Читать книгу Nuevas noches árabes - Robert Louis Stevenson, Robert Louis Stevenson - Страница 10
HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAÚL
ОглавлениеSILAS Q. SCUDDAMORE era un joven estadounidense de temperamento sencillo e inofensivo, lo cual decía mucho a su favor si se considera que era oriundo de Nueva Inglaterra, una región del Nuevo Mundo no del todo famosa por esas cualidades. Pese a ser considerablemente rico, anotaba cada uno de sus gastos en una pequeña agenda y se dedicaba a estudiar los encantos de París desde el séptimo piso de uno de los hoteles del Barrio Latino. Su tacañería tenía mucho de costumbre y su virtud, famosa entre sus socios, se debía sobre todo a su modestia y juventud.
La habitación contigua a la suya estaba ocupada por una señora de aspecto atractivo y atuendo elegante, a quien, a su llegada, él tomó por una condesa. Con el tiempo se enteró de que era conocida por el nombre de madame Zéphyrine y de que fuera cual fuera, su posición social no era la de alguien con título nobiliario. Madame Zéphyrine, probablemente con la esperanza de seducir al joven estadounidense, trataba siempre de impresionarlo al cruzarse con él en las escaleras mediante una educada inclinación de cabeza, alguna que otra palabra amable y una mirada arrebatadora de sus ojos negros; luego desaparecía entre el frufrú de la seda, al tiempo que exhibía un pie y un tobillo admirables. No obstante, lejos de animar al señor Scuddamore, aquellos avances lo sumían en el abatimiento y la timidez más profundos. Varias veces ella fue a pedirle una lámpara o se disculpó por los supuestos estragos cometidos por su perrito faldero; sin embargo, la boca se le sellaba al joven en presencia de un ser tan superior, olvidaba el francés que sabía y apenas acertaba a mirarla con ojos asustados y balbucir hasta que ella se retiraba. La superficialidad de tales relaciones no era un óbice para que él dejara caer indirectas de carácter un tanto presuntuoso cuando se sentía a salvo, a solas con otros hombres.
La habitación al otro lado del cuarto donde se alojaba el estadounidense —en aquel hotel había tres por planta— estaba ocupada por un viejo médico inglés de reputación más bien dudosa. El doctor Noel, pues así se llamaba, se había visto obligado a irse de Londres, donde contaba con una nutrida clientela, y se rumoreaba que la culpable de aquel cambio de aires había sido la policía. El caso es que, pese a que en otra época fue un personaje relativamente conocido, ahora llevaba una vida sencilla y solitaria en el Barrio Latino y dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio. El señor Scuddamore lo había conocido y, de vez en cuando, ambos cenaban con frugalidad en un restaurante al otro lado de la calle.
Silas Q. Scuddamore tenía muchos pequeños vicios, no demasiado reprobables, que no se recataba en satisfacer mediante diversos procedimientos más o menos dudosos. La principal de sus debilidades era la curiosidad. Se trataba de un chismoso nato y la vida, sobre todo en aquellas parcelas donde tenía menos experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón impertinente e incansable, y planteaba sus cuestiones con tanta pertinacia como indiscreción: cuando llevaba una carta al correo, lo habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas, y estudiar con cuidado la dirección, y cuando descubrió una grieta en el tabique que separaba su habitación de la de madame Zéphyrine, en lugar de taparla, la agrandó y utilizó como mirilla para espiar a su vecina.
Un día, a finales de marzo, quiso satisfacer una curiosidad siempre en aumento y agrandó un poco más el agujero para dominar otro rincón de la habitación. Esa noche, cuando se disponía a espiar los movimientos de madame Zéphyrine, como de costumbre, lo sorprendió notar que la abertura estaba oscurecida de un modo extraño por el otro lado, y se sintió aún más confundido cuando retiraron de pronto el obstáculo y una risita llegó hasta sus oídos. Algún trozo de yeso había traicionado su secreto y ahora la vecina le devolvía la broma con otra similar. El señor Scuddamore sintió un disgusto profundo, criticó sin piedad el comportamiento de madame Zéphyrine e incluso se culpó a sí mismo. No obstante, cuando descubrió al día siguiente que ella no había tomado medida alguna para privarlo de su pasatiempo favorito, siguió aprovechándose de su descuido y satisfaciendo su curiosidad ociosa.
Ese mismo día, madame Zéphyrine recibió una larga visita de un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, a quien Silas jamás había visto. Su traje de tweed y su camisa de color lo identificaban como inglés no menos que sus patillas pobladas, y a Silas le produjeron escalofríos sus ojos grises y obtusos. Se pasó haciendo muecas a lo largo de la conversación, llevada a cabo entre susurros. Más de una vez, el joven de Nueva Inglaterra tuvo la impresión de que sus gestos señalaban a su habitación aunque, por más atención que prestó, lo único que oyó con claridad fue esta observación hecha por el inglés en un tono algo agudo, como en respuesta a alguna duda o discrepancia:
—He estudiado sus gustos hasta el último detalle y le reitero que usted es la única mujer de esa clase a la que puedo recurrir —en respuesta a lo cual madame Zéphyrine suspiró y pareció resignarse como quien se somete a una superior falta de razón.
Esa tarde taparon por fin el observatorio, al colocar un armario por el otro lado, y cuando Silas seguía lamentándose por el infortunio, que atribuía a una perversa sugerencia del inglés, el conserje le llevó una carta que, era obvio, había sido escrita por una mujer. Redactada en un francés de ortografía no demasiado rigurosa, carecía de firma e invitaba en términos muy animosos al joven estadounidense a presentarse en cierto lugar del salón de baile Bullier a las once en punto de esa misma noche. La curiosidad y la timidez libraron una larga batalla en su interior: a veces era todo virtud, a veces todo fuego y atrevimiento, y el resultado fue que, mucho antes de las diez, Silas Q. Scuddamore se presentó impecablemente vestido en la puerta del salón de baile Bullier y pagó el dinero de entrada con la sensación no por completo desagradable de que cometía una diablura temeraria.
Era época de carnaval, por lo que el salón se hallaba abarrotado y había mucho ruido. Las luces y el gentío acobardaron al principio a nuestro joven aventurero, pero luego se le subieron a la cabeza y le infundieron más valor del que le resultaba habitual. Se sintió capaz de enfrentarse al propio diablo y avanzó por el salón con el paso decidido de un triunfador. Mientras se pavoneaba de aquel modo, vio a madame Zéphyrine y a su amigo inglés, que conversaban detrás de una columna. Enseguida lo dominaron unos deseos felinos de escucharlos a hurtadillas. Se acercó más y más por detrás a la pareja, hasta que alcanzó a oír lo que decían.
—Es ese hombre —decía el inglés—, el de ahí… el rubio de cabello largo que habla con la chica de verde.
Silas identificó a un joven muy apuesto de escasa estatura, que sin duda era de quien hablaban.
—De acuerdo —dijo madame Zéphyrine—. Haré lo que pueda, pero tenga presente que incluso la mejor podría fracasar en un asunto como éste.
—¡Tonterías! —replicó su compañero—. Yo respondo del éxito. ¿Acaso no la escogí entre otras treinta? Vaya usted, aunque no se fíe del príncipe. No comprendo qué condenada coincidencia lo trajo aquí esta noche. ¡Como si no hubiera en París una docena de salones de baile mucho más dignos de él que este bullicio de estudiantes y dependientes! ¡Mírelo ahí sentado! ¡Parece más un emperador en su palacio que un príncipe de vacaciones!
Silas volvió a estar de suerte. Reparó en una persona más bien robusta y muy apuesta, de porte elegante y cortés, sentada a una mesa con otro joven muy elegante al que sacaba varios años y que le hablaba con evidente deferencia. La palabra “príncipe” rechinó en los oídos republicanos de Silas, y el aspecto de la persona que ostentaba ese título ejerció la habitual fascinación sobre él. Dejó a madame Zéphyrine y al inglés que cuidaran la una del otro, y se abrió paso entre la gente para acercarse a la mesa que el príncipe y su acompañante se habían dignado escoger.
—Le digo, Geraldine —explicaba el primero—, que es una locura. Usted mismo, me alegra esta oportunidad de recordárselo, escogió a su hermano para una misión tan peligrosa, y tiene el deber de supervisar su conducta. Primero consintió en quedarse todo este tiempo en París, y ésa ya fue una imprudencia, tomando en cuenta el carácter del hombre con quien necesita habérselas; y ahora, cuando quedan menos de cuarenta y ocho horas para su partida, cuando faltan dos o tres días para la prueba decisiva, dígame: ¿le parece éste el sitio más indicado para pasar el rato? Debería estar practicando en una galería de tiro, dormir bien y hacer un ejercicio moderado, seguir una dieta rigurosa y dejarse de vino blanco y brandy. ¿Acaso cree que se trata de una broma? El asunto es muy serio, Geraldine.
—Conozco demasiado al muchacho para entrometerme —replicó el coronel— y lo bastante para no preocuparme. Es más cauto de lo que imagina y de espíritu indomable. Si se tratara de una mujer, yo no diría tanto, pero le confié al presidente y a los dos lacayos sin dudarlo un instante.
—Me alegra oírselo decir —repuso el príncipe—, pero sepa usted que sigo intranquilo. Esos criados son espías bien entrenados y, no obstante, ¿no ha conseguido ese criminal eludir tres veces su vigilancia y pasar varias horas seguidas dedicado a asuntos privados y, con mucha probabilidad, peligrosos? Un aficionado podría haber perdido su pista por accidente, pero que les sucediera a Rudolph y Jérome sólo es prueba de que ocurrió adrede, por parte de un hombre con motivos poderosos y medios excepcionales.
—Me parece que ahora se trata de un asunto entre mi hermano y yo —objetó Geraldine en un tono que sonó ligeramente ofensivo.
—Y yo permito que así sea, coronel Geraldine —rebatió el príncipe Florizel—. Tal vez por eso mismo debería mostrarse más dispuesto a aceptar mis consejos, pero basta: esa chica de amarillo baila muy bien.
Y la conversación derivó hacia las cuestiones habituales de un salón de baile parisiense en época de carnaval.
Silas recordó dónde estaba y que se acercaba la hora en que tendría que ir al lugar de la cita. Cuanto más lo pensaba, menos le gustaba la idea, y como en ese momento un remolino en la muchedumbre lo empujó hacia la salida, se dejó arrastrar sin oponer resistencia. El remolino lo arrojó a un rincón debajo de la galería, donde oyó la voz de madame Zéphyrine. Hablaba en francés con el joven de los rizos rubios a quien había señalado el desconocido inglés hacía menos de media hora.
—Si no estuviera en juego mi reputación —dijo—, no pondría más condiciones que las impuestas por mi corazón. Sin embargo, no necesita más que indicarle eso al portero y lo dejará pasar sin mediar palabra.
—Pero ¿por qué mencionar una deuda? —objetó el joven.
—¡Cielos! —dijo ella—. ¿Piensa que ignoro cómo funciona mi propio hotel?
Y se fue, sujetando con afecto del brazo a su acompañante.
Eso le recordó a Silas lo de su nota amorosa.
“Diez minutos más”, pensó, “y puede que esté paseándome con una mujer como ésa, e incluso mejor vestida… tal vez una auténtica dama, o acaso una mujer con título.” Luego recordó la ortografía de la carta y se quedó un tanto abatido. “Bueno, tal vez lo haya escrito la doncella.”
Faltaban pocos minutos para que diera la hora y, al ver acercarse el momento, su corazón empezó a latir a un ritmo muy desagradable. Pensó con alivio que no estaba en absoluto obligado a presentarse. La virtud y la cobardía se aliaron y volvió a dirigirse a la salida, aunque esta vez por voluntad propia y abriéndose paso entre el torrente de personas que ahora fluía en dirección contraria. Tal vez lo fatigara aquella prolongada resistencia, o puede que estuviera de un humor en que el mero hecho de insistir por varios minutos en la misma determinación acaba por producir una reacción y nos empuja a un propósito distinto. Al menos se dio la vuelta por tercera vez y no se detuvo hasta localizar un sitio donde esconderse, a pocos metros del lugar señalado.
Ahí fue presa de una terrible zozobra e incluso imploró varias veces la ayuda de Dios, pues Silas había tenido una educación muy devota. Ahora no se le antojaba en lo más mínimo aquel encuentro; nada le impedía huir, aparte del temor absurdo a que lo tildaran de timorato; sin embargo, era tan poderoso que pudo con el resto de las consideraciones y, aunque no logró decidirlo a avanzar, desde luego le impidió emprender la huida. Por fin vio en el reloj que pasaban diez minutos de la hora. El joven Scuddamore empezó a recobrar los ánimos, se asomó desde su rincón y comprobó que no había nadie en el lugar de la cita: sin duda su anónima admiradora se había cansado y había partido. Se volvió tan audaz como antes apocado. Le pareció que, si se presentaba a la cita, aunque fuera tarde, nadie podría acusarlo de cobarde. Empezaba a sospechar que había sido objeto de una broma e incluso se felicitó por su astucia al haberlo advertido y echado por tierra los planes de quienes pretendían burlarse de él. ¡Así de fatuos son los jóvenes!
Reforzado por tales consideraciones, avanzó decidido desde su rincón. Apenas había dado dos pasos cuando le pusieron una mano en el brazo. Se volvió y vio a una dama de proporciones bastante generosas y expresión solemne, aunque carente de severidad.
—Veo que está hecho todo un donjuán —dijo ella— y que le gusta hacerse esperar. Sin embargo, estaba decidida a conocerlo. Y cuando una mujer llega al extremo de dar ella el primer paso, es porque hace mucho que dejó de lado el orgullo.
A Silas lo impresionaron tanto el tamaño y los atractivos de su corresponsal como la precipitación con que lo había abordado. Sin embargo, ella no tardó en tranquilizarlo. Su actitud era cordial y comprensiva; lo animaba y le festejaba las gracias y, en poco rato, a base de lisonjas y una buena cantidad de brandy caliente, no sólo lo había impulsado a creer que estaba enamorado, sino a declararle su pasión con la mayor vehemencia.
—¡Ay! —dijo ella—. No sé si no acabaré lamentando este momento, por mucho que me halaguen sus palabras. Hasta este instante era yo la que sufría, pero ahora, mi pobre muchacho, seremos dos. No soy libre, y no me atrevo a pedirle que me visite en mi casa, pues me vigilan ojos muy celosos. Veamos —añadió—: soy mayor que usted, aunque mucho más débil, y, pese a que confío en su valor y en su determinación, lo mejor será aprovechar mi conocimiento del mundo en beneficio mutuo. ¿Dónde vive usted?
Él le explicó que se alojaba en un hotel y le dio el nombre de la calle y el número.
La mujer pareció reflexionar unos minutos con cierto esfuerzo.
—Comprendo —dijo por fin—. Será usted fiel y obediente, ¿verdad? —Silas se apresuró a persuadirla de su fidelidad—. Mañana por la noche, entonces —prosiguió ella con una sonrisa prometedora—. Quédese en casa toda la tarde y, si lo visita algún amigo, deshágase de él enseguida con el primer pretexto que se le ocurra. Las puertas deben de cerrarse a las diez, ¿no? —preguntó.
—A las once —respondió Silas.
—A las once y cuarto salga del edificio —prosiguió la dama—. Limítese a pedir que le abran la puerta y no entable conversación con el portero, porque eso echaría todo a perder. Vaya directo a la esquina de los jardines de Luxemburgo con el bulevar; yo estaré esperándolo. Confío en que seguirá mis instrucciones al pie de la letra. Y recuerde: si me desobedece en cualquier cosa, le ocasionará muchas complicaciones a una mujer cuyo único delito es haberlo visto y amado.
—No sé a qué vienen estas instrucciones —dijo Silas.
—Me parece que empieza a tratarme como si fuera mi dueño —exclamó ella, mientras le daba unos golpecitos en el brazo con el abanico—. ¡Paciencia, paciencia! Ya habrá tiempo para eso. A las mujeres nos gusta que nos obedezcan al principio, aunque luego disfrutemos obedeciendo. Haga lo que digo, por el amor de Dios, o no respondo de nada. De hecho, ahora que lo pienso —añadió, con el aire de quien acaba de reparar en una dificultad—, se me ocurre un plan para alejar a los entrometidos. Pídale al portero que no deje pasar a nadie, salvo a una persona que tal vez acuda esa noche a cobrar una deuda, y hágalo con cierta vehemencia, como si lo asustara la entrevista, para que se tome en serio sus palabras.
—Crea usted que sé cómo protegerme de los intrusos —dijo él, un tanto ofendido.
—Prefiero arreglarlo a mi manera —respondió ella con frialdad—. Conozco a los hombres: no valoran en nada la reputación de una mujer —Silas se ruborizó y agachó un poco la cabeza, pues el plan que tenía en perspectiva incluía pavonearse un poco con los amigos—. Por encima de todo —añadió ella—, no hable con el portero al salir.
—¿Y por qué? —preguntó él—. De todas sus indicaciones, me parece la menos importante.
—Al principio usted también cuestionó la conveniencia de las otras y ahora sabe que son imprescindibles —replicó ella—. Créame, con el tiempo comprenderá su utilidad. ¿Y qué voy a pensar del afecto que siente por mí si desde la primera cita me niega usted esas naderías? —Silas se deshizo en disculpas y explicaciones, hasta que ella miró el reloj, juntó las manos y contuvo un grito de sorpresa—. ¡Cielos! —exclamó—. ¿Tan tarde se hizo? No tengo un instante que perder. ¡Ay, pobres de nosotras! ¡Qué esclavas somos las mujeres! ¡Qué riesgos no habré corrido ya por usted!
Y, tras repetirle sus instrucciones, que combinó con habilidad entre arrumacos y miradas lánguidas, le dijo adiós y se perdió entre la multitud.
Silas pasó el día siguiente imbuido de su propia importancia: ahora estaba seguro de que se trataba de una condesa. Cuando se hizo de noche, obedeció con minucia sus instrucciones, y a la hora acordada se presentó en la esquina de los jardines de Luxemburgo. Ahí no había nadie. Esperó casi media hora, mirando a la cara a cuantos pasaban o merodeaban por ahí; incluso se paseó por las otras esquinas del bulevar y dio una vuelta completa a la verja del jardín, mas no encontró a ninguna hermosa condesa dispuesta a arrojarse en sus brazos. Por fin, muy de mala gana, empezó a desandar sus pasos hacia el hotel. De camino recordó las palabras que había oído intercambiar a madame Zéphyrine y el joven rubio, y experimentó una vaga sensación de intranquilidad.
“Al parecer todo el mundo debe contarle mentiras al portero”, pensó.
Tocó el timbre, la puerta se abrió y salió el portero en ropa de cama para llevarle una lámpara.
—¿Se fue ya? —inquirió éste.
—¿Qué? ¿A quién se refiere? —preguntó Silas con cierta sequedad, pues andaba irritado por la decepción.
—No lo he visto salir —prosiguió el portero—, pero espero que usted le haya pagado. En esta casa no queremos huéspedes que no cubren sus deudas.
—¿A quién demonios se refiere? —preguntó Silas con brusquedad—. No entiendo ni una palabra de este galimatías.
—Pues al joven bajito y rubio que vino a cobrar su deuda —replicó el otro—. ¿A quién me referiría si no? Usted mismo me pidió que no dejara pasar a nadie más.
—Pero, hombre de Dios, no irá a decirme que vino —respondió Silas.
—Yo sólo creo en lo que veo —repuso el portero, y contuvo la risa con un gesto burlón.
—¡Es usted un granuja insolente! —gritó Silas, que, muy alarmado, se volvió y echó a correr escaleras arriba con la sensación de haber hecho una ridícula exhibición de mal genio.
—Entonces, ¿no necesita la lámpara? —gritó el portero.
Silas aceleró el paso y no paró hasta llegar al séptimo piso y plantarse frente a la puerta de su cuarto. Ahí se detuvo un momento a recobrar el aliento, asaltado por los más negros presentimientos e incluso temeroso de entrar en la habitación.
Cuando por fin lo hizo, lo alivió encontrarla a oscuras y, en apariencia, vacía. Soltó un profundo suspiro. Otra vez se hallaba a salvo en casa, y ésa sería no sólo su primera, sino también su última locura. Los cerillos estaban en una mesita junto a la cama y anduvo a tientas en esa dirección. Al hacerlo se renovaron sus aprensiones y, cuando su pie topó con un obstáculo, lo alegró mucho comprobar que se trataba de algo tan poco alarmante como una silla. Por fin tocó unas cortinas. Dada la ubicación de la ventana, que era apenas visible, supo que debía de estar al pie de la cama y que no necesitaba más que rodearla para llegar a la citada mesita.
Bajó la mano, pero lo que tocó no fue una simple colcha, sino una que tenía debajo algo parecido al contorno de una pierna humana. Silas apartó el brazo y se quedó un momento como petrificado.
“¿Qué… qué será esto?”, pensó.
Escuchó con atención, aunque no oyó a nadie respirar. Una vez más, con gran esfuerzo, alargó los dedos en dirección a lo que había tocado antes. Esta vez retrocedió un metro de un salto y se quedó ahí, estremecido de terror. Había algo en su cama. No sabía qué, pero había algo.
Pasaron unos segundos antes de que lograra volver a moverse. Después, guiado por su instinto, fue directo a los cerillos y, de espaldas a la cama, encendió una vela. En cuanto prendió la llama se volvió despacio y buscó con la mirada lo que tanto lo asustaba ver. Y, en efecto, sus peores temores se hicieron realidad. La colcha estaba extendida con cuidado sobre la almohada, pero moldeaba el contorno de un cuerpo que yacía inmóvil. Y cuando se adelantó y apartó las sábanas, encontró al joven a quien había visto en el salón de baile Bullier la noche anterior: tenía los ojos abiertos y sin expresión, el rostro hinchado y amoratado, y un fino reguero de sangre le brotaba de la nariz.
Silas emitió un gemido largo y trémulo, soltó la vela y cayó de rodillas junto a la cama.
Unos prolongados aunque discretos golpecitos en la puerta lo sacaron del estupor en que lo había sumido el terrible descubrimiento. Tardó unos segundos en recordar su situación y, cuando corrió a impedir que alguien entrara, fue demasiado tarde. El doctor Noel, con una gorra de dormir y una lámpara que iluminaba sus facciones largas y pálidas, inclinando la cabeza y mirando alrededor como un pájaro, abrió la puerta muy despacio, avanzó con timidez y se plantó a la mitad de la habitación.
—Me pareció oír un grito —empezó el médico—. Temí que usted se hallara mal y me atreví a irrumpir aquí —con el rostro encendido y el corazón latiéndole temeroso a toda prisa, Silas se interpuso entre el médico y la cama, sin acertar a articular una respuesta—. Está usted a oscuras —prosiguió el médico— y, sin embargo, ni siquiera ha empezado a desvestirse para meterse en la cama. No me convencerá con facilidad de lo contrario a lo que ven mis ojos, y su semblante dice por sí solo que usted necesita de un amigo o un médico… ¿Cuál de los dos prefiere? Permita que le tome el pulso, el cual suele ser un fiel reflejo del corazón.
Avanzó hacia Silas, que siguió retrocediendo, y trató de tomarlo por la muñeca, pero los nervios del joven estadounidense habían sufrido demasiadas tensiones para seguir resistiéndolo. Esquivó al médico con un movimiento febril y, tras lanzarse al suelo, prorrumpió en llanto.
En cuanto el doctor Noel vio al muerto en la cama, su rostro se ensombreció; volvió corriendo a la puerta que había dejado abierta de par en par, la cerró a toda prisa y le dio dos vueltas a la llave.
—¡De pie! —gritó, dirigiéndose a Silas con voz estridente—. No es momento para echarse a llorar. ¿Qué ha hecho? ¿Cómo llegó a su cuarto ese cadáver? Será mejor que hable sin tapujos con quien puede ayudarle. ¿Acaso piensa que busco su perdición? ¿Cree que ese trozo de carne sin vida sobre su almohada puede alterar en lo más mínimo la simpatía que usted me inspira? Joven crédulo, el horror con que la ley ciega e injusta considera una acción jamás incumbe a quien la perpetra si se pregunta a sus allegados. Si uno de mis mejores amigos viniera a verme empapado en sangre, eso no cambiaría ni un ápice el afecto que sentiría por él. Levántese —dijo—. El bien y el mal sólo son una quimera: en esta vida no hay nada salvo el destino, y sean cuales sean las circunstancias, usted tiene a su lado a alguien dispuesto a ayudarlo hasta el final.
Animado de ese modo, Silas recobró la compostura y, con voz entrecortada, ayudado por las preguntas del médico, se las arregló para ponerlo al corriente de los hechos. Sin embargo, omitió la conversación entre el príncipe y Geraldine, puesto que apenas había entendido lo que decían y no pensó que tuviera relación con su propia desgracia.
—¡Ay! —gritó el doctor Noel—. O mucho me engaño o ha caído usted en las manos de la gente más peligrosa de Europa. ¡Pobre muchacho! ¡Qué trampa han urdido para su candidez! ¡Hasta qué peligros han conducido a sus jóvenes pies! Ese hombre, el inglés a quien vio usted dos veces y de quien sospecho que es el cerebro de la conspiración, ¿podría describírmelo? —preguntó—. ¿Era joven o viejo? ¿Alto o bajo? —pero Silas, que pese a ser tan curioso no era nada observador, apenas fue capaz de darle unas pocas generalidades con las que era imposible reconocerlo—. ¡Debería ser una asignatura obligada en las escuelas! —exclamó el médico, enojado—. ¿De qué sirven la vista y el habla si uno no acierta a fijarse y recordar los rasgos de su enemigo? Conozco a todos los maleantes de Europa y podría haberlo identificado y conseguido así nuevas armas en su defensa. Cultive usted ese arte en el futuro, mi pobre muchacho. Le será de gran ayuda.
—¡El futuro! —repitió Silas—. ¿Qué futuro me queda, salvo la horca?
—La juventud no es más que una época cobarde —replicó el médico— en la que los problemas parecen más negros de lo que son. Yo soy viejo y, sin embargo, nunca desespero.
—¿Cómo voy a contarle semejante historia a la policía? —preguntó Silas.
—De ninguna manera —respondió el médico—. Por lo que llevo visto de la conspiración de la que usted es víctima, su caso resulta indefendible por ese lado y, dado lo estrechas de miras que son las autoridades, sin duda pensarían que es culpable. Y no olvide que sólo conocemos parte del complot: es probable que los conspiradores hayan tramado otras muchas circunstancias que una investigación policiaca sacaría a la luz, las cuales ayudarían a que la culpa recaiga sobre usted.
—¡Entonces estoy perdido! —gritó Silas.
—No dije eso —respondió el doctor Noel—. Soy gente cauta.
—Pero, ¡mire usted! —objetó Silas y señaló el cadáver—. He ahí ese objeto en mi cama: es imposible hacerlo desaparecer, deshacerse de él o mirarlo sin espanto.
—¿Espanto? —replicó el médico—. No. Cuando esta especie de reloj se estropea, a mí me parece tan sólo un mecanismo muy ingenioso, digno de estudiarse con el escalpelo. Una vez que la sangre está fría y coagulada, ya no es sangre humana; la carne muerta no es la misma carne que deseamos en nuestros amantes o respetamos en nuestros amigos. La gracia, el atractivo, el terror han desaparecido con el espíritu que la animaba. Acostúmbrese usted a verlo con compostura pues, si mi plan resulta practicable, necesitará vivir unos días muy cerca de eso que ahora tanto lo horripila.
—¿Su plan? —gritó Silas—. ¿Cuál plan es ése? Dígamelo cuanto antes, doctor, pues apenas me queda el valor suficiente para seguir existiendo.
Sin responder, el doctor Noel se volvió hacia la cama y procedió a examinar el cadáver.
—Desde luego, está muerto —murmuró—. Sí, me lo imaginaba: le vaciaron los bolsillos. Y le cortaron la etiqueta a la camisa. Un trabajo concienzudo y bien hecho. Por suerte es de corta estatura —Silas oyó tales palabras con extrema ansiedad; por fin, concluida la autopsia, el médico tomó asiento y se dirigió al joven estadounidense con una sonrisa—: Desde el momento en que entré en su habitación —dijo—, aunque mi lengua y mis oídos hayan estado muy ocupados, no he dejado que mis ojos permanecieran ociosos. Hace un rato reparé en que tiene usted en ese rincón uno de esos artilugios grotescos que sus compatriotas arrastran consigo a todos los rincones del globo… En una palabra, un baúl. Hasta ese momento no había logrado comprender la utilidad de esos trastos; sin embargo, después se me ocurrieron varias posibilidades; no sabría decir si ustedes los empleaban en el comercio de esclavos o para disimular las consecuencias de un uso relajado del puñal, aunque una cosa está clara: el objeto de semejante cajón no es otro que contener un cuerpo.
—¡No me parece —gritó Silas— que éste sea el momento más idóneo para andarse con bromas!
—Aunque me exprese de un modo un tanto jocoso —replicó el médico—, la intención de mis palabras es muy seria. Y lo primero que debemos hacer, mi joven amigo, es vaciar el baúl de cuanto contiene —Silas acató la autoridad del doctor Noel y se puso a sus órdenes.
Enseguida vaciaron el baúl de su contenido y dejaron todo por el suelo; después tomaron el cadáver del hombre asesinado, Silas sosteniéndolo por los talones y el médico, por los sobacos; lo sacaron de la cama y, con cierta dificultad, lo doblaron y metieron en la caja vacía. Con muchos esfuerzos, lograron cerrar la tapa de tan extraño equipaje y el propio médico se encargó de atarlo y cerrarlo con llave, mientras Silas guardaba en el armario y en unos cajones lo que habían sacado.
—Ahora —prosiguió el médico— hemos dado el primer paso en el camino a su salvación. Mañana, o más bien hoy, necesitará acallar las sospechas del portero pagándole lo que le deba. Entretanto, tenga por seguro que me ocuparé de hacer las gestiones necesarias para llevar el asunto a buen término. Y ahora acompáñeme a mi habitación, donde le administraré un sedante eficaz, aunque inofensivo, pues ocurra lo que ocurra resulta imprescindible que descanse.
El día siguiente fue el más largo que recordaría Silas, como si nunca fuera a terminar. Privó a sus amigos del placer de su compañía y permaneció sentado en un rincón, contemplando el baúl con fijeza y con aire deprimido. Esta vez sufrió sus antiguas indiscreciones en carne propia, pues habían vuelto a abrir el observatorio y le pareció notar que lo espiaban sin cesar desde la habitación de madame Zéphyrine. La cosa llegó a ser tan irritante que por fin se vio obligado a tapar a su vez el agujero y, una vez convencido de que no lo vigilaban, pasó la mayor parte del tiempo rezando entre lágrimas contritas.
Era ya de noche cuando el doctor Noel entró en la habitación, con dos sobres sellados sin dirección, uno más bien voluminoso y el otro tan fino que parecía vacío.
—Silas —dijo al sentarse a la mesa—, llegó el momento de que le explique el plan que tengo trazado para salvarlo. Mañana por la mañana, a primera hora, el príncipe Florizel de Bohemia regresa a Londres, después de unos días de diversión en el carnaval parisiense. Hace mucho tiempo tuve ocasión de prestarle al coronel Geraldine, su caballerizo mayor, uno de esos servicios, frecuentes en mi profesión, que los interesados nunca olvidan. No hace falta que le explique la naturaleza de la deuda que contrajo conmigo; baste con decir que me consta que estará dispuesto a ayudarme en todo lo que pueda. El caso es que resulta necesario que usted viaje a Londres sin que le registren el baúl. El servicio de aduanas parecía un obstáculo insalvable, pero luego caí en la cuenta de que, por una cuestión de cortesía, los equipajes de las personas de tanta importancia como el príncipe pasan la frontera sin que los aduaneros los inspeccionen. Fui a ver al coronel Geraldine y obtuve una respuesta afirmativa. Mañana, si va al hotel donde se aloja el príncipe, pondrán su equipaje con el suyo y usted viajará como si formara parte de su séquito.
—Ahora que lo dice, me parece que ya he visto antes al príncipe y al coronel Geraldine; incluso oí parte de su conversación la otra noche, en el salón de baile Bullier.
—Es probable, porque al príncipe le encanta mezclarse con todo tipo de gente —replicó el médico—. Una vez en Londres, su labor casi habrá terminado. En este sobre más voluminoso metí una carta a la que no me atrevo a poner dirección; en el otro encontrará las señas de la casa a la que debe llevarlo con su baúl, donde se harán cargo de él y no tendrá que volver a preocuparse.
—¡Ay! —dijo Silas—. Ojalá pudiera creerle, pero ¿cómo hacerlo? Me plantea una agradable perspectiva, aunque, dígame: ¿cómo confiaré en un plan tan inverosímil? Sea más explícito y deme mayores detalles para comprender qué pretende.
El médico pareció impresionado.
—Muchacho —dijo—, no sabe qué difícil es lo que me pide. Pero que así sea. Estoy curado de espanto, y resultaría raro que le negara esto a usted después de haberlo ayudado tanto. Sepa que, aunque ahora parezca una persona moderada, frugal, solitaria y aficionada al estudio, de joven mi nombre estuvo en boca de los hombres más astutos y peligrosos de Londres, y aunque en el exterior parecía digno de respeto y consideración, mi verdadero poder radicaba en mis amistades turbias, terribles y criminales. Es a una de las personas que tenía bajo mis órdenes a quien me he dirigido ahora para librarlo a usted de su carga. Se trataba de hombres de orígenes y habilidades muy diversas, unidos por un horrible juramento y dedicados al mismo propósito: nuestro negocio eran los asesinatos y, por muy inocente que le parezca ahora mi aspecto, yo era el jefe de aquella banda temible.
—¿Qué? —exclamó Silas—. ¿Un asesino? ¿Alguien que hacía del asesinato un negocio? ¿Cómo estrecharé su mano? ¿Cómo aceptaré su ayuda? Anciano siniestro y criminal, ¿se aprovechará usted de mi juventud y mi desdicha?
El médico soltó una carcajada amarga.
—Es usted difícil de contentar, señor Scuddamore —dijo—, pero le daré a escoger entre la compañía del asesino o la del asesinado. Si su conciencia es tan delicada que le impide aceptar mi ayuda, no tiene más que decirlo y me iré de inmediato. Luego haga usted con el baúl y su contenido lo que mejor convenga a su recta conciencia.
—Admito que me equivoqué —replicó Silas—. Tendría que haber recordado la generosidad con que se ofreció usted a encubrirme, incluso antes de que lo hubiera convencido de mi inocencia, así que seguiré sus consejos con gratitud.
—Eso está muy bien —respondió el médico—. Veo que empieza a aprender de la experiencia.
—Por otro lado —prosiguió el estadounidense—, ya que admite estar familiarizado con tan trágico negocio, y que la gente a la que me ha recomendado son sus antiguos socios y amigos, ¿no podría ocuparse usted mismo del transporte del baúl y librarme desde ahora de un objeto tan detestable?
—Palabra que lo admiro a usted —replicó el médico—. Si piensa que no me he entrometido bastante en sus asuntos, créame que opino lo contrario. Acepte o rechace mi ayuda tal como se la ofrezco y déjese de tanto agradecimiento, pues valoro menos su gratitud que su intelecto. Vendrá el día, si es que llega usted a viejo y conserva sus facultades mentales, en que pensará de manera muy diferente de todo esto y se sonrojará por su comportamiento de esta noche.
Y con tales palabras el médico se levantó de la silla, repitió en forma breve y clara sus indicaciones, y salió de la habitación sin dar ocasión a que Silas le contestara.
A la mañana siguiente, el joven se presentó en el hotel, donde lo recibió con mucha educación el coronel Geraldine, y desde ese momento se atenuaron sus temores más inmediatos acerca del baúl y su contenido horripilante. El viaje transcurrió sin muchos incidentes, aunque el joven se horrorizó al oír a los marineros y los mozos de cuerda quejarse del peso exagerado del equipaje del príncipe. Silas viajó en un carruaje con los ayudantes de cámara, pues el príncipe quiso estar solo con su caballerizo mayor. No obstante, una vez a bordo del vapor, atrajo la atención de Florizel por el aire melancólico y la actitud con que contemplaba la pila de equipajes, ya que seguía lleno de aprensión por el futuro.
—Ahí hay un joven que parece muy afligido por algún motivo —observó el príncipe.
—Se trata del estadounidense a quien le pedí que permitiera viajar en compañía de su séquito —explicó Geraldine.
—Eso me recuerda que no he sido muy cortés con él —dijo el príncipe Florizel y, acercándose a Silas, le habló con estas palabras, en un tono exquisitamente condescendiente—: Caballero, me alegra mucho satisfacer el deseo que me pidió por mediación del coronel Geraldine. Le ruego que recuerde que estaré encantado de servirlo en cualquier otra cosa de mayor importancia en el futuro —luego le hizo algunas preguntas sobre la situación política en Estados Unidos, a las que Silas respondió con sensatez y comedimiento—. Usted aún es joven —dijo el príncipe—, pero veo que es muy serio para sus años. Tal vez dedique demasiado su atención a estudios de solemne naturaleza aunque, por otro lado, también es posible que esté mostrándome indiscreto al preguntarle por algún asunto que le resulte doloroso.
—Desde luego no me faltan motivos para tenerme por el más desdichado de los hombres —dijo Silas—. Nunca se ha abusado tanto de un inocente.
—No le pediré que me haga confidencias —replicó el príncipe Florizel—, pero tenga presente que una recomendación del coronel Geraldine es un salvoconducto infalible y que no sólo estoy dispuesto a ayudarlo, sino que probablemente se encuentra más en mi mano hacerlo que en la de muchos otros.
A Silas le encantó la amabilidad de aquel importante personaje. No obstante, pronto volvieron a embargarlo sus lúgubres preocupaciones, pues ni siquiera la protección brindada por un príncipe a un republicano puede librar de sus inquietudes a un espíritu angustiado.
El tren llegó a Charing Cross, donde los oficiales de aduanas respetaron el equipaje del príncipe del modo habitual. Los esperaban unos elegantísimos carruajes que condujeron a Silas, con todos los demás, a la residencia de Florizel. Una vez ahí, el coronel Geraldine fue a verlo y le expresó su satisfacción por haberle resultado de ayuda a un amigo del médico, por quien sentía mucho aprecio.
—Espero que no se haya dañado su porcelana —añadió—. Se dieron órdenes de que trataran con especial cuidado los efectos personales del príncipe.
Tras dar órdenes a los sirvientes para que pusieran uno de los carruajes a disposición del joven caballero y cargaran el baúl en la parte trasera, le estrechó la mano y se excusó, alegando sus múltiples ocupaciones en la casa del príncipe.
Silas rompió el sello del sobre que contenía las señas y le pidió al elegante lacayo que lo llevara a Box Court, esquina con el Strand. Por lo visto, el lugar no le era del todo desconocido a aquel hombre, pues dio la impresión de sorprenderse y le pidió que repitiera la dirección. Silas subió al lujoso vehículo con el corazón en un puño y esperó a que lo llevaran a su destino. La entrada a Box Court era demasiado estrecha para que pasara un carruaje, pues se trataba de un mero pasaje peatonal rodeado por una verja con un poste a cada lado. En uno de aquellos postes se hallaba sentado un hombre, el cual se incorporó enseguida e intercambió un gesto amistoso con el cochero; entretanto, el lacayo abrió la puerta y le preguntó a Silas si deseaba que bajaran el baúl y a qué número debían llevarlo.
—Al número tres, si tiene usted la bondad —respondió éste.
Incluso con la ayuda del propio Silas, al lacayo y al hombre que habían encontrado sentado en el poste les costó demasiado esfuerzo cargar con el baúl, y antes de que consiguieran dejarlo en la puerta de la casa en cuestión, al joven estadounidense lo horrorizó advertir a una veintena de curiosos que se distraían observándolos. Sin embargo, tocó la puerta con tan buena cara como pudo y entregó el sobre al hombre que le abrió.
—Ahora no está en casa —dijo—, pero si deja usted la carta y vuelve mañana a primera hora, le diré si puede recibirlo y cuándo. ¿Quiere usted dejar el baúl? —añadió.
—Desde luego —gritó Silas, y enseguida se arrepintió de su precipitación y afirmó con idéntico énfasis que se lo llevaría consigo al hotel.
Los curiosos se tomaron a guasa su indecisión y lo siguieron entre mofas hasta el carruaje. Lleno de vergüenza y temor, Silas imploró a los sirvientes que lo llevaran a alguna casa de huéspedes cómoda y silenciosa que se ubicara cerca de ahí.
El carruaje del príncipe lo llevó al hotel Craven, en la calle del mismo nombre, y partió de inmediato, dejándolo solo con los criados de la pensión. La única habitación vacía, al parecer, era un cuchitril en el cuarto piso que daba a la parte de atrás. Un par de robustos mozos de cuerda subió el baúl con muchas quejas y dificultades hasta aquel agujero de eremita. No hace falta decir que Silas los siguió de cerca durante el ascenso y que el corazón parecía salírsele del pecho en cada rellano. Un paso en falso, pensaba, y el cajón caería por el barandal y aterrizaría hecho pedazos en el vestíbulo con su fatídico contenido.
Una vez en la habitación, se sentó en el borde de la cama para recuperarse del sufrimiento que acababa de pasar, aunque apenas lo había hecho cuando volvió a reparar en el peligro que corría, al notar los manejos de los criados, que se habían arrodillado junto al baúl para desatar los complicados nudos.
—¡Déjenlo así! —gritó Silas—. No necesitaré sacar nada mientras me aloje aquí.
—Entonces podía haberlo dejado en el vestíbulo —gruñó el hombre—. Es tan grande y pesado como una casa. No sé qué puede llevar usted ahí dentro. Si se trata de dinero, es usted mucho más rico que yo.
—¿Dinero? —repitió Silas, de pronto muy asustado—. ¿Qué quiere decir con eso? No tengo dinero, así que déjese de tonterías.
—De acuerdo, jefe —respondió el mozo de cuerda con un guiño—. Nadie tocará el dinero de su señoría. Soy una tumba —añadió—, aunque es una caja muy pesada y no me importaría beber algo a la salud de su señoría.
Silas lo obligó a aceptar dos napoleones, se disculpó por tener que pagarle con dinero extranjero y le rogó que tomara en cuenta que acababa de llegar. Y el hombre gruñó aún más, echó una mirada desdeñosa al dinero que tenía en la mano y al baúl y viceversa, y consintió por fin en retirarse.
El cadáver llevaba casi dos días en el baúl de Silas y, en cuanto lo dejaron solo, el desdichado estadounidense se puso a husmear en cada una de sus rendijas con mucha atención. El tiempo era frío y el baúl todavía era capaz de contener, sin revelarlo, su asombroso secreto.
Se sentó en una silla que había al lado y se tapó la cara con las manos, sumido en las más profundas reflexiones. Si no se libraba pronto de aquello, no había duda de que acabarían por descubrirlo. Solo, en una ciudad extranjera, sin cómplices ni amigos: si la carta de recomendación del médico no surtía efecto, estaría perdido sin remedio. Pensó patéticamente en los ambiciosos planes que había trazado para el futuro: ahora ya no se convertiría en el héroe y portavoz de su ciudad natal de Bangor, Maine; no iría, tal como había anticipado, de cargo en cargo y de homenaje en homenaje; podía ir olvidando toda esperanza de llegar a ser presidente de Estados Unidos y dejar como recuerdo una estatua, del peor estilo artístico, como adorno del Capitolio en Washington. ¡Ahí estaba, encadenado a un inglés muerto y hecho un ovillo dentro de un baúl, obligado a deshacerse de él o a desaparecer para siempre de los anales de la gloria nacional!
No osaré reproducir aquí las palabras que dedicó el joven al médico, al hombre asesinado, a madame Zéphyrine, a los mozos de cuerda del hotel, a los sirvientes del príncipe y, en suma, a todos quienes habían estado remotamente relacionados con aquella horrible desdicha.
Hacia las siete de la tarde, bajó con discreción a cenar, pero el amarillento salón lo horrorizó: le dio la impresión de que los demás comensales lo miraban con suspicacia, y no podía quitarse de la cabeza el baúl de arriba. Cuando el mesero se acercó para ofrecerle un poco de queso, sus nervios estaban tan de punta que se levantó de un salto de la silla y derramó casi media pinta de cerveza sobre el mantel.
Al terminar la cena, el mesero se ofreció a indicarle dónde estaba el salón de fumadores, y aunque habría preferido volver de inmediato con su peligroso tesoro, no tuvo valor para negarse y dejó que lo llevaran escaleras abajo al lúgubre sótano iluminado con luz de gas, que era, y probablemente siga siendo, el fumadero del hotel Craven.
Dos hombres de aire melancólico jugaban billar y cruzaban apuestas, ayudados por un tipo grasiento de aspecto enfermizo que anotaba los puntos. Al principio Silas pensó que eran los únicos presentes en la sala. No obstante, al poner mayor atención, su mirada cayó en un hombre de aspecto modesto y respetable que fumaba con la cabeza gacha en el rincón más apartado. Supo enseguida que había visto antes aquella cara y, a pesar de que se había cambiado de ropa, reconoció a aquel que habían encontrado sentado en un poste a la entrada de Box Court y que los había ayudado a subir y bajar el baúl del carruaje. El estadounidense sólo se dio la vuelta, echó a correr y no paró hasta haberse encerrado en su habitación.
Ahí, presa de las especulaciones más terribles, montó guardia la noche entera junto al fatídico cajón del cadáver. Lo que habían dicho los mozos de cuerda de que su baúl estaba lleno de oro le inspiraba todo género de renovados temores cada vez que cerraba un párpado, y la presencia del hombre de Box Court en el salón de fumadores, a todas luces disfrazado, lo convenció de que volvía a ser el centro de siniestras conspiraciones.
Pasada la medianoche, e impelido por sospechas desasosegantes, Silas abrió la puerta de su cuarto y le echó un vistazo al pasillo. Estaba tenuemente iluminado por un único mechero de gas y, a escasa distancia, reparó en un hombre que dormía en el suelo, vestido con el uniforme de los criados del hotel. Se le acercó de puntitas. Estaba tumbado de espaldas y un poco ladeado, por lo que el brazo derecho le tapaba la cara. De pronto, cuando el estadounidense seguía agachado a su lado, el durmiente apartó el brazo y abrió los ojos. Entonces Silas volvió a mirarse cara a cara con el hombre de Box Court.
—Buenas noches, señor —dijo con amabilidad.
Sin embargo, Silas estaba demasiado conmovido para encontrar una respuesta y volvió a su habitación sin decir nada.
Al alborear el día, exhausto por sus aprensiones, se quedó dormido en la silla con la cabeza apoyada en el baúl. A pesar de lo forzado de la postura y de lo tétrico de la almohada, su sueño fue profundo y prolongado, y no se despertó hasta muy tarde, cuando tocaron su puerta con brusquedad.
Corrió a abrir y se encontró con el mozo de cuerda.
—¿Es usted el caballero que estuvo ayer en Box Court? —preguntó; Silas admitió con un escalofrío que así era—. Entonces esta nota es para usted —añadió el criado y le entregó un sobre lacrado.
Silas rasgó el sobre y leyó estas palabras: “A las doce”.
Fue puntualísimo. Varios criados fornidos cargaron con el baúl y a él lo hicieron pasar a una habitación donde había un hombre calentándose junto al fuego, de espaldas a la puerta. Ni el ruido que hicieron aquellas personas al entrar y salir ni el chasquido del baúl cuando lo dejaron sobre los tablones desnudos lograron atraer la atención del desconocido, y Silas esperó, aterrado, a que se dignara a darse por enterado de su presencia.
Debieron de transcurrir cinco minutos antes de que el hombre se volviera con desenvoltura y revelara los rasgos del príncipe Florizel de Bohemia.
—De modo, señor —dijo con gran severidad—, que es de esta manera como abusa de mi gentileza. Ya veo que ustedes se unen a personas de alcurnia sin otro propósito que escapar a las consecuencias de sus crímenes; ahora comprendo su desconcierto cuando me dirigí a usted ayer.
—¡Lo cierto es que soy inocente de todo, salvo de mi desdicha! —exclamó Silas, y con voz apresurada y la mayor candidez imaginable, le contó al príncipe la historia de su desgracia.
—Veo que me equivoqué —dijo su alteza cuando aquél terminó—. No es usted más que una víctima y, puesto que no debo castigarlo, puede estar seguro de que haré lo imposible por ayudarlo. Ahora —continuó— pongamos manos a la obra. Abra enseguida su baúl y déjeme ver su contenido.
Silas se quedó demudado.
—¡Casi me asusta mirarlo! —exclamó.
—Bobadas —replicó el príncipe—. ¿Acaso no lo ha visto ya? Es preciso sobreponerse a esos sentimentalismos. Ver a un hombre enfermo, a quien todavía es posible ayudar, debería conmovernos más que mirar a un muerto, a quien no se puede herir, ayudar, amar ni odiar. Domínese, señor Scuddamore —luego, al ver que Silas aún dudaba, añadió—: No quisiera verme obligado a repetir mi petición.
El joven estadounidense despertó como de un sueño y, con un escalofrío de repugnancia, se dispuso a desatar las correas y a abrir la cerradura del baúl. El príncipe se quedó observándolo con expresión seria y las manos en la espalda. El cadáver estaba rígido y a Silas le costó un gran esfuerzo, tanto moral como físico, cambiarlo de postura y descubrirle el rostro.
El príncipe Florizel dio un paso atrás y soltó una dolorosa exclamación de sorpresa.
—¡Ay! —gritó—. No imagina usted, señor Scuddamore, el regalo tan cruel que me ha traído. Éste es un joven de mi séquito, el hermano de mi amigo más íntimo, y ha muerto en un acto de servicio a manos de personas violentas y traicioneras. Pobre Geraldine —prosiguió para sí—, ¿cómo le comunicaré el destino de su hermano? ¿Cómo me disculparé ante usted o ante Dios por los arriesgados planes que lo condujeron a una muerte sanguinaria e inhumana? ¡Ah, Florizel! ¡Florizel! ¿Cuándo aprenderás la discreción que conviene a los mortales y dejarás de deslumbrarte con la imagen de tu propio poder? ¡Poder! —gritó—. ¿Quién más impotente que yo? Cuando veo a este joven al que he sacrificado, señor Scuddamore, me doy cuenta de la insignificancia de ser un príncipe.
A Silas lo emocionó notarlo tan conmovido. Trató de murmurar unas palabras de consuelo y estalló en lágrimas. El príncipe, enternecido a su vez por su evidente buena intención, se le acercó y le tomó la mano.
—Domínese —dijo—. Ambos tenemos mucho que aprender y seremos mejores personas después de esto.
Silas le agradeció en silencio con una mirada afectuosa.
—Escriba la dirección del médico en este trozo de papel —prosiguió el príncipe, llevándolo hacia la mesa— y permítame recomendarle que, cuando vuelva a París, evite la compañía de un hombre tan peligroso. Ha obrado movido por la generosidad y estoy seguro de que, si hubiera sabido bien a bien sobre la muerte del joven Geraldine, no le habría enviado el cadáver al propio criminal.
—¡El propio criminal! —repitió Silas, atónito.
—Así es —respondió el príncipe—. Esta carta que la Divina Providencia ha puesto de modo tan extraño en mis manos iba dirigida nada menos que al criminal en persona, el infame presidente del Club de los Suicidas. No trate de saber más de este turbio asunto; alégrese de haberse librado en forma tan milagrosa y salga cuanto antes de esta casa. Tengo asuntos apremiantes que atender y debo disponer de este trozo de barro que hasta hace poco fue un joven gallardo y apuesto.
Silas se despidió del príncipe Florizel con grandes muestras de deferencia y gratitud, pero se quedó en Box Court hasta verlo partir en un espléndido carruaje de camino a casa del coronel Henderson de la policía. Aunque era un republicano convencido, el joven estadounidense se descubrió casi con devoción al ver pasar el carruaje. Y esa misma noche partió en tren de regreso a París.
Aquí —afirma el autor árabe— concluye la “Historia del médico y el baúl”. Omitiré ciertas reflexiones acerca del poder de la Providencia, muy pertinentes en el original, aunque poco adecuadas para nuestros gustos occidentales, y tan sólo añadiré que el señor Scuddamore ya empezó a ascender los peldaños de la fama política y que, según las últimas noticias, ahora es el alguacil de su ciudad natal.