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La cita

Cae la paz de la tarde sobre la hondonada del valle. Las sombras extienden su abrazo por la encrucijada del vado y remontan pausadas las abruptas laderas. El chirrido de las chicharras empieza a remitir, y de las charcas, tras las adelfas en flor, sube en notas limpias el croar de las ranas.

Despacio se alejan los trémulos balidos de los rebaños que se retiran a sus apriscos. De los zarzales y mirtos llegan susurros de abejas, afanadas en los restos dulzones de las últimas bayas. Abajo, más allá del rumor de los cañaverales y de los lodazales erizados de juncos y papiros, serpentea el Jordán, limoso y verde.

Dos jóvenes aguardan impacientes, en el cruce del camino, bajo el precario frescor de los sauces.

Han llegado a este místico lugar siguiendo a otros muchos buscadores de Dios. Se diría que, en el fondo de esta depresión impregnada de historia, la más hundida del mundo, en el vacío que dejaron las urbes fulminadas por el fuego divino,1 duele más la lejanía del cielo y, por consiguiente, se siente más la nostalgia de acercarse a él.

Desde su precario observatorio los viajeros divisan, colgado en el último despeñadero del desierto, el monasterio que los esenios edificaron allí, frente al mar Muerto, para mantener siempre, a la vista de los monjes, los malditos efectos del pecado, y alejarse de él con sus ascéticos ritos.

Si Andrés y su amigo se decidiesen, podrían llamar a su puerta esa misma tarde y solicitar su ingreso en la comunidad, sucumbiendo a recientes tentaciones. Un novicio de su edad, arropándose con orgullo en su túnica blanca, les había exaltado, con ceño adusto y mirada ardiente, las virtudes purificadoras de la espiritualidad monacal:

—Para librarnos del mal debemos retirarnos del mundo. No hay salvación posible en Israel. No escuchéis a su clero apóstata: os engaña. Somos nosotros el remanente fiel, los que vivimos la santidad que exige el juicio divino. La verdad no la tienen vuestros corruptos doctores. Solo la enseña el Maestro de Justicia. Guardar sus preceptos2 es el único camino para entrar en el reino de Dios.

El muchacho parecía muy convencido. Pero ¿al reino de Dios se accede solo renunciando a los riesgos de la vida en sociedad? ¿Huir del peligro no es de cobardes? Sus amigos zelotes, con los que se reunían a veces en la clandestinidad, les insistían casi en lo contrario:

—El reino de Dios hemos de imponerlo y construirlo nosotros, rompiendo como haga falta el yugo del opresor idólatra. Tenemos que luchar con nuestras propias manos, con todas nuestras fuerzas, y hasta con nuestra sangre si hace falta, contra los enemigos de Jehová de los ejércitos si queremos que el Mesías venga a liberarnos de Roma y de todos los males.

Sus amigos zelotes eran también muy sinceros y fanáticos, pero valientes hasta el sacrificio. Uno de ellos había muerto mártir, crucificado por terrorista, hacía poco tiempo.

¿A quién seguir? Esa es la gran pregunta que atormenta la mente idealista de los jóvenes viajeros. ¿Qué camino lleva a la salvación? ¿El de la lucha a muerte contra los adversarios de Dios o el del aislamiento del mundo?

—Dilema necio —responden con altivez los saduceos—. El cielo es solo de Dios. Para los mortales no hay más «reino» que el que ellos se agencien. El Todopoderoso reparte bendiciones y castigos en esta vida, porque no hay otra. Premia o sanciona según su voluntad soberana, sin que sepamos en todo momento el porqué de sus decisiones.

A lo que los fariseos alegan:

—Grave herejía. La Torá deja bien clara la ruta a seguir: Dios salva mediante la observancia de su Ley. La justicia divina se revelará inexorable en el juicio venidero sobre tu conducta en esta vida. Tus obras te salvan o condenan. Tras la inevitable muerte, el Juez supremo decide si la balanza de tus buenas acciones, oraciones, ayunos y limosnas, supera el peso de tus pecados.

Perplejos ante esta encrucijada de caminos los jóvenes no saben qué dirección tomar. Por eso han viajado de lejos hasta aquí, el vado de Betábara, empujados por su desconcierto y por su sed de absoluto, a escuchar en persona al nuevo profeta. Interpelados por su mensaje han respondido a su llamamiento:

—Arrepentíos, porque el reino de los cielos se acerca y mostrad por vuestros frutos la conversión de vuestros corazones. Dejad que Dios os limpie de vuestro pasado, renaciendo, con el bautismo, a una vida nueva. Solo Dios puede salvarnos de nosotros mismos y transformarnos por su poder. Yo os bautizo con agua, para marcar la ruptura de un nuevo nacimiento, pero el que viene tras mí es quien os puede sumergir en la atmósfera del Espíritu.

De sus propios labios lo han escuchado. Para saciar su sed espiritual, los inquietos viajeros tienen que orientar el rumbo tras un nuevo guía, y ese no es el Bautista.

—¿Es que no eres tú el Mesías esperado? —Le habían insistido sus opositores.3

—No, no lo soy. Yo soy tan solo una voz que clama en el desierto para prepararle el camino. El maestro que está por venir es vuestro guía. Más aun: él es el cordero de Dios anunciado, el único capaz de salvar al mundo de sus pecados y de abrirnos a todos las puertas del cielo.

La pista no parece muy clara, pero los viajeros saben ya que la clave de lo que buscan no está allí, en el vado del Jordán, ni en las celdas de Qumran, ni en el templo de Jerusalén, ni en los piquetes de los sicarios, ni en las aulas de los doctores de la Ley. El rumbo a seguir lo va a marcar el Salvador prometido.

Su inquietud se enardece cuando el profeta les señala a la distancia, con su enjuta diestra, a un caminante que baja por la ladera del monte:

—Por fin, ahí llega. Es él. Seguidle dondequiera que os guíe.

Embargados por la emoción, los jóvenes acechan impacientes, a su encuentro. Aquel hombre que se acerca silbando, de rostro anguloso tostado por el sol, es el maestro a quien deben seguir.

Pero el peregrino no se sabe esperado y prosigue sin detenerse.

Aunque su paso es firme no parece tener prisa y a los jóvenes no les cuesta alcanzarlo. Intimidados por su proximidad, no se atreven a dirigirle la palabra y caminan tras sus pasos, cohibidos. Le siguen de tan cerca que el viajero nota su presencia, se detiene sonriendo y, con voz grave, pero acogedora, les pregunta:

—¿Qué buscáis?4

Los muchachos, tomados por sorpresa, no consiguen responder, porque no saben formular lo que buscan. Se sienten desorientados, confundidos, insatisfechos de su vida y desean encontrar un camino que le dé sentido y los haga felices. Pero no saben poner palabras al objeto de su búsqueda.

El Bautista había designado al maestro viajero con el enigmático título de «el cordero de Dios».5 Extraño nombre que, como una clave o un código secreto, parece destinado a aclarar un misterio. Sin embargo ellos, de momento, tienen pocos datos para resolver el enigma. ¿El cordero de Dios tan lejos del templo, al margen de los altares, ajeno al círculo de los sacerdotes y de sus sacrificios?

El singular caminante, que no huele ni a incienso ni a humo sino a tomillo y romero, repite su pregunta. Y esta no tiene que ver ni con ritos, ni con cleros, ni con teologías: tiene que ver con ellos, con su vida, con su aquí y su ahora:

—¿Qué buscáis?

Lo que buscan no es sin duda muy distinto de lo que buscan en algún momento de su vida otros jóvenes serios. Buscan, más allá de cualquier urgencia inmediata, lo que realmente les falta para orientar su existencia insatisfecha: un guía fiable, un amor duradero, alguien con quien compartir la vida, una vocación gratificante, una fe, un proyecto que les haga soñar.

—¿Qué buscáis? Insiste el viajero.

Y ellos, que no llegan a visualizar lo que buscan, salen del paso con otra pregunta:

—Maestro, ¿dónde resides?

Quieren saber dónde pueden encontrar al maestro cuando lo necesiten. Su pregunta equivale, de forma indirecta y quizá inconsciente, a la respuesta: «Quizás te buscamos a ti». Porque muchas veces, sin saberlo, buscamos algo cuando en realidad necesitamos a Alguien.

Los dos amigos querrían saber dónde escuchar las enseñanzas del nuevo rabí recomendado por el Bautista. No esperan nada ahora ni piden nada especial. No se sienten dignos de la atención personal de alguien como él. Solo quieren sumarse al grupo de sus eventuales seguidores. Aspiran a que les conceda acceso al privilegio del que disfrutan los discípulos de los pocos maestros que conocen en su entorno: asistir regularmente, después de las ocupaciones del día, al lugar donde el rabí comparte su saber. Tienen tantas inquietudes que, en una breve entrevista, a orillas del camino, no pueden recibir lo que anhelan. Desean estar a solas con él, sentarse a sus pies y recibir sus enseñanzas.6

Su pregunta tímida y respetuosa, indica, además, que esos muchachos son más jóvenes que aquel al que ya llaman «maestro».7

Jesús entiende bien su pregunta. El también sabe que «residir» es más que detenerse un momento. Residir es morar, habitar, vivir, permanecer. Y él no tiene la intención de quedarse allí, junto al desierto. Por eso no les indica un lugar, sino una presencia:

—Venid y ved.

Es decir, «seguidme».

Para sorpresa de los viajeros, el nuevo maestro no se confina en ningún domicilio fijo. Habita en el «venir» y en el «ver» de quienes le siguen. A él se lo encuentra viniendo y viendo: saliendo de donde estamos y descubriendo lo que no veíamos. Acercándose a él y observándolo bien.

El viajero dice a sus compañeros de ruta que para encontrar lo que buscan les basta con venir y ver.8Si para venir hay que ponerse en marcha, para ver basta con abrir los ojos. La esencia de su búsqueda reside plenamente en dos verbos de acción, que él conjuga como dos invitaciones: a acercarse a él y a mantener bien abiertos los ojos del alma.

Además, a Dios, que es a quien ellos buscan realmente, se lo encuentra en todas partes, incluidas las más inesperadas. No hace falta acudir a espacios sacralizados a ese fin, donde algunos quisieran acotar los privilegios del encuentro. Porque hay gentes que en cuanto se enteran de algún lugar donde alguien tuvo alguna vez una vislumbre de lo divino, inmediatamente se lo adueñan y construyen sobre él un oratorio, un templo, una basílica o un monasterio, que guardan celosamente bajo su propia tutela.

Para encontrarle, basta con seguirle. Y eso es lo que están haciendo Juan y Andrés.

Con esta cálida acogida, con su intrigante mensaje y con el atractivo entrañable de su voz, Jesús desconcierta a quienes están acostumbrados a que se les guíe con órdenes y prohibiciones. Los descoloca y desorienta, porque el propio Bautista les había incitado a la conversión esgrimiendo amenazas de hachas y de fuegos.9 Jesús propone una transformación que va en la misma dirección pero por otra vía, aunque a veces use también imágenes fuertes. Así inaugura un nuevo tiempo en la experiencia espiritual de estos jóvenes. El discurso del Bautista sirvió, en su momento, para suscitar en ellos el temor del juicio divino, pero para el nuevo maestro lo que estos chicos necesitan ahora no es temblar de miedo, sino estremecerse de entusiasmo.10

El conoce el fondo de su sed y lo que puede transformar sus vidas. Por eso los invita a seguirle no con órdenes ni exigencias, sin recurrir ni de lejos el temor al castigo, sino con una simple y cordial bienvenida, haciéndoles desear las aventuras del descubrimiento. Su pedagogía positiva suscita en estos jóvenes las ganas de progresar, de avanzar y de crecer.

El recién estrenado maestro acaba de encontrar a sus dos primeros discípulos.11

Ha renunciado a la rutina fácil de su profesión de artesano para seguir la difícil vocación del educador. Ha dejado de construir y amueblar casas para ponerse a construir y amueblar mentes, un desafiante llamado que se impone a su espíritu con toda la fuerza de lo que viene del cielo.

Al cerrar su taller de carpintería, su entorno familiar y sus vecinos insistían en que cometía un grave error. Siendo tan buen profesional y con su excepcional talante, dejar la modesta seguridad de su clientela, arriesgando así su futuro, les parecía una locura. Así ocurre siempre. Si las mayores resistencias a hacer algo grande suelen venir de nosotros mismos, la oposición más reticente a asumir nuevos riesgos puede surgir de nuestro entorno más cercano y de quienes más nos quieren.

Pero Jesús no busca una vida fácil, al abrigo de su numerosa parentela:12 quiere una vida útil, aunque nadie le apoye. Su ideal no pertenece a este mundo y por eso no sigue los pasos de la mayoría. Tiene un sueño, un gran proyecto. Quiere intentar algo nuevo para construir un mundo mejor, cambiando la vida de la gente.13 Y aspira a compartir sus ideales, sueños y proyectos con la juventud mejor del país. No tiene ni experiencia, ni títulos, ni medios, ni influencias. Pero cuenta con Dios y eso le basta para sentirse optimista, animoso y fuerte.

Además, sus dos primeros discípulos ya están allí, esperando recibir su primera lección.

Esa lección, inicial y definitiva,14 la más importante de todas, consiste simplemente en descubrir el poder que transmite la presencia divina en la vida de quien la busca. Porque donde está Jesús allí está Dios. Y este se complace en acompañar a los que le buscan de veras, por jóvenes que sean y por desorientados que se encuentren.

No existe ningún lugar habitado en todo el camino desde el mar Muerto hasta Jericó. Sin embargo, el maestro lleva sin vacilar a sus nuevos amigos al lugar donde dice residir en ese momento. Sin duda, se trata del lugar donde se había alojado durante su visita al Bautista, unos cuarenta días atrás. ¿Una gruta de las que tanto abundan en la zona? ¿Un cobertizo de cañas, de esos que ocupan unos tras otros los viajeros al borde de la ruta? ¿O bien los conduce al lugar escogido donde plantar la tienda de campaña que lleva consigo en su mochila, como tantos caminantes?15 Los viejos textos no lo dicen. Pero precisan que los jóvenes fueron y vieron donde moraba el rabí viajero, y que compartió con ellos su precario alojamiento hasta el día siguiente.

Pronto decidirían quedarse con él para siempre.16

Jamás olvidarán la hora exacta de aquel momento decisivo: la hora décima, la penúltima hora de la tarde.17

El día declina sobre los caminantes. El sol se pone entre arreboles dorados. Pero en los corazones de aquellos tres jóvenes algo muy nuevo amanece.

Encuentro mágico, crucial, tanto para los aprendices de discípulos como para el nuevo maestro.

¿De qué hablarían en aquella inolvidable velada bajo las estrellas? Los escritos de los protagonistas no lo cuentan.18 Lo único que precisan es que el momento en que estos jóvenes encuentran a Jesús y deciden quedarse con él marca un hito en su historia. Porque con él encontraron lo que estaban buscando, muchas cosas que no buscaban, otras que buscaban sin saberlo y algo mucho mejor que lo que estaban buscando.

La lección que empieza a enseñarles el nuevo maestro tiene que ver con un verbo conjugable en todas las personas, en todos los tiempos y en todos los modos: el verbo amar.19 Verbo irregular e imprevisible donde los haya, porque no gusta de imperativos, le faltan tiempos perfectos, su presente suele ser imperfecto y su futuro condicional. Un verbo que exige ser practicado en todas sus formas y con todos sus sinónimos: querer, apreciar, acoger, apoyar, valorar, respetar, compartir. Pero como la conjugación de ese verbo no cabe en los libros, estos primeros discípulos deben aprenderla en la acción.

Con asombro descubren que la personificación del verbo amar ha salido a su encuentro en el camino de su búsqueda, y los está alcanzando allí donde están, en esa imprevista acampada.20 Si amar de veras es buscar el bien del otro, querer su felicidad, estos discípulos descubren en Jesús el amor encarnado, la solidaridad en persona, la demostración práctica de lo que es querer de veras, sin condiciones: no un sentimiento efímero, sino un motor de acción. Principio vital que impregna su persona y que les hace reconocer en su maestro a alguien que viene de Dios.21

Juan, probablemente el discípulo más joven, alude años más tarde a ese sentimiento tan indefinible como nuevo que empezó a experimentar aquel día ante la asombrosa capacidad de empatía del maestro, «la emoción de sentirse aceptado y comprendido y no atreverse a expresar la gratitud por tanto afecto».22 Y desde entonces se designa a sí mismo con el más atrevido título honorífico que nadie haya ostentado jamás: «El discípulo al que Jesús quería».23

Así que la gran lección del nuevo maestro a sus primeros discípulos y a todos los que les seguirán es aprender a conjugar el verbo amar. Empezando allí mismo y siguiendo en sus casas, en su barrio, en las poblaciones donde habitan, en los talleres donde trabajan, en los espacios donde se divierten y, por supuesto, en los santuarios donde adoran. Si el verbo divino se ha acercado a ellos por amor, practicar el verbo amar será también desde ahora el camino de acercarse al otro y de elevarse al cielo.

Los jóvenes descubren así, en compañía de Jesús, que para encontrar el sentido de su vida no necesitan buscar un lugar sino una persona. Que para sentir la presencia de Dios no hace falta recogerse en la solemnidad de un templo; su cercanía también se encuentra en el abrazo refrescante del agua en un baño al atardecer. Que para entrar en comunión con el sustentador de todas las cosas no es preciso participar en el ritual de un sacrificio; se puede comulgar con él al compartir con gratitud unos cachos de granada y un puñado de dátiles. Que para acercarse al creador del universo no se requiere ninguna iniciación mística; basta con dejarse llevar por la emoción en la contemplación pasmada de las estrellas.

Los viajeros han encontrado al maestro que buscaban. Pero este los desconcierta. Rompe todos sus esquemas. No cabe en ninguna de sus categorías. No saben como definirlo: consejero admirable, maestro amigo, camino y meta, amor en persona, gozo sereno, verdad y vida…

Sus palabras son a la vez tan sencillas y profundas que cada una de sus reflexiones parece inagotable, de modo que nunca llegan al fondo de sus pensamientos.

Hay, además, algo que los sobrecoge y asusta. Porque el maestro acaricia, con pasmoso realismo, el sueño imposible de los profetas y reformadores más ambiciosos: cambiar el mundo.

Y ellos desearían formar parte de ese sueño.

Pero ¿serán capaces de seguir al maestro en tan impensable proyecto?

1 . En la depresión del mar Muerto se sitúa la vega de Sodoma y Gomorra, consumida según la tradición por fuego caído del cielo (Génesis 19: 1-28).

2 . Sobre la comunidad esenia de Qumran, ver Flavio Josefo, Guerra de los judíos, tomo 1, Barcelona: Orbis, 1985, págs. 122-126.

3 . Juan 1: 19-28.

4 . Estas son las primeras palabras de Jesús registradas en los evangelios (Juan 1: 35-39).

5 . Juan 1: 35-37.

6 . E. G. White, El Deseado, pág. 112.

7 . Mis estudios de los evangelios me han llevado a la conclusión de que estos primeros discípulos de Jesús eran menores de 30 años. La primera y principal razón es que le llaman «rabí» (maestro). Jesús tenía entonces en torno a 30 años (Lucas 3: 23) y nunca había ejercido todavía de maestro, sino de carpintero. En aquella sociedad patriarcal (de tradicional gerontocracia), no se entendía que un maestro fuese más joven que sus discípulos, ni que se atreviera a ejercer antes de los 40 o 50 años. Si estos chicos se dirigen a Jesús llamándole «rabí» era porque se veían claramente más jóvenes que él. Hasta el final de su ministerio Jesús los sigue llamando paidia (Juan 21: 5), término griego que significa ‘niños’ o ‘chiquillos’, una apelación que sería impensable en aquella cultura si ellos hubiesen sido mayores que él. Lo más probable es que tuviesen en torno a 20 años. Su juventud explicaría su enorme disponibilidad, que les permite seguir a Jesús a pleno tiempo durante más de tres años, lo que hubiese sido muy difícil si hubiesen tenido familias que mantener (Lucas 18: 28-31). Ver E. G. White, El Deseado de todas las gentes, pág.73.

8 . «Solo Jesucristo, que ordena el seguimiento, sabe a dónde lleva el camino […]. El seguimiento es la alegría» (Dietrich Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Salamanca: Sígueme, 2004, pág. 12).

9 . Ver Mateo 3, 7-10 y paralelos.

10 . En realidad, Jesús solo amenaza a los que se dedican a amenazar a los más débiles que ellos, es decir, a los escribas y fariseos, que piensan que el miedo sirve para conseguir los cambios deseados. Pero las amenazas solo consiguen cambios externos y pasajeros. La transformación verdadera nace a la vez de dentro y de arriba.

11 . El término «discípulo» describe al seguidor de un maestro que se encuentra en proceso de aprendizaje.

12 . Los evangelios dicen que Jesús tenía cuatro hermanos, llamados Jacobo, José, Simón y Judas, además de varias hermanas (Mateo 13: 55).

13 . «La vida de Jesús se puede ver mejor desde la perspectiva del cambio que desde la de la conservación. Él fue el reformador de los reformadores, y su plataforma para la reforma fue la revelación del plan de Dios para la humanidad» (George Knight, Filosofía y educación, Miami: APIA, 2002, pág. 255).

14 . Según Mateo 28: 20, las últimas palabras de Jesús serán: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

15 . Pablo de Tarso, el gran discípulo de Jesús, se ganaba la vida fabricando tiendas de esas (Hechos 18: 1-3).

16 . Esta disponibilidad confirma que estos discípulos eran jóvenes. Algunas de sus reflexiones, como la que expresan en Mateo 19: 10 de «si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse» daría a entender, por el uso del tiempo aoristo, que aún estaban solteros. El que más tarde encontremos al discípulo Pedro ya casado, no significa que fuera mayor, ya que la edad recomendada por los rabinos para casarse era entre los 16 y los 24 años. Su impulso de querer andar sobre el agua (hoy diríamos «hacer surf sin tabla») es mucho más fácil de comprender como un arrebato juvenil, que al maestro no le importa satisfacer, que una decisión madura de un adulto, que normalmente no se hubiese atrevido a semejante ocurrencia (Mateo 14: 28-33). Más de tres años después, cuando Juan y Pedro rivalizan corriendo a ver quién llega antes al sepulcro, Juan tiene la ingenua satisfacción de precisar que él le ganó la carrera (Juan 20: 3-8). Si se tiene en cuenta que en aquella sociedad no estaba bien visto que los adultos corrieran en público, esta «gesta» aparece claramente como cosa de jóvenes.

17 . La hora «décima» equivale más o menos a dos horas antes de ponerse el sol (Juan 1: 39).

18 . El autor de este relato es Juan, uno de los dos viajeros, que llegaría a ser apóstol (Juan 1: 35-42).

19 . Juan 1: 1-14.

20 . Así pues, la primera actividad del ministerio público de Jesús fue hacer camping con jóvenes….

21 . «Toda mirada de sus ojos, todo rasgo de su semblante […] expresaba un amor indecible» (E. G. White, El Deseado, pág. 111). «Dios es amor» escribirá Juan años mas tarde (1 Juan 4: 8).

22 . Antonio Muñoz Molina, Sefarad, Madrid: Editorial Santillana, 2001, págs. 291-192.

23 . Juan firmará su Evangelio con el seudónimo de «el discípulo amado» o «el discípulo a quien amaba Jesús» (Juan 21: 20). «El mismo Juan, el discípulo amado —el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del Salvador— no poseía por naturaleza esa belleza de carácter. No solo era obstinado y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. […] La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que vio en la vida diaria del Hijo de Dios llenaron su alma de admiración y amor. De día en día su corazón era atraído hacia Cristo, hasta que en su amor por su Maestro perdió de vista su propio yo. […]. El poder del amor de Cristo transformó su carácter» (Elena G. White, Camino a Cristo, Madrid: Safeliz, 2013, págs. 75-76).

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