Читать книгу Lazos - Roberta Mezzabarba - Страница 8
PRIMERA PARTE
Cinco
ОглавлениеSan Silvestre, 1999
Las luces aquella noche parecían aclarar un cielo sin fondo por el tupido color plomo y el aire, cargado de una niebla insistente, parecía traslúcido.
Eran las últimas horas de un milenio agonizante, resquicios de luz en la oscuridad de un sueño ya irreversible. Guglielmo estaba en su habitación: ya se había puesto su traje de Conde Drácula, señor de la noche, con el frac y la capa negra, la camisa blanca como la piel del rostro, cubierto de maquillaje, sobre el que resaltaban dos vistosas ojeras. De los labios salían un par de dientes caninos agudos y brillantes.
El muchacho estaba de pie delante de un gran cuadro al óleo que, probablemente, estaba colgado en aquella pared, sobre la chimenea que descollaba en su habitación, desde hacía un siglo o más. Una figura masculina con las piernas delgadas, enfundadas por botas altas de jinete, una austera fusta de cuero, los alamares brillantes en las charreteras, posaba con una pizca de vanidad mirando fijamente sobre cualquiera que transitase cerca de él. Aquel era uno de los ilustres antepasados de la familia de su padre y, naturalmente, no podía ser otra cosa que un oficial de caballería. Como había sucedido miles de veces observando aquel cuadro, a Guglielmo le parecía que desde tiempos inmemoriales los componentes de su familia no supiesen hacer otra cosa que vestir un uniforme y comandar a legiones de soldados.
Se alejó unos pasos encontrándose, con sorpresa, su imagen en un espejo cercano.
Por esa noche sería el señor de las tinieblas, que vivía de los momentos de otros, que chupaba la vida del cuello de sus incautas víctimas. Aquella farsa le divertía: abriría su enorme capa negra y gritaría adiós al siglo que dentro de pocas horas se iría, para siempre.
Gemma lo estaba esperando en su casa.
Su padre estaba al final de las escaleras, en el gran vestíbulo de la casa, con la bata de raso brillante apretada alrededor del cuerpo seco, con un periódico entre las manos.
«Entonces, Guglielmo, ¿has decidido no venir al círculo de oficiales para conmemorar conmigo y tu madre el cambio al Dos mil? Lo sabes, verdad, que sería algo muy importante… por otra parte tu cumples también veinte años… y la familia es una institución sagrada a la que hay que respetar…»
Filiberto no miraba a los ojos a su hijo, evitaba su mirada, y por eso Guglielmo estaba nervioso hasta lo inverosímil. ¿Por qué su padre no intentaba comprenderle aunque fuese sólo una vez? ¿Por qué para él sólo existían el círculo de oficiales, los reclutas y aquellos malditos galones?
«Papá sabes que significa mucho para mí festejar con mis amigos esta ocasión, y además ¿qué haría en el círculo de oficiales de tu cuartel vestido de Conde Drácula?» dijo el muchacho extendiendo con una pirueta su capa negra para intentar desdramatizar un poco la situación.
«Realmente estarías ridículo, pero a vosotros los jóvenes os gustan estas payasadas, y luego cuando tenéis entre la manos un fusil os tiemblan las piernas… Sé yo lo que os haría falta…»
«Querido, tranquilo, no arruinemos esta bella velada de fiesta, deseémosle un buen cumpleaños por sus veinte años a nuestro Guglielmo que poco a poco se está convirtiendo en un hombre…»
Angelica había entrado en la conversación con su voz encantadora en el momento justo, antes de que uno de sus dos hombres se enredase en una pelea a gritos. Comenzaba a ser difícil, incluso para ella, mantener a raya a aquellas dos cabezas calientes. Tenía en la mano un pequeño paquete azul marino con un lazo azul claro, todas las miradas de aquella habitación estaban dirigidas hacia ella.
«Esto es para ti, hijo mío, he esperado veinte años para dártelo, veinte largos años…»
Guglielmo cogió de las manos de su madre aquel paquete que parecía esconder qué sabe qué y le sacó el papel que lo envolvía: un colgante blanco y transparente de alabastro de forma redondeada… una fina cuerda negra, retorcida hasta convertirse en un cordón, sujetaba el adorno y envolvía un librito con la cubierta de cuero gastada… realmente un extraño regalo.
«No me he vuelto loca, no Guglielmo, tu madre no ha enloquecido. Es una historia larga, muy larga. Ven, sentémonos en tu sofá preferido.»
Con la mano izquierda agarrando la de su madre, y el extraño colgante sujeto al librito en la derecha, Guglielmo la seguía dócil, como cuando de niño esperaba que le contase su fábula preferida.
Filiberto, sospechando el tema de la larga historia que su mujer contaría a su hijo, dijo en tono brusco:
«Angelica, ¿has pensado bien en lo que estás a punto de hacer? No creo que sea apropiado… ¿No recuerdas lo que nos dijo aquella mujer?… Yo en tu lugar no lo haría.»
Madre e hijo ya se habían colocado en el sofá.
Al escuchar esas palabras, Angelica alzó los ojos azules hacia su marido, mirándolo fijamente con una mirada firme, profunda y al mismo tiempo dulce.
¿Tenían el derecho de esconder a Guglielmo su verdadera identidad?
¿Podían continuar haciéndolo eternamente?
Quizás aquella revelación rompería la tranquilidad de su hijo pero estaba convencida de que debía saberlo todo.
«Filiberto, Guglielmo es mayor, y ahora ya no hay un motivo que nos induzca a continuar escondiéndole algo que con el tiempo sabría de todas maneras.»
Guglielmo, mientras tanto, como objeto de la contienda, se sentía frustrado por aquellas verdades escondidas y hasta ese momento desconocidas para él: ¿de qué estaban hablando, qué es lo que le habían ocultado durante todos estos años?
Con un gesto instintivo se sacó los dos caninos postizos, como diciendo: Muy bien, ahora nos dejamos de bromas y hablamos seriamente.
Miraba a la madre sentada a su lado y al padre en pie.
Estos minutos de expectación parecían piedras lanzadas a cámara lenta que nunca acababan de caer al suelo, y la espera a que sucediese parecía interminable.
«Debes saber querido hijo que la noche de San Silvestre de hace veinte años, yo y tu padre estábamos en casa, sin celebrar de ninguna forma la llegada del nuevo año, estaba recuperándome de uno de los innumerables abortos que mi físico ha debido soportar. Efectivamente, había tenido la sensación de que aquella pudiese ser una noche distinta a las otras, la luna destacaba en el cielo alta y muda. En un momento dado escuchamos llamar a la puerta: encontramos a una mujer embarazada con un paquete entre los brazos. Eras tú. La mujer dijo que tu madre natural te había abandonado, quizás porque estaba muerta o porque no podía cuidarte y darte una vida digna. Con el ceño fruncido nos recomendó que no contásemos a nadie la historia de aquella noche y hasta ahora no habíamos dicho nada a nadie. Tú te preguntarás, ¿qué tienen que ver conmigo el colgante y el libro? Es un pequeño secreto que he mantenido todo este tiempo, ni siquiera tu padre sabía nada. Cuando, después de haberte cogido de los brazos de la mujer que te había conducido hasta nuestra casa, subí a la habitación para vestirte con la ropa que había preparado para el pequeño que había perdido hacía unos días, en el camisón que te envolvía, quizás el de tu madre natural, encontré estos dos objetos y me hice la promesa de dártelos en tu veinte cumpleaños.»
Guglielmo recorría mentalmente los párrafos del discurso que sus oídos acababan de escuchar, manteniendo fija la mirada sobre aquel colgante de tono mate y transparente que ahora, después de haberlo apoyado en la palma de la mano, había asumido una tonalidad ligeramente rosada: en relieve cuatro espirales aladas convergían hacia el centro, hacia un agujero desde donde partía el cordón negro y brillante.
Aquella enseña se parecía vagamente a una cruz gamada2.
Su madre no era su madre, su padre no era aquel general del ejército, la sangre que corría en sus venas era distinta de la suya, él no era carne de su carne.
¿Pero entonces quién era?
¿Cuáles eran sus orígenes?
¿Quiénes eran sus verdaderos padres?
¿Por qué su madre lo había abandonado la noche de su nacimiento, probablemente todavía sucio de la sangre que no era la de Angelica?
¿Cómo habían podido permitirse aquellos dos adultos construir su vida sobre todas aquellas mentiras?
Pero quizás había sido mejor así, la familia que lo había cuidado era una familia tranquila, su madre, su madre adoptiva, lo había amado como si realmente fuese hijo suyo.
Pero todo aquello era absurdo.
«No quiero que todo lo que te he acabado de decir te cause tristeza, querido Guglielmo. No ha sido la naturaleza la que nos ha unido sino el amor que ha nacido sin condiciones, sin vínculos de sangre que a veces pesan más que las cadenas de plomo. Se ha hecho tarde: ponte tu regalo y vete a buscar a Gemma, el libro lo coloco sobre tu mesilla de noche. Te deseo lo mejor, hijo mío.»
Después de decir estas palabras Angelica cogió de las manos del hijo el colgante y se lo puso en el cuello, a continuación depositó un beso en su mejilla acabada de afeitar y se levantó del sofá acercándose a Filiberto que, hasta ese momento, había permanecido como inmóvil y mudo observador de lo que había ocurrido en unos pocos minutos.
Quizás no había sido tan malo revelar sus orígenes a Guglielmo, ninguna maldición había ocurrido cuando Angelica había pronunciado esas palabras, pero en su memoria resonaba todavía la profecía de aquella mujer que había conducido a Guglielmo a sus vidas.
* * *
Guglielmo había parado el coche al lado de la verja que conducía a casa de Gemma. Había llamado al portero automático y su madre le había dicho que su hija ya estaba lista y que bajaría enseguida.
Respiró hondo. Guglielmo se dio cuenta de que se habían formado pequeñas nubes blancas, que luego observaba casi hipnotizado: todavía no había asimilado completamente la información que le habían dado sin ni siquiera haber sido empaquetada y con el lazo en su sitio.
Se inclinó hacia el espejo retrovisor de su coche para buscar su imagen reflejada, esperaba que por lo menos su rostro fuese real, esperaba que al menos su aspecto exterior pudiese ser el mismo después de aquella revelación. Vio en la pequeña superficie reflectante el rostro de un joven que amaba su vida y su familia, adoptiva, pero se sentía conmocionado, confundido por aquella gran noticia que había sabido poco antes.
Realmente su madre no había querido turbar el perfecto orden de su vida, probablemente le había parecido justo revelar al hijo su verdadera identidad, ¿pero qué le había revelado realmente? En ese momento se sentía despojado de uno de los pocos puntos fijos de su existencia: le daba la sensación de ser un árbol al que habían arrancado sus raíces de la cálida tierra para exponerlas cruelmente al sol.
Aquella noche celebraría el final del segundo milenio y quién sabe si con los últimos minutos de mil novecientos noventa y nueve podría irse también aquel sentimiento de náusea que lo invadía por todas partes.
El sonido metálico de la verja al volverse a cerrar lo devolvió a la realidad.
Gemma había llegado hasta delante de él envuelta en un remolino de tejido blanco que podía, realmente, parecer innatural en la oscuridad de la noche: dos bonitas alas fabricadas totalmente con cándidas plumas salían de su espalda y llegaban casi a la altura de la nuca, donde los cabellos recogidos dejaban su rostro al descubierto, una túnica muy sencilla escondía las piernas dejando ver sólo la punta de las zapatillas de tenis, también blancas.
Era el ángel más gracioso que Guglielmo hubiese visto y de todas formas era el primero, seguramente, que se había materializado delante de sus ojos.
Gemma se acercó a él y, después de haberle sacado los caninos que daban a su aspecto un no sé sabe qué de temible, depositó un beso en sus labios.
Las dos lenguas se rozaron, con un escalofrío: luces y tinieblas gozaban del mismo placer…un extraño pensamiento destelló en la mente de Guglielmo, pero su lógica, rápidamente, lo descartó enseguida.
El torbellino de sus pensamientos, sin embargo, no conocía el reposo y generaba conjetura tras conjetura, sin darle tregua. Le parecía advertir un triste presentimiento mientras observaba a Gemma entre sus brazos, la veía tan pálida y exangüe que parecía que estuviese muerta…
¿Qué podría perturbar sus vidas en ese instante?
¿No era quizás el candor casi lechoso de su disfraz que había bebido todo el rojo sangre que debería haber inundado el rostro de Gemma?
Subieron al coche.
Guglielmo giró la llave debajo del volante y el ruido que generó bastó él sólo para llenar el silencio en sus oídos.
Las revoluciones del motor bajaron bajo el control de Guglielmo que estaba apoyando el pie derecho sobre el freno para pararse en el semáforo en rojo.
Otra vez silencio.
Verde.
«Soy una especie de huérfano. Angelica no es mi madre y Filiberto no es mi padre. Mi madre, mi verdadera madre, me abandonó la misma noche de mi nacimiento.»
Guglielmo había pronunciado aquella frase toda de una vez, con la mirada fija en la línea discontinua de la carretera y los dedos de la mano derecha que acariciaban la superficie pulida del medallón que colgaba de su cuello: escuchaba su voz como si proviniese de otro cuerpo.
2
Nota del traductor: La cruz gamada, antes de ser utilizada por los nazis, era un símbolo de la vida para los hindúes y otros pueblos primitivos. También entre los indios americanos se utilizaba este símbolo. Representaba el discurrir del mundo.