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Capítulo segundo

Destinos

Marie Lepetitcorps había nacido en un pueblo del Yonne, donde se había desarrollado su infancia. Sus padres eran granjeros y vivían con cierta comodidad. Le proporcionaban la manteca a una pastelería que fabricaba galettes, célebres en toda la región y que vendía en grandes cantidades, el lunes, en el mercado de Sens.

A veces —casi nunca, es cierto—, Marie Lepetitcorps veía cómo su pueblo surgía delante de ella. De repente, se ponía, un poco confusa, como una sobreimpresión torpe, en el rincón de su tienda, contra una calle parisina. Claramente, era él. Incluso, no tenía que cerrar los ojos para volver a verlo. A la derecha, se elevaba la colina gredosa, coronada con una antigua abadía abandonada, perforada con grutas donde se protegían los pobres, ladronzuelos de conejos y terror de la comarca. Al pie de la senda de álamos, de los ramos de sauces, corría rápido el bello río. Un camino ampliado establecido frente a la iglesia, con una avara piedra piramidal como monumento a los muertos, cincuenta casas, un almacén, diez granjas, y era el pueblo más pueblerino de Francia, el que los viejos tiempos construyeron en serie, aquí y allá, en Champagne, en Bourgogne, en Berry. Marie Lepetitcorps consideraba esta imagen repentina de manera indiferente. Luego, desaparecía para ya no surgir antes de varios meses, a veces, un año.

De sus padres, tampoco tenía mucho para acordarse. Sin embargo, evocaba oscuramente algunas imágenes, en las cuales no quería detenerse, pero que eran, sin duda, su justificación y la excusa de toda su existencia. Entonces, volvía a verse como una chica de cuatro o cinco años, con dos trenzas cortas y un delantal a cuadros rojos, jugando con un bebé de dos años, en el patio de la granja, a los pies de un anciano barbudo que fumaba pipa. En ese entonces, sin duda, era feliz. Pero no sabía qué era la felicidad y no conocía incluso esa palabra.

El anciano era el tío de su madre, Arsène Dufay, un campesino también, que generalmente pasaba por bastante limitado. Pero, desde su infancia, tenía una pasión: las abejas. Había estudiado durante mucho tiempo sus costumbres, sabía dónde era necesario construir las colmenas y cuáles eran los mejores materiales para ello. Poco a poco, su reputación había crecido en la región. Venían a consultarle de todas partes. Sin duda, desde hacía mucho tiempo (Marie nunca había aclarado este punto), no tenía otro domicilio que el de su sobrina y su sobrino, a quien había tenido que ceder pequeñas rentas. Él ya no se interesaba más que por sus abejas. Algo curioso, ya no las criaba él mismo. Se contentaba con las del otro y, en ocasiones, a las zancadas, partía en camino para un pueblo vecino en el que reclamaban sus consultas. Regresaba, gruñendo y contento, indignándose a media voz de que los principios más elementales de la vida de las abejas fueran ignorados por esa gente que pretendían ser criadores. Pero, durante dos días, luego, era difícil dirigirle la palabra, se sobresaltaba cuando escuchaba, finalmente, el sonido de una voz humana y respondía de manera breve. Después, volvía a partir hacia sueños poblados de colmenas.

El tío Arsène había entablado amistad con el maestro, que, al llegar al pueblo, solo conocía de las abejas lo que dice el libro de Maeterlinck que había encontrado en la biblioteca de la Escuela Normal. Desde entonces, no iba a progresar mucho en el conocimiento de esta raza, aunque le agradara hallar en la sociedad de estas los lineamientos de la futura sociedad comunista. Pero disfrutaba, al escuchar hablar del tío Arsène, de grandes alegrías. El campesino arrancaba de la boca palabras lentas y sabias, y discurría con un pudor exquisito del vuelo nupcial y de las reinas jóvenes. Su amigo el maestro le había puesto rápidamente en la cabeza la idea de anotar sus observaciones. Le servía de secretario, enderezaba su sintaxis endeble, sus extrañas comparaciones, lo que no dejaba de llevar a grandes discusiones entre ellos e incluso peleas. Cuando se reconciliaban, acababan la redacción de un artículo muy erudito, que una revista apícola publicaba. No resultó difícil, un día, hacer un libro con esos artículos y reunir allí toda la experiencia del tío Arsène. Esto les produjo un gran placer a ambos, pero nadie en el pueblo supo nada de esto y no se sospechó en absoluto que ese anciano un poco maníaco era una autoridad en materia de apicultura más allá de su comuna. Por cierto, él mismo casi no se había preocupado por eso y se hubo sorprendido mucho al enterarse de que una importante sociedad bávara había dedicado un artículo muy extenso a lo que denominaban su “obra”, en una revista lujosamente ilustrada y que la Joyeuse Abeille du Dakota había creado un premio anual de mil dólares que llevaba su nombre.

Durante mucho tiempo, Marie Lepetitcorps ignoró todo esto. Más tarde, cuando la maestra se lo contó, no le dio ninguna importancia. Para ella, el tío Arsène era un buenazo, no muy charlatán, pero dulce con ella, y que le golpeteaba las mejillas diciéndole: “¡Vamos, mi cielo!”. Ese “vamos, mi cielo” del tío Arsène representaba sin duda la forma más extrema de ternura. Claramente, la niña lo entendía de esa forma. Se colgaba de las piernas de su tío lanzando grandes gritos de alegría.

El año en el que tío Arsène murió, Marie ya tenía diez años. Es decir que ya no era feliz desde hacía mucho tiempo.

El pequeño bebé que jugaba con ella cuando era niña, en esa imagen de la vida feliz que, a veces, se le aparecía, estaba muerto, tras haber sido llevado, poco después de dejar atrás su segundo año, por una enfermedad misteriosa en veinticuatro horas. La madre había sentido un dolor muy fuerte. Dos meses después, había dado a luz a un niño que solo vivió ocho días y, al año siguiente, cuando nació una niña, comenzó a morirse de angustia, ya no durmió, no le habló más a nadie, loca de preocupación por la idea de que su última hija también pudiera desaparecer. Era una niña muy sabia; el mismo día en el que cumplió un año, y sin que se supiera por qué, murió.

La señora Lepetitcorps no lloró, siguió el cortejo fúnebre sin pronunciar una palabra. Pero por la noche, como Marie lloraba desconsoladamente el recuerdo de su hermanita, pareció despertarse de una pesadilla, abofeteó a su hija y la envió a acostarse sin cenar.

A partir de ese momento, la vida de la pequeña Marie cambió. Su madre no la maltrataba casi nunca o ya no como sus padres maltrataban a las otras niñas del campo. Pero se notaba perfectamente que ella la detestaba y que la hacía, inexplicablemente, responsable de la muerte de sus pequeños. Cuando le hablaba, lo hacía con su voz seca y alta, la voz de la que se servía para hablar con los vagabundos y con los mendigos. Durante un tiempo, el tío Arsène había intentado consolar a la niña. Luego, declinó por temor a las duras miradas que le arrojaba su sobrina.

De vez en cuando, la señora Lepetitcorps tomaba la decisión de no dirigirle la palabra a su hija. Esto podía durar dos o tres meses. Durante todo ese tiempo, e incluso para dar órdenes a Marie, no le hablaba: le pedía al padre, o a un sirviente, que le comunicara sus voluntades a la niña. Cuando esta elevaba la voz, la miraba sin verla, como si fuera de vidrio. Y la pequeña, levantando los puntiagudos hombros bajo una magra pañoleta, corría a darle de comer a las gallinas o a cargar los baldes de agua demasiado pesados.

Al llevar esa vida, se había vuelto bastante secreta y muy orgullosa. El cura se lo había dicho y también la maestra, que no la quería mucho porque no la respetaba. Sin embargo, logró alcanzar con dificultad su certificado de estudios y volvió de la capital del departamento con un gran orgullo. Su padre masculló algunas palabras indistintas, en las que ella no pudo advertir que ese hombre taciturno debía estar, sin querer confesarlo, muy satisfecho. Pero la madre se encontraba en la época en que no le hablaba a su hija. Sin dejar de revolver una cacerola sobre el fuego, declaró entonces a la pared, sin mirar a Marie:

—No es eso lo que le dará de comer.

Por más habituada que estuviera a la rudeza, la pequeña Marie se largó a llorar desconsoladamente.

A los dieciséis años, no se había vuelto más linda y sus padres no la trataban con más contemplaciones. Trabajaba mucho. Cuando estaba enternecido por la bebida, lo que sucedía al menos todos los sábados, el padre Lepetitcorps reconocía con mucho gusto (pero jamás en su presencia) que ella valía dos sirvientes vigorosos.

Ella tenía pocas amigas. Sin embargo, iba al baile, cuando era la fiesta regional. Su madre no se oponía a esto, pero tampoco nunca se lo había autorizado formalmente. No se hablaba de eso y eso es todo. Los bailes de esas regiones no se parecen a las fiestas del Midi: son tristes y siempre tienen lugar en un local cubierto, en el Mercado Central, en una granja o en un hangar, lleno de corrientes de aire o recalentado. Allí uno se asfixia, y el aire huele a vino, a aperitivos baratos y a sudor. Las muchachas sin gracia, cuyas extremidades rollizas estiran las polleras de velo rosa, se sacuden con gritos agudos del brazo de muchachos con gorra. El conjunto es triste y de una singular fealdad.

En esas sesiones, bastante raras, Marie encontraba un placer animal. Se distendía un poco y, como pese a todo era la hija de un granjero conocido —y la única hija—, encontraba unos “atrevidos” que la hacían bailar e incluso le ofrecían de beber. Tres o cuatro veces, fue invitada a bodas, a esas bodas de campo que duran dos días, con comidas interminables y diversiones dudosas. Naturalmente, intentaron en diversas ocasiones faltarle el respeto. Ella no se dejó, no por virtud, sino a causa de una feroz repugnancia y de un súbito temor que la hacían temblar de pies a cabeza y le cerraban la garganta de una extraña manera. El muchacho que la mayoría de las veces probaba suerte por medio de la educación, cuando estaba alegre luego de la comida, y que las parejas, como es la moda, se apartan hacia la ruta o en el establo, no insistía y llevaba a la recalcitrante al salón de baile.

Como era hija única, su matrimonio habría planteado cuestiones muy serias. En casos análogos, el yerno deviene, en general, una especie de sirviente de sus suegros. De esta manera, espera la herencia, de la que apura su llegada, no por medio de verdaderos asesinatos, sino por la negligencia o por el olvido de prescripciones médicas y, principalmente, de las que conciernen a la naturaleza y a la cantidad de alimentos. Cada región tiene sus costumbres, que son respetables. Pero, como los padres no se interesaban en Marie, no habían previsto nada respecto de ese asunto. El padre Lepetitcorps había sido, desde hacía tiempo, reducido a una especie de esclavitud quejosa, que satisfacía su pereza natural, evitándole pensar en lo que fuera. En cuanto a ella, era evidente que hubiera preferido cortarse las venas que mirar a su hija. Continuaba ocupándose de su granja y de la explotación, con una severidad muy hábil, pero para su satisfacción personal y por costumbre. Porque le daba lo mismo dejarle a su única heredera más o menos dinero y experimentaba incluso una sorda irritación. Por eso, se negaba enérgicamente a comprar la granja, como le habían propuesto varias veces: tal vez, esperaba que una fortuna vagabunda corriera más chances de desaparecer y de escapar a su hija. Lo que no le impedía seguir muy atentamente los consejos del notario de Sens, que ella iba a ver casi todos los trimestres.

Cuando su hija hubo pasado los veintidós años, declaró con un tono sin réplica que había que casarla. Lepetitcorps, que no era un mal hombre, por primera vez, intentó levantar la voz y quiso que una hija única no se casara al azar con el primero que apareciera. Fue una hermosa escena, donde no podía llevar la delantera. Marie comprendía muy bien que su madre quería deshacerse de ella lo más rápido posible y que nadie resistiría a ese deseo. La madre Lepetitcorps anunció que ya había comenzado los trámites y que un primo lejano, un tal Joseph Lepetitcorps, sobrino de los Poyet, los fabricantes de galette, estaría dispuesto a casarse con Marie con una dote extremadamente reducida. Dejó entender que este no estaba en buen estado de salud, que sin duda tenía una enfermedad grave y que no resistiría mucho. Por otro lado, tenía un almacén muy pequeño en París. Los viajes eran complicados y caros, y era poco probable que Marie pudiera venir a ver a su familia con frecuencia. No se atrevió a añadir que eso era mejor, pero el padre y la hija se miraron y comprendieron lo que quedaba sobreentendido.

Para no dar que hablar en la región, el casamiento fue anunciado con grandes pompas y celebrado con las ceremonias habituales. Marie se entregaba con mucha indiferencia. Su prometido tenía quince años más que ella y parecía mucho más del doble. Una sonrisa de par en par fijada de una vez por todas sobre los labios, con grandes ojos saltones que salían de la cabeza, parecía golpear con una irremediable idiotez. Sin embargo, como llevaba con orgullo largos bigotes que caían, todo el mundo estuvo de acuerdo en proclamar que era un hombre apuesto. La boda fue celebrada con mucho ruido, y se remarcó que, por primera vez en mucho tiempo, la señora Lepetitcorps sonreía y parecía estar feliz. Sin duda, era por ver partir a su hija. En el postre, después del almuerzo, se levantó incluso con bastante buena voluntad para cantar una canción, cuyo estribillo fue retomado por los comensales.

Dos días después, Joseph y Marie Lepetitcorps partieron para París. Debían volver muy pocas veces al pueblo, y los padres no hicieron el viaje sino una sola vez. Con la costumbre, el marido se había revelado como un idiota sin duda y holgazán, pero también mostraba tendencias a la crueldad y una especie de sadismo ingenuo que solo su extrema cobardía no le permitía mostrar con suficiente fuerza. Marie Lepetitcorps, luego de algunas semanas de estupor, descubrió que él era muy fácil de dominar y se la hizo pagar caro. Ella contaba las monedas de su tabaco y de sus ómnibus, le controlaba las distracciones. Sin embargo, ella no podía impedirle ir al café y, por cierto, parecía aceptarlo: cuando volvía ebrio, lo acostaba con mucho desagrado aparente, pero se sentía liberada del borracho durante una jornada entera y liberada con alegría.

El padre y la madre Lepetitcorps murieron pronto, con algunos meses de distancia, hacia comienzos de la guerra. La herencia fue de poco valor, la mayor parte de la fortuna fue colocada en fondos rusos. Una vez arreglados los asuntos de la granja y desterrados los recipientes de cerámica donde la señora Lepetitcorps había escondido el oro, no le quedaba gran cosa a Marie. De esta manera, fue satisfecho el deseo secreto de su madre. En cuanto al oro, lo guardó y debió venderlo en 1927, cuando el luis se pagaba hasta ciento setenta francos en el Banco de Francia. Por eso, de todos modos, no hizo un mal negocio.

El almacén que tenía Joseph Lepetitcorps tampoco era un mal negocio. Sin generar sumas considerables, les permitía a los dos esposos, que no tenían gustos muy caros, vivir cómodos. Fuera de los escasos viajes que ella hizo para ir a ver a sus padres y, a veces, los domingos de verano un paseo por Meudon o por Joinville, jamás Marie Lepetitcorps dejó París. O más exactamente Montsouris. Pues ella consideraba París con una desconfianza de campesina y no le gustaba mucho esa gran ciudad llena de movimiento que escuchaba agitarse detrás de sus espaldas. Muy pocas veces iba allí y no se atrevía a cruzar la avenida D’Orléans. De hecho, el desierto de la avenida Reille y de la avenida Du Parc de un lado, del otro los bulevares exteriores, que contaban entonces entre los de más mala reputación de París, con su zona, su albergue y sus terrenos baldíos, la aislaban en su estrecho territorio. Tenía como clientes frecuentes a algunos rentistas retirados, que vivían de las casitas en los alrededores del parque, al borde de las calles que subían, pavimentadas como en provincia. Tal vez, es lo que le había permitido no sentirse demasiado desorientada al llegar a París. Sin duda, para mayor tranquilidad, su marido, con el respaldo de quince o veinte años de vida parisina, se había creído obligado, los primeros tiempos, a llevarla al teatro. De esta manera, ella había conocido L’Ambigu y la Porte-Saint-Martin e incluso había visto actuar a Sarah Bernhardt, que no la deslumbró. Pronto había tenido la restricción de sus gastos desconsiderados y, durante todo el tiempo de matrimonio, se contentó con salir, aproximadamente, una vez cada dos años, en las cercanías de la Navidad. Hay que decir que, en el Parc Montsouris, se llevaba entonces una existencia bastante particular, que recordaba la de las afueras. Para entrar en relaciones con la capital, se debía ir hasta el Lion de Belfort o hasta la Porte d’Orléans. De ese lado de estas fronteras, se vivía en un mundo cerrado, encantador por cierto, lleno de árboles y de luces.

Joseph y Marie Lepetitcorps no habían tenido hijos y Marie sabía que ella debía echarle la culpa, seguramente, a esa misteriosa enfermedad de la que fue víctima su marido, como se lo habían advertido. Enfermedad que no le impidió perdurar alegremente: con todas sus discapacidades, él habría llegado, sin duda, a muy viejo, si, hacia 1921, no hubiera tomado frío, una noche de borrachera, y no hubiera muerto inmediatamente. Marie se había resignado desde hacía mucho tiempo. Los acontecimientos la atravesaron sin que estuviera atenta. La propia guerra no había sido más que una época en la que las mercaderías habían aumentado de precio de manera súbita sin que se supiera muy bien por qué. De hecho, realizó bastantes buenos negocios al comienzo, principalmente con los viejos rentistas enloquecidos que querían abastecerse de azúcar. Luego, en la época de las tarjetas, hubo momentos difíciles, pues Marie Lepetitcorps no era lo suficientemente buena para el contrabando y le temía al peso de la ley. También estaban las alertas nocturnas, que le impedían dormir, las metrallas de la Bertha y los aviones. Todo eso era bastante desagradable, especialmente porque Joseph, que era de temperamento miedoso, temblaba como una hoja y pegaba grititos durante horas enteras.

Un buen día, Marie Lepetitcorps se encontró, por lo tanto, exactamente sola en el mundo: sus padres y su marido, desaparecidos; solo tenía algunos primos lejanos de los que casi había olvidado el rostro y que no le interesaba volver a ver. Su único horizonte estaba limitado por esa tienda verdosa, que ella hacía repintar del mismo color cada cinco años y cuyo olor de café, de petróleo y de galletitas viejas resumía para ella todo el universo. Se encariñó con cierta obstinación.

Ahora, se parecía completamente a su madre. Al igual que ella, vestía de negro, con esa multitud de enaguas y polleras cuya costumbre había conservado de su infancia campesina. Como ella, era a la vez ávida de ganancias e indiferente. Y, como si ella tuviera misteriosas revanchas que tomar, no sonreía casi nunca y atendía a sus clientes con una brusquedad bastante arrogante.

Sobre su rostro triste, ondulado de pequeñas arrugas, uno no notaba, en principio, nada. Era un rostro de campesina francesa, flaco y redondo, sin mucha carne, con un mentón duro y dientes feos. Pero tan pronto como uno conocía su mirada esquiva, era sorprendido por ojos sin color, extrañamente vacíos, que jamás miraban y a menudo se volvían fijos como ojos de ciego.

Los niños, sobre todo, la irritaban. Tal vez, su madre, desde la muerte de los pequeños, le había mostrado el ejemplo. Como cuando, en ocasiones, encargados de una compra por sus padres, ella los maltrataba, al menos verbalmente.

—Vas a perder el dinero —decía ella—. No sabes lo que haces. Me pregunto cómo uno manda a hacer mandados a un torpe como tú.

Sin embargo, si los niños sorprendidos se ponían a llorar, se ponía nerviosa y les daba una golosina para consolarlos… Pero eso había terminado por conocerse; varios padres se habían quejado y no enviaban más a sus hijos a lo de la señora Lepetitcorps. Cuando ella se daba cuenta de esto, apretaba los delgados labios y, durante tres días, se mostraba desagradable, sin distinción de edad, con todos sus clientes.

El vendedor de pájaros

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