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HISTORIA DEL JOVEN DE LOS PASTELES DE CREMA
ОглавлениеDURANTE EL TIEMPO en que residió en Londres, el distinguido príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todos con su trato seductor y una generosidad bien entendida. Era un hombre notable por lo que de él se sabía, y eso que sólo era parte de lo que en realidad hacía. Aunque de temperamento plácido en circunstancias normales, y acostumbrado a tomarse la vida con tanta filosofía como cualquier campesino, el príncipe de Bohemia también sentía inclinación por modos de vida más aventureros y excéntricos de aquellos a los que estaba destinado por su nacimiento. A veces, si se sentía desanimado y no se representaba ninguna comedia divertida en alguno de los teatros londinenses, y si la estación del año impedía la práctica de esos deportes al aire libre en los que superaba a sus contrincantes, mandaba llamar a su confidente y caballerizo mayor, el coronel Geraldine, y le ordenaba prepararse para una ronda nocturna. El caballerizo mayor era un joven oficial de disposición valiente e incluso temeraria. Recibía con agrado la invitación y se apresuraba a disponerlo todo. La larga práctica, unida a un variado conocimiento de la vida, lo habían dotado de una habilidad singular para el disfraz: no sólo sabía disimular su rostro y porte, sino también su voz y casi sus pensamientos, para adaptarlos a los de cualquier rango, carácter o nacionalidad; de ese modo desviaba la atención del príncipe y a veces lograba que los admitieran en los círculos más extraños. Las autoridades civiles nunca supieron de aquellas aventuras secretas: el valor imperturbable de uno y la iniciativa y caballerosa devoción del otro los habían sacado de muchas situaciones peligrosas, y con el paso del tiempo su confianza fue en aumento.
Una tarde de marzo, un repentino chubasco de aguanieve los hizo refugiarse en un bar de ostras muy cerca de Leicester Square. El coronel Geraldine iba vestido y maquillado como un periodista de tercera, mientras que el príncipe, según lo acostumbrado, había alterado su aspecto mediante la adición de unas patillas falsas y un par de gruesas cejas adhesivas. Éstas le daban un aspecto tan curtido y desgreñado que, al tratarse de una persona de su elegancia, constituían un disfraz impenetrable. Ataviados de aquel modo, el jefe y su ayudante saborearon su brandy con agua mineral con absoluta seguridad.
El bar se hallaba repleto de parroquianos, hombres y mujeres; sin embargo, aunque más de uno trató de entablar conversación con nuestros aventureros, ninguno de ellos les pareció digno de interés tras conocerlo. No había ahí más que la hez de Londres, gente vulgar y poco respetable, y el príncipe había empezado a bostezar y a hartarse de aquella excursión cuando empujaron con violencia las puertas y entró en el bar un joven seguido de dos conserjes. Cada uno de estos últimos llevaba pasteles de crema en una bandeja con tapa, que retiraron enseguida, y el joven se paseó entre los presentes y los animó a probar aquellos dulces con exagerada cortesía. A veces su ofrecimiento era aceptado entre risas; en ocasiones era firme e incluso ásperamente rechazado. En ese caso, el recién llegado se comía él mismo el pastel, entre comentarios de índole más o menos humorística.
Por fin se acercó al príncipe Florizel.
—Señor —dijo con una profunda reverencia, ofreciéndole al mismo tiempo el pastel entre el dedo pulgar y el índice—, ¿tendrá usted a bien honrar a un completo desconocido? Yo respondo de su calidad, pues llevo comidas más de dos docenas desde las cinco.
—Tengo la costumbre —replicó el príncipe— de fijarme no tanto en la naturaleza de un regalo como en la intención con que se hace.
—La intención, señor —respondió el joven con otra reverencia—, es la de una burla.
—¿Una burla? —repitió Florizel—. ¿Y de quién pretende usted burlarse?
—No vine aquí a exponer mi filosofía —replicó el otro—, sino a repartir estos pasteles de crema. Si le digo que me incluyo encantado en lo ridículo de esta transacción, confío en que dará su honor por satisfecho y aceptará mi invitación. De lo contrario, me veré obligado a comerme el vigésimo octavo, y reconozco que ya empiezo a sentirme un poco lleno.
—Usted me ha conmovido —dijo el príncipe—, y nada me gustaría más que librarlo de su dilema, pero con una condición: mi amigo y yo nos comeremos sus pasteles, por los que ninguno de los dos sentimos especial predilección, si nos compensa acompañándonos a cenar.
El joven pareció reflexionar.
—Todavía me quedan varias docenas —dijo por fin—, así que tendré que visitar varios bares más antes de concluir con mi cometido. Tardaré algún tiempo, y si tienen ustedes hambre…
El príncipe lo interrumpió con un gesto educado.
—Mi amigo y yo lo acompañaremos —dijo—, pues estamos muy intrigados por su agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que establecimos los preliminares del acuerdo, permítame firmar el tratado por las dos partes —y se comió el pastel con la mayor elegancia imaginable—. Está delicioso —dijo.
—Veo que usted es un sibarita —replicó el joven.
El coronel Geraldine también hizo los honores al pastel y, después de que el resto de los presentes rechazó o aceptó sus manjares, el joven de los pasteles de crema emprendió la marcha hacia otro establecimiento parecido. Los dos conserjes, que parecían haberse acostumbrado a su absurdo empleo, lo siguieron, y el príncipe y el coronel cerraron la retaguardia, tomados del brazo y sonriéndose mientras caminaban. En aquella formación, el grupo visitó otras dos tabernas, donde se representaron escenas de similar naturaleza a las ya descritas: unos rechazaron y otros aceptaron aquella hospitalidad vagabunda, y el joven se comió los pasteles rechazados.
A la salida del tercer bar, el joven hizo un recuento de las provisiones. Sólo quedaban nueve: tres en una bandeja y seis en la otra.
—Caballeros —dijo, dirigiéndose a sus dos nuevos seguidores—, no quisiera retrasar su cena. Estoy convencido de que deben estar hambrientos. Creo que les debo una consideración especial. Y en este gran día para mí, en que pongo fin a una carrera de insensateces con uno de mis mayores desvaríos, quiero portarme con decencia con quienes me han apoyado. Caballeros, no tendrán que esperar más. Aunque mi constitución se resiente por los excesos cometidos, acabaré, aun a riesgo de mi vida, con la espera —y con esas palabras engulló los nueve pasteles restantes y se los tragó de un solo bocado; luego se volvió hacia los conserjes y les entregó un par de soberanos—. Les agradezco su paciencia extraordinaria —agregó.
Y despidió a cada uno con una reverencia. Se quedó mirando unos segundos el monedero del que había sacado el dinero para pagarles a sus ayudantes; luego, con una carcajada, lo tiró a la mitad de la calle y anunció que estaba listo para ir a cenar.
En un pequeño restaurante francés del Soho, que había disfrutado durante un tiempo de una reputación inmerecida y empezaba a caer en el olvido, y en un reservado del piso de arriba, los tres compañeros dieron cuenta de una cena muy refinada y se bebieron tres o cuatro botellas de champaña, mientras conversaban acerca de asuntos sin importancia. El joven era alegre y locuaz, aunque se reía de un modo más ruidoso de lo natural en una persona bien educada; sus manos temblaban con violencia y su voz adoptaba inflexiones súbitas y sorprendentes que parecían independientes de su voluntad. Cuando retiraron el postre y encendieron los puros, el príncipe se dirigió a él con estas palabras:
—Estoy seguro de que disculpará mi curiosidad. Lo que llevo visto de usted me ha complacido mucho, pero me ha extrañado aún más. Y, aunque me resisto a ser indiscreto, debo decirle que a mi amigo y a mí se nos puede confiar cualquier secreto. Tenemos muchos propios, que siempre acaban por llegar a oídos indiscretos. Y si, como supongo, su historia es un tanto absurda, no es preciso que se ande con delicadezas con nosotros, que somos dos de los hombres más absurdos de Inglaterra. Yo soy Godall, Theophilus Godall, y mi amigo es el comandante Alfred Hammersmith, o al menos así le gusta llamarse. Nos pasamos la vida buscando aventuras excéntricas, y no hay extravagancia alguna que no sepamos comprender.
—Usted me resulta simpático —replicó el joven—. Me inspira una confianza natural, y no tengo nada que objetar respecto a su amigo el comandante, a quien supongo un noble disfrazado. Desde luego, estoy seguro de que no es militar —el coronel sonrió ante aquel elogio a la perfección de su arte y el joven prosiguió cada vez más animado—: Hay muchas razones por las que no debería contarles mi historia. Tal vez por eso mismo vaya a hacerlo. Parecen tan dispuestos a oír un relato descabellado que me siento incapaz de decepcionarlos. A pesar de su ejemplo, callaré mi nombre. Mi edad tampoco resulta esencial para la narración. Soy descendiente directo de mis antepasados y de ellos heredé el aceptable departamento donde vivo todavía y una fortuna de trescientas libras al año. Imagino que también me legaron un temperamento un tanto alocado, que siempre me ha gustado fomentar. Sé tocar el violín lo bastante bien para ganarme la vida en la orquesta de un teatrillo, aunque no del todo. Lo mismo puede decirse de la flauta y el corno francés. Aprendí a jugar lo suficiente al whist para perder unas cien libras al año en ese juego tan científico. Mis conocimientos de francés me bastaron para malgastar el dinero en París casi con la misma facilidad que en Londres. Soy, en suma, una persona de numerosos logros viriles. He vivido cualquier clase de aventuras, incluyendo un duelo por una insignificancia. Hace apenas dos meses conocí a una joven que, por sus dotes morales y físicas, se ajustaba a la perfección a mis gustos; sentí que se me derretía el corazón y comprendí que por fin había encontrado mi destino y estaba a punto de enamorarme. Pero cuando calculé el capital que me quedaba, ¡comprobé que ascendía a poco menos de cuatrocientas libras! Déjenme preguntarles: ¿puede un hombre que se respete a sí mismo enamorarse con sólo cuatrocientas libras en el banco? Decidí que era obvio que no. Me dediqué a esquivar a mi amada y, al incrementar un poco mis gastos habituales, esta mañana llegué a mis últimas ochenta libras. Dividí esa suma en dos partes iguales: cuarenta las reservé para un propósito concreto; las otras cuarenta decidí gastarlas antes de la noche. He pasado un día muy entretenido y disfrutado de muchas bromas, aparte de la de los pasteles de crema, que me llevó a conocerlos a ustedes, pues, como les dije, estaba decidido a poner un fin absurdo a una vida no menos disparatada, y, cuando me vieron tirar el monedero al arroyo, fue porque había gastado las cuarenta libras. Ahora me conocen tan bien como yo: soy un loco coherente con su locura y, espero que me crean, no un llorón ni un cobarde.
Por el tono de la declaración del joven, resultaba obvio que tenía una triste y amarga opinión de sí mismo, lo cual hizo pensar a sus interlocutores que aquel amorío le había tocado más hondo de lo que estaba dispuesto a reconocer y que había tomado una decisión sobre su vida. La farsa de los pasteles de crema empezaba a cobrar tintes de tragedia disimulada.
—¡Caramba! ¿No les parece raro que los tres nos hayamos conocido por mera coincidencia en un lugar tan inmenso como Londres, cuando estamos pasando por circunstancias tan parecidas? —intervino Geraldine, mirando de reojo al príncipe Florizel.
—¿Cómo? —exclamó el joven—. ¿También ustedes están desesperados? ¿Es esta cena una locura como la de mis pasteles de crema? ¿Reunió el diablo a tres de los suyos para que compartan una última juerga?
—Créame que el diablo a veces hace cosas muy caballerescas —replicó el príncipe Florizel—. Estoy tan conmovido por la coincidencia que, aunque nuestro caso no sea justo el mismo, pienso poner fin a la diferencia. Que su heroico modo de despachar los últimos pasteles de crema me sirva de ejemplo —dicho y hecho, el príncipe echó mano a su cartera y sacó un pequeño fajo de billetes—. Como ve, usted me lleva una semana de ventaja, pero mi intención es darle alcance y cruzar a la par la línea de meta —prosiguió—. Con esto —afirmó, mientras dejaba uno de los billetes encima de la mesa— bastará para pagar la cuenta. En cuanto al resto… —los lanzó al fuego y se fueron por la chimenea con una llamarada.
El joven trató de contener su brazo, aunque tenía en medio la mesa y su intervención no llegó a tiempo.
—¡Desdichado —gritó—, no debió quemarlos todos! Debió guardar cuarenta libras.
—¡Cuarenta libras! —repitió el príncipe—. En el nombre del cielo, ¿y por qué cuarenta libras?
—¿Y por qué no ochenta? —gritó el coronel—. Me consta que debía de haber al menos cien en el fajo.
—Nada más le habrían hecho falta cuarenta —dijo el joven con aire lúgubre—. Sin ellas no lo admitirán. La norma es estricta. Cuarenta libras por cabeza. ¡Qué triste vida ésta en la que hasta para morir hace falta dinero!
El príncipe y el coronel intercambiaron una mirada.
—Explíquese —dijo el último—. Todavía tengo la cartera razonablemente bien provista, y no necesito decirle con cuánto gusto compartiría mi dinero con Godall, pero antes necesito saber con qué propósito: usted debe explicarnos a qué se refiere.
El joven pareció despertarse, los miró con inquietud y se ruborizó profundamente.
—¿No me estarán tomando el pelo? —preguntó—. ¿De verdad se encuentran desesperados como yo?
—Por mi parte, desde luego que lo estoy —replicó el coronel.
—Y por la mía —dijo el príncipe—, ya se lo demostré. ¿Quién, si no estuviera desesperado, arrojaría al fuego su dinero? La acción habla por sí misma.
—Alguien que estuviera desesperado, sí —repuso el otro, suspicaz—, o un millonario.
—Basta, señor —dijo el príncipe—. Ya me oyó, y no estoy acostumbrado a que se ponga en duda mi palabra.
—¿Desesperados? —preguntó el joven—. ¿De verdad están tan desesperados como yo? ¿Han llegado ustedes, después de una vida de excesos, a un punto en el que sólo pueden permitirse un exceso más? —fue bajando la voz a medida que hablaba—. ¿Se permitirán ese último exceso? ¿Evitarán las consecuencias de sus desvaríos mediante el único camino fácil e infalible? ¿Les darán esquinazo a los alguaciles de su conciencia por la única puerta abierta? —de pronto se interrumpió y trató de reírse—. ¡A su salud! —exclamó, vaciando la copa—. Y que tengan muy buenas noches, mis alegres desesperados.
El coronel Geraldine lo tomó del brazo justo cuando se disponía a levantarse.
—Usted no se fía de nosotros —dijo—, y hace mal. A todas sus preguntas respondo de manera afirmativa. Sin embargo, no soy tan tímido ni me importa llamar a las cosas por su nombre. Tanto nosotros como usted nos sentimos hartos de vivir y decididos a morir. Tarde o temprano, solos o en compañía, tenemos la intención de ir al encuentro con la muerte y desafiarla ahí donde esté. Ya que lo conocimos y que su caso parece más apremiante, que sea esta noche, y cuanto antes, y si le parece bien, los tres juntos. ¡Un trío tan pobre —exclamó— debería entrar hombro con hombro en los salones de Plutón e infundirse ánimos entre las sombras!
Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que interpretaba. El príncipe mismo se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombrío a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz.
—¡Ustedes son los hombres que necesito! —gritó con una alegría que llevaba algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién emprenderán la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, aunque una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la muerte. Soy uno de sus íntimos y puedo conducirlos a la eternidad sin ceremonias ni escándalos.
Ambos lo apremiaron a explicarse.
—¿Pueden reunir ochenta libras entre ambos? —preguntó.
Geraldine revisó su cartera en actitud teatral y respondió que sí.
—¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas.
—El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—. ¡Caramba! ¿Y qué demonios es eso?
—Escuchen —dijo el joven—. Vivimos en la era de los adelantos y debo hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban en forma inevitable de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles contamos con elevadores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna todavía le faltaba un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad o, como dije hace un instante, la puerta secreta de la muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de una vida, sólo una o dos consideraciones los separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían y a las que tal vez culparían si el asunto llegara a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo; hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, me faltan fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo se fundó el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles sean sus ramificaciones en otros países. Y lo que sé de sus estatutos no puedo comunicarlo. No obstante esas limitaciones, estoy a su servicio. Si de verdad se sienten cansados de vivir, los llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana se les librará en forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son las once —dijo consultando su reloj—; a las once y media, cuando muy tarde, debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso.
—Desde luego que es más serio —respondió el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall?
—Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten.
—Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel.
En cuanto se quedaron solos, el príncipe Florizel dijo:
—¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parece muy agitado; en cambio, yo tomé mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto.
—Alteza —dijo el coronel, pálido—, permita que le pida considerar la importancia de su vida no sólo para sus amigos, sino también para el interés público. “Si no esta noche”, dijo ese loco; suponiendo que esta noche le aconteciera a su alteza algún desastre irreparable, ¿cuáles no serían mi desesperación y la preocupación y el desastre para tan gran nación?
—Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—. Tenga la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar su palabra de honor de caballero. En ninguna circunstancia, recuérdelo bien, a menos que yo se lo autorice de manera expresa, traicionará el incógnito bajo el cual decido hacer estas salidas. Ésas fueron mis órdenes, que ahora le repito. Y ahora —añadió— haga el favor de pedir la cuenta.
El coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al mesero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó con discreción las miradas implorantes del coronel y escogió otro puro con mayor atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios.
Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó el cambio al atónito mesero y los tres partieron en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon.
Cuando Geraldine pagó el servicio, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras:
—Aún está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien y, si sus corazones les dicen lo contrario, están en plena encrucijada.
—Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho.
—Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura, y eso que no es el primero al que acompaño hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir, mas no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante: volveré en cuanto resuelva los preliminares de su admisión.
Dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció.
—De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, ésta es la más descabellada y peligrosa.
—Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe.
—Todavía estaremos un rato a solas —prosiguió el coronel—. Permita su alteza que le suplique aprovechar la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden resultar tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que su alteza tiene la amabilidad de concederme en privado.
—¿Debo entender que el coronel Geraldine siente miedo? —preguntó su alteza, quitándose el puro de entre los labios y mirando con agudeza el rostro del otro.
—Mi temor, desde luego, no es personal —replicó el coronel con orgullo—; de eso su alteza puede estar seguro.
—Ya lo imaginaba —respondió el príncipe con imperturbable buen humor—, aunque me resistía a recordarle nuestra diferencia de rangos. Basta, basta —añadió, al advertir que Geraldine se disponía a disculparse—, queda usted perdonado —y siguió fumando tan tranquilo, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven—. Y bien —preguntó—, ¿ya resolvió lo de nuestra admisión?
—Síganme —respondió—. El presidente los recibirá en su oficina. Permítanme aconsejarles que sean francos en sus respuestas. Respondo por ustedes, pero el club requiere un interrogatorio minucioso antes de la admisión, pues la indiscreción de uno solo de sus socios conduciría a la disolución de la sociedad para siempre.
El príncipe y Geraldine cruzaron deprisa unas palabras. “No vaya a desmentirme en esto”, dijo uno. “Corrobore usted aquello”, dijo el otro. Y, adoptando con valentía la actitud de los personajes que tan bien conocían, se pusieron de acuerdo en un abrir y cerrar de ojos y se prepararon para seguir a su guía hasta la oficina del presidente.
No tuvieron que sortear ningún obstáculo formidable. La puerta de la calle estaba abierta; la puerta de la oficina, de par en par, y ahí, en un cuartito muy pequeño de techo alto, el joven volvió a dejarlos solos.
—No tardará en venir —dijo con una inclinación de cabeza y se marchó.
En la oficina se oían voces al otro lado de la puerta plegable que cerraba la habitación por un lado; de vez en cuando, el ruido del tapón de una botella de champaña, seguido de unas carcajadas, interrumpía el sonido de la conversación. Una única ventana muy alta daba al río y al embarcadero; por la disposición de las luces, calcularon que no debían de estar muy lejos de la estación de Charing Cross. El mobiliario era escaso, las alfombras estaban tan usadas que se veían los hilos y no había más que una campanilla en el centro de una mesa redonda y varios abrigos y sombreros colgados de percheros en las paredes.
—¿Qué clase de antro es éste? —preguntó Geraldine.
—Eso es lo que vinimos a averiguar —replicó el príncipe—. Si tienen diablos sueltos por aquí, la cosa podría ponerse entretenida.
En ese momento, la puerta plegable se abrió justo lo necesario para dejar pasar a una persona, y por ella se colaron al mismo tiempo el temible presidente del Club de los Suicidas y el ruidoso zumbido de la conversación. El presidente rondaba los cincuenta años y era un hombre corpulento de paso vacilante, patillas pobladas, cabeza casi calva y ojos grises y turbios, que de vez en cuando emitían un leve destello. Llevaba un enorme puro en la boca, que hizo girar a uno y otro lado mientras inspeccionaba con sagacidad y frialdad a los desconocidos. Iba vestido de tweed claro, con el cuello de la camisa a rayas muy abierto, y llevaba un libro diminuto bajo el brazo.
—Buenas noches —dijo, tras cerrar la puerta a su espalda—. Tengo entendido que ustedes deseaban hablar conmigo.
—Nos gustaría, señor, ingresar en el Club de los Suicidas —replicó el coronel.
El presidente hizo girar el puro en la boca.
—¿Y eso qué es? —preguntó con brusquedad.
—Discúlpenos —replicó el coronel—, pero creo que es usted la persona más indicada para informarnos al respecto.
—¿Yo? —gritó el presidente—. ¿Un Club de los Suicidas? ¡Vamos, vamos! Será una broma. Puedo disculpar a quienes se exceden un poco con el alcohol, pero esto se pasa de la raya.
—Llame a su club como quiera —dijo el coronel—, aunque detrás de esas puertas se celebra una reunión e insistimos en participar en ella.
—Señor —le respondió el presidente con sequedad—, usted se confundió. Ésta es una casa particular y tendrá que irse enseguida.
El príncipe se había quedado tan tranquilo en su asiento durante aquella breve conversación, aunque ahora, cuando el coronel lo miró como diciendo: “Acepte lo que le dice y vayámonos, ¡por el amor de Dios!”, se sacó el puro de la boca y habló así:
—Vine invitado por un amigo suyo. Sin duda debió informarlo de mis intenciones al entrometerme en sus asuntos. Permita que le recuerde que una persona en mis circunstancias tiene pocas ataduras y no es probable que tolere groserías. Por lo común soy un hombre muy pacífico. No obstante, señor mío, o me deja participar en lo que usted ya sabe o se arrepentirá con amargura de haberme dejado entrar en su oficina.
El presidente soltó una carcajada.
—Así se habla —dijo—. Es usted todo un hombre. Sabe cómo convencerme y hará lo que quiera de mí. ¿Le importaría —continuó, dirigiéndose a Geraldine— dejarnos solos unos minutos? Debo atender primero a su compañero y algunas de las formalidades del club deben tratarse en privado.
Con esas palabras abrió la puerta de un pequeño gabinete, donde encerró al coronel.
—Me fío de usted —le dijo a Florizel en cuanto se quedaron solos—. Pero ¿está usted seguro de su amigo?
—No tanto como de mí mismo, aunque a él lo asistan razones más poderosas —respondió Florizel—, pero sí lo suficiente para traerlo aquí. Ha sufrido bastante para hastiar de la vida hasta al más tenaz de los hombres. El otro día lo degradaron por hacer trampa en el juego.
—Un buen motivo, por supuesto —replicó el presidente—. Por lo menos tenemos a otro en la misma situación y me fío de él. ¿Puedo preguntarle si usted también ha estado en el ejército?
—Lo estuve —respondió—, aunque era demasiado perezoso y no tardé en dejarlo.
—¿Y qué razón tiene para haberse cansado de vivir? —prosiguió el presidente.
—Supongo que la misma que le acabo de decir —replicó el príncipe—: una pereza absoluta.
El presidente pareció sorprendido.
—¡Qué demonios! —dijo—. Alguna otra razón tendrá.
—No me queda dinero —añadió Florizel—. Desde luego, eso también es un fastidio. Y agudiza en extremo mi sensación de inutilidad.
El presidente hizo girar su puro en la boca durante unos segundos mientras miraba a los ojos a aquel neófito tan peculiar, y el príncipe soportó su escrutinio sin inmutarse.
—Si no fuera por mi experiencia —dijo por fin el presidente—, lo echaría de aquí ahora mismo, pero soy un hombre de mundo y sé que a menudo los motivos más frívolos para el suicidio son los más difíciles de aceptar. Y cuando doy con alguien tan sincero como usted, prefiero hacer una excepción a negarme a admitirlo.
El príncipe y el coronel respondieron, uno tras otro, a un largo y peculiar interrogatorio: el príncipe solo y Geraldine en presencia del príncipe, para que el presidente observara su semblante mientras lo interrogaban. El resultado fue satisfactorio y el presidente, luego de anotar los detalles de cada caso, les entregó un formulario con el juramento que debían aceptar. Era inimaginable una obediencia más pasiva que la que ahí se prometía o unos términos que comprometieran en forma tan rigurosa. Al hombre que pronunciara un juramento tan terrible difícilmente le quedaría un rastro de honor o el consuelo de la religión. Florizel firmó el documento con un escalofrío; el coronel siguió su ejemplo con gesto muy abatido. Luego el presidente les cobró la cuota de admisión y, sin mayores preámbulos, condujo a los dos amigos al salón del Club de los Suicidas.
El salón tenía la misma altura que la oficina con que se comunicaba, pero era mucho mayor y estaba empapelado de arriba abajo imitando paneles de roble. Un fuego alegre y vivo y varias lámparas de gas iluminaban al grupo. Con el príncipe y su acompañante eran dieciocho. La mayoría fumaba y bebía champaña; reinaba una hilaridad febril en la que se producían de vez en cuando algunas pausas súbitas y espeluznantes.
—¿Están aquí todos los socios? —preguntó el príncipe.
—La mitad —dijo el presidente—. A propósito —añadió—, si les queda un poco de dinero, es costumbre invitar un poco de champaña. Ayuda a levantar los ánimos y constituye uno de mis pocos ingresos.
—Hammersmith —dijo Florizel—, ocúpese de la champaña.
Y con esas palabras se dio la vuelta y empezó a pasearse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más aristocráticos, cautivó y dominó a cuantos se les acercó: su forma de comportarse tenía algo de triunfadora y autoritaria, y su extraordinaria sangre fría le daba cierta distinción en aquella sociedad medio desquiciada. Mientras iba de uno a otro, mantuvo los ojos y los oídos abiertos y pronto empezó a formarse una idea general de la clase de gente que había ahí. Como en cualquier otro sitio de reunión, predominaba un tipo de persona: gente en plena juventud, en apariencia sensata e inteligente, aunque sin la fuerza ni la cualidad que suele imprimir el éxito. Muy pocos tenían más de treinta años, y algunos no habían cumplido los veinte. Se apoyaban en las mesas y arrastraban los pies; a veces fumaban con ansia y otras dejaban que se apagaran los puros; algunos hablaban bien, pero la conversación de otros era tan sólo el fruto de la tensión nerviosa y carecía de ingenio e interés. A cada nueva botella de champaña que se descorchaba, la animación aumentaba de modo notable. Nada más dos estaban sentados: uno en una silla, junto a la ventana, con la cabeza ladeada, las manos en los bolsillos, pálido, empapado de sudor y sin decir una palabra, un auténtico despojo físico y moral; el otro, en el diván junto a la chimenea, llamaba la atención por lo distinto que era de los demás. Es probable que no tuviera más de cuarenta años, pese a que aparentaba diez más, y Florizel pensó que nunca había visto a un hombre más repulsivo por naturaleza ni más carcomido por la enfermedad y los excesos. Era sólo piel y huesos, paralizado en parte y con unos lentes de cristales tan gruesos que sus ojos parecían aumentados y distorsionados. A excepción del príncipe y el presidente, era la única persona en aquel salón que conservaba la compostura.
Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias los habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones acerca de la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros mantenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos.
—¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—. Pasó de una pequeña celda a otra aún más pequeña para asomarse a la libertad.
—Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y algodón en los oídos. Sólo que no existe en este mundo un algodón lo bastante espeso.
Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro, y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no lo hubieran hecho creer en el señor Darwin.
—No soporto descender del mono —decía el notable suicida.
En conjunto, al príncipe lo decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios.
“No me parece que haya por qué organizar tanto escándalo”, pensó. “Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Esta agitación y parloteo se encuentran fuera de lugar.”
Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio y buscó en la sala a alguien que lo tranquilizara. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de los lentes de cristales gruesos y, al reparar en que se hallaba en extremo sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván.
El funcionario le explicó que tales formalidades eran innecesarias en el club; no obstante, le presentó a Hammersmith al señor Malthus. Éste miró al coronel con curiosidad y lo invitó a sentarse en el sillón a su derecha.
—¿Es usted nuevo? —preguntó—. ¿Y busca información? Acudió al hombre indicado. Hace dos años ingresé en este club tan encantador.
El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus frecuentaba el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara ahí una tarde. Sin embargo, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño.
—¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que… Ya veo que me gastaron una broma.
—Ni muchísimo menos —replicó el señor Malthus con amabilidad—. Mi caso es muy peculiar. En rigor, no soy un verdadero suicida, sino, por así decirlo, un miembro honorario. A veces me paso dos meses sin visitar el club. Mi enfermedad y la bondad del presidente me han procurado estos pequeños beneficios, por los que pago una cuota por adelantado. Incluso así he tenido mucha suerte.
—Me temo que debo pedirle que sea más explícito —dijo el coronel—. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club.
—Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— necesita pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le resulte favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según entiendo, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, tomando en cuenta lo exiguo, si se me permite expresarlo así, de la cuota, aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo.
—¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me impresionó demasiado.
—¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuera el granuja más corrupto de la cristiandad.
—¿Es también, y lo digo sin ánimo de ofenderlo, socio permanente… como usted? —preguntó el coronel.
—Desde luego que es socio permanente, en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, aunque tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él nunca juega. Baraja y reparte las cartas en nombre del club y se ocupa de los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, me parece que puedo añadir, artística ocupación en Londres sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó por accidente en una farmacia. Ésa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura!
—Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir “una de las víctimas”, pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —casi al mismo tiempo, notó que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien sostiene un idilio con la muerte y añadió—: Veo que sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir: acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué lo trae por aquí.
—Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus, más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportara mejor la tensión, tenga por seguro que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo periodo de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que he probado todas, señor mío —prosiguió, tomando del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme… envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde!
Geraldine apenas logró contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, aunque se esforzó por dominarse y continuó con sus preguntas.
—¿Cómo prolongan la emoción tanto tiempo de manera artificial? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre?
—Le explicaré cómo se escoge a la víctima cada noche —replicó el señor Malthus—, y no sólo a la víctima, sino también al socio que será el instrumento del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión.
—¡Dios mío! —dijo el coronel—. ¿Es que se matan unos a otros?
—De esa manera se elimina el problema del suicidio —respondió Malthus con un gesto afirmativo.
—¡Que el cielo se apiade de nosotros! —exclamó el coronel—. ¿Y podría usted… yo… el… quiero decir mi amigo… cualquiera de nosotros ser elegido para inmolar el cuerpo y el alma inmortal de otro? ¿Será posible algo así entre hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia entre las infamias! —estaba a punto de levantarse, horrorizado, cuando vio al príncipe, que lo miraba con fijeza desde el otro extremo de la sala con un gesto ceñudo y enojado; al instante, Geraldine recobró la compostura—. Aunque, bien mirado —añadió—, ¿por qué no? Y, ya que dice usted que el juego resulta entretenido, vogue la galère… ¡haré lo que diga el club!
El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y lo satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones.
—Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, apreciará los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo; admiro con cordialidad lo refinado de su espíritu, pero ha debido ser en un país cristiano donde se llegó a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a éste. El juego al que jugamos no puede ser más sencillo —prosiguió—. Una baraja… Ahora lo verá con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia, soy paralítico.
En efecto, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y el club entero comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, aunque amueblado de manera diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a revolver con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que los había esperado, entraran en la sala y, en consecuencia, los tres debieron sentarse juntos en un extremo.
—La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de tréboles, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Ustedes gozan de buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí yo no distingo un as de un dos —y procedió a equiparse con un segundo par de lentes—. Al menos quiero ver las caras —explicó.
El coronel informó deprisa a su amigo lo que había averiguado por el socio honorario y el horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón, tragó con dificultad y miró de un lado al otro, como si estuviera en un laberinto.
—Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y aún podemos escapar.
No obstante, su sugerencia tan sólo sirvió para que el príncipe recobrara los ánimos.
—¡Silencio! Demuestre que es capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea —dijo.
Y miró en torno suyo, de nuevo en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba en forma sucesiva las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Resultaba evidente que el socio honorario disfrutaba de su afiliación en términos de lo más sorprendentes.
—¡Atención, caballeros! —dijo el presidente, y empezó a repartir las cartas en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada cual mostraba la suya.
Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que le diera la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, aunque tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir, casi con sorpresa, que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de tréboles; el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de corazones, al señor Malthus, que no reprimió un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después; al darle la vuelta a su carta, descubrió que era el as de tréboles y se quedó helado por el horror, con el naipe aún entre los dedos: no había ido ahí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, estuvo a punto de olvidar el peligro que aún pendía sobre él y su amigo.
Continuaron repartiendo las cartas y la de la muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y sólo daban boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle tréboles; a Geraldine, diamantes, y cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, de su boca escapó un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso de pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores.
La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo de la jornada. En cambio, el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y éstas sobre la mesa, abatido por completo.
El príncipe y Geraldine se fueron de ahí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir.
—¡Ay! —gritó el príncipe—. ¡Estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviera a violar mi palabra!
—Eso es imposible para su alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y violaría la mía con justificación!
—Geraldine —dijo el príncipe—, si su honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me sirve de acompañante, no sólo nunca se lo perdonaría, sino que tampoco yo lo haría, lo cual es probable que lo afecte más.
—Acepto las órdenes de su alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar?
—Sí —dijo el príncipe—. Llame un coche, por el amor de Dios, y permita que intente olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame —pero antes de irse, leyó con cuidado el nombre de la calle.
A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado:
LAMENTABLE ACCIDENTE.— Esta madrugada, alrededor de las dos, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el número 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por el barandal de Trafalgar Square cuando volvía a casa tras asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste suceso, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y buscaba un coche. Dado que era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.
—Si existe algún alma que se haya ido directa al infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, ésa es la de aquel paralítico —el príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —siguió el coronel— saber que murió. No obstante, reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema.
—Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como usted o yo, y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré pero, como hay un Dios en el cielo, algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección resultó ese juego de cartas!
—Sí —dijo el coronel—, ¡como para jamás repetirla! —el príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estará pensando en volver —dijo—. Ya ha sufrido demasiado y asistido a demasiados horrores. El deber de su elevada posición le prohíbe volver a arriesgarse.
—No le falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no me siento del todo satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había estado tan consciente de mi debilidad, Geraldine, mas no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace sólo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que emprenderé una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pide más al príncipe de lo que puede concederle. Esta noche, una vez más, ocuparemos nuestro lugar a la mesa del Club de los Suicidas.
El coronel Geraldine se arrodilló.
—¿Quiere su alteza quitarme la vida? —gritó—. Suya es y puede disponer de ella a su antojo, pero no me pida que le permita correr un riesgo tan terrible.
—Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, su vida le pertenece a usted. Yo sólo quiero su obediencia, y si me la ofrecerá a regañadientes, prefiero no tenerla. Permítame añadir una cosa más: ya me importunó bastante con este asunto.
El caballerizo mayor se puso en pie en el acto.
—¿Me disculpará su alteza si no lo acompaño esta tarde? —preguntó—. No me atrevo, como el hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometerle a su alteza que no encontrará mayor oposición del más devoto y agradecido de sus siervos.
—Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lamento cuando me obliga a recordarle mi rango. Disponga del día como mejor le parezca, pero preséntese aquí antes de las once con el mismo disfraz.
Aquella segunda noche el club no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su alteza se llevó aparte al presidente y lo felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus.
—Me gusta la gente eficiente y usted lo es —dijo—. Y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, aunque veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción.
El presidente, al parecer conmovido ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su alteza, los aceptó casi con humildad.
—¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. Casi todos los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético que no son compañía para mí. No es que Malthus careciera por completo de sensibilidad poética, aunque era de una índole que yo podía comprender.
—Entiendo a la perfección que simpatizara con el señor Malthus —respondió el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original.
El joven de los pasteles de crema se hallaba en la sala, aunque parecía silencioso y deprimido. Sus compañeros de la noche anterior trataron en vano de darle conversación.
—¡No saben cómo me arrepiento de haberlos traído a este antro infame! —gritó—. Váyanse mientras tengan la conciencia tranquila. ¡Si lo hubieran oído gritar como yo, y el ruido de sus huesos contra la banqueta! ¡Deséenme, si es que sienten compasión por alguien que ha caído tan bajo, que esta noche me toque el as de espadas!
Conforme pasaba la velada llegaron algunos socios más; sin embargo, no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos a la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque lo sorprendió notar que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior.
“Resulta extraordinario que un testamento sin redactar influya así en el estado de ánimo de un joven”, pensó el príncipe.
—¡Atención, caballeros! —anunció el presidente y empezó a repartir.
Tres veces le dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. Cuando empezó a dar por cuarta vez, la tensión se volvió insoportable. Apenas quedaban cartas para una ronda más. Por el modo de distribuir las cartas utilizado en el club, el príncipe, sentado a la izquierda del que repartía, recibiría la penúltima. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de tréboles; al siguiente, un naipe de diamantes; al siguiente, uno de corazones, y así continuaron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, sentado a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, aunque el de corazones.
Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le detuvo la respiración. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía justo cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta al naipe: era el as de espadas. Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas ante sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada, que sonó entre alegre y decepcionada; notó que el grupo se dispersaba deprisa, aunque su imaginación se hallaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal.
—¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone!
Con tales palabras cesó su confusión y volvió a dominarse.
Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. Nadie quedaba en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído:
—Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte.
Cuando el joven se fue, su alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada.
La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de tréboles abandonó la sala con una mirada de connivencia y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció la mano.
—Me alegra haberlo conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte!
El príncipe trató en vano de articular una respuesta; sin embargo, tenía la boca seca y sentía la lengua paralizada.
—¿Está un poco mareado? —preguntó el presidente, solícito—. Le ocurre a la mayoría. ¿Se le antoja un poco de brandy?
El príncipe hizo un gesto afirmativo y de inmediato el otro le llenó un vaso de licor.
—¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada!
—Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora.
—Baje usted por la banqueta izquierda del Strand en dirección a la City hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones; tenga la amabilidad de obedecerlo: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable.
Florizel le dio las gracias con un gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguía bebiendo champaña, parte de la cual había pedido y pagado él mismo, y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en la oficina, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía lo hizo soltar una carcajada que sonó de modo desagradable en sus oídos. Se le quitaron las ganas de salir de la oficina y se volvió hacia la ventana. La oscuridad y los faroles lo devolvieron a la realidad.
“¡Vamos, vamos! Tengo que comportarme como un hombre y salir de aquí”, pensó.
En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin mayores ceremonias en un carruaje, que partió de ahí al galope. Dentro había otro ocupante.
—¿Perdonará mi celo, su alteza? —preguntó una voz bien conocida.
El príncipe abrazó al coronel, lleno de alivio.
—¿Cómo podré agradecérselo? —gritó—. ¿Y cómo se las arregló? —aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza.
—Puede agradecérmelo con creces —replicó el coronel— al evitar estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se organizó en forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me prometió guardar el secreto y le pagué por ello. Sus propios criados intervinieron en el asunto. La casa de Box Court es vigilada desde el anochecer, y éste, que es uno de los carruajes de su alteza, lleva casi una hora esperándolo.
—¿Y qué fue del miserable que debía asesinarme…? —inquirió el príncipe.
—Ordené que lo maniataran en cuanto salió del club —respondió el coronel—, y ahora espera su sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices.
—Geraldine —dijo el príncipe—, me ha salvado contra mis órdenes explícitas, e hizo bien. No sólo le debo la vida, sino también una lección, y sería indigno de mi rango si no me mostrara agradecido con mi maestro. Elija usted la manera.
Se hizo una pausa, durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio fue roto por el coronel Geraldine.
—Su alteza —dijo—: ya tiene muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también lo evitaría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de su alteza?
—Está decidido —respondió Florizel—: el presidente debe caer en duelo. Sólo falta escoger a su adversario.
—Su alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitirá que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a asegurarle que el muchacho sabrá salir airoso de ella.
—Me pide un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo negarle nada.
El coronel le besó la mano con el mayor afecto, y en ese momento el carruaje pasó por debajo del arco de la entrada de la majestuosa residencia del príncipe.
Una hora después Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas.
—Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que se han visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibirán un empleo remunerado de mis funcionarios. Aquellos que sufren por sentirse culpables necesitarán recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiran lástima, mucha más de lo que imaginan; mañana me relatarán su historia y, cuanto más sinceros sean, mejor podré poner remedio a su desgracia. En cuanto a usted —añadió, volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con sus aptitudes, no haría más que ofenderlo; sin embargo, tengo una propuesta. Éste —dijo, poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y le pido, como favor personal, que lo acompañe. ¿Sabe manejar bien la pistola? —prosiguió, cambiando de tono—. Porque podría tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Permítame añadir que, si por casualidad perdiera al joven Geraldine por el camino, siempre contaré con otro miembro de mi casa dispuesto a acompañarlo; tengo fama de contar con una vista y un brazo muy largos, señor presidente.
Con tales palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe Florizel concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje bajo la supervisión del señor Geraldine y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, hizo que sus agentes tomaran discretamente posesión de la casa de Box Court, a fin de que las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados fueran supervisadas por él en persona.
Aquí —afirma el autor árabe— concluye la “Historia del joven de los pasteles de crema”, que hoy es un acomodado propietario de Wigmore Street, Cavendish Square. Por razones obvias, no daremos el número. Quienes estén interesados en seguir las aventuras del príncipe Florizel y el presidente del Club de los Suicidas, pueden leer la “Historia del médico y el baúl”.