual hace que la naturaleza tenga exigencias de máxima pluralidad y variedad, que por fin logró satisfacer mediante, o, quizá mejor, con lo siguiente: no concediendo – por decirlo así – su fuerza a la exclusividad, a la masiva particularidad que anteriormente y de forma copiosa había alimentado; o sea, al deshacerse en la multiplicidad. – Lo exclusivo, lo único, lo egoísta, tan sólo está capacitado para tomar, pero no para dar: puede ser sólo procreado, pero él mismo es incapaz de procreación; para la procreación se requiere un yo y un tú, que el egoísmo perezca en el comunismo. La más poderosa fuerza procreadora se halla, por lo tanto, en la máxima pluralidad, y cuando la naturaleza de la tierra, enajenándose en la más variada multiplicidad, fue satisfecha, alcanzó con ello el estado de saciedad, de autosatisfacción y de gozoso contento que se muestra en su actual armonía; ahora ya no se prodiga en una transformación inmensa, total; su período revolucionario ha concluido; ahora es lo que ella puede ser, es decir, lo que desde siempre pudo y tuvo que llegar a ser; ya no ha de desperdiciar su energía vital en la incapacidad de procrear, pues a lo largo de sus dominios infinitos ha dado vida a la multiplicidad, a lo masculino y lo femenino, a lo que eternamente se genera y se renueva por sí mismo, y a lo que eternamente se completa y se autosatisface – conexión infinita en la que alcanza estabilidad, y en la que, de forma incondicional, logró ser ella misma.

Ahora bien, en la exposición de este enorme proceso de evolución de la naturaleza en el ser humano mismo está también incluido el género humano desde su autoseparación de la naturaleza. Esta misma necesidad es la fuerza motriz de la gran revolución de la humanidad, revolución que concluirá con esa misma satisfacción.

Tal fuerza motriz, genuinamente vital por la forma en que se hace valer en las exigencias vitales, es, no obstante, según su naturaleza, no consciente, no arbitraria y, justamente donde es así – en el pueblo – es la única fuerza verdadera y decisiva. Cuando los educadores de nuestro pueblo piensan que ha de saber primero lo que quiere, esto es, que ha de querer – en el sentido que ellos dan a esta palabra –, antes incluso de estar capacitado y legitimado para querer en general, cometen un gran error. De este error proceden todas las desdichadas insuficiencias, toda la incapacidad, toda la ignominiosa debilidad de las últimas convulsiones mundiales.

Lo realmente sabido no es más que lo real y sensiblemente existente, convertido por el pensamiento en el objeto captado y representado; el pensamiento continuará siendo arbitrario mientras sea incapaz de representarse lo sensiblemente presente y lo ausente o pretérito, sustraído a los sentidos, con el reconocimiento más incondicional de su necesaria conexión; pues la conciencia de esta representación es precisamente el saber racional. Ahora bien, cuanto más verdadero es el saber, con tanta más sinceridad ha de reconocerse de nuevo condicionado únicamente por su conexión con lo realmente acabado y consumado, con aquello que ha logrado la manifestación sensible, admitiendo con ello que la condición de posibilidad del saber se fundamenta en la realidad. Sin embargo, tan pronto como el pensamiento, haciendo abstracción de la realidad, pretende construir lo que ha de ser real en el futuro, se encuentra al punto incapacitado para producir saber, y en cambio se exterioriza como creencia errónea, lo cual es algo tajantemente distinto de la inconsciencia: sólo cuando el pensamiento es capaz de sumergirse de modo decidido y simpatético en la sensualidad, en las exigencias realmente sensibles, puede participar en la actividad de la inconsciencia, y sólo aquello que ha sido puesto de manifiesto por las exigencias no arbitrarias y necesarias, esto es, por la acción real y sensible, puede convertirse de nuevo en objeto satisfactorio del pensamiento y del saber; pues el curso de la evolución humana es acorde al de la razón, un curso natural que va de la inconsciencia a la consciencia, de la ignorancia al saber, de las exigencias a su satisfacción, no de la satisfacción a las exigencias – al menos no a las que dicha satisfacción puso fin.

Por eso los que inventáis no sois vosotros, los enterados, sino el pueblo, porque a él le impulsa esa necesidad de inventar: todas las grandes invenciones son acciones del pueblo, mientras que, por el contrario, las de la inteligencia no son más que explotaciones, derivaciones e incluso fragmentaciones y mutilaciones de las grandes invenciones del pueblo. No fuisteis vosotros los que inventasteis el lenguaje, sino el pueblo; lo único que habéis podido hacer es malograr su belleza sensible, quebrar su fuerza, perder su comprensión interna, investigar de nuevo, con esfuerzo, lo que ya está perdido. No sois vosotros los inventores de la religión, sino el pueblo; tan sólo habéis deformado su expresión interna, sólo habéis convertido su cielo en infierno, y la verdad que en ella se anuncia en mentira. No sois vosotros los inventores del Estado, sino el pueblo; vosotros solamente lo habéis hecho pasar de asociación natural de indigentes iguales a coacción innatural de indigentes desiguales, de contrato de protección benefactor para todos a medio malhechor de protección de los privilegiados, de suave ropaje elástico que cubría el flexible cuerpo de la humanidad a rígida armadura de hierro que no está sino vacía, a adorno de un depósito histórico de armas. No le dais vida al pueblo, sino él a vosotros; no pensáis para el pueblo, sino él para vosotros; por lo tanto, no debéis querer aleccionar al pueblo, al contrario, debéis dejaros aleccionar por él: y por eso me dirijo a vosotros y no al pueblo – porque a él hay que decirle sólo pocas palabras, incluso le sobra la consigna: «¡Haz lo que tengas que hacer!», porque ya lo hace por sí mismo; yo me dirijo a vosotros en nombre del pueblo – aunque haya de utilizar necesariamente vuestra forma de expresaros a vosotros los enterados y los listos, para brindaros también, con toda la bondad del corazón del pueblo, la liberación de vuestro egoísta encantamiento en el claro manantial de la naturaleza, en el abrazo lleno de amor del pueblo – allí donde yo la encontré, donde a mí, como artista, se me manifestó, donde alcancé, tras un largo combate entre la esperanza que brotaba desde el interior y la desesperación causada por lo exterior, la fe en el futuro, una fe plena de firmeza y arrojo.

Así pues, el pueblo consumará la redención satisfaciéndose a sí mismo y redimiendo, simultáneamente, a sus enemigos. Su forma de proceder será lo no arbitrario de la naturaleza: con la necesidad de un actuar elemental estallará el orden de cosas, lo único que constituye las condiciones del dominio de lo innatural. Mientras existan tales condiciones, mientras ellas extraigan su savia vital de la pródiga fuerza del pueblo, mientras con su existencia egoísta consuman inútilmente la capacidad procreadora del pueblo – ellas, que por sí mismas son estériles – todo lo que se haga por indicar, crear, alterar, mejorar o reformar,* resultará arbitrario, inútil e infructuoso. Ahora bien, el pueblo sólo necesita negar con su acción aquello que, en realidad, no es nada – que es simplemente innecesario, superficial, vano para ello sólo necesita saber lo que no quiere, y eso se lo dice su involuntario impulso vital; lo único que precisa es que la fuerza de su necesidad convierta lo no querido en algo inexistente y aniquile lo que merece aniquilarse; de esa forma surgirá además por sí mismo algo del futuro que ya ha sido descifrado.

Una vez superadas las condiciones que permitían a lo superfluo consumir la energía de lo necesario, aparecerán por sí mismas las condiciones que reclaman que viva lo necesario, lo verdadero, lo imperecedero: una vez superadas aquéllas que permitían la subsistencia de la exigencia de lujo, entonces se presentarán por sí mismas las condiciones que son capaces de satisfacer, en medida increíblemente grande, aunque no por ello menos adecuadísima, la exigencia necesaria del ser humano, y lo harán con la más profusa sobreabundancia de la naturaleza y de la propia capacidad humana de procreación. Una vez superadas las condiciones del imperio de la moda, surgirán espontáneamente las del arte verdadero y, como por encanto, el testigo de la más noble humanidad, el sagrado y magnífico arte, florecerá con la misma riqueza y plenitud que la naturaleza cuando surgieron las condiciones de su armónica configuración, que ahora, a partir de los dolores de parto de los elementos, se nos han vuelto manifiestas: el arte, tal como esta venturosa armonía de la naturaleza, perdurará y se conservará siempre fecundo, satisfaciendo de la manera más pura y plena las exigencias más nobles y verdaderas del ser humano perfecto, o sea, del ser humano que es aquello que, de acuerdo con su esencia, puede ser y, por ello, debe ser y será.

5. La configuración antiartística de la vida del presente bajo el dominio de la abstracción y de la moda

El ser real y sensible es lo primero, el comienzo y el fundamento de todo lo existente y lo pensable. Darse cuenta de que sus propias exigencias vitales son exigencias comunes a su género, exigencias diversas de las de la naturaleza y de las de los otros géneros de seres vivos distintos de la especie humana que aquélla contiene – es el principio y el fundamento del pensamiento humano. El pensamiento es, en consecuencia, la capacidad humana no sólo de sentir, por sus exteriorizaciones, aquello que es real y sensible, sino también de diferenciarlo por su esencia y, además, de captarlo en sus conexiones y de representárselo. El concepto de una cosa es la imagen, representada en el pensamiento, de su esencia real: la representación de las imágenes de todas las esencias conocidas en una imagen global, en la que el pensamiento objetiva la esencia representada en el concepto de todas las realidades de acuerdo con su conexión, es obra de la suprema actividad del alma humana, del espíritu. Si en esta imagen global el ser humano ya ha tenido que incluir, ciertamente, la imagen, el concepto de su propia esencia – si esta esencia propia, objetivada, es en general, en toda la obra de arte del pensamiento, la fuerza que artísticamente representa, entonces esa fuerza, y la totalidad de realidades que ella representa, no procede, ciertamente, sino del ser humano real y sensible, y por lo tanto surge, según su fundamento último, de sus exigencias vitales y, finalmente, de la condición que da origen a tales exigencias, a saber, la existencia real y sensible de la naturaleza. Ahora bien, allí donde, en el pensamiento, se abandona esta cadena vinculante, allí donde, después de una doble y una triple autoobjetivación, finalmente se capta a sí mismo como su fundamento, allí donde el espíritu no quiere concebirse como la última y más condicionada actividad, sino como la primera y más incondicionada, y por tanto como base y causa de la naturaleza – entonces también se ha eliminado el vínculo de la necesidad, y la arbitrariedad corre desenfrenada – sin fronteras, libre, tal como se imaginan nuestros metafísicos – por los talleres del pensamiento, y desemboca, como un torrente de locura, en el mundo real.

Si el espíritu es quien ha creado a la naturaleza, si el pensamiento es quien ha producido lo real, y si el filósofo viene antes que el ser humano, entonces la naturaleza, la realidad y el ser humano ya no son necesarios, y su existencia, en tanto superflua, hasta es perjudicial; lo más superfluo, sin embargo, es lo imperfecto después de haberse dado lo perfecto. La naturaleza, la realidad y los seres humanos sólo recibirían, entonces, un sentido, una justificación de su existencia – cuando el espíritu – el espíritu incondicionado, el único que es fundamento y causa de sí, y es, por lo tanto, también ley – los utilizase de acuerdo con su absoluto criterio soberano. Si el espíritu fuera en sí la necesidad, la vida sería entonces lo arbitrario, una fantástica mascarada, un ocioso pasatiempo, un frívolo capricho, un «car tel est notre plaisir» del espíritu; así pues, toda virtud puramente humana, sobre todo el amor, sería explicable entonces por el estado en que uno se encontrase y sería algo, en ocasiones, demasiado negativo; toda exigencia puramente humana sería entonces un lujo, mientras que el lujo sería la exigencia genuina; la riqueza de la naturaleza sería entonces lo innecesario, ya que las aberraciones de la cultura serían lo necesario; la felicidad de los seres humanos sería algo secundario, mientras que lo principal sería el Estado abstracto; y el pueblo sería materia contingente, mientras que el príncipe y el docto serían los necesarios consumidores de esa materia.

Si tomáramos el final por el principio, la satisfacción por la exigencia, la saciedad por el hambre, entonces el movimiento y el progreso tampoco serían concebibles más que en el seno de exigencias ficticias, de un hambre provocada por estimulación; y esto es lo que, en verdad, constituye el acicate vital de toda nuestra actual cultura, cuya expresión es – la moda. La moda es un estimulante artificial, que despierta exigencias que no son naturales allí donde no hay otras que sí lo sean: ahora bien, aquello que no surge de exigencias reales es arbitrario, tiránico, incondicionado. De ahí que la moda sea la más inaudita y demencial tiranía que haya surgido nunca de la insensata perturbación de la esencia humana: exige de la naturaleza absoluta obediencia; impone a las exigencias reales una autonegación completa, en aras de otras que son imaginarias; violenta el natural sentido de la belleza que posee el ser humano obligándole a venerar lo feo; mina su salud para inocularle el gusto por la enfermedad; quiebra su fortaleza y su fuerza con el objetivo de que encuentre placer en su debilidad. Donde impere la moda más risible, se encontrará risible a la naturaleza; donde lo haga la artificiosidad más criminal, la exteriorización de la naturaleza parecerá el crimen supremo; donde la locura ocupe el lugar de la verdad, ésta será internada como si fuera una enferma mental.

La esencia de la moda es la uniformidad más absoluta, de la misma manera que su dios es egoísta, asexuado e incapaz de procrear; su actuación es, por tanto, una arbitraria alteración, un cambio innecesario, un nervioso esfuerzo sin orden, y se contrapone a su esencia, que es absolutamente uniforme. Su poder es el poder de la rutina. Pero la rutina (Gewohnheit) es la déspota incontestable de los débiles y los cobardes, de los que, verdaderamente, carecen de exigencia. La rutina es el comunismo del egoísmo, el pertinaz vínculo de conservación del egoísmo comunitario e innecesario; su artificial acicate vital es, justamente, el de la moda.

Así pues, la moda no es una producción artística autónoma, sino sólo una derivación artificial a partir de su antítesis, la naturaleza, única fuente de la que, en el fondo, no tiene más remedio que alimentarse, tal como, por su parte, el lujo de las clases altas se nutre sólo de la apremiante necesidad de sustento de las exigencias vitales naturales de las clases bajas, de las clases trabajadoras. De ahí que la arbitrariedad de la moda no pueda crear tampoco sino a partir de la naturaleza real: a fin de cuentas, todas sus configuraciones, adornos y fiorituras no tienen su imagen primigenia más que en la naturaleza; ella, tal como todo nuestro pensamiento abstracto en sus divagaciones más remotas, no puede, al fin y al cabo, concebir o imaginar algo distinto de lo que, por su esencia primordial, ya existe sensible y formalmente en la naturaleza y en el ser humano. No obstante, su manera de proceder es arrogante, y se separa, de una forma arbitraria, de la naturaleza: ordena y manda allí donde, en verdad, todo ha de obedecer y someterse. Con lo que, en sus configuraciones, no puede representar la naturaleza, sino sólo deformarla; lo único que le es posible es derivar, pero no puede inventar (Erfinden), porque, en realidad, inventar no es más que descubrir (Auffinden), es simplemente el descubrimiento, el conocimiento de la naturaleza.

El inventar que la moda lleva a cabo es, por lo tanto, mecánico. Dicho inventar se diferencia del artístico en que marcha de desviación en desviación, de un medio a otro, para producir, finalmente, sólo otro medio, la máquina; por el contrario, el inventar artístico emprende justo el camino inverso, dejando tras de sí un medio tras otro, y prescindiendo de las distintas desviaciones para llegar, por fin, a la fuente de éstas y de aquéllos, a la naturaleza, que de forma comprensiva satisface sus exigencias.

La máquina es, en consecuencia, el frío e implacable benefactor de una humanidad necesitada de lujo. Pero ésta, por medio de la máquina, ha logrado a fin de cuentas que hasta el entendimiento humano sea su súbdito; apartado del anhelo y el descubrimiento artísticos, negado y deshonrado, al final se consume en exquisiteces mecánicas, identificándose con la máquina en vez de hacerlo, en la obra de arte, con la naturaleza.

Así, la exigencia de la moda está en directa contraposición con las exigencias del arte; pues éstas no pueden existir allí donde la moda es la violenta legisladora de la vida. Los esfuerzos de los artistas entusiastas y solitarios de nuestro tiempo no deberían tener, en verdad, otra meta que la de suscitar tal exigencia necesaria, desde el punto de vista del arte y por su medio: sin embargo, todo ese esfuerzo ha de ser considerado vano y baldío. Lo que al espíritu le es menos posible es despertar exigencias; el ser humano cuenta con medios para satisfacer las realmente existentes, sea donde sea y de forma rápida; pero no para producirlas allí donde la naturaleza ha fracasado, o donde no se han dado las condiciones adecuadas. Por tanto, donde no existe la exigencia de que se dé una obra de arte, ésta es igualmente imposible; sólo el futuro puede otorgamos que ésta surja, y ciertamente gracias a que de la vida brotan las condiciones que ella misma requiere.

El arte puede obtener materia y forma solamente de la vida, de esa vida que es la única que puede ser el origen de la exigencia de arte: allí donde la moda es quien da forma a la vida, allí no puede el arte formar a partir de tal vida. El espíritu que, de modo erróneo, se separa de la necesidad de lo natural, ejerce arbitrariamente, e incluso, en la así llamada vida ordinaria, no arbitrariamente, su deformante influjo sobre la materia y la forma vital, de tal manera que ese espíritu, que a fin de cuentas es infeliz en su separación, y solicita sana alimentación real que proceda de la naturaleza y su reunificación con ella, ya no sabe encontrar, en la actual vida real, materia o forma que le satisfaga. Si en su anhelo de redención se siente impulsado al reconocimiento incondicional de la naturaleza, si sólo puede reconciliarse con ésta en su más fidedigna representación, en la acción sensiblemente presente de la obra de arte, entonces se da cuenta de que esta reconciliación no puede conseguirse mediante el reconocimiento y la representación de lo sensiblemente presente en la actualidad, a saber, de esta vida deformada por la moda. Por ello, y de forma no arbitraria, ha de comportarse de un modo arbitrario en su artístico afán de redención; a la naturaleza, que en una vida sana se le ofrecería con toda espontaneidad, ha de buscarla allí donde sea capaz de percibirla en la menor deformación posible, hasta que ésta sea mínima. No obstante, por todas partes y en todos los tiempos el ser humano le ha puesto a la naturaleza el ropaje – si no de la moda – sí al menos de la costumbre (Sitte); ahora bien, la costumbre más natural, la más sencilla, noble y hermosa es, desde luego, la de la mínima deformación de la naturaleza, que es el ropaje humano más adecuado: la imitación, la representación de esta costumbre – sin la que el artista moderno no sería capaz de representar de nuevo, desde sitio alguno, a la naturaleza – es no obstante, frente a la vida actual, una forma de proceder arbitraria, insalvablemente dominada por la intención; y aquello que, con el más ímprobo esfuerzo, fue creado y formado siguiendo a la naturaleza aparece, tan pronto como se presenta ante la vida pública del presente, o como incomprensible, o, una vez más, como una nueva moda inventada.

En verdad, a los esfuerzos en favor de la naturaleza en el seno de la vida moderna, y en antítesis con ella, sólo hemos de agradecerles su amaneramiento y sus constantes y frenéticos cambios. Ahora bien, en ese amaneramiento se ha vuelto a revelar, de forma no arbitraria, la esencia de la moda; sin hallarse en conexión necesaria con la vida, el amaneramiento se introduce en el arte de un modo tan determinante y arbitrario como la moda lo hace en la vida; se funde y se fusiona con la moda, y con su mismo poder domina la totalidad de corrientes artísticas que están vigentes. Junto a su seriedad también se pone – con casi no menor necesidad – en el más absoluto de los ridículos; y además de la Antigüedad, el Renacimiento y la Edad Media, también el Rococó, las costumbres y formas de vestir de las tribus salvajes de países recientemente descubiertos, así como la moda originaria de los chinos y los japoneses, se apoderan más o menos por momentos, en cuanto amaneramientos, de todas nuestras modalidades artísticas; en efecto, el muy variable amaneramiento del momento actual coloca el fanatismo de las sectas religiosas frente al mundo del teatro de la alta sociedad, que en lo que atañe a religión es de lo más indiferente; sitúa la ingenuidad de los campesinos suabos frente a la lujosa artificiosidad del mundo de nuestra moda, y lleva la necesidad del proletario hambriento ante los dioses bien cebados de nuestra industria, sin obtener mayor efecto que el de una estimulación insuficiente.

Así pues, el espíritu, en sus artísticos esfuerzos por reunificarse con la naturaleza en la obra de arte, aquí se ve remitido únicamente a fiar en el futuro, o empujado a la triste prueba de fuerza de la resignación. Él comprende que no alcanzará su redención sino en la obra de arte sensiblemente presente, esto es, que sólo la obtendrá en un momento que de veras necesite arte, es decir, que produzca y genere arte desde su propia verdad y belleza naturales, y fía por lo tanto en el futuro, o sea, cree en el poder de la necesidad a la que la obra de arte del futuro está reservada. Ahora bien, por lo que respecta al presente, el espíritu renuncia a que la obra de arte aparezca en la superficie del momento actual, de la opinión pública, y, en consecuencia, renuncia a ésta misma, en cuanto partícipe de la moda. La gran obra de arte integral (grosse Gesamtkunstwerk), que ha de abarcar todos los géneros del arte utilizando en cierto modo como medio a cada uno e incluso aniquilándolos en aras de la consecución de la finalidad global de todos ellos, a saber, de la presentación incondicionada e inmediata de la plena naturaleza humana – a esta gran obra de arte integral él no la reconoce como la posible acción arbitraria de un individuo, sino como la imaginable obra necesariamente colectiva de los seres humanos del futuro. El impulso que reconoce satisfacerse sólo en comunidad renuncia, en la medida en que puede hacerlo un individuo, a la comunidad moderna, a esa conexión de egoísmos arbitrarios, para darse satisfacción en la solitaria comunidad formada consigo mismo y con la humanidad del futuro.

6. Norma para la obra de arte del futuro

El espíritu solitario que trata de conseguir artísticamente su redención en la naturaleza no puede crear la obra de arte del futuro; sólo es capaz de hacerlo el espíritu comunitario que, gracias a la vida, ya ha sido satisfecho. Pero puede representársela, y la peculiaridad de sus esfuerzos, de sus esfuerzos por la naturaleza, le protege precisamente de que esa representación no se quede sólo en una quimera. El espíritu que añora la naturaleza y que por eso mismo está insatisfecho en el moderno presente encuentra, no sólo en la totalidad de la naturaleza sino también en la naturaleza humana que históricamente se halla representada ante él, las imágenes mediante cuya contemplación es capaz de reconciliarse con la vida en general. Para todo lo futuro reconoce en esta naturaleza una imagen ya representada dentro de estrechos límites: en la capacidad de representación de su ansioso impulso de naturaleza radica el concebir la expansión de estos límites con el máximo grado de amplitud.

En la historia se perciben con claridad dos momentos capitales del desarrollo de la humanidad: el específicamente nacional y el universal no nacional. Del mismo modo que ahora vemos que la culminación de ese segundo proceso tendrá lugar en el futuro, así también se nos hace claramente perceptible la finalización, consumada en el pasado, del primero. En verdad, no tenemos sino todo el fundamento para reconocer, con el más gozoso de los éxtasis, hasta qué grado fue capaz de desarrollarse el ser humano bajo el influjo, casi inmediatamente formativo, de la naturaleza – en la medida en que inconscientemente se entregó a él de acuerdo con su específica ascendencia, con su comunidad lingüística, con la homogeneidad del clima y la constitución natural de una patria comunitaria. En las costumbres naturales de todos los pueblos, incluso en las reputadas como más groseras, aprendemos, en cuanto abarcan al ser humano normal, a reconocer la verdad de la naturaleza humana, sobre todo en toda su nobleza y su belleza real. No hay ninguna religión que haya aceptado como mandamiento divino ni siquiera una virtud verdadera que no se hallase ya en dichas costumbres; el moderno Estado civilizado no ha desarrollado – ¡salvo hasta, por desgracia, su completa deformación! – ni uno solo de los conceptos jurídicos verdaderamente humanos que no tuviese en aquéllas su segura expresión; la cultura moderna no se ha apropiado – ¡con altanera ingratitud! – ni de una sola invención de verdadera utilidad pública que no se hubiese derivado de la obra del entendimiento natural de quienes cultivan tales costumbres.

¿Quién comprende con mayor seguridad que aquellos pueblos – que el arte no es un producto artificial – que la exigencia de arte no ha sido añadida arbitrariamente, sino que es propiamente originaria del ser humano natural, verdadero y no deformado? En efecto, ¿de dónde podría nuestro espíritu obtener de algún modo la prueba de la necesidad del arte si no la recibiese de la percepción del impulso artístico y de los magníficos frutos que de él nacen en aquellos pueblos que se desarrollan de un modo natural, o, en suma, del pueblo? ¿Ante qué fenómeno tenemos una sensación más descorazonadora de la impotencia de nuestra frívola cultura sino ante el arte de los helenos? ¡Hacia él, hacia ese arte de los preferidos de la naturaleza que todo lo ama, de los más bellos seres humanos que esa madre que goza procreando nos presenta, hasta en los días más brumosamente grises de la actual cultura de la moda, como un testimonio irrefutable y victorioso de lo que ella es capaz de producir – hacia el magnífico arte griego dirigimos nuestra mirada, para, desde su íntima comprensión, arrancarle el cómo hemos de realizar la obra de arte del futuro! La naturaleza ha hecho todo lo que estaba en sus manos – ha procreado a los helenos, les ha alimentado con sus pechos, les ha formado con su sabiduría materna: con orgullo de madre nos los presenta, y con amor de madre se dirige a todos nosotros, los humanos, diciéndonos: «¡Por vosotros lo hice; haced ahora lo que podáis, por el amor que os tenéis!»

Así pues, hemos de hacer del arte helénico arte humano en general; debemos sustraerlo de las condiciones bajo las que fue sólo helénico, y no arte humano universal; para poder hacemos, ya ahora, una imagen fidedigna de la obra de arte del futuro, el ropaje de la religión, con el que sólo fue un arte de la comunidad helénica, y con el que, de acuerdo a esa particularidad, en cuanto género artístico egoísta e individual, ya no podía corresponder a las exigencias de universalidad, sino solamente a las de lujo – ¡aun cuando a las de un bello lujo! –, este ropaje de la religión específicamente helénica hemos de transformarlo en el vínculo de la religión del futuro, de la religión de la universalidad. Pero nosotros, desdichados, no somos capaces de formar ese vínculo, esa religión del futuro, porque por muchos que seamos los que sintamos ansias de la obra de arte del futuro, no somos sino individuos aislados. La obra de arte es religión representada en vivo; ahora bien – el artista no inventa religiones, surgen sólo del pueblo.

Contentémonos, pues, con que, por ahora – sin ninguna vanidad egoísta, sin querer buscar satisfacción en cualesquiera ilusiones privadas, entregados honesta y amorosamente a la esperanza en la obra de arte del futuro – examinemos, en primer lugar, la esencia de las modalidades artísticas que hoy constituyen, en su dispersión, la esencia general del arte del presente; agucemos para tal examen nuestra mirada sobre el arte del los helenos y concentrémonos, llenos de fe y audacia, en ¡la gran obra de arte universal del futuro!

1. Traducimos siempre los adjetivos willkürlich/unwillkürlich por arbitrario/no arbitrario, teniendo en cuenta que con ellos se significa, respectivamente, que una acción se lleva a cabo de acuerdo con la libre decisión de la voluntad, o del arbitrio o albedrío, del sujeto, o que, por el contrario, los sucesos tienen lugar sin que hayan sido decididos por el sujeto. A la luz de lo dicho, parecería más natural (y sería sin duda más eufónico) traducir willkürlich por voluntario y unwillkürlich por involuntario; pero si no lo hacemos así es porque creemos que debe tenerse en cuenta que, a la altura de 1849, fecha en la que está escrito el presente texto, Wagner aún no conocía la obra de Schopenhauer, filósofo que, a partir de 1854, influirá de modo decisivo en el pensamiento wagneriano, y a cuya sombra Wagner utilizará en escritos posteriores el concepto de voluntad con una intención y una consciencia que, si aquí se tradujera willkürlich por voluntario, incitaría a peligrosas confusiones (N. de los t.).

* Es decir, el arte en general, o el arte del futuro en especial.

2. Eingebildete und der Einbildung nur nach gebildete. Hay aquí en el original uno de los innumerables juegos de palabras que la traducción no siempre acaba de captar. A este respecto, es importante resaltar que la prosa wagneriana sigue una especie de «lógica musical» en la que unos «temas» van derivándose de otros, es decir, en la que unas palabras y conceptos van llevando a otros más por la «eufonía» que cautiva al oído que por la estricta y ajustada lógica conceptual. En cualquier caso, la prosa wagneriana, densa y oscura como es en tantas ocasiones, puede llegar a tener una fuerza en su propio idioma que la traducción a una lengua tan lejana del alemán, en lo que se refiere a los recursos sintácticos y estilísticos, como el castellano, forzosamente ha de perder (N. de los t.).

3. La huella de Feuerbach y de su reducción antropológica de la teología, ampliada políticamente, irrumpe aquí en el texto (N. de los t.).

4. Juego de palabras entre Sinnlichkeit («sensualidad») y sinnig («sensata») (N. de tos t.).

* Pues, ¿quién alimenta menos esperanzas de éxito en sus esfuerzos de reforma que aquél que, al esforzarse, se comporta justamente como el más honrado?

La obra de arte del futuro (2a ed.)

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