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Capítulo primero

El vendedor de pájaros

Isabelle iba a menudo, en las tardes de verano, a sentarse en un banco del parque, donde ella estaba casi segura de encontrar a su amigo el vendedor de pájaros. Este llegaba con su corta barba descuidada, más blanca que gris, y dos jaulas que llevaba suspendidas de un palo, en equilibrio sobre el hombro derecho. Ella le preguntaba si había vendido pájaros. No había vendido. Hacía casi un año que Isabelle vivía en la Ciudad Universitaria, su viejo amigo jamás había tenido la ocasión de ejercer su comercio. Después de todo, ¿cómo sorprenderse? ¿Y qué puede llevar a un hombre decente a elegir un oficio tan decepcionante como el oficio de vendedor de pájaros? Uno no tiene, todos los días, necesidad de un pájaro, como se necesita pan o carne o incluso un paraguas. Una vez al año, como mucho, uno puede esperar encontrar a una portera que desea la compañía de un canario de las islas o a una dama sentimental que quiere aparear su cotorra azul. Luego, se vuelve al desempleo, se continúa paseando esos curiosos pensionistas, que necesitan muchas comidas y que le temen al frío.

—En invierno, verá —le contaba el vendedor de pájaros a Isabelle—, en invierno, nuestra profesión es muy difícil. Si no tuviera la costumbre, si no tomara tantos recaudos, todos mis pájaros morirían. Nunca tengo muchos, usted lo ve. Una jaula para las cuatro cotorras, una jaula para los canarios. Me quieren, me conocen e intentan no morir para no causarme dolor. Cuesta caro reemplazar un pájaro. Y yo no podría con los gastos que exige nuestra profesión si murieran demasiado a menudo. Ya es bastante doloroso para mí cuando vendo uno. Figúrese que ayer una dama me paró, en la calle, y miró las cotorras. Me preguntó los precios, lo que comían. Y luego partió; tuve mucho miedo.

Isabelle se reía con mucha alegría, puesto que había notado desde hacía mucho tiempo que su amigo el vendedor de pájaros era un artista y que habría desesperado si hubiera tenido que liquidar su mercadería. Se abastecía en la calle Du Vieux-Colombier: lo querían y le consentían precios. Solo paseaba sus pájaros dos veces al día, como mucho, por la mañana antes del mediodía y por la tarde durante dos horas antes del atardecer. El resto del tiempo, los dejaba en su ventana, abierta en verano, cerrada en invierno, y se dedicaba a sus ocupaciones que seguían siendo misteriosas para Isabelle.

Sus conversaciones, durante esas agradables noches de verano, nunca eran muy largas. Al cabo de una decena de minutos, el vendedor de pájaros levantaba amablemente su viejo sombrero plegado, que era un viejo sombrero de cazador, y, balanceando delante y detrás de él sus dos jaulas gemelas, descendía los senderos del parque para volver a su casa. Porque decía “mi casa”, como decía “nuestra profesión”, con el mismo orgullo modesto. E Isabelle se quedaba sola, esperando reunirse con sus amigos, sus amigas, que sabían que, a esa hora, no se la debía molestar.

Ella ignoraba dónde vivía el anciano: dos o tres veces, al salir de la Sorbona, lo había encontrado, pero él había hecho como si no la reconociera, como si ambos se hubieran encontrado en una calle poco honorable. Sin embargo, parecía vivir en las proximidades del Barrio Latino y por la tarde descendía, en efecto, hacia la avenida Du Parc y la calle Saint-Jacques. Pero Isabelle prefería permanecer en la ignorancia.

Alrededor de ella, el agradable jardín, obra maestra de París, adormecía suavemente bajo sus grandes globos brillantes a los enamorados, a las familias dispersas, a los niños por decenas y a los estudiantes de las Residencias Universitarias. Isabelle miraba el pabellón morisco, erraba un instante alrededor de una eminencia, donde percibía rocas artificiales y la agradable napa del lago, luego regresaba, por el pequeño café que se llama, creo, Chalet-du-Lac, al patio central de la Residencia Universitaria francesa, donde sus amigos, acostados sobre el césped, escuchaban los últimos discos norteamericanos.

Desde hacía mucho tiempo e incluso antes de vivir en la Ciudad Universitaria, a Isabelle le había gustado ese barrio de París, por lo general desértico, con sus amplias avenidas, sus vías férreas, sus residencias burguesas y sus jardincitos de las afueras. Como muchos otros, lo había descubierto una tarde en la que se sentía un poco triste. Esos días eran para ella días de paseo y de azar, y más tarde, en un plano de París, encontraba sus penas del pasado, tan dulces ahora, circunscritas a algún distrito excéntrico, delicadamente rodeadas con una línea malva o azul, por geografías inconscientes y sentimentales.

De esta manera, se acordaba de haber paseado su fastidio, el día en el que había reprobado en la certificación de Griego, en las calles judías que están detrás del Ayuntamiento y que todavía deben conservar algunos fragmentos de aoristos, algunos restos de Tucídides. El día en el que su mejor y más cruel amiga la había abandonado, había partido para La Villette y el canal Saint-Martin, cubriendo en su periplo de desolación una zona de París más vasta en una tarde que en todo el año.

En ocasiones, en esas calles desconocidas, se detenía y hablaba con el panadero, con el niño caído en el arroyo, con los cardadores de colchones y con las tejedoras. Sabía hablar, encontrándose de inmediato al nivel de los que abordaba y capaz de interpelar con la misma calma al ángel disfrazado o al ropavejero. Por prudencia, no se acercaba en absoluto a las chicas, pero lo lamentaba: le habían dicho que eran violentas, susceptibles. Todavía tímida, sin embargo, se decía: tal vez es a mí a quien esperan para reconciliarse con el universo.

De esta manera, se hizo amigos, una vendedora de diarios en Montmartre, una paseadora de hermosos sloughis en Auteuil, un millonario argentino, el último sin duda, en Passy, unas vendedoras de mejillones en los Gobelins. No hablo de amigos más fieles, como la anciana rusa que lleva violetas en los restaurantes de la calle Le Goff y de la calle Royer-Collard, o esa niña inocente que vende Le Montparnasse en los cafés, a veces, los días de miseria y hasta en los comedores de las escuelas.

Entre esos amigos —para los más afortunados, ella ignoraba hasta los nombres de estos—, a ella le gustaba acordarse, ante todo, de los momentos de necesidad, de horticultores y de floristas de la calle D’Alésia. Los había conocido un día en el que estaba verdaderamente abandonada por la suerte. A la mañana había roto una cigüeña de vidrio que le servía de fetiche; su amigo Daniel, que debía llevarla la noche anterior al cine, la había dejado esperar sola una hora en un café y le había enviado, finalmente, unas palabras por el más imbécil de sus compañeros de la Sorbona; la amiga que venía a ver a la Ciudad Universitaria para pedirle ayuda no estaba allí. Isabelle era traicionada. Fue entonces que los vendedores de la calle D’Alésia habían comprendido. Le habían gritado sus verduras y sus flores, no para que ellas las comprara, sino como declaraciones de amistad. “¡Manzana!”, decía uno. “¡Naranja!”, exclamaba otro. Y aquel: “¡Rosa! ¡Violeta! ¡Flor fresca!”. E Isabelle sentía tan claramente, como si lo hubiera visto escrito, que no había s en todos esos sustantivos que se dirigían a ella. No había ni siquiera en los que gritaban “¡Coliflor!” o “¡Zanahoria!” alguno que no expresara ingenuamente su afecto y su deseo de consolarla. Pronto, además, esas declaraciones anónimas no habían sido suficientes y, de cada pequeño coche, una fruta, una flor habían sido tendidas a Isabelle, lapidada bajo los homenajes de amistad. Se le había pedido volver, mientras que uno deslizaba un huevo fresco en el bolsillo derecho de su impermeable y un cangrejo de río en el bolsillo izquierdo. Había tenido un atado de perejil para su revés, un ramo de violetas para su canesú, una naranja en su bolsa, una banana para comer de inmediato. Y cada uno gritaba mirando sus orejas: “¡Qué pena no estar en la estación de las cerezas!”. Una mujer rolliza empujaba hacia ella su carreta como un carro, le pidió elegir como si le hubiera ofrecido joyas sin nombre y le dijo:

—Cuando quieras volver, mi pequeña, solo tendrás que preguntar dónde estoy. Yo soy Alexandrine, llamada Sandrine, y he cantado en la Opéra-Comique.

Cuando ella volvió a su casa, colmada, Daniel la esperaba para hacerse perdonar, con una cigüeña de vidrio parecida a la primera, y su amiga lo invitaba a venir a verla.

Por lo tanto, un poco más tarde, ella había recibido con alegría la idea de ir a vivir a Montsouris. De vez en cuando, salía a pie para la Sorbona, de manera tal de encontrar a Alexandrine y decirle buen día. Y pronto había aparecido en su universo el vendedor de pájaros. Ella se hacía esa idea, poco a poco, de que el barrio había recibido una bendición especial y de que uno había enterrado, al pie del primer árbol plantado del parque (con la ceremonia conveniente, la Marsellesa, el Consejo municipal y el representante del presidente de la República o del emperador), que uno había enterrado un poco de tierra del paraíso. Ella no sabía que esa tierra la encontraría, sin duda, por todos lados por donde fuera.

Mientras que Isabelle volvía a subir hacia las Residencias Universitarias, su amigo el vendedor de pájaros bajaba los caminos en pendiente del Parc Montsouris y dejaba a lo largo de su paso una gran estela de admiración. Los niños, sobre todo, le seguían el rastro, los ojos fijos en las jaulas milagrosas, el dedo en la boca y sin ver las piedras y las temibles trampas dispuestas, alrededor del césped, para las rodillas. Si las cotorras, como lo hacen a veces, lanzaban un gritito, a ellos ya no les importaba: se precipitaban hacia sus madres, mostrando de la mano al hombre maravilloso, y lloraban, porque las maravillas hacen llorar a los niños. Sin ver las catástrofes que sembraba al pasar, continuaba su ruta, un poco preocupado, porque pensaba en el precio de los alimentos o porque por la noche refrescaba.

Nunca se detenía, y uno puede suponer que apenas se interesaba por los niños. Pero jamás sabremos lo que nos depara el futuro, y el vendedor de pájaros, que tenía el aspecto, sin embargo, de un viejo brujo, no lo sabía más que nosotros. Esa noche había sido una noche más como todas las otras, y había dejado a Isabelle a la misma hora. Y, no obstante, esa noche no era como todas las otras, y se podría arriesgar a decir que muchas cosas fueron cambiadas en su vida, simplemente porque caminaba más preocupado que de costumbre y que no había visto algún obstáculo que se levantara frente a él. Tropezó, casi pierde el equilibrio, arrojó un vistazo angustiado sobre sus jaulas. Las cotorras tenían ese aspecto extremadamente desconcertado que adoptan las personas importantes ante quien se ha dejado escapar un gesto incongruente. Murmuró algunas palabras y vio a un niño al lado suyo.

Ese desafortunado niño llevaba una gorra mucho más grande que le tapaba las orejas y casi los ojos. Su pantalón, claramente hecho para un hermano mayor, subía hasta las axilas: pero, por el contrario, le cubría los tobillos. Una pequeña chaqueta corta, prendida por un solo botón cerca del cuello, completaba esa vestimenta extraña. Vestido de esa manera, sin embargo, parecía seguro en su compostura y en sus dichos y, echando hacia atrás su gorra, le mostró al vendedor de pájaros gordas mejillas bien frías, esas mejillas sorprendentes y paradójicas de niño parisino y grandes ojos negros un poco burlones. Al mismo tiempo, señalaba las jaulas con el dedo.

—¿Es suyo eso?

—¿De quién quieres que sea? —gruñó el anciano.

—De otros, ¡por supuesto! Hay gente que roba, usted sabe. También hay otros que pasean animales. Conozco un viejo que pasea perros. Todos los días. ¿Por qué usted no pasearía pájaros?

El viejo se echó a reír, enternecido por esa idea descabellada.

—No se pasean los pájaros.

—¿Por qué?

—No sé.

El niño levantó los hombros, como si esa falta de lógica lo irritara profundamente. Luego, soltó:

—Los pasea bien, usted.

Vuelto humilde, el vendedor de pájaros no supo qué responder.

—En todo caso, no están mal —retomó el niño—. Me pregunto cómo hace para no volcar el agua de su bañera, al pasearse de esa manera.

Se levantó en puntitas de pie.

—Por otro lado, usted la vuelca. Pero, en fin, no demasiado. No hay nada que decir, usted es hábil.

El hombre se puso a pensar una gran cantidad de cosas bastante difíciles de expresar: entre otras, que si el agua de las bañeras se hubiese volcado, era precisamente culpa de ese niño que se metía sin discernimiento en las piernas de las personas; que el propietario de los pájaros habría debido odiar enormemente a ese niño y, tal vez, incluso darle una patada en el trasero o tirarle de las orejas y, en todo caso, no responder a sus preguntas; que, en verdad, no sabía por qué no había hecho nada de eso e incluso no tenía ninguna intención de hacerlo. Por lo tanto, en vez de buscar desenmarañar con palabras sentimientos tan confusos, prefirió callarse.

El niño pareció reflexionar un instante, echó un poco más para atrás su gorra, la hundió con cuidado y puso las manos en sus bolsillos.

—¿Dónde vive?

—Bastante lejos de aquí, cerca de la calle Mouffetard. No debes conocer.

El viejo no sabía por qué había respondido con tanta facilidad. Por lo general, no le gustaba dar su dirección. Salvo, naturalmente, a los agentes de la fuerza pública, con quienes siempre se mostraba muy educado, como se debe.

—Sí —valoró el chico—. Bastante lejos. No puedo acompañarlo. Pero, en su lugar, me sentaría un rato en este banco. Así, tendría tiempo de mirar los pájaros. Me dirá qué comen y cómo los cría.

El otro se sentó, aunque la hora en la que hacía volver a sus pensionistas estuviera un poco pasada. Y, lentamente, como si se presentara a un examen difícil, se puso a explicar cómo los pájaros duermen la mayoría del tiempo sobre una pata, lo que comen, lo que prefieren, la época de los amores y la época de la puesta de huevos. Como le hablaba a un niño, para designar la época de los amores, decía la del matrimonio.

—Cuando llega la época del matrimonio, me veo obligado a separar las parejas. No quieren vivir cuatro en la misma jaula. Entonces, los paseo de manera alternada y dejo a la otra pareja en mi casa, en otra jaula. A veces, coloco una separación en la jaula. Pero no les gusta eso, se golpean contra la reja, no están contentos.

El niño se había quitado su gorra y balanceaba las piernas metódicamente. La jaula estaba ubicada entre los dos personajes. De vez en cuando, se inclinaba para mirarla y formulaba una pregunta precisa, en un tono de seguridad que desconcertaba un poco al anciano.

Sin embargo, se entregaba y respondía con una tranquilidad y una confianza que, tal vez, nunca había experimentado en su vida. Si se le hubiera preguntado por qué iba al parque lejano, él, que vivía en la Montagne-Sainte-Geneviève, habría respondido con total sinceridad que lo hacía para encontrar a ese niño que él quería mucho, aunque no sabía su nombre y lo conocía hacía cinco minutos. Alrededor de él, la tarde sin un respiro, la tarde perfumada con el simple aroma de las hierbas y de las hojas iba a virar suavemente en tristeza. Pero el cielo aún estaba azul y algunas estrellas habían aparecido por encima de París y la más brillante de todas, Vega, alrededor de la cual parecía girar todo el cielo suspendido en su resplandor. Era el verano, que, en ese jardín ridículo y encantador, mezcla la estación de la ciudad con la estación del campo vecino. Era el verano, el verano profundo. Y tanto como Isabelle, que nunca podía decidirse a dejar París, cuando llegaba julio, se maravillaba con él el vagabundo casi analfabeto que llevaba sus pájaros en el hombro y buscaba para ellos un aire más cálido y más puro, hablando con esos desconocidos que lo atraían de manera tan extraña, con Isabelle, con ese niño. Y, sin embargo, todas esas cosas eran tan difíciles de traducir que toda su vida no bastaría, sin duda: pero no poder expresarlas no quería decir que no existieran en absoluto, y suspiraba, alegre y triste a la vez, por sentir en él tantas cosas.

Cuando se levantaron, al anciano le parecía que había nacido una amistad indisoluble, que esperaba desde hacía medio siglo. Buscó cómo podría declararla.

—¿Te gustan las golosinas? —terminó por decir él.

—¡Qué pregunta!

—Entonces, ven conmigo. Voy a comprarte algunas.

Aseguró las jaulas de pájaros sobre el hombro. Las cotorras no gritaban. Incluso le pareció que miraban al chico y que ya estaban acostumbradas a él. Al menos, quiso creerlo.

—¿Conoces algún almacén por aquí? —preguntó.

—No hay muchos. Solo tenemos que salir por lo alto del parque, y lo verá.

—Tienes razón, lo conozco.

Y apoderándose con autoridad de la mano del viejo, el niño lo acarreaba hasta la parada del ómnibus.

En la esquina de la calle del Parc Montsouris y de la calle Nansouty se encuentra, en efecto, un pequeño almacén pintado de verde, que vende tanto cerveza como petróleo, y que, único en su especie a trescientos metros a la redonda, si no más, desde hace muchos años, logra hacer vivir a su propietaria. Por otro lado, no tiene empleados, y solo los viejos habitantes del barrio se acuerdan de haber visto, en otro tiempo, en el umbral más a menudo que en el mostrador, y la mayoría de las veces enternecido por el vino, a un hombre de grandes bigotes que era el almacenero. Desde hace al menos diez años, o más, solo se ve a su esposa, su viuda, una dama sin edad, ni gorda ni flaca, a quien llaman la señora Lepetitcorps. Si la amabilidad es la regla de oro del comercio, la señora Lepetitcorps no es una buena comerciante. Tiene la reputación bien establecida de ser poco agradable en la atención, de maltratar a los niños y de ser víctima de crisis de mal humor particularmente temibles. Pero como no tiene competencia, uno está obligado a soportarla.

A esa hora del día, por cierto, la señora Lepetitcorps, a veces, se dignaba a sonreír. Alrededor de ella, hacia las seis, la tarde traía clientes, con sus botellas de leche, sus botellas de litro vacías y el monedero apretado contra el vientre. Luego, llegaba la calma. Pero ella no cerraba la tienda hasta que no cayera completamente la noche. A menudo, las persianas bajas, dejaba su puerta entreabierta hasta las once y tejía, con los pies sabiamente colocados en una sillita de madera amarilla y gastada. Única en el barrio, consideraba un poco su tienda una farmacia y estaba lista para cualquier urgencia. ¿De hecho no vendía productos tan útiles como remedios, tales como rhum, alcohol de quemar, siete especies de tisanas y azúcar? Sucedía que un pariente de un enfermo acudía a su tienda, y ella le daba consejos, con una voz hosca, pero interiormente satisfecha.

Ella conocía un poco al vendedor de pájaros, que, cuando volvía de su paseo por el parque, en ocasiones, iba a comprarle galletitas muy secas que él desmigajaba en el comedero de sus bichos, o para él mismo, pero rara vez una especie particular de pan de especias, grueso y un poco amargo, como el que se vende en las ferias. Por cierto, no tenía ninguna simpatía por él, porque se sentía profundamente burguesa y no le gustaban las situaciones irregulares. Ahora bien, ¿existe algo más irregular que el estado de vendedor de pájaros?

Esa tarde, como la noche caía sobre el parque, ella todavía charlaba con dos clientas. Una era la sirvienta de la pequeña tintorería del final de la calle, donde los estudiantes llevan a lavar sus chaquetas y, a veces, a venderlas. La otra era una empleada del restaurante vecino, donde, en verano, los comensales en mangas de camisa saborean frente a los árboles una falsa frescura bucólica.

El vendedor de pájaros puso delante de él al chico, un poco de manera tímida, como una excusa. Luego, tosió para aclararse anticipadamente la voz y esperó con modestia.

La señora Lepetitcorps había fruncido el ceño. Dio vuelta la espalda, como hacía cuando estaba de mal humor, porque había notado que, en esa posición, no se escuchaba lo que ella decía. Lo que le permitía elevar luego la voz con mucha impertinencia. Por lo tanto, masculló:

—¿Qué quiere?

—¿Perdón? —murmuró el anciano.

—¿Es sordo? —dijo de malas maneras—. Le pregunté qué quería. Estoy apurada. Tengo que cerrar. No debería atenderlo.

Con asentimientos de cabeza y con vagos saludos, las dos mujeres que conversaban con ella y que ella acababa de abandonar habían tomado sus paquetes de fideos y sus botellas, y se habían dirigida hacia la puerta. Tenían el temperamento apacible y sentían que de repente el alma de la señora Lepetitcorps había virado hacia la tormenta.

Solo el chico no se conmovió con tanto frío.

—Sabe —declaró con calma—, nosotros, queríamos un chupetín. Ahora, si esto le molesta demasiado, nos podemos ir. Volveremos mañana o iremos a otro lado. No lo necesitamos para vivir.

Ella lo miró con curiosidad, levantó los hombros.

—¡Miren qué insolente! ¿Es suyo, ese chico? Por supuesto, te lo voy a dar, tu chupetín. Pero, la próxima vez, hay que venir un poco más temprano.

Ella retiró la tapa de vidrio a un recipiente lleno de golosinas multicolores y se lo dio al niño:

—Aquí está. Elige el que quieras.

El chico la miró con seriedad y, sin llevar los dedos al recipiente, pues había recibido severos principios de higiene, declaró:

—Quiero uno naranja.

La señora Lepetitcorps, murmurando palabras que no se oyeron, se lo entregó, luego giró hacia el viejo con cierta brusquedad:

—Son cinco centavos.

Le dio una moneda, balbuceó adiós. Salieron.

En el umbral hasta donde los había seguido, la señora Lepetitcorps los miró bajar la calle en pendiente, darse vuelta dos o tres veces. En un momento, los escuchó reír: tal vez, se burlaban de ella. No se dio cuenta incluso, la mirada fija en ese viejo y en ese niño. Luego, levantó los hombros y comenzó a colocar sus persianas.

Lejos de esta mujer que lo intimidaba, el viejo se aventuró a preguntarle al chico qué hacía y dónde vivía.

—¡Marruecos! —dijo el otro como si la pregunta no se formulara.

En efecto, vivía en esa región de la zona, detrás de los muros de la Ciudad Universitaria francesa. Allí, uno encuentra muchos miserables, que viven con poco en especies de chozas de tablas, en antiguos vagones de la guerra (40 hombres, 8 caballos a lo largo). Otros, a pesar del pintoresco exterior de su habitación, son los burgueses de la región. Era el caso de los padres del pequeño, y él se encargó de hacérselo comprender a su nuevo amigo. Sin duda, su morada era una vieja casilla rodante, que terminaba, detrás del salón de fiestas de la Ciudad Universitaria, su vida errante. Pero, bien calzada sobre sus ruedas ya inmóviles y por ese poco espacio entre ella y el suelo, preservada de la humedad, había sido cuidadosamente reparada y vuelta a pintar. Su chimenea, bajo su pequeño sombrero de chapa, fumaba con normalidad. Las cortinas de sus minúsculas ventanas siempre estaban limpias y repasadas. En los alrededores se extendía un cercado bastante reducido, pero bien conservado, donde se podía alojar una conejera y donde una parcela de coles, una parcela de tomates y una parcela de zanahorias que se comían verdes certificaban que los pasatiempos de los inquilinos les permitían dedicarse a las alegrías de la naturaleza y cultivar su jardín, según el deseo del sabio. No eran propietarios: la mayoría de las casas de la zona pertenecían a explotadores cuya alma casi siempre es feroz y que, por haber vivido una vida miserable en esos mismos lugares, solo aprendieron la severidad para con esas pobres personas. Por suerte, el dueño de la casilla rodante era relativamente honesto y no les robaba demasiado. Por cierto, pagaban regularmente y “tenían con qué”. Sus dos hijas gemelas, mayores que el pequeño, iban a la escuela. Sin duda, eran ropavejeros, como son casi todos los habitantes de la zona. Pero ropavejeros “casi al por mayor”, como decía el pequeño con orgullo. Si bien el padre ponía siempre él mismo manos a la obra, también tenía sus captadores de clientes, sus empleados. En fin, estaba conectado con un gran revendedor a quien le cedía lo que recolectaba de una manera absolutamente regular. Como la mujer era trabajadora, las damas de beneficencia se interesaban por ella y le confiaban, a veces, trabajos de costura. En suma, en ese mundo de la zona, ellos constituían, por más extraño que esto pueda parecer, una verdadera aristocracia. En otra parte, hubiesen sido miserables. Aquí, eran respetados y queridos.

El vendedor de pájaros comprendía perfectamente, con lo que le decía el pequeño, las distinciones elementales que era conveniente respetar. Y no se sorprendía de ver merodear hacia las nueve o las diez de la noche a ese chico vestido como un mendigo, pero como un mendigo de teatro, limpio y cuidado. Pues era, de todos modos, un chico de la zona, semejante a sus compañeros más miserables y semejante al que había podido ser, sin duda, el vendedor de pájaros, unos cincuenta años antes. Y todos los recuerdos de un pasado lejano y los de un pasado más cercano que Isabelle no sospechaba podían unir a los dos nuevos amigos.

El ligero viento pasaba por arriba de la cima de los árboles, empujando hacia Gentilly formas estiradas, demasiado deshechas y fofas. La muchacha, ella, ya había llegado el césped de la Ciudad Universitaria, donde, con grandes gritos, la habían recibido.

—¿De dónde vienes, Isabelle? —preguntó Paulette.

—Sabes perfectamente —dijo Laurent Willecome— que ella fue a ver a su amigo el vendedor de pájaros.

Ella rio y le sonrió a Laurent, porque quería a ese muchacho, largo e indiferente, que tenía un excelente fonógrafo, un acordeón, muchos discos, se burlaba agradablemente de cada uno, siempre alegraba las veladas más lúgubres y, decía, no quería a nadie. Ahora, eran cuatro, como casi todas las noches de ese verano: Laurent Willecome, que era estudiante de Medicina (primer año); Daniel Mauduit, que preparaba sus concursos de Filosofía; Isabelle Archambault, que acababa de terminar su licenciatura, y Paulette Sauvageot, que probablemente estudiaba Derecho y que pasaba su existencia riendo, con mofletes regordetes y hermosos dientes.

La noche había caído completamente. En la cima de esta torre central de las Residencias Universitarias que parodia una iglesia de pueblo alsaciano, se posó un cuerno de luna. Los cuatro jóvenes charlaban y reían en voz baja, porque estaba prohibido hacer ruido después de las diez de la noche. Laurent había detenido su fonógrafo donde todavía giraban discos de 1925 un poco gastados, que le encantaban porque evocaban en su memoria sus catorce años y los últimos años de la escuela secundaria.

Más tarde, Isabelle y los otros se acordarían siempre con una angustia indecible de esas veladas de su juventud, donde no pasaba nada y que seguían siendo para ellos más inolvidables que las más grandes alegrías. Esa velada, y otras por cierto, sobre un césped pisado por jóvenes cuerpos o en otro lado frente a un chorro de agua, con el murmullo retumbante de París a lo lejos detrás de las murallas y la sensación única de que todo es breve y que quedan pocos años. Entonces, a veces, los dientes apretados contra las muñecas, dejarían ir a ellos esas noches agradables, esos anocheceres apenas liberados de un sol que pesa, el olor de los bancos de clase, de barnices viejos, las partículas de polvo desaparecidas, el crujido de un suelo deteriorado, las conversaciones en voz baja que, por lo general, se prolongaban hasta los confines del día. Para comenzar, pensaban en ello. Por cierto, su melancolía futura formaba parte de su placer presente, se instalaba en el centro y, música invisible, advertía en sordina que un solo verano más, tal vez dos, quizá tres, les ofrecerían las gratuitas maravillas de la juventud y que sería necesario pensar inmediatamente en ser sabios.

Los que los rodeaban ya no veían nada, en la agradable noche centelleante, de su apariencia corporal. Solo escuchaban un murmullo confuso, risas ahogadas, el suelo herboso golpeado por un cuerpo invisible. Podían ignorar esos camaradas casuales, que la sombra restituía a lo mejor y a lo esencial de ellos mismos, hacía símbolos solamente, símbolos del momento y de los años efímeros, despojaba de vulgaridades y de fealdades. Era una noche de verano que comenzaba, en ese París que un día abandonarían y donde los menos sensibles sabían que habían encerrado lo más precioso de ellos mismos.

Se callaron. Algún tiempo, Laurent tarareó con la boca cerrada algo venido de Hollywood o de Hawái. Luego, se hizo el simple silencio, en el que todos sueñan con su noche personal, con su encanto incomunicable. Del parque vecino a veces llegaban bocanadas más frescas, enviadas por los altos árboles imponentes, que uno percibía, pegados al cielo estrellado. El reloj sonó, como puede sonar el reloj en la iglesia, en un pueblo desierto, donde solo se enrojece la puerta del panadero. Paulette se estiró y anunció que iba a acostarse. Se desearon buenas noches.

Pronto, Isabelle se encontró sola, en su habitación de arriba, donde por la ventana abierta aún entraban mil perfumes y mil sueños.

Era la hora en la que, casi cada noche, ella llamaba en su ayuda a algunos monstruos. A las muchachas les gustaban naturalmente los monstruos y, alrededor de ella, en las cortinas de grandes flores, entre los libros de los estantes, sobre la copa negra de sicomoro marrón y sobre el pájaro de vidrio hilado, aparecían. Ella no dormía, pero, con la luz encendida, se quedaba bien despierta, recibiéndolos con una sonrisa. Sin duda, se casaría con uno de ellos, un poco más tarde, el hombre con cabeza de gato, o el hombre con doce pies, o ese gran caballo alado cuyos ojos tenían tanta dulzura humana. Sin duda, se casaría con uno de ellos, un poco más tarde, el astuto, el malvado, el sanguinario, el joven con cara de niño que nunca reía más que con su propia crueldad, el bárbaro torcedor de miembros, el sádico o el que no podía querer a las mujeres sino por parejas, el Barba Azul, el devorador de sesos, el Ogro o la Bestia.

Sin los monstruos, la vida sería muy insoportable, ¿no? Las clases de la Sorbona e incluso los paseos en el Luxemburgo o en los techos de la Escuela Normal no podrían bastar para colmarla. Había sabido reconocer, desde hace años, entre sus amigos, algunos de esos monstruos: no cabe duda de que ella podría recibir en sus dominios a la maestra vienesa que le había enseñado alemán, la chica muy rubia que le había enseñado a jugar a la bolita tan bien como un chico, el muchacho olvidado que la llevaba a los restaurantes chinos y a los films surrealistas. Porque, para esos regalitos, atractivos radiantes, que habían sido el alemán, las bolitas o las imágenes, había tenido que hacer grandes esfuerzos. Todavía ahora, jamás pasaba delante de Le Soudier, bulevar Saint-Germain, no veía chicos frente a las escuelas, no leía el nombre de Ursulines o de Studio 28, sin recibir un golpe en el corazón. El día en el que una de sus amigas —tal vez un monstruo, ella también, lo sabría pronto— la arrastró al Vieux-Colombier donde un director alemán presentaba un film de cine puro, en el que solo rodaban bolas de cristal, se desvaneció en diez segundos, al haber reconocido a sus tres enemigos mortales, aliados contra ella sobre la tela mágica.

Pero cuando ella estaba sola, por la noche, con los que sufría en el día se le volvían caritativos. Se daba cuenta de que toda su vida estaba hecha para ellos y que jamás podría amar sino a uno de ellos. Los hombres, ¡qué banal! Ella se sentía una hermanita de Andrómeda, de Ariana, de Blandina y no se desesperaba, en lo más profundo de sí misma, en dominar un día al más malvado de entre esos monstruos, como tan bien había hecho, por ejemplo, Psique.

Mientras esperaba, le hacían compañía. Ella les hablaba. Les decía “¡Oh, monstruos!”, luego se detenía, no sabiendo desde el trato el tono que conviene tomar cuando se les habla a los monstruos. A medida que la manada que la rodeaba se hacía más numerosa, no obstante, se atrevía a continuar su discurso.

“¡Oh, monstruos! ¡Mis queridos señores fabulosos! Ustedes cuidan el camino que cualquiera desea vivir, y nada podemos hacer sin ustedes. ¿Sabré seguirlos? ¿No me llevan demasiado lejos? ¿Qué quieres, pobre mono? ¿Dónde me llevarás, caballo?, ¿y tú, osa con cuernos? Tengo ganas de escuchar lo que cada uno de ustedes me dirá y sé muy bien que, con ustedes, es necesario que forme mi manada y mis animales.

”¡Oh, monstruos!, también lo sé muy bien que a veces me harán sufrir y percibo entre ustedes malvadas criaturas que conozco lo suficiente. No hace falta esconderte detrás de la cortina y tener vergüenza de tu cara, plumoso: te quiero como a los otros. A nadie se le impide querer a quien le hace sufrir. Oh, crueles, crueles, todas las princesas los llaman así cuando ellas los reconocen en la persona de sus amantes, crueles, y también tigres o bien pérfidos. Son los nombres que prefiero.

”Pérfidos, me sonreían la primera vez que los vi y esperaban esconderme, por medio de su sonrisa, sus garras, el cuerno que tienen en la frente y camuflar su hocico o su joroba. Crueles, ya no me sueltan desde que me tienen y saben, tal vez, que de esta manera solamente puedo ser feliz, bajo el peso de ustedes, ¡oh, monstruos!, totalmente sometida para tener mucho dolor. Sin embargo, un día, seré aún más feliz, finalmente en calma, con todos mis monstruos amarrados y los que me han lastimado y aquellos de los que he logrado escapar a su ataque: pero, entonces, será demasiado tarde para ustedes, con todas las garras cortadas, grandes patones de pelos largos, con la cara bonachona de alfombra de cama, justo en el centro de los hombros o de la panza. Y ustedes vendrán todos, cuando yo los llame.

”Vienen, es cierto, no se les puede reprochar lo contrario. Vienen, incluso, sin que se los llame y siempre están dispuestos al juego, a los cabezazos y las coces. Bellos monstruos, queridos monstruos, pérfidos, salieron del confort y de la seguridad de la fábula para mí. Todavía tenemos un largo camino por recorrer juntos. No me abandonen antes de tiempo”.

Y no es sino después de hacer su plegaria a los monstruos que ella se adormecía cuidada por ellos.

A esta hora tardía, el chico había dejado hacía rato al vendedor de pájaros en una cerca del barrio Saint-Jacques. Le había tendido la mano y, convertido de repente en un verdadero chico de seis años, le había agradecido el chupetín, reído un poco, piado con los pájaros.

—Ahora —había añadido retomando su seriedad—, espero que nos volvamos a ver seguido. Mañana, lo encontraré en el parque, a la misma hora, ¿no?

Y el anciano se lo había prometido.

El vendedor de pájaros

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